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LA LUCHA DE CLASES
Domenico Losurdo
(27)
III
Luchas de clase y luchas por el reconocimiento
PARADIGMA DEL CONTRATO Y JUSTIFICACIÓN DEL ORDEN EXISTENTE
Se advierte claramente la presencia del paradigma de la lucha por el reconocimiento, que es de influencia hegeliana. Los otros paradigmas filosóficos en circulación resultan inadecuados y gastados ya a partir de la configuración que asumió en aquellos años el conflicto político-social. Frente a la reivindicación popular del derecho a la vida y a una vida humanamente digna, las clases dominantes replican: por bajo que sea el nivel de los salarios, siempre es el resultado de un contrato pactado libremente; en cuanto a los desempleados y los inválidos, ningún contrato impone darles asistencia, y pretenderla o invocarla es una actitud de esclavo (que depende de su amo para su subsistencia) y no de hombre libre, que sabe asumir la responsabilidad de su libre elección y sus consecuencias (Himmelfarb 1985). En 1845, después de señalar que el capitalista se erige en «legislador absoluto» y arbitrario en su fábrica, Engels cuenta con qué argumento «el juez de paz, que es un burgués» recomienda al obrero inglés resignación y obediencia: «Usted era libre de decidir, no debía firmar semejante contrato si no quería hacerlo; pero ahora que se ha sometido espontáneamente a ese contrato, debe respetarlo» (MEW). El capital se centra justamente en la crítica del paradigma del contrato: «El obrero aislado, el obrero como “libre” vendedor de su fuerza de trabajo, sucumbe sin resistencia cuando la producción capitalista ha alcanzado cierto grado de madurez» (MEW). Por eso en la reglamentación legislativa del horario de trabajo Marx ve una medida que impide a los obreros venderse como esclavos mediante un «contrato voluntario con el capital». La lógica esclavista del contrato solo se puede frenar con la lucha de clases, la acción sindical y política de la clase obrera y la intervención del estado apremiado por la clase obrera.
En el bando contrario, los capitalistas tachan de violación de la libertad de contrato los intentos de regular el horario y las modalidades de trabajo, ya vengan de arriba (mediante la legislación estatal) o de abajo (mediante la acción sindical). Sí, en aquellos años se apela al contrato y al libre curso, sin interferencias, del mercado de trabajo para reclamar la prohibición de las coaliciones y organizaciones sindicales, esos «monopolios ampliados», según la definición de Adam Smith, que ponen trabas a la libre contratación individual de los términos del trabajo a realizar. Desde el punto de vista de Burke (1826) solo se puede considerar realmente libre y válido el contrato estipulado al margen de cualquier combination or collusion (son evidentes la alusión y el respaldo a las Combination Laws, que en estos años prohíben y castigan las coaliciones obreras).
Es un motivo ideológico que goza de gran vitalidad: el Sherman AntitrustAct, promulgado en 1890, se aplica ante todo, y con mucha eficacia, contra los obreros, culpables de reunirse en «monopolios» sindicales, poco respetuosos de la iniciativa y la libertad individual. En cambio, durante mucho tiempo se consideraron perfectamente legales los contratos mediante los cuales, en el momento de la firma, los obreros y empleados se comprometían (se veían obligados a comprometerse) a no afiliarse a ninguna organización sindical: desde el punto de vista del legislador y de la ideología dominante, a pesar de todo, se respetaban las cláusulas del contrato, las reglas del mercado y la libertad individual (Losurdo 2005).
Como prueba de su escasa utilidad para la lucha de emancipación de la clase obrera, echemos un vistazo a la historia del paradigma contractualista. Hugo Grocio recurre a él para explicar y justificar la institución de la esclavitud: el prisionero de guerra que está a merced del vencedor o el miserable que está a punto de morir de inanición se comprometen a servir ininterrumpidamente a un amo; ambos, en virtud de un contrato implícito o explícito, se venden a cambio de la subsistencia. La referencia al contrato sirve, pues, para legitimar la esclavitud. En un teórico del contractualismo como John Locke se puede leer que los dueños de plantaciones de las Indias Occidentales poseen «esclavos o caballos» mediante una «compra» regular, es decir, «gracias al contrato y al dinero» (pagado) (Losurdo 2005). Todavía a mediados del siglo XIX argumentan del mismo modo los propietarios de esclavos del Sur de Estados Unidos. Es algo sobre lo que Marx, indignado, llama la atención en El capital. «El propietario de esclavos compra a su obrero como compra su caballo» (MEW), una vez más merced a un contrato regular.
