viernes, 20 de diciembre de 2024

 

 

1259

 

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 23

 

La idea de que Gramsci podría haber evitado la detención pero se dejara detener por voluntad de martirio es muy retórica y, en definitiva, no cuadra con el personaje, muy poco inclinado a los gestos exteriores, por grandes que fuesen. Más tarde escribirá a Tatiana con un matiz irónico y un poco de amargura:

 

 

Tú me imaginas, poco más o menos, como una persona que reivindica insistentemente el derecho a sufrir, a ser martirizado, a no ser privado ni un solo segundo del más leve matiz de su pena. Para ti, soy una especie de nuevo Gandhi, que quiere testimoniar ante los tormentos del pueblo italiano, un nuevo Jeremías o un nuevo Elías o no sé qué otro profeta de Israel que se iba a comer cosas inmundas a la plaza para ofrecerse en holocausto al dios de la venganza.

 

 

En realidad, Gramsci, especialmente atento al resultado de todas las acciones, siempre había sentido repugnancia por todo lo que le parecía inconcluyente; la retórica, incluso la retórica del sacrificio, era una trampa sentimental en la que le habría gustado muy poco caer. Su línea de conducta, incluso en los años de la cárcel, fue esta: nunca un sufrimiento inútil si la reivindicación de un derecho formalizado en leyes o en reglamentos se lo podía evitar (como, por ejemplo, disponer de tintero, pluma y papel, leer libros, trasladarse a una penitenciaría para enfermos, estar solo en la celda y no en compañía de otros presos, elevar instancias para la revisión del proceso, pedir la libertad provisional). Pero nunca pidió facilidades que, al no derivar del ejercicio de un derecho formal, pudiesen parecer un acto de clemencia del régimen en relación con su persona y proyectar una sombra, por leve que fuese, sobre su honradez de combatiente irreductible.

 

 

Están en curso las gestiones para que se me permita escribir —leemos en una carta a Carlo—. Con esto basta… Veo, en cambio, que Tatiana imagina no sé qué fantasías, como la de que es posible que la reclusión se transforme por razones de salud en confinamiento, es decir, posible por vía ordinaria, en virtud de leyes y reglamentos escritos. Esto solo sería posible con una medida especial de gracia, que solo se concedería naturalmente tras una petición motivada por cambio de opinión y reconocimiento, etc., etc.. Tatiana no piensa en todo esto: es de una ingenuidad cándida que a veces me asusta porque no tengo la más mínima intención de arrodillarme ante nadie ni de modificar mi línea de conducta. Soy lo bastante estoico como para prever con la máxima tranquilidad todas las consecuencias de las citadas premisas. Sabía desde hacía tiempo lo que me podía ocurrir. La realidad me ha confirmado en mi resolución y no me ha trastornado en absoluto. En vista de todo esto, es necesario que Tatiana sepa que no hay ni que hablar de estas fantasías, porque el solo hecho de hablar de ellas puede hacer pensar que yo las he sugerido a modo de tanteo.

 

 

Esta idea le irritaba «hasta el frenesí» y a veces le hacía comportarse de manera descortés con Tatiana: «Todas tus injerencias no hacen más que proyectar una sombra de equívoco sobre mi cristalina posición y la de los demás, pero especialmente la mía. ¿Por qué no quieres comprender que eres incapaz, radicalmente incapaz, de tener en cuenta mi honor y mi dignidad en estas cuestiones?... Solo quiero constatar la imposibilidad objetiva en que te encuentras de revivir la atmósfera de hierro y de fuego por la que yo he pasado». Pero nunca renunció a lo que le concedían las leyes y los reglamentos penitenciarios. «En general —explicaba a Carlo, refiriéndose a la eventualidad de una revisión del proceso—, considero que en mi situación los recursos a la legalidad son oportunos y necesarios, sin hacerme ilusiones, pero para tener la conciencia tranquila de que, por mi parte, he hecho todo lo que legalmente era posible para demostrar que me han condenado sin ninguna base legal».

