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LA
CIENCIA COMO FENÓMENO DE LA CULTURA
Yuri Zhdánov
El conocimiento del mundo que nos rodea, de
sus fenómenos y regularidades, constituye una forma específica de la actividad
humana, fundamento de la previsión y establecimiento de fines exitosos. A los
largo de milenios se dio la acumulación ininterrumpida de conocimientos y
observaciones sobre los procesos y objetos de la naturaleza: sobre la vida de
los animales y el movimiento de las estrellas, del desarrollo de los vegetales
y las propiedades de los distintos materiales. Así surgió una enorme reserva de
saberes empíricos que hoy son útiles para la solución de muchas tareas
prácticas, y sería precipitado relacionarse con estos de modo irrespetuoso.
Este empirismo permitió realizar observaciones y descubrimientos de fuerza
asombrosa. Baste recordar las construcciones astronómicas de Stonehenge en
Escocia, que resultan ser un peculiar calendario de piedra que fija las
distintas posiciones del Sol y la Luna. La antigua China conoció el sismografo
y la brújula, creó el papel, sin el cual la ciencia se sentiría muy incomoda.
Los sumerios idearon el baño galvánico, los mayas elaboraron los métodos de
trepanación del cráneo. Cómo fundir los metales, elaborar vidrio, obtener vino
y vinagre, aprovechar las hierbas curativas; la gente hace mucho que conoció
todo esto.
Qué fuerza de clarividencia puede alcanzar
el empirismo humano enriquecido por la fantasía creadora, la colorida riqueza
de la percepción artística integra del mundo, es posible juzgarlo por el genial
mito acadio de Etana, que sobre las alas del águila se alzó al cielo y observó
desde allí a la tierra:
Cuando se elevó habiendo recorrido dos
horas de camino, le dijo el águila a Etana:
‒ Mira, mi amigo, ¿cómo es la tierra ahora?
¡Observa el mar hacia Ekur!
‒ La tierra es de colinas…
El mar se ha convertido en una corriente.
Ellos volaron más alto aún y la tierra se
convirtió en una pequeña parcela y el mar en una acequia de jardín…
Y esto en el siglo XIV antes de nuestra
era, ¡cien años antes de Dédalo e Ícaro!
Los esfuerzos de los magos del antiguo Egipto,
de los sacerdotes caldeos, de los pensadores de la antigua Grecia formaron las
primeras representaciones teóricas de los fenómenos de la naturaleza, de la
abstracción matemática, crearon los métodos cuantitativos de conocimiento del
mundo exterior. Pero todos estos importantes logros aún no eran portadores del
carácter de la ciencia como sistema de saberes objetivos sobre la realidad
circundante. Su nacimiento se lo debemos a la Era Moderna, en primer lugar a la
época del Renacimiento. El devenir de la ciencia como forma dominante de
conocimiento humano se liga con los grandes nombres de Galileo, Newton y
Descartes.
En palabras de Marx, la ciencia es producto
del proceso histórico universal de desarrollo que expresa abstractamente su
quintaesencia. Ella es en sí la forma
más fundamental de la riqueza social, siendo tanto el producto como la riqueza
de los productores. La ciencia en una
medida cada vez mayor se vuelve una fuerza productiva inmediata. Esto no puede
comprenderse como si los propios científicos empezaren a producir los bienes
materiales, la metamorfosis de la ciencia en fuerza productiva inmediata denota
la elución4
de la antigua base empírica de la producción, su sustitución por la tecnología
científica que refleja el sometimiento de todo el proceso productivo al control
intelectual por parte del ser humano, su transformación sobre principios razonables,
racionales. La ciencia socava la rutina, la base conservadora de las formas
tradicionales de producción y su revolucionamiento ininterrumpido. Esto sale a
escena de modo particularmente claro en el siglo de la revolución
científico-técnica. El contenido de la revolución científico-técnica es la
metamorfosis de la ciencia en una fuerza productiva inmediata, y del proceso de
producción en una simple aplicación tecnológica de la ciencia, como lo preveía
Marx. Este proceso se manifiesta concretamente en la introducción de la
automatización de los sistemas de dirección con base en la electrónica, en el
rápido crecimiento de la electrificación, incluyendo la basada en la energía
atómica, en el acrecentamiento del peso específico de la tecnología química a costa
de la tecnología mecánica, en la reorganización global de los procesos
naturales de la biosfera con base en una nueva base técnica. En el plano
social, el progreso científico-técnico vino a ser una de las esferas decisivas
de la emulación de los dos sistemas sociales.
El capitalismo no puede repudiar la
aspiración y destreza de utilizar a la ciencia en la medida en que esta produce
dinero y poder para los monopolios. No obstante, al disolver el tejido general
de la cultura, el capitalismo causa a la ciencia un daño irreparable en el
marco de las relaciones burguesas. Como trabajadores asalariados, los
activistas de la ciencia sufren la explotación por parte del capital, que
utiliza para sus fines egoístas el talento y saber de estos, al mismo tiempo los
somete a los fines de la ganancia, a los caprichos de la competencia, a las
condiciones casuales del contrato y despido. Con el desarrollo de la revolución
científico-técnica, al agudizarse los antagonismos clasistas en la sociedad
crece continuamente la presión del capital monopólico de Estado y de los
círculos industriales militares sobre los trabajadores de la ciencia. Esto
inclina a los naturalistas a una alianza con la clase trabajadora, creando la
posibilidad objetiva de incluirlos en el movimiento antiimperialista de
liberación.
Es posible considerar a la ciencia como la
suma o sistema de saberes, es posible ver en ella un sistema del saber, una
construcción lógica y analizar su sujeción a leyes desde esta posición. Bajo
tal enfoque el desarrollo de la ciencia se reduce a la auto-transformación de
estos sistemas y construcciones, a la filiación de las ideas. En los hechos, en
la historia real, la ciencia es una esfera de actividad de personas vivas
activas entroncadas en mayor o menor medida con todos los aspectos de la vida
social, obteniendo su material y tareas, sus impulsos y obstáculos de esta. Al
ser un fenómeno de la cultura, la ciencia también debe ser examinada, en primer
lugar, desde el punto de vista de sus vínculos con otras formas de actividad
humana.
Esto lo comprendió muy bien el insigne
científico de nuestra era, V. I. Vernadski, que escribió en el artículo “Sobre
la cosmovisión científica”:
“En general, no
conocemos a la ciencia, y en consecuencia, tampoco a la consciencia científica
del mundo, fuera de la existencia simultánea de otras esferas de la actividad
humana; y por lo que podemos juzgar a partir de las observaciones sobre el
desarrollo y crecimiento de la ciencia, todos estos aspectos del espíritu
humano son necesarios para su desarrollo, son el medio nutritivo del cual draga
sus fuerzas vitales, son esa atmósfera en la que transcurre la actividad
científica”.
El problema específico de la ciencia, en el
que se manifiesta su ligazón con otras esferas de la cultura, que refleja un
escalón de síntesis de ciencia y cosmovisión, de la ciencia y la moralidad, de
la ciencia y la estética, finalmente, de las ciencias naturales y las ciencias
sociales, es para nuestra época el problema del humanismo, es decir, del rol
humano general de la ciencia.
El término “humanismo” es polisémico. Con
frecuencia aún se comprende por humanismo a una forma peculiar de educación con
orientación al estudio de la antigüedad clásica, los lenguajes griego y latino.
Nosotros consideramos al humanismo como un conjunto de determinaciones
filosóficas, éticas, de criterios y principios políticos. El humanismo (si no
se habla de la charlatanería mezquino-sentimental a propósito del humanismo)
siempre intervino como arma ideológica de las clases progresivas. No obstante,
en épocas distintas su contenido sufrió cambios muy significativos.
El humanismo temprano se formó a mediados
del siglo XV en lucha encarnizada contra la ideología feudal y la escolástica
religiosa medieval. Los puntos de vista de los primeros humanistas ‒activistas
de la época del Renacimiento estuvieron limitados por las condiciones
sociohistóricas de su época. Y, con todo no puede verse en estos criterios solo
una posición estrechamente clasista, limitada a lo burgués. Los principios
humanistas se constituyeron bajo el ascendiente del amplio movimiento de las
masas populares que entraron en escena no solo contra el régimen feudal, sino
también, en no pocas ocasiones, contra todas las formas de opresión. Además, en
esa época la propia burguesía aún no se desgajaba del suelo general del tercer
estado, no manifestaba su esencia antipopular. Todo eso condicionó la
convicción profunda de los representantes del humanismo temprano de que ellos
luchaban por los intereses de toda la humanidad.
La idea del humanismo como un amplío
fenómeno ideológico específico también se refractó en el área de las ciencias
naturales. Los principios humanistas del naturalismo emanaron de la situación
objetiva de las ciencias naturales y técnicas en la sociedad, puesto que su
función social es servir a la producción, al garantizar su progreso continuo,
al dominar las fuerzas y materiales de la naturaleza para los fines de la
práctica humana. Al mismo tiempo, el humanismo de los naturalistas tuvo sus
manantiales subjetivos. La cosmovisión de los científicos se formó bajo el
influjo de los criterios filosóficos, jurídicos y políticos de su tiempo, del
arte humanista.
La ciencia de la naturaleza desde los
inicios de su surgimiento se ligó del modo más estrecho, se entrelazó con la
vida social de la gente, con la producción material, con las necesidades y
ocupaciones prácticas cotidianas de la humanidad en conjunto con sus
reflexiones sobre el mundo circundante. A lo largo de un tiempo dilatado, los
naturalistas elaboraron los principios ideológicos que yacen en la base del
trabajo científico: ellos determinaron no solo la tarea de la investigación
científica, sino también su relación con los problemas sociales de la época, su
lugar en la lucha de las fuerzas sociales.
Los activistas de avanzada de la ciencia
inspiraron y se apasionaron, en el transcurso de los largos siglos tras la
época del Renacimiento, por una triple tarea: conocer las leyes objetivas de la
naturaleza, difundir el saber entre el pueblo, utilizar los logros de la
naturaleza en beneficio de las personas para facilitar su trabajo y vida. Esta
tarea conforma el fundamento humanista de la creación científica, expresa la
unidad de objetivos de las ideas científicas y humanas generales del humanismo.
Los científicos de avanzada jamás se
apartaron de los problemas sociales, de las necesidades y demandas de su época.
Al descubrir las leyes objetivas de la naturaleza, aspiraban a utilizar el
saber para beneficio de las personas, para facilitar sus condiciones de
trabajo. En esto se expresa la unidad de intereses de los científicos y la
amplía masa trabajadora y en esto consiste la base del humanismo científico
natural.
Un ascendiente poderoso, aunque del que no
siempre se tiene consciencia, en la formación del fundamento democrático y
humanista de la ciencia natural vino a ser en todas las épocas el punto de
vista popular sobre el rol y utilidad del saber, los sueños acerca del
sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, sobre los audaces vuelos en el cielo,
las leyendas de la alfombra voladora, los relatos de la transformación de la
tierra en un maravilloso jardín. Prometeo vino a ser el símbolo del saber
entregado a las personas. Leonardo da Vinci, impresionado por la leyenda de
Dédalo e Ícaro, creó los primeros planos de aparatos voladores: Tziolkovski
dijo que la idea, el cuento, la fantasía, nacida en las entrañas del pueblo, en
las cabezas de los escritores de ciencia ficción, precede al cálculo
científico. En las amplías masas populares hace mucho que vive la convicción
ardiente de que entre el saber y la bondad existe una alianza indisoluble.
Los principios humanistas en el naturalismo
se desarrollaron bajo la influencia de las ideas y enseñanzas sociales de
avanzada de su tiempo. Los trabajos filosóficos de Bacon y Descartes, de los
ilustrados franceses, los sueños de Campanella, de Tomas Moro, de los
socialistas utópicos del siglo XIX ejercieron un profundo influjo sobre la
actividad de muchos científicos, permitiendo la formación en estos de ideales
humanos colectivos. Es conocido que el espíritu democrático del naturalismo
ruso tuvo su fuente en las ideas de los demócratas revolucionarios. No se debe
dejar de tomar en cuenta la influencia en los científicos de la literatura
humanista de Rabelais y Swift, de Voltaire y Julio Verne.
Los padres espirituales del naturalismo
experimental de la Era Moderna siempre salvaguardaron ardiente y decididamente
las bases humanas y los principios de la ciencia.
“Todos los hombres ‒escribió
Descartes‒ están obligados a procurar,
tanto cuanto puedan, el bien de los demás, y que no ser útil a nadie es,
propiamente, no valer nada”.
Al dirigirse a la gente de ciencia, Bacon
los previno del afán falaz de avidez y gloria, y exigió que la actividad de los
científicos solo conozca un fin: el bien para la vida y la práctica.
Luchadores inspirados y consecuentes por el
triunfo de las ideas del humanismo fueron Leonardo da Vinci y Galileo Galilei,
Charles Darwin y Alexander von Humboldt, Mijaíl Lomónosov, Dmitri Mendeleiév,
Kliment Timiriazev, Paul Langevin, Louis Pasteur e Iván Pavlov.
Todos los científicos, según el pensamiento
de D. I. Mendeleviév, debían ir en pos del gran objetivo de servir a la
humanidad. La idea clara y profunda de Ch. Darwin laboró continua y
obstinadamente precisamente en esa dirección. El creador de “El origen de las
especies” fue, al mismo tiempo, un luchador decidido por la libertad de los
pueblos oprimidos.
Con todo, en el naturalismo burgués siempre
existió otra tendencia. La situación de los naturalistas en las condiciones del
régimen explotador, en la sociedad desgarrada por las contradicciones clasistas
antagónicas, no puede no portar un consabido carácter contradictorio. Las
clases explotadoras, en todas las épocas, limitaron el ímpetu amante de la
libertad de la ciencia tendiente al conocimiento de la verdad, sus aspiraciones
humanas. Las clases explotadores siempre se esforzaron por apartar a la ciencia
de otras esferas de la cultura, aislarla, encerrarla en la solución de problemas
puramente utilitarios.
La utilización capitalista de los éxitos
científicos también porta un carácter contradictorio. La burguesía contribuye
al desarrollo de la ciencia en la medida en que esta refuerza su dominio de
clase, asegurando el crecimiento de la ganancia, reforzando la explotación de
los trabajadores.
En las condiciones de la sociedad burguesa
ciertos descubrimientos científicos, cuya utilización no es provechosa para los
monopolios por tales o cuales razones, son bloqueados a propósito: a menudo los
laboratorios reciben el encargo de elaborar medios para desmejorar la calidad o
reducir el lapso de utilidad de la producción, la aniquilación intencional de
los productos. La tecnología de las sustancias medicinales, necesarias para los
enfermos en todos los países, es guardada en secreto para tener la posibilidad
de arrancar una ganancia de monopolio y enriquecer el capital político con
ayuda de la exportación de medicamentos.
La sobrecarga nerviosa, el sentimiento de
incertidumbre y miedo, característico para la vida de la sociedad capitalista
moderna también deviene en objeto de enriquecimiento: los laboratorios
químicos, por encargo de los trust, sintetizan medios de excitación (doping)
cuya utilización crea la ilusión de vigor, pero que, a fin de cuentas,
destruyen el sistema nervioso.
Los trust de la química, preocupados
únicamente de sus ganancias, se relacionan con criminal ligereza con la
verificación y ensayos de preparaciones fabricadas, obstaculizan la
reglamentación de la producción de sustancias añadidas a los alimentos para
darles sabor, color u olor, aunque existen fundamentos para suponer que la
acción de ciertos compuestos semejantes están lejos de ser inofensivos.
Ya hace cien años atrás la aguda mirada de
Lev Tolstói reparó en la utilización clasista de la ciencia y dio lugar a las
siguientes líneas sarcásticas, vinculadas con la aplicación del telégrafo:
“Todas las ideas
que sobrevuelan sobre los pueblos por estos alambres, son solo ideas sobre la
manera más cómoda de explotar al pueblo. En los cables vuela la idea sobre como
elevar la demanda de tal objeto de comercio y porque es necesario elevar el
precio de este objeto; o la idea de que… el pueblo está descontento con su
situación en algún lugar y que es necesario despachar para reprimirlo unos
cuantos soldados; o la idea de que yo, terrateniente ruso que, gracias a Dios,
reside en Florencia, fortalecido de sus nervios, abrazo a mi esposa adinerada y
le suplicó enviarme 40 mil francos lo más pronto posible”.
Tal género de fenómenos ya hace mucho
fueron notados por los naturalistas de avanzada que pensaron con sobriedad en
los destinos de la ciencia. El gran luchador por la alianza de la ciencia y la
democracia, K. A. Timiriazev, advirtió en su época:
“El régimen burgués
contemporáneo no le niega a la ciencia una cierta pizca de respeto, esta listo
a concederle un grano de lo que cae del espléndido banquete del capitalismo, lo
que le obliga involuntariamente a meditar alguna veces sobre el futuro de esta
ciencia: ¿al dividir el botín con los vencedores de hoy, se verá en algún
momento llamada a responder junto con ellos?”.
Es profundamente errónea la idea de que el
conocimiento científico, por su naturaleza, esconde en sí una amenaza dirigida
a las personas. La cuestión está en cómo y quién lo utiliza. Ya en la antigua
poesía épica india “Panchatantra” se decía:
“Un caballo, un
arma, un texto, un laúd,… se desempeñan mal, o bien, según quien los domine.”
La contradicción de la utilización capitalista
de la ciencia se agudiza con fuerza particular en la época del imperialismo. V.
I. Lenin en sus obras recalcó en más de una ocasión que la “reacción política
en toda la línea es propia del imperialismo”. Esta reacción política abarca
todos los aspectos de la vida de la sociedad burguesa, penetra en los
laboratorios y las universidades, influencia en las mentes de los trabajadores
científicos, sometiendo su actividad a los afanes antihumanos de la clase
dominante, desfigurando y volviendo monstruosos los fines de la ciencia.
Por supuesto, la ciencia continua su
carrera precipitada, al profundizar más profundamente en los secretos de la
naturaleza y al crear más y más medios nuevos para aligerar el trabajo de las
personas. Pero en las condiciones de la crisis general del capitalismo, en la
época de una agudización sin precedentes de todas sus contradicciones se
fortalece de modo inusitado el proceso de usurpación monstruosa de los logros
de la ciencia por el imperialismo en provecho de los fines más misántropos.
Este proceso ha conducido a los resultados más bestiales. Sobre el mundo se
cierne la amenaza de la aplicación de armas de aniquilación masiva de las
personas: las bombas atómicas y termonucleares capaces de destruir y reducir a
cenizas los grandes centros de la civilización mundial, enterrar en escombros e
incendios los valores culturales acumulados por la humanidad a lo largo de
muchísimos milenios.
En el Programa del PCUS se anota que el
imperialismo utiliza el progreso técnico preeminentemente con fines militares,
volcando los éxitos de la razón humana contra la propia humanidad. La ruptura
con las tradiciones humanas del naturalismo, el paso de una parte de los
científicos naturales al servicio abierto a la maquinaria política y militar
del imperialismo en provecho de los objetivos más misántropos: tales son los
fenómenos en la vida de la sociedad burguesa que señalan la crisis del
humanismo científico natural en las condiciones del capitalismo. De modo
paradójico, el naturalismo deviene contranatural. Este proceso captó a todas
las ramas básicas de las ciencias naturales, la física y la química, la
biología y la medicina, la meteorología y la geología.
La militarización de todos los aspectos de
la vida de la sociedad burguesa contemporánea marcó con un sello fatídico
también a la actividad de los científicos. Si antes las innovaciones e
invenciones técnicas, como regla, se utilizaban en un inicio para fines
pacíficos y solo después encontraban una aplicación militar, hoy los grandes descubrimientos
modernos, en un primer momento, vienen a ser medios de destrucción,
instrumentos de la guerra. El amplío desarrollo de la técnica de
radiolocalización, los aparatos reactivos, inició con su utilización bélica. La
energía del núcleo atómico se aplicó por vez primera como una fuerza
destructiva. Sobre la humanidad pendía la amenaza de las armas de guerra
termonuclear, biológica, psicoquímica, ecológica y metereológica. La alianza
ignominiosa de una parte de los naturalistas burgueses (que pisotean las
tradiciones humanistas de la ciencia) con el imperialismo deforma a la ciencia,
la desvía de sus tareas auténticamente urgentes, corrompiendo el alma de los
científicos.
En el drama filosófico de Bertold Brecht
“La vida de Galileo Galilei”, el autor habla por los labios de su héroe:
“Así vayáis
descubriendo con el tiempo todo lo que hay que descubrir, vuestro progreso sólo
será un alejamiento progresivo de la humanidad. El abismo entre vosotros y ella
puede llegar a ser tan grande que vuestras exclamaciones de júbilo por un
invento cualquiera recibirán como eco un aterrador griterío universal”.
Es como si estas líneas explicasen lo que
en la actualidad ha surgido en Occidente: el movimiento contra la ciencia, la
anticiencia. Esta intenta endilgar a la ciencia la responsabilidad por esas
amenazas contra la humanidad que surgieron como resultado de su aplicación, a
semejanza de como los ludistas vieron en las máquinas la fuente del mal de la
explotación capitalista. La ciencia desgarrada del cuerpo de la cultura humana
general engendra la anticiencia como protesta contra sí misma.
Las ideas antihumanas en el naturalismo
tienen su historia. Estas empezaron a penetrar entre los científicos naturales
en conexión con el crecimiento del carácter reaccionario de la burguesía. La
degradación del humanismo burgués en las condiciones de las relaciones
capitalistas en desarrollo sobrevino de forma relativamente rápida. Engels notó
que el humanismo de los siglos XV y XVI se transformó en el jesuitismo católico,
así como la ilustración burguesa del siglo XVIII en gran medida se transformó
en el jesuitismo contemporáneo.
“Este brusco cambio
–escribió
Engels– en su contrario, el eventual
desembarco en un punto que se contrapone polarmente al punto de partida es el
destino natural necesario de todo movimiento histórico que tiene poco claras
sus causas y condiciones de existencia y, por lo tanto, está dirigido hacia
fines meramente ilusorios. La ‘ironía de la historia’ corregirá esto de modo
implacable”.
El nacionalismo burgués desenfrenado erigió
obstáculos entre los científicos de distintas naciones, impidiéndoles ver las
tareas humanas generales de la ciencia, suscitando irritación con relación a
otras nacionalidades. El dominio colonial de los grandes capitales depredadores
procreó la ideología del racismo que considera que los representantes de otras
razas no son seres humanos en general y es posible tratarlos como animales. De
allí el afán de colocarse “más allá de bien y del mal”, que es el camino directo
a las experiencias fascistas posteriores sobre las personas, al exterminio de
pueblos enteros.
La despiadada lucha de concurrencia de
todos contra todos en las condiciones del capitalismo, la rivalidad rapaz del
burgués en la lucha por una mayor ganancia, por la redistribución del fruto del
pillaje ha despertado a la vida al malthusianismo y al darwinismo social. En
una parte de los naturalistas se han difundido los criterios más reaccionarios
de los filósofos Malthus, Gobineau, H. S. Chamberlain, Nietzsche con su prédica
del amoralismo. Este híbrido antinatural engendró a la pseudociencia y, en
primer lugar, al racismo. La teoría racial falaz y grandilocuente profetizó en
las palabras de cierto Egon Hundeiker: “A estas gentes no les es dado comprender
la frescura y arrojo de la cuestión de volar”. ¡Y dijo esto de la nación de
Mozhaiski, Koroliov, Valeri Chkalov y Yuri Gagarin! Hace mucho que no existen
los oscurantistas hitlerianos, pero sus seguidores racistas no han
desaparecido. Ellos repiten esto:
“El organismo que
se denomina ser humano no existe, no puede y no debe existir. Todas los
predicadores del desarrollo internacional de la humanidad son peligrosos
seductores, embusteros y falsarios”.
Nietzsche sintió con mucha agudeza la
contradicción de la ciencia burguesa y expuso de modo fáctico la base de la
denominada anticiencia ya en esa época, cuando los logros del naturalismo
suscitaban entusiasmo universal. En el libro “El nacimiento de la tragedia”,
escribió:
“La ciencia o,
expresándose con más precisión, la pasión por el conocimiento, aquí ante
nosotros está una fuerza milagrosa, nueva, creciente que no se asemeja a nada
que se haya visto; con fuerza de águila, ojos de lechuza, cabeza de dragón… Sí,
ahora esta ya es tan poderosa que ella misma asume el problema y pregunta:
¿cómo soy posible entre la gente?
¿Cómo es posible
conmigo el hombre en el futuro?”.
La respuesta de Nietzsche está determinada
por sus puntos de vistas reaccionarios con su filo orientado contra el
conocimiento racional. De los mundos, descubiertos por la ciencia, sopla el
frío y la enajenación. “Cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y
arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la
naturaleza”, exclamó. En realidad puede tildarse de sombrío al intelecto de los
pensadores burgueses de la época de crisis del capitalismo, y la utilización
capitalista de los logros de las ciencias naturalezas ha realizado, en los
hechos, eso por él enunciado en forma de divisa sarcástica e impactante: ¡Que
triunfe la verdad, aunque perezca la vida!
La crisis general del imperialismo ha
fortalecido todas estas tendencias de modo inusitado. Ha sobrevenido un salto
cualitativo: la charlatanería maltusiana se transformó en las cámaras de gas,
la arrogancia nacionalista se transformó en el genocidio, el odio de los
decrépitos reaccionarios por todo lo nuevo y avanzado, y el estroncio
radioactivo.
Es necesario detenerse en una fuente de los
criterios antihumanistas que nace por el propio carácter del funcionamiento del
científico en las condiciones de las relaciones mercantiles-capitalistas, en el
ámbito de la división del trabajo burguesa. Las condiciones sociales señaladas,
al forzar la diferenciación, el aislamiento del conocimiento, forman en un
nivel cada vez mayor al científico como trabajador parcial, y al objeto de su
investigación como una verdad parcial, más y más abstraída y alejada del cuadro
general del mundo. Y esto es natural, ya que es el resultado de la actividad
parcial, tomada como fundamento para la reproducción de un cuadro del mundo
íntegro en su carácter concreto, solo tiene un carácter parcial, mismo que está
desfigurado. En estas condiciones acaece, para el trabajo de la ciencia, la
disrupción entre el saber y la autoconsciencia, las verdades parciales de su
esfera de investigación crecen de modo hipertrófico y tergiversan la visión
general de la realidad; las posibilidades del pensamiento productivo se
estrechan. Esto obstaculiza el desarrollo del trabajador de la ciencia como ser
universal creador, la apertura de su potencial. No obstante, todo esto no lo
condiciona el propio saber, sino su forma social. Es deber de cada activista
honesto de la ciencia rebelarse de modo resuelto contra los peligrosos abusos
de los logros de la ciencia, salvaguardar las luminosas tradiciones humanistas
del naturalismo, conservar y consolidar a los ojos de los pueblos la altísima
autoridad de la luz del conocimiento, no permitir que el fuego de Prometeo sea
utilizado como la antorcha de una nueva guerra. No solo los científicos de los
países socialistas toman consciencia de este deber, sino también los
científicos naturales progresistas del mundo burgués.
La idea del humanismo exige de los
naturalistas y médicos, de los ingenieros y agrónomos, la misma lucha activa
contra la utilización imperialista de la ciencia con fines bélicos. En nuestra
época, ser humanista es ser un luchador apasionado por la paz.
Los científicos de avanzada de todos los
países, al sentir su responsabilidad por los destinos de la humanidad, se
rebelan del modo más decidido contra los peligrosos abusos de los
descubrimientos científicos y defienden con éxito las tradiciones humanistas e
ideales de la ciencia natural. La lucha de los naturalistas contra la amenaza de
la catástrofe termonuclear es parte orgánica e inseparable del amplío
movimiento democrático por la paz en todo el mundo.
F. Joliot-Curie, J. Bernal, Linus Pauling
consagraron su vida a la lucha por la paz, por los fines luminosos y humanos de
la ciencia. Muchos científicos de los países capitalistas, independientemente
de sus criterios ideológicos, metodológicos, religiosos se adhieren al frente
de los luchadores de todo el pueblo por la paz, contra la amenaza de la guerra
con la aplicación de las armas de destrucción masiva. El humanismo de los
naturalistas es la fuerza actuante de la contemporaneidad. Su contenido
fundamental es la lucha por la preservación y fortalecimiento de la paz en el
mundo, la lucha contra la utilización antihumana de los éxitos de la ciencia.
He ahí porqué las aspiraciones humanas de los naturalistas son parte integrante
de la lucha general de los pueblos del planeta por la paz; ellos deben
encontrar y encuentran todo el apoyo por parte de todas las fuerzas sociales
progresivas.
El conocido físico Max Born escribió en su
libro autobiográfico:
“Nadie puede eludir
la cuestión de consciencia de cuán lejos quiere cooperar en el desarrollo de
las fuerzas que amenazan la propia existencia del mundo civilizado”.
Él instó a procurar activamente que la
esfera internacional de la desconfianza vire en una esfera de la comprensión
que pudiese alejar el peligro que se cierne sobre el mundo.
Aunque el humanismo de los naturalistas
burgueses porta un carácter limitado hoy es, sin embargo, una fuerza real en la
lucha por la paz contra la utilización antihumana de los logros de la ciencia.
Los caminos y métodos modernos de dominio
de la ciencia ocultan en sí el peligro ligado con la especialización estrecha.
No hay duda de que la necesidad de la especialización está dictada por el
crecimiento impetuoso del volumen de los conocimientos científicos y técnicos.
Para estudiar su quehacer, pero siendo un diletante en otro quehacer, tiene que
concentrar su atención y talento en un área estrecha, no permitiéndose
conscientemente ni dispersarlos ni distraerlos. En su momento, B. Shaw
caracterizó tal proceso con precisión al predecir que pronto un especialista
sabrá “todo sobre nada”. La especialización estrecha denota, en tal caso, un
desconocimiento infantil inmaculado de otras esferas de la actividad humana o,
lo que a menudo es aún peor, un conocimiento de oídas, opiniones comunes e
información imprecisa. Esta misma especialización desorbitadamente estrecha
genera el peligro de soluciones irresponsables y frívolas, cuando el problema
científico natural o de ingeniería sale de su propio ámbito y roza otras
esferas de la actividad humana. En la vida semejante contacto no siempre tiene
lugar.
La nueva generación de científicos que
entra en la enseñanza debe percibir como legado la vieja herencia de la
tradición humanista y el fundamento ideológico de la ciencia. Caso contrario
sobrevendrá el quiebre trágico que nosotros, en aras de las brevedad y
tipificación, podemos caracterizar como el “complejo de Max Born”. Max Born no
solo es un gran físico, sino, como ya lo mencionamos, un auténtico científico
humanista. ¿Cómo pudo suceder que dos de sus alumnos –Teller y Jordan– acabasen
en el campo del antihumanismo? Born escribe sobre esto con pesar:
“Es tan bello tener
discípulos tan inteligentes y talentosos, y pese a todo desearía que hubiesen
sido más sabios que inteligentes. Esto, quizás, fue mi error cuando ellos solo
estudiaron los métodos de investigación y nada más”.
El reconocimiento de Born suena como una
advertencia para todos los que preparan el cambio científico. La educación de
la juventud en el espíritu del humanismo, en el espíritu de las admirables
tradiciones de la ciencia, su familiarización con toda la riqueza de la cultura
humana general es la tarea más importante de la vieja generación de
científicos.
La sociedad burguesa como mundo de rupturas
y antagonismos genera la contradicción irreconciliable entre el saber sobre la
naturaleza exterior y el saber sobre el ser humano, ciencia natural y ciencia
social. Formando dos culturas que no se cruzan, dos esferas independientes de
“físicos” y “líricos”. La fantasía del ser humano ya trabaja a escalas
galácticas, discute la posibilidad del encuentro del ser humano de la Tierra
con los habitantes de otros planetas. Pero J. Bernal estaba correcto cuando
escribió: cualquier cohete milagroso que aproxime en el espacio a nuestro Romeo
con su Anti-Julieta, cualquier artificio científico-técnico no se habría
inventado para la superación de su incompatibilidad cósmica, más abisal que la
enemistad ancestral de Montescos y Capulettos, ni eliminarán el problema de la
comprensión mutua de los seres racionales, el mundo complejo e inmenso de los
sentidos, emociones y pasiones.
Otro intento, propio de la ideología
burguesa, de desgajar a la ciencia del contexto general de la cultura es el
apartamiento de la ciencia de la cosmovisión, de la filosofía. Esto se hace
bajo el pretexto especioso de depurar a la ciencia de todo lo no científico, se
lo hace con alusiones al pasado, cuando la ciencia experimentó la presión por
parte del modo religioso de ver el mundo, que suprimía su libre desarrollo. El
positivismo proclamó una divisa extrema: la ciencia es en sí misma filosofía.
Aquí nos encontramos nuevamente en la
esfera de la actividad científica con eso que Marx llamó coléricamente de
exageración charlatanesca de la libertad burguesa: libertad de la cosmovisión,
libertad de los principios morales, libertad de la humanidad. Tal libertad
resulta ser en realidad una plena falta de libertad, dependencia de las
escuelas azarosas, de epígono y reaccionarias, de las ideas mezquinas del
antihumanismo, de la sucia avidez.
En las esferas de las ciencias naturales y
sociales se abre a sí misma camino ineluctablemente la tendencia que notó Marx:
“Algún día la
Ciencia natural se incorporará la Ciencia del hombre, del mismo modo que la
Ciencia del hombre se incorporará la Ciencia natural; habrá una sola Ciencia”.
La dialéctica materialista comparece como
base metodológica natural de esta ciencia.
Para el científico la síntesis cultural
tiene un aspecto importante: la unión del conocimiento científico y del
artístico. Galileo Galilei escribió en sus “Diálogos”:
“lo verdadero y lo
bello son una misma cosa, como también lo son lo falso y lo feo”.
La unión de los principios científico y
estético puede adoptar las formas más diversas. Leonardo da Vinci y Goethe eran
tanto artistas como científicos. Borodin era conocido como químico y como
insigne músico. Es conocida la referencia de Einstein sobre rol que jugó la
creación de Dostoiévski en su formación.
Pero la unión de lo verdadero y lo bello se
observa no solo en los destinos externos de los científicos, sino en el tejido
interno del proceso del conocimiento. No en vano, Kekulé era arquitecto; esto
le ayudó a figurarse la estructura interna de la molécula del benceno. Muchas
tareas matemáticas y químicas se valoran desde el punto de vista de la belleza,
por la elegancia de los métodos utilizados para su resolución. Uno de los
problemas fundamentales de la física contemporánea es el problema de la
simetría, estético por su naturaleza. En estos últimos años, el lenguaje
riguroso de la física acumula más y más conceptos extravagantes, que resultan
extraños a la naturaleza de la ciencia: honestidad, apasionamiento, encanto
(atractivo). Y aquí se siente el imperioso impulso hacia la unidad de las
esferas de la cultura, la síntesis de la actividad humana. En nuestra época no
es posible educar al científico sin educar a un artista.
El carácter universal de la ciencia como
quintaesencia del proceso histórico de desarrollo puede encontrar su
encarnación solo en las condiciones de la máxima socialización del trabajo, en
las condiciones de la sociedad socialista. Aquí se realizan conscientemente
esas tendencias socialistas espontáneas que se ocultan en cada ciencia y que de
modo ineludible conducen a sus activistas a reconocer la necesidad de
reconstrucción de la sociedad sobre principios comunistas.“La ciencia solo
puede jugar su rol en la República del Trabajo”, anotó K. Marx.
El comunismo, según el pensamiento de Marx,
denota el devenir del humanismo práctico. La base económica de este es la
propiedad de todo el pueblo, la conducción planificada de la economía, el
bienestar del pueblo como fin de la producción social. En las condiciones de la
creación de mundo nuevo tiene lugar no solo la eliminación de las clases
explotadoras, sino la superación gradual de las diferencias clasistas y
sociales, el acercamiento del trabajo intelectual y el trabajo físico. En estas
circunstancias formase la personalidad desarrollada de modo omnilateral del ser
humano del futuro comunista, que se presenta al mismo tiempo como trabajador y
científico, pensador y artista, encarnando en sí el ideal humanista marxista.
La reconstrucción socialista del mundo abre
camino a la unión íntima de la ciencia y la democracia en la que ya soñó
Timiriazev. La ciencia viene a ser en un nivel cada vez mayor un elemento
necesario de la cultura de todo ciudadano soviético. A esto sirve la creación
científica de masas que se desarrolla rápidamente de inventores e innovadores,
experimentadores y jóvenes naturalistas.
La ciencia permite someter paso a paso
todas las relaciones y esferas de la actividad al control de la razón colectiva
de los trabajadores. Ella viene a ser el fundamento teórico de la síntesis
cultural que revela la naturaleza primordial de todo el conocimiento como saber
sobre el ser humano. Hoy hasta la cosmología deviene antropología. En este
sentido, la ciencia nos regresa al lema del oráculo de Delfos: “Conócete a ti
mismo”.
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Fuente:
https://elsudamericano.wordpress.com/2023/10/02/la-ciencia-como-fenomeno-de-la-cultura-por-yuri-zhdanov/