Además de legitimar la esclavitud propiamente dicha, el paradigma contractualista se esgrimió para impugnar la lucha contra las relaciones de trabajo más o menos serviles. En Francia Sieyes propuso transformar la «esclavitud de la necesidad», que afecta a los pobres y miserables, en «contrato servil» (engageanceserve), en una «esclavitud sancionada por ley», según el modelo adoptado en América por los siervos blancos por contrato, los indentured servants, de hecho semiesclavos que a menudo eran objeto de compraventa (como los esclavos negros propiamente dichos). Se podría objetar que este siervo «pierde una parte de su libertad», pero Sieyes replica de inmediato :
«Es más exacto decir que, en el momento en que contrata, lejos de ver menoscabada su libertad, la ejerce del modo que mejor le conviene; porque todo compromiso es un intercambio en el que cada cual ama más lo que recibe que lo que da».
Cierto es que mientras dura el contrato el siervo no puede ejercer la libertad que ha cedido, pero es una regla general que la libertad de un individuo «no se extiende nunca hasta el extremo de perjudicar a los demás». En cierto sentido, el autor francés acaba teniendo razón en el plano histórico. Tras la abolición de la esclavitud en sus colonias, Inglaterra se dedicó a sustituir a los negros trayendo siervos contratados de África y Asia; fue entonces cuando aparecieron los culíes indios y chinos, sometidos a una esclavitud o semiesclavitud por mucho que estuviera legitimada y suavizada por el «contrato».
Como vemos, la idea de contrato puede invocarse y se ha invocado históricamente para legitimar las relaciones sociales más variadas, incluso las más liberticidas. Este formalismo se intenta remediar señalando que no todo puede ser objeto de contratación y compraventa. En palabras de Kant, «todo pacto de sumisión servil es en sí mismo írrito y nulo; un hombre solo puede alquilar su trabajo» y solo puede hacerlo asumiendo a la vez «el deber imprescriptible» de salvaguardar «su propia determinación humana frente al género» (humano). Quedan excluidas, por tanto, la esclavitud y la semiesclavitud más o menos disimuladas, cualquier relación social que «degrade la humanidad». «La personalidad no es alienable», de modo que es inadmisible una relación social en la que el siervo «es cosa, no persona (est res, non persona)». Son «inalienables» —proclama a su vez la hegeliana Filosofa del derecho— «los bienes, o mejor dicho las determinaciones sustanciales» que «constituyen mi persona más propia y la esencia universal de mi conciencia propia».
Thomas Hill Green, un hegeliano de izquierda, toma ejemplo de esta tradición y esta lección en su polémica con los liberales de su tiempo, que condenaban la reglamentación estatal del horario de trabajo en las fábricas o del trabajo de las mujeres y los niños en nombre de la «(libertad de contrato» y de una libertad entendida exclusivamente como no interferencia del poder político en la esfera privada. Green es plenamente consciente de esta campaña ideológica, en la que han intervenido sucesivamente Herbert Spencer, Lord Acton, etc.:
Las cuestiones políticas más apremiantes de nuestro tiempo son cuestiones cuya solución no digo que implique necesariamente una interferencia con la libertad de contrato, pero seguramente será impugnada en el sagrado nombre de la libertad individual.
A los ideólogos liberales de su tiempo Green les objeta:
Condenamos la esclavitud incluso cuando es por consentimiento voluntario de la persona esclavizada. Un contrato en virtud del cual alguien consiente, por determinados motivos, ser esclavo de otro, lo consideraremos vacío. He aquí, pues, una limitación de la libertad de contrato que todos reconocemos como justa. No es válido ningún contrato en cuyo ámbito se trate a unas personas humanas, voluntaria o involuntariamente, como mercancías (Green).
El argumento que se había esgrimido en el pasado para refutar la legitimación contractual de la esclavitud (y de las relaciones de trabajo más o menos serviles) se aduce ahora para cuestionar los aspectos más odiosos de la que para Marx y Engels se configura como «esclavitud moderna».
No por ello se supera, es más, queda confirmado, lo que podríamos llamar el doble formalismo del paradigma contractualista. El contrato al que se refiere puede subsumir y legitimar los contenidos más variados y contradictorios (en nombre tanto de la libertad como de la servidumbre). Y, sobre todo, no está claro quiénes son los contrayentes. Durante siglos el mercado del Occidente liberal contó con la presencia de la chattel slavery, la esclavitud-mercancía: los antepasados de los actuales ciudadanos negros fueron mercancías que se vendían y compraban, no consumidores autónomos; fueron objetos y no sujetos del contrato de compraventa.
Por otro lado, la insistencia en la existencia de bienes (o determinaciones) inalienables, a los que el individuo, ni aun queriendo, podría renunciar, la insistencia en la existencia de bienes (o determinaciones) que en ningún caso pueden ser objeto de compraventa o de contratación por ser inseparables de la naturaleza o la dignidad del hombre, todo esto marca el paso del paradigma contractualista al iusnaturalista…
(continuará)
[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “La lucha de clases” ]
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