 

 

Después de la detención le confinaron en Ustica, una pequeña isla de ocho kilómetros cuadrados y mil seiscientos habitantes, quinientos de los cuales eran presos que extinguían condena por delitos comunes. Gramsci habitaba con otros cinco detenidos: el exdiputado reformista Giuseppe Sbaraglini, de Perugia; el exdiputado maximalista Paolo Conca, de Verona; dos camaradas de los Abruzzos, y su más tenaz adversario en la lucha de corrientes dentro del partido, Amadeo Bordiga. A pesar de la diversidad de las ideas y del recuerdo fresco todavía de agrias polémicas, se entendían perfectamente. Tenían que organizarse y Gramsci aceptó con espíritu de adaptación su parte de la tarea común:

 

 

«Hacemos mesa común y hoy, precisamente, me toca hacer de camarero y de fregón: no sé todavía si tendré que pelar patatas, preparar lentejas o limpiar la ensalada antes de servir la mesa. Se espera mi debut con mucha curiosidad: algunos amigos habían querido sustituirme en el servicio, pero no ha habido forma de hacerme renunciar al cumplimiento de mi parte».

 

 

Tenía material suficiente para leer. Había recurrido a un amigo de los años de Turín, Piero Sraffa, que enseñaba Economía en la Universidad de Cagliari. Y este amigo, hijo de un profesor de la Bocconi en Milán, le había abierto una cuenta corriente ilimitada en una librería de Milán, la Sperling & Kupfer. Los libros que recibía servían también para la escuela de cultura general organizada entre los confinados políticos; Gramsci era profesor y alumno: enseñaba Historia y Geografía y seguía un curso de Alemán. La sección científica era dirigida por Bordiga. Por la noche, en casa, jugaban a las cartas («No había jugado nunca hasta ahora; Bordiga asegura que tengo aptitudes para llegar a ser un buen jugador de malicia científica»). Los confinados políticos podían hacer frente a los gastos de subsistencia con la subvención gubernativa de diez liras diarias. Gramsci aseguraba que no necesitaba ninguna ayuda. Escribió a Tatiana: «No quiero en absoluto que tú te sacrifiques personalmente por mí; si te es posible, manda tu ayuda a Julia, que seguramente la necesita más que yo». Pero la estancia en Ustica, bastante soportable, iba a terminarse pronto. El 20 de enero, cuarenta y cuatro días después de la llegada, Gramsci dejó la isla en dirección a la cárcel milanesa de San Vittore.

 

 

Llegó a ella el 7 de febrero de 1927, tras diecinueve días de penoso viaje de traslado, con paradas en una infinidad de cárceles de tránsito:

 

 

Os quiero dar una impresión de conjunto del traslado... Se llega cansado, sucio, con las muñecas doloridas por las largas horas de esposas, sin afeitar, con el cabello largo, con los ojos hundidos y brillantes por la exaltación de la voluntad y por la falta de sueño; se tiende uno en el suelo, encima de colchonetas viejísimas, vestido para evitar el contacto con la suciedad, envolviendo la cara y las manos en la propia toalla y cubriendo el cuerpo con mantas insuficientes, lo justo para no helarse. Se reemprende el camino más sucio y cansado todavía, hasta la nueva parada, con las muñecas más lívidas todavía por el frío de las esposas y el peso de las cadenas y por la fatiga de tener que transportar el propio equipaje en estas condiciones.

 

 

Después de aquel viaje, la cárcel de San Vittore le pareció a Gramsci una arribada feliz. Dos días después de su llegada, el 9 de febrero, fue interrogado por el juez instructor Enrico Macis. Estaba sereno. En vez de buscar consuelo, escribía a su madre para consolarla a ella:

 

 

Habrá que tener paciencia y yo tengo toneladas, vagones, casas enteras. (¿Te acuerdas de lo que decía Carlo de pequeño, cuando comía algún dulce sabroso?: «Me comería cien casas». De paciencia, yo tengo kentu domos e prus —cien casas y más—). Pero tú también deberás tener paciencia y ser bondadosa. En cambio, en tu carta me parece entrever otro estado de ánimo. Escribes que te sientes vieja, etc. Pues bien, yo estoy seguro de que eres todavía muy fuerte y resistente, pese a tu edad y a los grandes dolores y a las grandes fatigas por los que has tenido que pasar.

