viernes, 15 de marzo de 2024

 

1130

 

EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(y 45)

 

 

 

VI

 

CÓMO PUEDE RESUCITAR EL MARXISMO EN OCCIDENTE

 

 

 

 

6. Oriente y Occidente: del cristianismo al marxismo

 

Nacido en el corazón de Occidente, con la Revolución de Octubre el marxismo se difundió a todos los rincones del mundo, penetrando con fuerza en países y regiones con condiciones económicas y sociales más atrasadas y con culturas enormemente distintas. En la medida en que tiene a sus espaldas la tradición judeocristiana, en el marxismo occidental se dejan oír no pocas veces, como hemos visto, motivos mesiánicos (la esperanza de un «comunismo» concebido y sentido como la desaparición de todo conflicto y contradicción, y por consiguiente como una especie de final de la historia). En cambio, la cultura china, caracterizada a lo largo de su desarrollo milenario por la atención a la realidad mundana y social, está prácticamente libre de mesianismo.

 

La expansión planetaria del marxismo es el inicio de un proceso de escisión, que no es sino la otra cara de la moneda de una clamorosa victoria. Es algo que históricamente ha sucedido con las grandes religiones.

 

Por lo que hace al cristianismo, con el que Engels compara repetidas veces el movimiento socialista, la división entre ortodoxos, por un lado, y protestantes y católicos, por otro, se corresponde a grandes rasgos con la división entre Occidente y Oriente. En cierto momento, entre finales del siglo XVII e inicios del XVIII, parecía que el cristianismo iba a irrumpir masivamente también en el Oriente asiático: los misioneros jesuitas gozaban de gran prestigio y ejercían una notable influencia en China, pues llevaban consigo conocimientos médicos y científicos avanzados, y al mismo tiempo se adaptaban a la cultura del país que los acogía, siendo respetuosos con Confucio y con el culto a los antepasados. Sin embargo, ante la intervención del papa en defensa de la pureza originaria de la religión cristiana católica, el emperador chino reaccionó cerrándoles a los misioneros las puertas del Imperio del Medio. El cristianismo fue visto favorablemente mientras consintió en adaptarse a la cultura china y promovió el desarrollo científico, social y humano del país en que actuaba; en cambio, fue expulsado como un cuerpo extraño cuando se lo vio como una religión que predicaba la salvación ultramundana, y no respetaba la cultura y las relaciones humanas y sociales vigentes en el país.

 

Con el marxismo ha sucedido algo parecido. Ya con Mao, el Partido Comunista Chino promovió la «chinificación del marxismo», utilizándolo como acicate en la lucha de liberación del dominio colonial para un desarrollo de las fuerzas productivas que permitiese lograr la independencia también en los planos económico y tecnológico, para «remozar» una nación con una civilización milenaria, sometida por el colonialismo y el imperialismo al «siglo de humillaciones» que dio inicio con las guerras del Opio. Lejos de negarla, los dirigentes de la República Popular China proclaman orgullosamente la perspectiva socialista y comunista; ahora bien, despojada de toda dimensión mesiánica. En segundo lugar, su realización remite a un proceso histórico bastante largo, en el curso del cual la emancipación social no puede separarse de la emancipación nacional. Una vez más, Occidente y el marxismo occidental, custodio de la ortodoxia doctrinal, dictan una sentencia de excomunión. Esta vez se trata del marxismo oriental, que se considera poco creíble e incluso banal desde el punto de vista de un marxismo fascinado por la belleza de la evocación del futuro remoto y utópico, cuya llegada parece que es independiente de cualquier condicionamiento material (ya se trate de la situación geopolítica, o del desarrollo de las fuerzas productivas), determinada exclusivamente o de modo prioritario por la voluntad política revolucionaria.

 

El desencanto, el alejamiento y la escisión de los que hablo no solo afectan a China: después de haberlo seguido con una atención partici-pante y apasionada mientras oponía una resistencia épica en una guerra colonial de décadas, primero contra Francia y después contra los Estados Unidos, el marxismo occidental prácticamente sepulta hoy en el olvido al Vietnam consagrado a la tarea prosaica de la construcción económica.

 

La propia Cuba no suscita ya el entusiasmo de los años en los que se enfrentaba a la (fallida) agresión militar de 1961, que durante tanto tiempo acariciara Washington. Ahora que queda lejos el peligro de una intervención militar, los dirigentes comunistas de Cuba buscan reforzar la independencia también y sobre todo en el plano económico, y para conseguir resultados, se ven obligados a hacer algunas concesiones al mercado y a la propiedad privada (inspirándose con mucha cautela en el modelo chino). Pues bien, la isla, que ha dejado de aparecer como utopía en curso y se muestra en pleno enfrentamiento con las dificultades propias del proceso de construcción de una sociedad poscapitalista, resulta bastante menos fascinante a ojos de los marxistas occidentales. Mientras permaneció en el primer estadio, el de la lucha, con frecuencia militar, por la independencia política, la revolución anticolonial raramente suscitó en el marxismo occidental la atención empática y el interés teórico que merecía; ahora que se encuentra en su segundo estadio, el de la lucha por la independencia económica y tecnológica, el marxismo occidental reacciona con desinterés, desprecio y hostilidad.

 

La incapacidad del marxismo occidental para percibir el vuelco dentro del vuelco que se producía en el siglo XX ha sido la causante de la escisión entre ambos marxismos. Una escisión que se revela tanto más infausta cuando vemos acumularse los nubarrones de una nueva tempestad bélica de grandes dimensiones. Es hora ya de acabar con ella. Naturalmente, no por ello desaparecerán las diferencias entre Oriente y Occidente en cuanto a la cultura, el grado de desarrollo económico, social y político, y en cuanto a las tareas pendientes: la perspectiva socialista no puede hacer abstracción en Oriente de la conclusión de la revolución anticolonial a todos los niveles; en Occidente, la perspectiva socialista pasa por la lucha contra un capitalismo que es sinónimo de agudización de la polarización social y de crecientes tentaciones militares.

 

Sin embargo, no se ve por qué estas diferencias habrían de convertirse en antagonismo. Tanto más por cuanto que la excomunión del marxismo oriental no ha acabado con el condenado, sino con su juez. La superación de las actitudes doctrinarias y la disposición para medirse con la propia época y filosofar en vez de profetizar son condición necesaria para que el marxismo pueda resucitar y desarrollarse en Occidente.

 

**

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

*


miércoles, 13 de marzo de 2024

 

1129

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

04

 

Antonio Gramsci tenía trece años. Hacía un año que había terminado la escuela elemental y estaba en Ghilarza «transportando registros» en la oficina del catastro cuando en septiembre de 1904, en Buggerru, importante centro minero de la costa sudoccidental de Cerdeña, la tropa disparó contra los obreros en huelga, matando a tres. Era la primera manifestación violenta de la larga crisis empezada (o cuya acentuación se había iniciado) unos quince años antes, aproximadamente.

 

Decir que hasta 1887 la economía sarda era floreciente, ciertamente, sería una enormidad. Sin embargo, aunque el marco general fuese de un gran retraso, el envío a los mercados franceses de los productos de la agricultura de la isla, los vinos, el aceite, el ganado bovino, había contribuido hasta entonces a impedir por lo menos la postración total. Vinieron después las grandes catástrofes bancarias: la Caja de Ahorros de Cagliari cerró sus puertas en 1886; el Crédito Agrícola Industrial Sardo conoció en 1887 grandes dificultades financieras; el Banco Agrícola Sardo se declaró en quiebra y hubo que proceder a la liquidación. La primera consecuencia tenía que ser la usura, con la ruina de muchos pequeños productores; estos eran una verdadera multitud, a causa del fenómeno de fragmentación de la propiedad de la tierra en pequeñas parcelas. Pero lo que asestó un golpe mortal a la agricultura sarda fue, sobre todo, la denuncia de los tratados comerciales con Francia en 1889 a causa de los gravámenes aduaneros introducidos por el Gobierno italiano para proteger a la gran burguesía industrial del norte. La agricultura sarda, privada de su mercado tradicional y por otras razones concurrentes, como la plaga de filoxera de aquellos años, llegó al punto más bajo de la crisis. En Cerdeña faltaban sobre todo las industrias capaces de atenuar las consecuencias del colapso agrícola y de absorber la mano de obra excedente en el campo. Las consecuencias de esto fueron: el asalto a las cuencas mineras de Sulcis-Iglesiente, donde, sin embargo, no había trabajo para todos; la intensificación del flujo migratorio; un alarmante índice de paro forzoso y de subempleo, y el recrudecimiento del bandidaje.

 

Un quinto efecto del bloqueo de las exportaciones fue la bajada del precio de la leche. Muchos fabricantes de queso napolitanos, romanos y toscanos, considerando que el fenómeno era propicio para la apertura de nuevas fábricas en Cerdeña, se instalaron en la isla. Al principio hubo concurrencia entre ellos y el precio de la leche volvió a subir. A los sardos les pareció que el pastoreo volvía a ser más remunerador que los cultivos tradicionales; así que las viñas y los campos de cereales se convirtieron en pastos. La consecuencia fue que las hortalizas, el aceite, las pastas y tantos otros artículos de consumo elemental, cuya oferta disminuía por la sustracción a la agricultura de demasiadas tierras destinadas a pastos, aumentaron de precio. Pero el aumento no redundó en beneficio de los pequeños propietarios, los cuales apenas llegaban normalmente a recoger lo necesario para la subsistencia de la familia; en cambio, perjudicó mucho a la gran masa de los habitantes de las ciudades y de las zonas mineras. Pero no tardó en comenzar para los ganaderos la espiral regresiva. A medida que los fabricantes de queso se entendían entre sí, se organizaban en corporación y descubrían nuevos mercados, el poder contractual de los pastores disminuía. Los dueños de las queserías estaban en condiciones de imponer el precio de la leche y de vender en la misma Cerdeña el queso a los elevadísimos precios del mercado internacional. En aquellos tiempos se difundió entre las clases humildes una expresión muy elocuente: Chie mandicat casu hat dentes de oro («Quien come queso tiene dientes de oro»).

 

Junto con los industriales del queso, dominaban la economía de la isla los concesionarios de las reservas mineras, la mayoría extranjeros, y los grandes propietarios de tierra (enriquecidos con la usura).

 

 

Los que se habían rebelado contra los feudales —escribe Gamillo Bellieni—, los cavaglieri que habían seguido a Angioy y habían atizado las revueltas populares, cuando hubieron abatido el feudalismo y se hubieron adueñado de las tierras de los barones de sonoros nombres españoles, recrudecieron el sistema de exacciones y con su vigilancia agravaron la servidumbre de la gente del pueblo, aliviada durante algún tiempo por la desaparición de los señores. Eran más feroces que los superintendentes y su opresión era tan asfixiante que no permitía más reacción que la del gesto violento del bandido.

 

 

La criminalidad volvió a ser uno de los peores azotes de la isla. Cuenta Togliatti que, en los primeros años de Turín, Gramsci estimulaba a sus compañeros a reflexionar «sobre la estructura de las relaciones comerciales de la isla de Cerdeña con el continente italiano, con Francia y con otros países, y sobre las relaciones que se podían establecer entre la modificación de estas relaciones y hechos aparentemente muy alejados, como el desarrollo de la delincuencia, por ejemplo, la frecuencia de los episodios de bandidaje, la difusión de la miseria, etc.». El nexo existía realmente. Lo había demostrado estadísticamente en 1896 Francesco Pais Serra denunciando la progresión descendente de los delitos entre 1880 y 1887, es decir, los años del tráfico comercial abierto con Francia (de 255 homicidios en 1880 se pasó a 148 en 1887; de 184 raptos a 92) y la progresión ascendente después del cierre del mercado de Marsella (nuevamente 211 homicidios y 222 raptos en 1894, cinco años después de la denuncia de los tratados comerciales con Francia).

 

«La lucha de clases —escribirá en 1919 Antonio Gramsci refiriéndose a los campesinos en general, pero con palabras que reflejan lúcidamente la realidad sarda de aquellos años— se confundía con el bandidaje, con el chantaje, con el incendio de los bosques, con el desjarrete del ganado, con el rapto de niños y mujeres, con el asalto al municipio; era una forma de terrorismo elemental, sin ninguna consecuencia estable y eficaz».

 

 

Pero pocos llegaban a comprender los límites y la esterilidad intrínseca de la explosión anárquica, de la protesta individual del bandido. Un halo de leyenda rodeaba la figura del forajido. Se difundía el mito del valiente, del «vengador» intrépido; la solidaridad de hecho entre los pastores y los campesinos, siempre dispuestos a aprovisionar y a ocultar al bandido, iba acompañada de la solidaridad intelectual de los poetas y los escritores. En 1894 se publicó en L’Isola de Sassari la entrevista de Sebastiano Satta con los bandidos Derosas, Delogu y Angius, a los que había ido a ver en pleno monte. He aquí cómo veía a Derosas el poeta de Barbagia: «Tiene algunas explosiones de fiereza, una cierta ternura por todo lo que constituye su familia, cierta devoción por los amigos. El orgullo de no ser un sicario, la idea, casi diría la ilusión, de cumplir con sus terribles actos una misión de justicia le colocan a un nivel mucho más alto que el de un vulgar asesino». Era uno de aquellos bandidos «bellos, feroces, valientes» que no solo Satta tendía a idealizar. En 1897, el ensayista y novelista Enrico Costa publicaba Giovanni Tolu. Storia di un bandito sardo narraia da lui medesimo. En las primeras narraciones de Grazia Deledda se encuentran ya figuras que anuncian, hasta cierto punto, el Simone Sole de Marianna Sirca. Era una circulación continua de jugos humorales que las clases subalternas comunicaban a algunas zonas de intelectuales y que, enriquecidos con el vigor imaginativo de estos, volvían al pueblo con una carga sugestiva aumentada. Así, poco a poco, las viejas glorias nacionales sardas (nacionales en una dimensión de patria sarda) Eleonora D’Arborea, Leonardo Alagon y Giovanni Maria Angioy iban siendo sustituidas en la imaginación popular por esta otra mitología bárbara. Y aunque en la escuela de Ghilarza el maestro, el caballero Pietro Sotgiu, hiciese cantar a los alumnos (y a Gramsci entre ellos): «Fulminar el soberbio Aragón / te han visto las atónitas gentes / renovar los olvidados portentos / del romano y del greco valor», muy poca era la participación sentimental de los muchachos en estas gestas.

 

«Recuerdo —escribe Antonio Gramsci— que no conseguíamos imaginar aquellas “atónitas gentes” por el heroísmo del marqués de Zuri; nos gustaba más Giovanni Tolu y también Derosas; los sentíamos más sardos que la gran Eleonora».

 

 

El hecho es que al faltar entonces en Cerdeña un tipo de organización política capaz de disciplinar a la rebelión y de indicarle objetivos claros, la explosión anárquica del bandido, por insensata, bestial y estéril que fuese, era la única posible en aquella situación histórica. Los partidos solo existían como clientelas, ideológicamente confusas, de poderosos distribuidores de beneficios. La masonería excitaba los ánimos, pero no hacía nada más que enmascarar el gran juego burgués. El radicalismo podía llevar a las masas al delirio, y cuando Felipe Cavallotti fue a Cerdeña por primera vez en enero-febrero de 1891 y después en noviembre de 1896, y comparó el despilfarro de dinero de Crispi en las aventuras africanas con el abandono en que se encontraba la isla, sus discursos encontraron una entusiástica acogida en las plazas. Pero, cuando se fue, todo continuó igual que antes. A su vez, el socialismo (en 1896 no había más que 128 inscritos en el partido en toda la isla) daba sus primeros y fatigosos pasos, en la mayoría de los casos vaciado de contenido —salvo en Sulcis-Iglesiente— por un proceso de decoloración local. En Templo, escribe Gamillo Bellieni, «el socialismo significaba sobre todo la lucha por el triunfo del librepensamiento y la prohibición absoluta a sus partidarios de bautizar a la prole». En otros puntos —en el mismo Cagliari, por ejemplo— no era más que un poco de barricadismo y de espíritu del 48, cada 17 de febrero, aniversario de la quema de Giordano Bruno, cuando se iba en procesión a colocar flores ante su busto. El «sol rojo» apenas había comenzado a despuntar. Los vehículos de las nuevas ideas eran hombres que pasaban por Cerdeña ocasionalmente.

 

Así ocurrió también en Ghilarza. Como todos los pueblos sardos, fue hasta 1870 una isla dentro de la isla (esto se debía a las notables distancias entre pueblo y pueblo, a las escasas y pésimas carreteras, parecidas a menudo a cañadas, a la insuficiencia de las comunicaciones, realizadas exclusivamente con diligencias de caballos, y a un tipo de economía familiar que reducía el ya escaso comercio entre la aldea y la ciudad). Por ello Ghilarza tuvo durante mucho tiempo una situación excéntrica respecto al mundo moderno. Solo tenía relaciones con los pueblos vecinos. Eran muy raros los forasteros que se instalaban en el pueblo. «En el cementerio —leemos en el diccionario escrito a mediados de siglo por Angius— no se entierran más forasteros que los que mueren en las cárceles». Solo al cabo de unos años, cuando se construyó el ferrocarril (que pasa por Abbasanta, unida hoy a Ghilarza), el pueblo empezó a salir del aislamiento. Pero solo se insertó efectivamente en la historia de la época en 1899 con la llegada de los agentes del catastro, importante grupo de técnicos y empleados, jóvenes la mayoría, que el Gobierno había enviado a los pueblos de Cerdeña para la revisión de los viejos mapas. Muchos procedían de las regiones septentrionales. Con ellos entró en Ghilarza una ráfaga de ideas nuevas. Otros hábitos de vida, aspiraciones más modernas, irrumpían en el aire cerrado del pueblo. Y los jóvenes de Ghilarza reclutados para el trabajo en el catastro tenían, finalmente, nuevos modelos en los que inspirarse, otros periódicos que leer, libros que antes no circulaban en aquellos parajes. El mayor de los hermanos Gramsci, Gennaro, descubrió el Avanti! y encontró gusto en aquel periodismo de denuncia. Escuchaba a los que recordaban la matanza de Milán en 1899, con centenares de trabajadores inermes asesinados por los gendarmes de Bava-Beccaris; supo también que el rey Humberto había concedido enseguida y personalmente la cruz de gran oficial de la orden militar de Saboya al general asesino… Seguía todo esto con curiosidad de muchacho. Tenía entonces, en 1900, dieciséis años y fue su iniciación a las nuevas ideas.

 

Pero el caldo de cultivo efectivo del socialismo fue Sulcis-Iglesiente. Un septentrional de origen humilde, Giuseppe Cavallera, que se había trasladado a Cagliari apenas cumplidos los veinte años para huir de las persecuciones policiacas en el Piamonte y que al año siguiente, 1896, se había licenciado en medicina, divulgaba la doctrina socialista entre los mineros.

 

¿Quiénes eran estos mineros? ¿Cómo vivían? La gran crisis del campo había impulsado a millares de campesinos y de pastores a buscar trabajo en la única industria capaz entonces en Cerdeña de absorber a una parte de los braceros agrícolas en paro: la industria extractiva. Las condiciones de trabajo no eran muy distintas a las de los esclavos ad inetalla, en la época de Roma, o las de las compagnie delle fosse, que trabajaban para los ricos pisanos. Había cambiado el patrono, representado ahora por el capital, predominantemente extranjero, francés o belga; la explotación esclavista del obrero no había cambiado. Los campesinos y pastores que habían entrado a trabajar en las minas, gens taillables et corvéables à merci, sentían en su propia carne los estigmas que deja un cierto modo de aplicar la ley del beneficio.

 

«En las numerosas autopsias que he hecho he encontrado los pulmones de los mineros completamente ennegrecidos por el carbón y las glándulas peribronquiales completamente infiltradas de humo de vela y de aceite».

 

Son palabras de un médico interrogado por la comisión parlamentaria de investigación, llegada a Cerdeña a principios de siglo. Otro médico declaró: «Los obreros escupen negro». Otro fragmento de las actas de la comisión de investigación dice:

 

«En la planta de lavado de Seddas Moddizzis se trabaja once horas consecutivas, desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde, y el obrero se ve obligado a comer un trozo de pan negro mientras trabaja, sin más condumio que el polvo de calamina».

 

Los médicos internos, a sueldo de las compañías mineras, tenían interés en colaborar con estas y no admitían demasiadas enfermedades contraídas en el trabajo. La comisión parlamentaria recogió testimonios como el siguiente:

 

«Cuando enfermé, el médico me declaró alcohólico e intentó darme la quinina disuelta que él creía que rechazaría, para poderme suspender y, en vez de esto, la tomé de buena gana porque sabía cómo me encontraba; la enfermedad cambió y me quedó un gran atropello en la cabeza».

 

 

En estas condiciones infrahumanas vivían cerca de quince mil campesinos y pastores convertidos en mineros, a caballo entre el viejo y el nuevo siglo: con jornadas de trabajo espantosamente largas y fatigosas, sin un solo día de descanso semanal, sin derecho a fiestas ni vacaciones, privados del salario los días que faltaban al trabajo por enfermedad, pagados a voluntad del concesionario tanto en lo que se refiere a la cantidad como a la periodicidad (cada dos o cuatro meses) y dependientes, por tanto, de las cantinas que las compañías mineras administraban directamente o dejaban en manos de personal de confianza, alojados en dormitorios y casuchas parecidos a establos y obligados, además, a ocultar la tuberculosis para no ser despedidos. Entre estos hombres, Giuseppe Cavallera llevaba a cabo su labor de organización.

 

 

Era una labor difícil, porque tenía que cubrir dos frentes. En primer lugar, la antigua máxima socialista «el Estado no es más que una junta que administra los negocios comunes de la clase burguesa» no tenía en aquella época nada de metáfora sectaria. En segundo lugar, los mineros de Sulcis-Iglesiente constituían, en realidad, un subproletariado rural incorporado desde hacía poco a las zonas industriales y, por lo mismo, caracterizado todavía por todos los rasgos típicos del mundo campesino de entonces: el individualismo (la resistencia a la unión, aunque fuese para la defensa común) y la pasividad resignada frente al mal por miedo a algo peor (la pérdida del empleo, por ejemplo). La alternativa a la resignación podía llegar a ser, en todo caso, la conmoción violenta, no la lucha paciente y disciplinada. [ Velio Spano recordará la indignación de Gramsci por «el abstractismo facilón que equipara a un minero de Montevecchio con un obrero de la Fiat» ].

 

Cavallera pudo comprobar enseguida la dureza del primer frente. Tras la matanza de 1898 en Milán, había contribuido, con algún dinero recogido en Carloforte, a una suscripción abierta por el Avanti! en favor de las familias de los muertos. Le acusaron de delito de cuestación ilícita y le condenaron a seis días de cárcel (en apelación, el tribunal de Cagliari le absolvió). En septiembre de 1897 había constituido en Carloforte una liga entre los bateleros que transportaban el mineral extraído en Buggerru (liga disuelta por la autoridad en junio de 1898, después de la matanza de Milán, y reconstituida poco después). En agosto de 1900 le detuvieron junto con otros dieciocho compañeros, bajo las siguientes y asombrosas acusaciones: por haberse reunido en una liga convertida —nada menos— en asociación criminal; las cuotas pagadas por los socios eran pretextos para ocultar deudas fraudulentas y apropiaciones indebidas; el hecho de haber aconsejado la asociación y el pago de cuotas se calificaba también de extorsión. Por encima de todas estas acusaciones, no podía faltar la de excitación del odio entre clases. El proceso duró desde el 17 de julio al 3 de agosto de 1901. El increíble montaje estaba destinado a derrumbarse. Pero Cavallera fue condenado, a pesar de todo, a siete meses, seis de los cuales le fueron condonados (pero ya había pasado once meses en la cárcel, en espera del juicio). No se rindió. En el fondo, la reducción de las prefecturas de la policía y del ejército a instrumentos de clase tenía que darse por descontada. También entraba en la lógica de las cosas que la magistratura, formada entonces casi enteramente por elementos procedentes de la clase propietaria, conservase la ideología de esta. Por ello no se desanimó. Al salir de la cárcel tenía veintisiete años y le movía el ímpetu inflexible de quien cree firmemente en algo. Su compatriota Giolitti (ambos eran de Dronero) lo definirá como una «paloma zurita». Pero era todo lo contrario: un joven apacible, lúcido siempre en la distinción entre lo deseable y lo posible, entre el precio que es necesario pagar por una conquista probable y la imposición a los trabajadores de sacrificios, sin esperanza de resultados positivos. Constituyó la primera liga de mineros en Buggerru en 1903 (parece que la dirigió Alcibiade Battelli). Por su iniciativa, no tardaron en aparecer otras. Había fundado un periódico, La Lega, cuya dirección confió en un primer momento a Efisio Orano y después a un joven estudiante de derecho, Jago Siotto. En 1904 estaba al frente de la federación regional de los mineros, con sede en Iglesias. El 4 de septiembre de aquel mismo año tuvo lugar la matanza de Buggerru.

 


Los obreros estaban en huelga desde hacía cinco días: se oponían a la introducción de un nuevo horario de trabajo, que consideraban inadmisible; nada hacía presagiar la tempestad. Desde el primer día, Cavallera y Battelli discutieron las bases de un arreglo con el director de la compañía francesa Malfidano, el ingeniero Achule Giorgiades, un turco naturalizado griego, y con su ayudante, Steiner, un suizo. Mientras estaban en curso las negociaciones, llegó la tropa a Buggerru: en este sentido, las cosas no habían cambiado mucho en Italia desde los años de Di Rudini y de Pelloux. Cuando los soldados hubieron terminado de concentrarse alrededor de las oficinas de la compañía, se ordenó a algunos obreros que preparasen un almacén para alojarlos. Obedecieron, pero otros obreros consideraron que con ello se convertían en esquiroles. Se lanzaron algunas piedras. La tropa disparó y tres mineros cayeron muertos y once, heridos.

 

Fue la primera sangre vertida en la isla por causa de luchas sociales. En toda Italia se proclamó la huelga general, la primera de estas dimensiones en la historia del movimiento obrero italiano. En Cerdeña, por debilidad de las organizaciones, todas ellas todavía en estado larval, y no porque las masas urbanas y campesinas y el semiproletariado minero no compartiesen el sentimiento por la tragedia de Buggerru, el movimiento de protesta no tuvo ecos. Sin embargo, se había producido un cambio. La muerte de tres mineros, escribe Angelo Corsi, había «conmovido y despertado la atención» de la población sarda. Señalaba el comienzo del paso de la rebelión anárquica del bandido a un método más justo de lucha colectiva y la sangre vertida podía ser el elemento de consagración de este inicio de cambio. Desde luego, se abría un nuevo capítulo de la historia…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

*

lunes, 11 de marzo de 2024

 

1128

 

EL ESTADO Y LA REVOLUCIÓN

Lenin

 

( 16 )

 

 

 

CAPÍTULO IV

CONTINUACIÓN.

 

ACLARACIONES COMPLEMENTARIAS DE ENGELS

 

 

 

 

6. Engels y la superación de la democracia

 

Engels tuvo que hablar de esto refiriéndose a la inexactitud científica de la denominación de “socialdemócrata”. En el prefacio a la edición de sus artículos de la década de los setenta sobre diversos temas, predominantemente de carácter “internacional” (Internationales aus dem Volksstaat), prefacio fechado el 3 de enero de 1894, es decir, escrito año y medio antes de morir Engels, este hacía constar que en todos los artículos se empleaba la palabra “comunista” y no “socialdemócrata”, pues por aquel entonces, socialdemócratas se llamaban los proudhonianos en Francia y los lassalleanos en Alemania.

 

… Para Marx y para mí –prosigue Engels– era, por tanto, sencillamente imposible emplear una expresión tan elástica para denominar nuestro punto de vista especial. En la actualidad, la cosa se presenta de otro modo, y esta palabra (“socialdemócrata”) puede, tal vez, pasar ( mag passieren), aunque sigue siendo inadecuada ( unpassend) para un partido cuyo programa económico no es un simple programa socialista en general, sino un programa directamente comunista, y cuya meta política final es la superación total del Estado y, por consiguiente, también de la democracia. Pero los nombres de los verdaderos (subrayado por Engels) partidos políticos nunca son adecuados por entero; el partido se desarrolla y el nombre queda.

 

El dialéctico Engels, en el ocaso de su existencia, sigue siendo fiel a la dialéctica. Marx y yo –nos dice– teníamos un hermoso nombre, un nombre científicamente exacto, para el partido, pero no teníamos un verdadero partido, es decir, un partido proletario de masas. Hoy (a fines del siglo XIX) existe un verdadero partido, pero su nombre es científicamente inexacto.

 

No importa, “puede pasar”: ¡lo importante es que el partido se desarrolle, que no desconozca la inexactitud científica de su nombre y que esta no le impida desarrollarse en la dirección certera!

 

Tal vez haya algún bromista que quiera consolarnos también a nosotros, los bolcheviques, a la manera de Engels: tenemos un verdadero partido, que se desarrolla de manera excelente; por tanto, también “puede pasar” una palabra tan sin sentido y tan fea como la palabra “bolchevique”, que no expresa absolutamente nada, fuera de la circunstancia puramente accidental de que en el Congreso de Bruselas-Londres de 1903 tuvimos nosotros la mayoría…

 

Tal vez hoy, cuando las persecuciones llevadas a cabo en julio y agosto contra nuestro partido por republicanos y por la filistea democracia “revolucionaria” han hecho la palabra “bolchevique” tan popular y honrosa, y cuando, además, esas persecuciones han marcado un progreso tan enorme, un progreso histórico de nuestro partido en su desarrollo real, tal vez hoy, yo también dudaría en cuanto a mi propuesta de abril de cambiar el nombre de nuestro partido. Quizás propondría a mis camaradas una “transacción”: llamarnos partido comunista y dejar entre paréntesis la palabra bolchevique …

 

 

Pero la cuestión del nombre del partido es incomparablemente menos importante que la de la posición del proletariado revolucionario con respecto al Estado.

 

En las consideraciones corrientes acerca del Estado, se comete constantemente el error contra el que previene aquí Engels y que hemos señalado de paso en nuestra anterior exposición, a saber: se olvida constantemente que la destrucción del Estado es también la destrucción de la democracia, que la extinción del Estado implica la extinción de la democracia.

 

A primera vista, esta afirmación parece extraña e incomprensible sobremanera; tal vez alguien llegue incluso a temer que estemos esperando el advenimiento de una organización social en que no se acate el principio de la subordinación de la minoría a la mayoría, ya que la democracia es, precisamente, el reconocimiento de este principio.

 

No. La democracia no es idéntica a la subordinación de la minoría a la mayoría. Democracia es el Estado que reconoce la subordinación de la minoría a la mayoría, es decir, una organización llamada a ejercer la violencia sistemática de una clase contra otra, de una parte de la población contra otra.

 

Nosotros nos proponemos como meta final la destrucción del Estado, es decir, de toda violencia organizada y sistemática, de toda violencia sobre los hombres en general. No esperamos el advenimiento de un orden social en el que no se acate el principio de la subordinación de la minoría a la mayoría. Pero, aspirando al socialismo, estamos persuadidos de que este se convertirá gradualmente en comunismo, y en relación con esto desaparecerá toda necesidad de violencia sobre los hombres en general, toda necesidad de subordinación de unos hombres a otros, de una parte de la población a otra, pues los hombres se habituarán a observar las reglas elementales de la convivencia social sin violencia y sin subordinación.

 

Para subrayar este elemento del hábito es para lo que Engels habla de una nueva generación que, “educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo ese trasto viejo de la estructura del Estado”, de todo Estado, inclusive el Estado democrático-republicano. A fin de explicar esto, es necesario analizar la cuestión de las bases económicas de la extinción del Estado…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Lenin. “El estado y la revolución” ]

 

*


viernes, 8 de marzo de 2024

 

1127

 

EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(44)

 

 

 

VI

 

CÓMO PUEDE RESUCITAR EL MARXISMO EN OCCIDENTE

 

 

 

 

5. La lección de Hegel y el resurgir del marxismo en Occidente

 

Además de político, es un problema filosófico; se trata de asimilar la gran lección que afirma que «la filosofía es el propio tiempo aprehendido por el pensamiento» (Hegel, 1821). No en vano, el autor de esta definición, tal como refiere su biógrafo, «solía leer un ingente número de periódicos —algo que solo puede hacer en general un hombre de Estado—», y así «podía disponer siempre de una enorme masa de datos de hecho en apoyo de su tesis» (Rosenkranz, 1844).

 

Este testimonio arroja un rayo de luz sobre el escritorio, sobre el laboratorio, del gran filósofo. Junto a los clásicos de la filosofía y del pensamiento, salen también a la luz recortes de la prensa alemana e internacional. El sistema fue elaborado en una incesante confrontación con la propia época. Indaga con extremo cuidado en los acontecimientos políticos, sin plegarse jamás a su inmediatez: pregunta también por el significado lógico y epistemológico de las categorías a las que recurren los protagonistas de la lucha política o que están implícitas en su discurso; los acontecimientos singulares se inscriben en una amplia perspectiva. Obligada a medirse con los grandes textos de la tradición, la pasión política que se manifiesta en la lectura voraz de periódicos experimenta un proceso de decantado y adquiere profundidad histórica y teórica: política, lógica (epistemología) e historia se entrelazan con fuerza.

 

El escritorio de Marx no es muy distinto (aunque ahora cabalgue Hegel a la cabeza de los clásicos); no obstante, el apremio de los acontecimientos, unido al impulso que lo lleva a unir estrechamente teoría y praxis, impiden al filósofo y militante revolucionario elaborar plenamente su sistema y, sobre todo, llevar a término el proyecto que, según testimonio de Engels, cultivó durante mucho tiempo: escribir el Sumario de dialéctica, acaso llamado a reanudar y revisar la Ciencia de la lógica hegeliana (MEW). La tesis que afirma que filosofar es aprehender conceptualmente el propio tiempo adquiere ahora un nuevo significado: no se trata solo de conceptualizar y de estructurar la lectura de la propia época según un riguroso aparato categorial; se trata también, a la inversa, de localizar la presencia de un determinado tiempo histórico (con sus contradicciones y sus conflictos) en las conceptualizaciones y los sistemas filosóficos en apariencia más «abstractos».

 

El marxismo occidental ha perdido de vista estos dos gestos teóricos, que son el lugar donde se engendró el materialismo histórico. Sobre todo en la última fase de su existencia, en lugar de localizar las huellas de la época histórica en las elaboraciones teóricas en apariencia más abstractas de los grandes filósofos, se ha empleado con celo en borrarlas. El nexo que liga a Heidegger y Schmitt con el Tercer Reich es tan evidente como explícito; la teorización nietzscheana de la esclavitud como fundamento de la civilización remite con idéntica claridad a la toma de postura de los círculos políticos e intelectuales decimonónicos que se opusieron a la abolición de la esclavitud negra y la criticaron por todos los medios. Naturalmente, situar a un autor en su época no significa negar el excedente teórico de su pensamiento. Marx no tuvo empacho a la hora de subrayar la agudeza y profundidad de Linguet, que se pronunciaba en el siglo XVII a favor de la introducción de la esclavitud en la propia Francia, como esencia intrínseca del trabajo y fundamento ineludible de la propiedad y la civilización; pero no por ello sintió la necesidad de lavarle la cara hasta eliminar toda incrustación política e ideológica (MEW). Así es como procede, en cambio, el marxismo occidental, que prefiere la perezosa licencia de la hermenéutica de la inocencia en lugar de la fatigosa investigación histórica.

 

No mejor suerte ha corrido el segundo gesto teórico del marxismo histórico —no el que invita a sorprender la presencia del momento histórico incluso en la elaboración más abstracta, sino el que impone recurrir al concepto y al trabajo conceptual para comprender hasta el más inmediato presente—. Podemos empezar diciendo que en general el escritorio de los exponentes del marxismo occidental es muy distinto del de Hegel y Marx. Presumiblemente, en 1942 Horkheimer no disponía de un «inmenso número de periódicos», o quizás no tenía ni tiempo ni ganas de leerlos. La única razón que le permitía expresar su desacuerdo o su indignación porque los dirigentes de Moscú acallasen el ideal de la extinción del Estado es por lo mal informado que estaba de la situación real: la Wehrmacht estaba a punto de llevar a cabo la transformación de la Unión Soviética en una inmensa colonia, llamada a proporcionarle al Tercer Reich una cantidad inagotable de materias primas y de esclavos. Horkheimer carecía de elementos esenciales del conocimiento histórico, de modo que su conceptualización se levantaba sobre el vacío: más que un filósofo consagrado a pensar y a promover un proyecto, incluso radical, de transformación del mundo a partir de las contradicciones y los conflictos del presente, era un profeta consumido por la nostalgia y el amor a un mundo absolutamente nuevo y sin relación con la gigantesca batalla que se estaba librando entonces entre emancipación y anti-emancipación. Solo así puede comprenderse la postura de Horkheimer. En otro caso, tendríamos que interpretarla como una caricatura, como la demostración de los efectos cómicos que se producen cuando la pedantería del deber se lleva al extremo.

 

La lectura de Imperio de Hardt y Negri nos lleva a conclusiones análogas. Los hemos visto anunciar la desaparición del imperialismo y el advenimiento de una «paz perpetua y universal» mientras a su alrededor, envalentonados por la conclusión triunfal de la guerra contra Yugoslavia y por ver demostrada la posibilidad, para Occidente y el país que lo encabeza, de desencadenar guerras soberanamente en cualquier rincón del mundo, periodistas, ideólogos y filósofos de éxito re-habilitaban explícitamente el colonialismo y el imperialismo e invocaban y legitimaban por adelantado las guerras necesarias para silenciar a quienes osasen desafiar la pax americana. De nuevo tenemos que preguntarnos: ¿qué periódicos había sobre el escritorio de Hardt y Negri cuando proclamaron que se había realizado ya la utopía de un mundo sin guerras?

 

El de Marcuse es un caso particularmente interesante. Le hemos visto explicar con precisión las razones por las cuales un país todavía poco desarrollado que trata de escapar del sometimiento neocolonial necesita un Estado fuerte en el plano económico y político. Sin embargo, los sueños y aspiraciones subjetivas terminan derrotando a la lucidez analítica. Y entonces suspira Marcuse: ¡«la transformación cuantitativa debería volverse siempre cualitativa, desapareciendo el Estado» (Marcuse, 1964)! O bien: «en algunas luchas de liberación del Tercer Mundo» se esbozan novedades aún más importantes, se perfila una «nueva antropología». Una noticia vaga y a primera vista irrelevante va a dar alas a tan enfáticas esperanzas —según confesaba el filósofo, no sin ciertas dudas—:

 

He leído una noticia en un informe detallado y preciso sobre Vietnam del Norte que, dado mi incorregible y sentimental romanticismo, me ha conmovido infinitamente. Es la siguiente: en los bancos de los parques de Hanói pueden sentarse tan solo dos personas, de modo que queda técnicamente eliminada la posibilidad de que las moleste un tercero.

(Marcuse, 1967).

 

Uno se queda perplejo, y no solo por la prodigiosa capacidad de regeneración antropológica atribuida a los bancos vietnamitas: para dar con la «nueva antropología» de las efusiones amatorias apacibles, ¿de verdad que era lo más sensato irse a buscar bancos respetuosos con la intimidad a un país expuesto a los bombardeos masivos y generalizados de la aviación estadounidense? Una vez más, el profeta trata de arrebatarle el puesto al filósofo.

 

Y esta misma tendencia puede leerse también en el desprecio de Žižek hacia la lucha antiimperialista, acusada de ser una distracción en la tarea de derribar el capitalismo. Cuando se libraba la guerra de Secesión, Marx se vio obligado a luchar contra quienes, en nombre de la lucha por el socialismo, predicaban el indiferentismo político: en los Estados Unidos, tanto en el Norte como en el Sur, el poder está en manos de capitalistas y está vigente la esclavitud, ya sea la esclavitud asalariada (que el propio Marx denunciaba) o la esclavitud negra (Losurdo, 2013). Quienes argumentaban así no comprendían la gigantesca emancipación implícita en la abolición de la esclavitud propiamente dicha. Frente a ese modo de argumentar, muy difundido en el marxismo occidental, hay que oponer la lección hegeliana, según la cual el universal siempre asume una forma concreta y determinada; o bien la lección marxiana, que considera insensata la pretensión de tachar de «menudencias» las «luchas reales»; o bien la de Lenin, que nos enseña que quienes buscan «una revolución social ‘pura’ jamás la verán»…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

*


miércoles, 6 de marzo de 2024

 

1126

 

EL ESTADO Y LA REVOLUCIÓN

Lenin

 

( 15 )

 

 

 

CAPÍTULO IV

CONTINUACIÓN.

 

ACLARACIONES COMPLEMENTARIAS DE ENGELS

 

 

 

 

5. Prefacio de 1891 a “La guerra civil” de Marx

 

 

En el prefacio a la tercera edición de La guerra civil en Francia –este prefacio lleva fecha 18 de marzo de 1891 y fue publicado por vez primera en la revista Neue Zeit–, Engels formula, de pasada, algunas interesantes observaciones acerca de problemas relativos a la actitud hacia el Estado y, a la vez, traza con notable relieve un resumen de las enseñanzas de la Comuna. Este resumen, enriquecido por toda la experiencia del período de veinte años que separaba a su autor de la Comuna y dirigido especialmente contra la “fe supersticiosa en el Estado”, tan difundida en Alemania, puede ser llamado con justicia la última palabra del marxismo respecto a la cuestión que estamos examinando.

 

En Francia –señala Engels–, los obreros, después de cada revolución, estaban armados; por eso, el desarme de los obreros era el primer mandamiento de los burgueses que se hallaban al frente del Estado. De aquí que, después de cada revolución ganada por los obreros, se llevará a cabo una nueva lucha que acaba con la derrota de estos…

 

El balance de la experiencia de las revoluciones burguesas es tan corto como expresivo. El quid de la cuestión –entre otras cosas en lo que afecta al problema del Estado ¿tiene armas la clase oprimida? – aparece enfocado aquí de un modo admirable. Este quid de la cuestión es precisamente el que eluden con mayor frecuencia lo mismo los profesores influidos por la ideología burguesa que los demócratas pequeñoburgueses. En la revolución rusa de 1917 correspondió al “menchevique” y “también marxista” Tsereteli el honor (un honor a lo Cavaignac) de divulgar este secreto de las revoluciones burguesas. En su “histórico” discurso del 11 de junio, a Tsereteli se le escapó el secreto de la decisión de la burguesía de desarmar a los obreros de Petrogrado, presentando, naturalmente, esta decisión, ¡como suya y como necesidad “del Estado” en general!

 

El histórico discurso de Tsereteli del 11 de junio será, naturalmente, para todo historiador de la revolución de 1917, una de las pruebas más palpables de cómo el bloque de eseristas y mencheviques, acaudillado por el señor Tsereteli, se pasó al lado de la burguesía contra el proletariado revolucionario.

 

Otra de las observaciones incidentales de Engels, relacionada también con la cuestión del Estado, se refiere a la religión. Es sabido que la socialdemocracia alemana, a medida que iba pudriéndose y haciéndose más y más oportunista, se deslizaba más y más hacia una torcida interpretación filistea de la célebre fórmula: la declaración de la religión como si fuese un asunto de incumbencia privada ¡también para el partido del proletariado revolucionario! Contra esta traición completa al programa revolucionario del proletariado se levantó Engels, que en 1891 solo podía observar los gérmenes más tenues de oportunismo en su partido, y que, por tanto, se expresaba con la mayor cautela:

 

Como los miembros de la Comuna eran todos, casi sin excepción, obreros o representantes reconocidos de los obreros, sus acuerdos se distinguían por un carácter marcadamente proletario. Una parte de sus decretos eran reformas que la burguesía republicana no se había atrevido a implantar por vil cobardía y que echaban los cimientos indispensables para la libre acción de la clase obrera, como, por ejemplo, la implantación del principio de que, con respecto al Estado; la religión es un asunto de incumbencia puramente privada; otros iban encaminados a salvaguardar directamente los intereses de la clase obrera y en parte abrían profundas brechas en el viejo orden social…

 

Engels subraya a propósito las palabras “con respecto al Estado”, asestando con el o un certero golpe al oportunismo alemán, que declaraba la religión asunto de incumbencia privada con respecto al partido y con el o rebaja el partido del proletariado revolucionario al nivel del más vulgar filisteísmo “libre-pensador”, dispuesto a admitir el laicismo, pero que renuncia a la tarea de partido de luchar contra el opio religioso que embrutece al pueblo.

 

El futuro historiador de la socialdemocracia alemana, al investigar las raíces de su vergonzosa bancarrota en 1914, encontrará no pocos materiales interesantes sobre esta cuestión, comenzando por las evasivas declaraciones que se hallan en los artículos del jefe ideológico del partido, Kautsky, que abren de par en par las puertas al oportunismo, y acabando por la actitud del partido ante el “Los-von-Kirche-Bewegung” (movimiento en pro de la separación de la Iglesia), en 1913.

 

Analicemos ahora cómo Engels, veinte años después de la Comuna, resumió sus enseñanzas para el proletariado militante. He aquí las enseñanzas que Engels destaca en primer plano:

 

… Precisamente el poder opresor del antiguo gobierno centralizado

–el ejército, la policía política y la burocracia–, creado por Napoleón en 1798 y heredado desde entonces como instrumento deseable por todos los nuevos gobiernos, los cuales lo emplearon contra sus enemigos, precisamente dicho poder debía ser derrumbado en toda Francia, como había sido derrumbado ya en París.

 

La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al poder, no puede seguir gobernando con la vieja máquina del Estado; que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tiene, de una parte, que barrer toda la vieja máquina opresora utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra parte, asegurarse contra sus diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento…

 

Engels subraya una y otra vez que no solo bajo la monarquía, sino también bajo la república democrática, el Estado sigue siendo Estado, es decir, conserva su rasgo característico fundamental: convertir a sus funcionarios, “servidores de la sociedad”, órganos de ella, en señores situados por encima de ella.”

 

… Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado de servidores de la sociedad en señores de ella, transformación inevitable en todos los Estados anteriores, empleó la Comuna dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y bajos, estaban retribuidos como los demás trabajadores. El sueldo máximo abonado por la Comuna era de 6.000 francos. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y a la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los cuerpos representativos…

 

Engels llega aquí al interesante límite donde la democracia consecuente se transforma, de una parte, en socialismo y, de otra, reclama el socialismo, pues para destruir el Estado es necesario convertir las funciones de la administración pública en operaciones de control y registro tan sencillas, que sean accesibles a la inmensa mayoría de la población, primero, y a toda ella, después. Y la supresión completa del arribismo exige que los cargos “honoríficos” del Estado, aun los que no producen ingresos, no puedan servir de trampolín para pasar a puestos altamente retribuidos en los bancos y en las sociedades anónimas, como ocurre constantemente en los países capitalistas más libres.

 

Pero Engels no incurre en el error que cometen, por ejemplo, algunos marxistas en lo tocante al derecho de las naciones a la autodeterminación, creyendo que bajo el capitalismo este derecho es imposible y bajo el socialismo, superfluo. Semejante argumentación, que quiere pasar por ingeniosa, pero falsa en realidad, podría repetirse a propósito de cualquier institución democrática y a propósito también de los sueldos modestos de los funcionarios, pues un democratismo llevado hasta sus últimas consecuencias es imposible bajo el capitalismo, y bajo el socialismo toda democracia se extingue.

 

Esto es un sofisma parecido al viejo chiste de si una persona queda calva cuando se le cae un pelo.

 

El desarrollo de la democracia hasta sus últimas consecuencias, la indagación de las formas de este desarrollo, su comprobación en la práctica, etcétera: todo esto constituye una de las tareas de la lucha por la revolución social. Por separado, ningún democratismo da como resultante el socialismo, pero, en la práctica, el democratismo no se toma nunca “por separado”, sino que se “toma en bloque”, influyendo también sobre la economía, acelerando su transformación y cayendo él mismo bajo la influencia del desarrollo económico, etcétera. Tal es la dialéctica de la historia viva.

 

Engels prosigue:

 

… En el capítulo tercero de La guerra civil se describe con todo detalle la labor encaminada a provocar la explosión ( Sprengung) del viejo poder estatal y a sustituirlo por otro nuevo y realmente democrático.

 

Sin embargo, era necesario detenerse a examinar aquí brevemente algunos de los rasgos de esta sustitución por ser precisamente en Alemania donde la fe supersticiosa en el Estado se ha trasplantado del campo filosófico a la conciencia general de la burguesía e incluso a la de muchos obreros. Según la concepción filosófica, el Estado es la “realización de la idea”, o sea, traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios sobre la tierra, el campo en que se hacen o deben hacerse realidad la eterna verdad y la eterna justicia. De aquí nace una veneración supersticiosa del Estado y de todo lo que con él se relaciona, veneración supersticiosa que va arraigando en las conciencias con tanta mayor facilidad cuanto que la gente se acostumbra ya desde la infancia a pensar que los asuntos e intereses comunes a toda la sociedad no pueden gestionarse ni salvaguardarse de otro modo que como se ha venido haciendo hasta aquí, es decir, por medio del Estado y de sus funcionarios bien retribuidos. Y se cree haber dado un paso enormemente audaz con librarse de la fe en la monarquía hereditaria y entusiasmarse con la república democrática. En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la república democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, un mal que se trasmite al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, lo mismo que hizo la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los lados peores de este mal, entretanto, que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo ese trasto viejo del Estado.

 

Engels prevenía a los alemanes para que, en caso de sustitución de la monarquía por la república no olvidasen los fundamentos del socialismo sobre la cuestión del Estado en general. Hoy, sus advertencias parecen una lección directa a los señores como Tsereteli y Chernov, que en su práctica “coalicionista” ¡revelan una fe supersticiosa en el Estado y una veneración supersticiosa por él!

 

Dos observaciones más:

 

1) Si Engels dice que bajo la república democrática el Estado sigue siendo “lo mismo” que bajo la monarquía, “una máquina para la opresión de una clase por otra”, esto no significa, en modo alguno, que la forma de opresión sea indiferente para el proletariado, como “enseñan” algunos anarquistas. Una forma de lucha de clases y de opresión de clase más amplia, más libre, más abierta facilita en proporciones gigantescas la misión del proletariado en la lucha por la destrucción de las clases en general.

 

2) La cuestión de por qué solamente una nueva generación estará en condiciones de deshacerse en absoluto de todo el trasto viejo del Estado guarda relación con la superación de la democracia, que pasamos a examinar…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Lenin. “El estado y la revolución” ]

 

*