 

 

Le recordaba un juego de palabras, Corrias (la madre era de la familia Marcias-Corrias) quiere decir corriàzzu, coriáceo, fuerte:

 

Corrias, corriàzzu, ¿te acuerdas? Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos todos juntos, hijos, nietos y a lo mejor biznietos y haremos un gran banquete con kulurzones y pardulas y zippulas y pippias de zuccuru y figusigada. ¿Crees que a Delio le gustarán los pirichittos y las pippias de zuccuru? Creo que él también querrá comer cien casas. No sabes cuánto se parece a Mario y a Carlo cuando eran pequeños, especialmente a Carlo, si prescindimos de la nariz, que en Carlo era rudimentaria. He pensado muchas veces en estas cosas y me gusta recordar los hechos y las escenas de la infancia: encuentro en ellos muchas penas y muchos sufrimientos, es cierto, pero también cosas alegres y bellas. Y además, en estos recuerdos estás siempre tú, querida madre, y tus manos siempre ajetreadas por nosotros, para aliviar nuestras penas y para sacar alguna utilidad de todas las cosas. ¿Te acuerdas de mis artimañas para tener el café bueno sin cebada, y otras porquerías de la misma especie?

 

 

El 20 de febrero, Antonio escribió a Teresina:

 

 

Me preocupa mucho el estado de ánimo de nuestra madre, pero no sé qué hacer para consolarla y tranquilizarla. Quisiera infundirle la convicción de que estoy muy tranquilo, como así es realmente, pero veo que no lo consigo... Hay toda una zona de sentimientos y de modos de pensar que constituye una especie de abismo entre nosotros. Para ella mi encarcelamiento es una terrible desgracia, totalmente misteriosa en sus concatenaciones de causas y efectos; para mí es un episodio de la lucha política que se libraba y seguirá librándose no solo en Italia, sino en todo el mundo, quién sabe durante cuánto tiempo todavía. A mí me han hecho prisionero; es como en la guerra: se podía caer prisionero, sabiendo no solo que esto podía ocurrir, sino que podía ocurrir algo todavía peor.

 

En mayo, Tatiana, que quería ayudar a su cuñado desde más cerca, se trasladó a Milán; pero enfermó y tuvo que restablecerse en una clínica. Era el único familiar en cuya ayuda podía confiar Antonio. Su prolongada enfermedad le deprimió. Al mismo tiempo, otros hilos se rompían.

 

 

No había sabido nada más del hermano Mario. Se habían perdido de vista desde 1921, después de una visita de Antonio a su casa de Varese. Mario no se ocupaba ahora de política o, por lo menos, no se ocupaba como cuando era secretario federal fascista de Varese. Seguía teniendo las mismas ideas, pero ya no con la misma dedicación activa. Los comunistas le habían atacado casi en el mismo momento en que los fascistas apaleaban a Gennaro en Turín. Había abandonado los cargos políticos y se dedicaba exclusivamente a los asuntos de su empresa comercial. En mayo, Antonio tuvo noticias del hermano y escribió a su madre: «Quisiera tener la dirección exacta de Mario. No he tenido relaciones con él desde 1921, pero ahora he sabido que se ha preocupado por mí y quiero escribirle para darle las gracias». Anna Maffei Parravicini, la esposa de Mario, escribió después a Ghilarza y la señora Peppina informó enseguida a Antonio de esta carta, «muy compungida» según ella. Antonio escribió, pues, a su hermano pidiéndole que fuese a verle a la cárcel. Mario fue, efectivamente, a finales de agosto. A Antonio le pareció «muy inquieto», pero no dio mucha importancia a esta inquietud, que podía ser una simple impresión. El 29 de agosto de 1927 escribió a Tatiana:

 

 

El jueves hablé con mi hermano Mario, que me tranquilizó sobre tus condiciones de salud... Me dijo que te había invitado a pasar algunos días en su casa de Varese. ¿Por qué no aceptas? El calor ya ha pasado, pero el campo debe de ser todavía agradable y la región de los lagos lombardos es digna de verse. Mi hermano es un buen muchacho y estoy seguro de que te encontrarás à ton aise en su casa. Conozco poco a su mujer; la he visto una sola vez, hace ya años, cuando estaba encinta, y no creo que sea este el momento más oportuno para conocer a una señora.

 

También el 29 de agosto escribió a su madre:

 

 

El jueves vino a verme Mario y hablamos cerca de un cuarto de hora. Está muy bien. Me ha hablado de sus negocios, que ahora van también bastante bien. Me parece que tiene una ligera tendencia a engordar, como papá. Antes de venir a verme, ha ido a visitar a mi cuñada al hospital y me ha podido dar noticias suyas que me han tranquilizado un poco. Me ha prometido que te escribirá enseguida para decirte que me ha encontrado bien de salud.

 

 

Pero la carta que Mario escribió a Ghilarza tuvo un tono muy distinto y Antonio se disgustó: «Carlo me escribe como si estuviese al borde de la tumba; habla de venir él también a Milán e incluso ha pensado en traer a mamá, una mujer de casi setenta años que nunca ha salido del pueblo ni ha hecho un viaje por ferrocarril de más de cuarenta kilómetros. Son cosas de manicomio que me han apesadumbrado e incluso irritado un poco contra Mario; podía ser un poco más franco conmigo y no aterrorizar a nuestra anciana madre». Y concluía amargamente: «No puedo contar con mi hermano Mario».

 

 

Otros vínculos parecían aflojarse también. Le afligía mucho la impresión de que Julia le olvidaba. El 26 de febrero de 1927, escribió a su madre: «Desde hace casi un mes y medio no tengo noticias de Julia y de los dos niños; por eso no puedo decirte nada de ellos». El 26 de marzo escribió a Tania: «He vuelto a ver la letra de Julia: pero ¡qué poco escribe esta muchacha y qué bien sabe justificarse con el ruido que arman en torno a ella los niños!». El 25 de abril decía, en otra carta a Tania:

 

 

Me escribes anunciándome una carta de Julia y vuelves a escribirme anunciándome otra: después recibo una carta tuya (tus cartas me son muy queridas), pero todavía no he recibido las de Julia. Tú no puedes imaginarte mi existencia, aquí en la cárcel. No puedes imaginar cómo espero cada día recibir el anuncio y cómo experimento cada día una desilusión; esto repercute en todos los minutos de todas las horas de todos los días.

 

 

El primero de agosto escribió a su madre: «Hace tiempo que no recibo noticias de Julia; desde hace tres meses no sé nada de ella ni de los niños. Mi cuñada sigue enferma en el hospital». Quizá por eso el 4 de julio había escrito a un compañero, Giuseppe Berti: «Estoy pasando por un periodo de fatiga moral, en relación con hechos de carácter familiar».

 

 

Tatiana salió de la clínica a primeros de septiembre de 1927; esto representó un gran alivio para Antonio. Le recordaba a Julia, incluso físicamente. Sin embargo, era más expansiva que Julia; al temperamento tranquilo de esta oponía un temperamento lírico, con momentos de énfasis y languideces románticas; sentía la necesidad de desahogar en Antonio un afecto de esposa-madre, protector y «enfermerístico»; le quería y el sacrificio de ayudarle la exaltaba en vez de cansarla, como si satisficiese —y así era en realidad— una íntima exigencia de participación en la pena de otro; se prodigaba para aliviar la dureza de su reclusión y durante los diez años de cárcel fue el sostén más querido de Antonio. Lo que Gramsci sentía por ella se refleja bien en la frase con que terminaba la primera carta que le escribió después de su detención: «Te abrazo tiernamente, querida, porque en ti abrazo a todos los míos». Tatiana era la única familiar que estaba cerca de él, era como una hermana: «Ya ves que te escribo como si fueses una hermana, y en todo este tiempo has sido para mí algo más que una hermana. Por eso te he hecho sufrir un poco en algunas ocasiones. Pero ¿no es verdad que se hace sufrir precisamente a los que más se quiere? Quiero que hagas todo lo necesario para curarte y estar sana. Así podrás escribirme, tenerme informado de Julia y de los niños y consolarme con tu afecto». El 3 de octubre escribió a su madre:

 

 

Mi cuñada ha salido del hospital y viene a visitarme de vez en cuando. Está todavía en plena convalecencia y hace grandes sacrificios por mí. Viene cada día a la cárcel y me manda exquisiteces: fruta, chocolate, pastas frescas. Pobrecilla..., no consigo convencerla de que no se canse tanto y de que piense un poco más en su salud. A mí me humilla un poco tanta abnegación; ni una hermana haría lo que hace ella.

 

 

Su vida transcurría en espera del proceso, pero no se hacía ninguna ilusión sobre el resultado de este. Esperaba una condena dura. Pero no por ello había perdido la calma de siempre.

 

 

Mi situación moral es óptima: hay quien me cree un satanás y quien me cree un santo. Yo no quiero hacerme el mártir ni el héroe. Creo ser simplemente un hombre medio, que tiene convicciones profundas y no las cambia por nada del mundo... En los primeros meses de mi estancia aquí, en Milán, un guardián me preguntó si era verdad que si yo hubiese cambiado de bandera habría sido ministro». Le contesté sonriendo que ministro era quizá demasiado, pero que sí habría podido ser subsecretario de Correos o de Obras Públicas, dado que estos eran los cargos que se daban en los Gobiernos a los diputados sardos. Se encogió de hombros y me preguntó que por qué no había cambiado, pues, de bandera, llevándose un dedo a la frente. Había tomado en serio mi respuesta y me creía loco de atar.

 

 

La instrucción del proceso iba para largo. No era fácil encontrar pruebas definitivas de las diversas acusaciones, basadas exclusivamente en informes de policías y carabineros llenos de juicios de valor (naturalmente, Gramsci siempre había sido un «subversivo», un individuo «muy peligroso para el orden público», su acción era «nefasta», etcétera), pero faltos de hechos específicos. Por eso en todas las fases de la instrucción la policía intentó recoger pruebas y comprometer a Gramsci poniéndole al lado a agentes provocadores. La orden de detención era del 14 de enero de 1927. Durante el traslado de Ustica a Milán, en la cárcel de Bolonia, uno de estos agentes provocadores se acercó a Gramsci; decía llamarse Dante Romani y suministraba estas informaciones sobre sí mismo: anarcosindicalista, maquinista de tren detenido en 1920 durante la revuelta de Ancona. Ahora se encontraba en Bolonia en tránsito para Ancona, después de haber cumplido su pena en Portolongone. Pese a los años de cárcel, parecía muy bien informado —demasiado— de los últimos acontecimientos italianos; Gramsci desconfió de él y no se dejó sonsacar. El 9 de febrero y el 20 de marzo, tuvieron lugar los interrogatorios en la cárcel de San Vittore. El 21 de marzo, el juez Macis cerró el sumario y lo envió a Roma, al Tribunal Especial para la Defensa del Estado, que funcionaba desde el primero de febrero. Pero la acusación todavía no se sostenía. Y entonces volvió a aparecer Dante Romani. Hasta aquel momento, Gramsci había estado sometido a un régimen penitenciario rígido: solo en la celda, solo en el paseo, máxima vigilancia para impedir que se comunicase con otros. Cuando llegó Romani, todo cambió. Extrañamente, Romani pudo acercársele; extrañamente, se le permitió que pasase horas y horas en la celda de Gramsci. Se le ofrecía para sacar fuera de la cárcel cartas, mensajes, órdenes; decía que el movimiento comunista estaba en crisis y recomendaba a Gramsci que enderezase con una intervención enérgica la organización ilegal del partido. La trampa policial falló, pero la máquina procesal no se detuvo. El 20 de mayo se dictó una nueva orden de detención bajo la acusación de guerra civil, de saqueo, de devastación, de matanzas; el 2 de junio hubo un nuevo interrogatorio. Seguía siendo difícil probar las acusaciones. En la primera quincena de octubre apareció en el patio por donde paseaba Gramsci un tal Corrado Melani, presentado como el amante de la cuñada del jefe federal fascista de Milán, Mario Giampaoli. Melani se decía perseguido por Giampaoli y explicaba así las razones de la persecución: el atentado del 31 de octubre de 1926 contra Mussolini en Bolonia, en realidad, había sido un truco organizado en Milán por Giampaoli; un auxiliar de la milicia había disparado al aire y Giampaoli se había precipitado sobre Anteo Zamboni, degollándolo. Melani tenía los documentos que demostraban la simulación del atentado; también tenía documentos sobre los vínculos de Giampaoli con empresas de prostitución y de juegos de azar; otros documentos en su poder demostraban la pederastia de algunos diputados fascistas. Si se publicasen aquellos documentos, la crisis del régimen sería más fuerte todavía que la que se produjo con el delito Matteotti. De ahí el propósito de Giampaoli de liquidar, envenenándolo incluso, a aquel fastidioso poseedor de los documentos. Corrado Melani se los ofreció a Gramsci a cambio de una cantidad mensual que le pasaría el Partido Comunista. Era una trampa ingenua; Gramsci no cayó en ella y el sumario siguió privado de los elementos de acusación que la policía pensaba poder incluir en él. Pero el juicio no podía diferirse más; después de algunos aplazamientos, se fijó para el 28 de mayo de 1928, en Roma…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

**


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar