viernes, 26 de julio de 2024

 

1188

 

DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL

Andrés Piqueras

 

(12)

 

 

 

PARTE I

 

De la agonía del capital(ismo) y del

desvelamiento de su ilusión democrática

 

 

CAPÍTULO 4

 

(…)

 

 

 

(…) De hecho, lo que se está dando son formas parciales o discontinuas de asalarización, informales, combinadas con una creciente utilización de trabajo no pago o semipago (Van der Linden, 2008). Según un estudio de la OIT (2012), en 2008 más de la mitad de la fuerza de trabajo mundial estaba desempleada. En un nuevo informe de la OIT (2015), esta organización indicaba que el empleo asalariado afectaba sólo a la mitad del empleo en el mundo y no concernía nada más que al 20% de la población trabajadora en regiones como África subsahariana y Asia del Sur. Dice ese informe que las formas de empleo que no devienen de la relación tradicional empleador-asalariado están en alza. También se señala que menos de un 45% de la fuerza de trabajo que está asalariada detenta un empleo permanente a tiempo completo, y que esa proporción tiende claramente a decaer en lo venidero. Ya en 2008 advertía que incluso en las economías centrales el empleo asalariado “no estándar” se había convertido en el rasgo predominante de los mercados de trabajo. Ese proceso de des-salarización viene ayudado también por la digitalización de la economía, que conlleva la extrema flexibilización de las relaciones laborales, la descomposición del trabajo humano en tareas más simples, la supervisión y dirección laboral monitorizada, así como la acentuación de la fragmentación del trabajador colectivo y también la de su apariencia laboral “autónoma” hasta el punto de dificultar cada vez más su identificación laboral y de clase. De los informes de la OIT se desprende que probablemente sólo en torno al 10% de la población activa mundial está vinculada a la relación salarial mediante un empleo “permanente” a tiempo completo (entrecomillo la designación de permanente para indicar la poca firmeza que la misma tiene en la actualidad). Todo eso se corresponde con la reducción de la masa salarial mundial, que sólo en la UE fue de 485.000 millones de $ en 2013. Unos 6.600 millones de personas (aproximadamente el 80% de la humanidad) pueden ser clasificadas por las estadísticas al uso como pobres (Milanovic, 2006).

 

“…el ejército de reserva mundial, incluso con de niciones conservadoras, constituye alrededor del 60 por ciento de la población activa disponible en el mundo, muy por encima de la del ejército de trabajo activa de los obreros asalariados y pequeños propietarios. En 2015, según cifras de la OIT, el ejército de reserva mundial constaba de más de 2.300 millones de personas, en comparación con los 1.660 millones en el ejército de trabajo activo, muchos de los cuales son empleos precarios. El número de parados oficiales (que corresponde aproximadamente a la población flotante de Marx) está cerca de 200 millones de trabajadores. Alrededor de 1.500 millones de trabajadores son clasificados como “empleados vulnerables” (en relación con la población estancada de Marx), formados por trabajadores que trabajan “por cuenta propia” (trabajadores informales y rurales de subsistencia), así como “trabajadores familiares” (del trabajo doméstico). Otros 630 millones de personas con edades entre 25 y 54 se clasifican como económicamente inactivos. Esta es una categoría heterogénea, pero, sin duda, se compone predominantemente de población empobrecida”

(Jonna y Foster: 2016).

 

Se podría decir, en cambio, que tales reservas de fuerza de trabajo son una garantía de expansión del sistema, listas para que se pueda reiniciar el ciclo del valor como plusvalor. Ante ello, sin embargo, hay que hacer al menos dos consideraciones. La primera es que en general, crear más empleos industriales en países de capitalismo atrasado (excepción parcial, hasta hace poco, de China), aunque pueda reportar beneficios a capitales particulares, raramente implica mayor creación de valor (Kurz), la cual, como se dijo, está dictada por el nivel de productividad a escala mundial (es decir, por el que marcan las economías punteras o formaciones de capitalismo avanzado, una vez que el sistema capitalista se ha hecho global).

 

No parece, además, en segundo lugar, que esas “reservas de trabajo” sean especialmente rentables para el capital productivo, que necesita crecientemente, en virtud de su propia competencia, de fuerza de trabajo cada vez más cualificada. La cual se concentra en muy pocas de las nuevas formaciones dichas “emergentes”. El asunto se complica más aún cuando la sobreacumulación alcanza pronto también a las principales de esas economías. Las cuales además arrastran serios problemas estructurales, como la ralentización del crecimiento y el calentamiento de las burbujas bursátiles, de bienes raíces y grandes infraestructuras, ligados a falencias en su sistema financiero, déficits por cuenta corriente y comerciales, caída de sus reservas de divisas, reducción de la cobertura para sus importaciones y empréstitos a corto plazo combinada con una todavía alta dependencia de financiación externa, fuerte apalancamiento de sus grandes empresas, así como de ciencias estructurales de sus mercados internos, con enormes desigualdades sociales y la consiguiente incapacidad de generar una demanda solvente generalizada (Das, 2013, y Bond y Khadija, 2013). Además, han empezado a acusar ya un notable descenso en la productividad (Aubry, Boisset, François y Salomé, 2018). La sola excepción parcial y la única que pudo constituirse realmente como formación “emergente” es, de nuevo, China (aunque enfrenta serios problemas en el futuro inmediato, el no menos importante su propia fase de sobreacumulación.

 

Por último, y hablando precisamente de la “demanda solvente”, nos queda considerar que en la determinación del valor no sólo cuenta el “tiempo socialmente necesario para su producción”, sino también que las mercancías producidas se conviertan en valores de uso efectivos. Es decir, se requiere que tengan valor de uso social. Lo cual conlleva a la vez dos condiciones. La primera es que esas mercancías en cuanto valores de uso satisfagan necesidades reales o creadas (lo cual se demuestra o no a través de la demanda de ellas que realicen las poblaciones). El problema en este sentido es que una parte creciente de la enorme masa de mercancías que produce el capital en su compulsiva búsqueda de ampliación del mercado, tiene cada vez menos valor de uso o, en todo caso, lo tiene por menos tiempo. De hecho, en la actualidad se producen cada vez más mercancías que a la vez son inútiles, de mala calidad y poco duraderas, y se necesita una ingente cantidad de gastos improductivos (como los de publicidad y persuasión) para hacer posible su demanda. Es decir, cada vez se crea menos riqueza social mientras se gasta más riqueza (natural y social) en obtener ganancia.

 

 

La segunda condición es que haya no sólo demanda subjetiva, sino también demanda solvente capaz de adquirir esas mercancías. Según se deteriora la relación salarial, se rebaja el propio salario y se deterioran las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo en casi todo el planeta, resulta cada vez más difícil crear valor real en función de estas condiciones. Por eso la búsqueda de demanda solvente se convierte en una necesidad cada vez más acuciante de la clase capitalista…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

 

[ Fragmento: DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL  /  Andrés Piqueras ]

 

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miércoles, 24 de julio de 2024

 

1187

 

LA LUCHA DE CLASES

Domenico Losurdo

 

(13)

 

 

 

I

 

Las distintas formas de la lucha de clases

 

 

 

13. UNA TEORÍA GENERAL DEL CONFLICTO SOCIAL

 

Podemos extraer algunas conclusiones. En primer lugar, en virtud de su ambición de abarcar la totalidad del proceso histórico, la teoría de la lucha de clases se configura como una teoría general del conflicto social. Según el Manifiesto del partido comunista, «la historia de todas (aller) las sociedades existentes», «la historia de toda (ganzen) la sociedad», ha sido una sucesión de «luchas de clases» y «antagonismos de clases» (MEW). Varias décadas después, en 1885, Engels vuelve sobre el asunto: «Fue justamente Marx el primero en descubrir la gran ley de la evolución histórica, la ley según al cual todas (alle) las luchas de la historia [...] son la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales» (MEW). He destacado en cursiva las palabras clave, o mejor dicho la palabra clave, que identifica con la lucha de clases el conflicto social como tal, cualesquiera que sean sus protagonistas y cualquiera que sea la forma asumida por él.

 

 

En segundo lugar, mediante una ruptura epistemológica radical con las ideologías naturalistas, la teoría marxiana de la lucha de clases sitúa el conflicto social en el terreno de la historia.

 

 

En tercer lugar, precisamente porque pretende brindar una clave de lectura del proceso histórico, se esfuerza por tener en cuenta la multiplicidad de formas con que se manifiesta el conflicto social. Con la cursiva usada aquí pretendo destacar un asunto preliminar: es evidente que la vida se caracteriza por un sinfín de conflictos que estallan entre los individuos por las razones más variadas, pero aquí se trata de analizar los conflictos cuyos protagonistas no son individuos aislados sino sujetos sociales que, de un modo directo o indirecto, inmediato o mediato, enlazan con el ordenamiento social, con una articulación esencial de la división del trabajo y del ordenamiento social.

 

 

Así es como se define el objeto de la teoría marxiana de las «luchas de clases». Estamos en presencia de una categoría general, de un genus, que puede subsumir species muy diferentes. Se puede intentar una clasificación, aunque no a partir de la historia universal sino, evidentemente, del tiempo histórico en el que se sitúan los autores del Manifiesto del partido comunista. De entrada se impone una primera distinción. Por un lado están los conflictos que enfrentan entre sí a las clases explotadoras: las luchas de clases entre burgueses de los distintos países, primero rebelados contra la aristocracia terrateniente y el antiguo régimen, más tarde ellos mismos enzarzados en una disputa más o menos enconada que puede desembocar en una guerra. Por otro lado tenemos las luchas de emancipación, que son luchas de clase desde el punto de vista tanto de los sujetos sociales que aspiran a ella como de los sujetos sociales dispuestos a ponerle trabas o impedirla. Aquí se puede hacer otra distinción, más exactamente una tripartición: la lucha cuyos protagonistas son los pueblos en condiciones coloniales, semicoloniales o de origen colonial; la lucha protagonizada por la clase obrera en la metrópoli capitalista (en la que se centra la reflexión de Marx y Engels); y la lucha de las mujeres contra la «esclavitud doméstica». Cada una de estas tres luchas pone en cuestión la división del trabajo vigente a escala internacional, nacional y familiar. «Relación de coerción» (Zwangsverhältnij?) es lo que subsiste en la sociedad burguesa entre capital y trabajo (MEGA), pero se puede hacer la misma consideración acerca de las otras dos relaciones. Las tres luchas de emancipación ponen en cuestión las tres «relaciones de coerción» fundamentales que constituyen el sistema capitalista en conjunto.

 

 

Benedetto Croce no tiene en cuenta nada de esto cuando, en septiembre de 1917, refiriéndose al recrudecimiento de la guerra, declara: «Hoy parece que el concepto de poderío y de lucha, que Marx había trasladado de los estados a las clases sociales, ha vuelto de las clases a los estados». Es cierto que en la fase inicial de unión sagrada y patriótica, no pocos intelectuales europeos experimentaron y teorizaron el gigantesco conflicto como la demostración de la crisis del materialismo histórico, o como el «instrumento para abolir la lucha de clases» (Mosse). Sin embargo, apenas unas semanas después de que Croce declarase la muerte de la lucha de clases, en Roma estallaron la revolución de octubre y la sublevación de las masas populares contra la guerra y contra las clases privilegiadas que dirigían el país y el ejército. Pero no solo por esto se puede decir que el pulso terrible entre las grandes potencias iniciado en 1914 distaba mucho de significar el final o la suspensión de la lucha de clases.

 

 

De entrada conviene recordar la observación de un eminente historiador contemporáneo, Arno Mayer: ninguna guerra se había invocado tan ardientemente como «profilaxis», como «instrumento de política interior», como tabla de salvación para un orden político y social que se sentía cada vez más amenazado por el avance del movimiento obrero y socialista. Por poner un ejemplo de una personalidad próxima a Croce, diez años antes del estallido de la guerra, Vilfredo Pareto la invocaba y anhelaba para que conjurase el socialismo «por lo menos durante medio siglo». En semejantes términos, el almirante alemán Alfred von Tirpitz motivaba su política de rearme naval, entre otras cosas, en la necesidad de hallar un antídoto para la «difusión del marxismo y del radicalismo político entre las masas». Por no hablar de la convicción, muy extendida entre las clases dominantes y sus ideólogos, de que solo el expansionismo colonial lograría desactivar en la metrópoli la cuestión social y debilitar o acorralar el movimiento socialista.

 

 

Bien mirada, la primera guerra mundial no solo es la expresión de la lucha de clases, sino que además lo es por partida triple, pues comprende: a) la lucha por la hegemonía entre las burguesías capitalistas de las grandes potencias; b) el conflicto social de la metrópoli, que la clase dominante espera neutralizar y desviar mediante una demostración de fuerza en el plano internacional y mediante la conquista colonial; c) la opresión y explotación de los pueblos en condiciones coloniales y semicoloniales para los que, por decirlo con palabras de Marx a propósito de Irlanda, la «cuestión social» se plantea como «cuestión nacional».

 

 

En el ámbito de cada país la clase dominante aprovechó la ocasión para recomendar e imponer la paz social y la unidad nacional, truncar las huelgas y alargar el horario de trabajo. Pero este comportamiento lo que denotaba no era el fin de la lucha de clases, sino que la burguesía había tomado la delantera en ella, hasta que, con el agravamiento de los sacrificios impuestos por la guerra y la pérdida de eficacia de la retórica patriotera, la lucha de clases del proletariado acabó por prevalecer, incluso en forma revolucionaria.

 

 

A la luz de estas consideraciones solo puede arrancar una sonrisa la «síntesis» de Karl Popper (1974), quien demuestra de esta guisa su tesis de que el fascismo y el comunismo tienen en común un padre malvado, obviamente alemán:

 

 

«El ala izquierda [representada por Marx] sustituye la guerra de las naciones, que aparece en el esquema historicista de Hegel, por la guerra de las clases; la extrema derecha la sustituye por la guerra de las razas».

 

 

En realidad el conflicto social y de clase está bien presente en Hegel, que se refiere a él continuamente para explicar, por ejemplo, la caída de la monarquía en la antigua Roma, derrocada por una aristocracia decidida a reforzar su dominio sobre la plebe, o para arrojar luz sobre el modo en que la monarquía absoluta de la edad moderna fue cercenando poco a poco el poder y los privilegios de una aristocracia feudal aferrada tenazmente a sus privilegios y a la servidumbre y la explotación impuestos a la masa de los campesinos. Por otro lado, para Hegel la aparición del estado representativo moderno a raíz de la revolución francesa no supone ni mucho menos el fin del conflicto social: el proletario despedido o inhabilitado para el trabajo o el pobre en peligro de muerte por inanición se hallan en una condición similar a la del esclavo y tienen, por lo tanto, pleno derecho a rebelarse. Por otro lado, las «guerras de las naciones» (una realidad que estaba y está a la vista de todos) están bien presentes en Marx y Engels: si condenan el capitalismo es, entre otras cosas, porque en su interior se gesta «la guerra industrial de aniquilación entre las naciones» y porque sostiene «guerras de filibusteros» contra los pueblos coloniales, los cuales responden con legítimas guerras de resistencia y liberación nacional.

 

 

En cuanto a la «guerra de razas», Marx y Engels, desde luego, rechazan la lectura de la historia en clave racial. Con ello se ven obligados a polemizar no con esa fantasmagórica «extrema derecha» hegeliana fabulada por Popper —él mismo imbuido, en cierto modo, del paradigma etnológico y la ideología de guerra de los aliados, que señalan exclusivamente a Alemania como fuente de todo mal—, sino con personalidades y órganos de prensa de Estados Unidos y de la Inglaterra liberal. Y entonces lo que a primera vista parecía una «guerra de razas» se revela como una lucha de clases. Por ejemplo, es evidente que en los Estados Unidos de la esclavitud negra y la white supremacy el destino de los afroamericanos está marcado, ante todo, por la pertenencia a una «raza». Así las cosas, plantear la cuestión «racial» (o nacional) no significa dejar a un lado el conflicto social sino, muy al contrario, afrontarlo en sus términos concretos y peculiares.

 

 

Solo si tenemos esto en cuenta podemos comprender el siglo XX, un siglo que, como veremos, está marcado por las épicas luchas de clases y de resistencia nacional que se oponen a los intentos de Tercer Reich y el imperio del Sol Naciente de restaurar la tradición colonialista e incluso esclavista, respectivamente, en Europa del Este y en Asia.

 

 

En una palabra, lo que no comprenden ni Croce, ni Popper, ni Ferguson es el papel que desempeña la lucha de clases en unas contradicciones, disputas y demostraciones de fuerza que a primera vista tienen un carácter puramente nacional y racial. Ninguno de los tres comprende que la teoría de la lucha de clases de Marx y Engels es una teoría general del conflicto social, aunque no esté expuesta de un modo orgánico y sistemático. Podemos hacer una comparación: Carl von Clausewitz, atesorando él también la extraordinaria ola cultural que vio florecer la filosofía clásica alemana, escribió su famosísimo ensayo Sobre la guerra, que abarca los más variados conflictos armados interpretándolos como continuación de la política por otros medios; Marx y Engels, por su parte, compusieron idealmente un tratado Sobre el conflicto social y político que, elevándose a un nivel superior de generalización y abstracción, a partir de la división del trabajo en clases antagonistas y de la lucha de clases, lee en clave unitaria las distintas formas del conflicto social, incluidas las guerras y los distintos tipos de guerra. Pero de inmediato conviene añadir algo: mientras que Clausewitz asume una actitud aparentemente objetiva, los dos filósofos y militantes revolucionarios declaran de un modo explícito que no quieren situarse por encima del conflicto para limitarse a verlo con distanciamiento, sino comprometerse activamente a transformar el mundo en una dirección bien determinada…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “La lucha de clases” ]

 

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lunes, 22 de julio de 2024

 

1186

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

 

 

13

 

Empezaba la posguerra. Gennaro Gramsci había sido sargento mayor en el 21 Minatori, en Monterosso y Montenero y en las montañas sobre Caporetto. Después de licenciarse, volvió a Cagliari, donde dirigía una cooperativa de consumo en la calle Vittorio. También había vuelto a Cerdeña, a Ghilarza concretamente, el menor de los hermanos, Carlo, que había alcanzado el grado de oficial. Durante algún tiempo Carlo encontró dificultades para reintegrarse a la vida civil y obtener un empleo. A su vez, Mario seguía vistiendo el uniforme. Los estudios en el seminario le habían servido para obtener el grado de subteniente. Había conocido en Varese a una señorita de la aristocracia lombarda, Anna Maffei Parravicini, y se había casado enseguida con ella. Esperaba poder quedarse en el ejército. En Ghilarza, el señor Ciccillo y la señora Peppina vivían en compañía de Grazietta y Teresina, además de Carlo; Emma, dos años mayor que Antonio, era contable en la empresa constructora del dique del Tirso. En casa de los Gramsci no se pasaba, hasta cierto punto, la penuria económica de otro tiempo. Se vivía con relativa serenidad. Incluso con un cierto orgullo por el éxito de Nino como periodista en la gran ciudad. Desde luego, el señor Ciccillo no llegaba a entender aquella idea que el bendito muchacho se había metido en la cabeza, aquella extravagante ilusión de poder cambiar la faz del mundo. Mucho más prestigio le habría dado ser periodista en La Domenica del Corriere o en el Giornale d’Italia, periódicos como Dios manda, hechos por gente juiciosa... Cuando tocaba este tema, la señora Peppina, lectora de todo lo que Nino mandaba a casa señalado con lápiz rojo, reaccionaba dulcemente: «Será que él lo ve así…», decía para cortar el razonamiento.

 

 

En 1919, en Cerdeña apenas se sabía nada de Antonio Gramsci. Pero los habitantes de Ghilarza empezaban a considerarle ya una pequeña gloria local.

 

 

Un día —cuenta Velio Spano—, en la carretera que va de Ghilarza a Ababasan, a la entrada del pueblo, una parienta mía me dijo mostrándome a una bella muchacha: «Es la hermana de Nino Gramsci». Era la primera vez que oía aquel nombre y pregunté quién era. Me contestó de manera imprecisa, diciéndome que era un profesor, un periodista que vivía en el continente. Pero lo decía con orgullo.

 

 

Desde el 5 de diciembre de 1918, Gramsci trabajaba exclusivamente en el Avanti!, que se publicaba desde entonces en edición piamontesa impresa en Turín, en la calle Arcivescovado, número 3, esquina calle XX Settembre. Había cambiado. Tenía veintiocho años y no se parecía en nada al joven tímido, retraído, de los primeros años turineses. Había influido en su soledad la melancolía del isleño que siente la hostilidad de la gran ciudad y reacciona contra la frialdad del ambiente apartándose totalmente de él. Finalmente, había conseguido un trabajo estimulante. Desaparecía la angustia de su deformidad física. Incluso pasaba por un momento de buena salud: mostraba orgullosamente la fuerza que tenía en las manos apretando fuertemente la muñeca de los colegas de la redacción y riéndose como un muchacho. Lleno de una insospechada vitalidad, liberaba en la acción energías antes escondidas y con la plena recuperación de la seguridad en sí mismo desaparecía la imagen de aquel Gramsci más apto para «las investigaciones ascéticas del lingüista» que para la vida de combatiente. Era frío, incapaz de expansión, por la larga costumbre de dominar sus sentimientos, que escondía bajo una capa de mesura y contención. A veces bromeaba y reía, pero era una risa cerebral, voluntaria: una risa entrecortada. En cambio, eran espontáneos los accesos de ira, verdaderas válvulas de escape frente a la larga comprensión de sentimientos a veces dolorosos, frente al largo esfuerzo de voluntad en el trabajo y en el estudio. En la polémica política nunca empleaba tonos suaves.

 

 

Sus críticas teatrales eran esperadas por los comediógrafos y los actores con inquietud. Una vez, Nino Berrini estuvo cortejándole durante una semana para obtener una crítica favorable, pero el resultado fue igualmente un artículo violento. Sentía aversión por la flatterie de los escritores y los actores. En Gramsci, la sequedad del juicio era siempre la consecuencia de una aversión extrema por la hipocresía, tan aguda en él que siempre temía que un juicio indulgente contuviese un poco de insinceridad. Durante algunos meses no ejerció ningún cargo en la sección. Había formado parte del comité provisional puesto al frente de la sección después de la detención en masa de los antiguos dirigentes, por la revuelta de agosto de 1917. Al ser licenciados los militares y vaciadas las prisiones, era natural que se volviese a la normalidad. En la nueva comisión ejecutiva de la sección socialista de Turín, elegida el 28 de noviembre de 1918, descollaban los «intransigentes rígidos» (entre ellos, Francesco Barberis, Giovanni Boero, Pietro Rabezzana, Giovanni Gilodi y Luigi Parodi). Gramsci trabajaba exclusivamente en el Avanti!. Pasaba los días en una habitación del pequeño edificio de la calle del Arcivescovado, no lejos del Arsenal saboyano. Era un antiguo reformatorio para menores. Para llegar a él, después de entrar en la calle del Arcivescovado se atravesaba un patio, donde la Alianza Cooperativa turinesa tenía un depósito de zapatos. En la planta baja del antiguo reformatorio se había instalado la tipografía, una rotativa Marinoni bastante vieja y media docena de linotipias; en el primer piso estaba la redacción, siete u ocho habitaciones que se habían formado separando los compartimentos con tablas de madera. Una escalera de caracol unía los dos pisos. Gramsci tenía un escritorio antiguo, con unas estanterías pequeñas a ambos lados. En medio de grandes montones de libros, de pilas de periódicos desordenadas, de pruebas que había que corregir o que se habían acumulado de los días anteriores, escribía, estudiaba, escuchaba a los obreros y a los corresponsales de las fábricas, a los secretarios políticos y sindicales de la ciudad y de la provincia, a los jóvenes universitarios, a los miembros de las comisiones internas que iban a verle, sobre todo al atardecer. Volvía a casa muy avanzada la noche, siempre acompañado de algún colega joven: Alfonso Leonetti, pullés que se había trasladado a Turín para enseñar en el instituto Ugo Foscolo, o Giuseppe Amoretti, Mario Montagnana, Andrea Viglongo o Felice Platone.

 

 

Tasca, Togliatti y Terracini habían regresado del frente. Volvió a surgir la idea de un periódico publicado por el antiguo grupo de la universidad, Gramsci había estudiado a fondo y seguía con gran atención la Revolución de Octubre y su desarrollo. A partir de 1917 se habían empezado a conocer en Italia los primeros extractos de los escritos de Lenin, publicados por revistas francesas y por una americana, Liberator, que dirigía Max Eastman. El imperialismo, estadio supremo del capitalismo y El Estado y la revolución circulaban por Italia. A través de estas lecturas, Gramsci encontró nuevas respuestas a las cuestiones que le planteaba su experiencia de italiano del Mediodía inserto en la gran ciudad obrera. De aquí la exigencia vivamente sentida también por los otros jóvenes de contar con un periódico nuevo, donde se pudiesen discutir estos temas con la máxima libertad, fuera de la influencia de los grupos dirigentes del partido.

 

 

De los fundadores de L’Ordine Nuovo tenemos el retrato que nos ha dejado Piero Gobetti, que los trató durante mucho tiempo. Angelo Tasca, que tenía entonces veintisiete años, «llegaba al movimiento político a través de una educación predominantemente literaria, con mentalidad de propagandista y de apóstol». Propugnaba un «socialismo de literato, de profeta mesiánico, que concebía la redención popular como una palingenesia iluminista y superponía a la civilización moderna un sueño de virtud obrera pequeñoburguesa, alimentada de hábitos moderados y atávicos, de una tranquilidad encontrada en la casa y el huerto». Terracini procedía de una modesta familia judía (no de la de los Terracini diamantaires); tenía veinticuatro años; era «antidemagógico por sistema, aristocrático, contrario a las violencias oratorias, razonador sutil, firme en la polémica y en la acción hasta la aridez y la obstinación»; se le consideraba el «diplomático, el maquiavélico». Togliatti, el último que había entrado en la política, sufría las consecuencias de su inquietud, «que parecía cinismo inexorable y tiránico y era en realidad indecisión, que parecía equívoca y quizá era, únicamente, un hipercriticismo combatido en vano». Finalmente, Gramsci:

 

 

El cerebro ha vencido al cuerpo... La voz es tan cortante como disolvente la crítica, la ironía se convierte en sarcasmo, el dogma vivido con la tiranía de la lógica impide el consuelo del humorismo... Su rebelión es quizá el resentimiento y quizá el despecho más profundo del isleño que no puede abrirse si no es con la acción, que no puede liberarse de la esclavitud escolar si no es poniendo en las órdenes y en la energía del apóstol un elemento de tiranía.

 

¿De qué nuevo verbo querían hacerse portadores Gramsci, Tasca, Terracini y Togliatti? ¿Existía homogeneidad entre ellos? ¿Tenían alguna idea común, aparte de la aversión por Turati, Modigliani, Treves y demás exponentes de la tradición reformista?

 

«El único sentimiento que nos unía —dirá Gramsci— [...] era el que suscitaba una vaga pasión de una vaga cultura proletaria; queríamos hacer, hacer, hacer; nos sentíamos angustiados sin una orientación, inmersos en la vida ardiente de aquellos meses que siguieron al armisticio, cuando parecía inminente el cataclismo de la sociedad italiana».

 

 

Se reunieron, discutieron. Tasca encontró el dinero, seis mil liras. El primero de mayo de 1919 apareció el primer número de L’Ordine Nuovo, «el único documento de periodismo revolucionario y marxista —dirá Gobetti— publicado en Italia con una cierta seriedad ideológica». Bajo el título aparecía el nombre de Antonio Gramsci, «secretario de redacción». Se encargaba de las tareas administrativas Pia Carena, excelente traductora, además, de los textos franceses (Rolland, Barbusse, Marcel Martinet, etc.).

 

 

Al principio, el periódico tardó en encontrar la orientación que Gramsci deseaba. «Fue una antología y nada más que una antología [el juicio, claramente excesivo, es del propio Gramsci], una revista de cultura abstracta, con tendencia a publicar narraciones horripilantes y xilografías bien intencionadas». Pero la crítica se hizo más precisa. Gramsci acusaba a Tasca de haber rechazado «la propuesta de dedicar las energías comunes a descubrir una tradición soviética en la clase obrera italiana, a excavar el filón del verdadero espíritu revolucionario italiano». Así, ¿cuál era, en este punto, la orientación de la búsqueda gramsciana? El joven, que seguía con atención la experiencia de los sóviets (en ruso, soviet significa «consejo»), el desarrollo de los consejos de fábrica y de taller en que se habían organizado los obreros y los campesinos rusos, se preguntaba:

 

 

«¿Existe en Italia, como institución de la clase obrera, algo que pueda compararse con el sóviet, que tenga su misma naturaleza?... ¿Existe un germen, un indicio por leve que sea, de gobierno de los sóviets en Italia, en Turín?». La respuesta era: «Sí, existe en Italia, en Turín, un germen de gobierno obrero, un germen de sóviet; es la comisión interna».

 

 

Pero ¿cómo podía desarrollarse aquel embrión de democracia obrera hasta convertirse en el órgano del poder proletario? La idea central de Gramsci era que todos los obreros, todos los empleados, todos los técnicos, todos los campesinos y, en breve, todos los elementos activos de la sociedad, tanto si estaban inscritos en el sindicato o en algún partido como si no, por el solo hecho de ser obreros, campesinos, etc., habían de convertirse, de simples ejecutores, en dirigentes del proceso productivo; de piezas de un mecanismo regulado por el capitalista, en sujetos. Concluyendo: que los órganos democráticamente elegidos por los trabajadores (los consejos de fábrica, de taller, de barrio) habían de ser investidos desde abajo del poder tradicionalmente ejercido en la fábrica y en el campo por la clase propietaria y en la administración pública por los delegados del capitalista. La comisión interna era elegida por los trabajadores organizados en el sindicato. En cambio, el consejo de fábrica había de ser elegido por todos los trabajadores, incluidos los anarquistas y los católicos: Gramsci no tenía prejuicios anticlericales.54 No se trataba, como en el caso de los sindicatos, de luchar por mejores salarios, por una reglamentación democrática de la vida en la fábrica (horarios, higiene, descansos, etc.). El consejo de fábrica, formado por los delegados elegidos en cada sección, no tenía que tratar con el capitalista, sino sustituirle para regular de arriba abajo la vida de la fábrica. Sin embargo, ¿existían en aquel momento en Italia, y no solo en Turín, una preparación de masas, una madurez, un espíritu revolucionario que permitiesen la realización de un cambio de tamaña entidad? ¿Se podía pensar con fundamento que el país estaba viviendo un clima revolucionario? El debate al respecto está todavía abierto entre los que atribuyen la derrota del movimiento de los consejos de fábrica a la timidez del Partido Socialista y de la Confederación General del Trabajo y los que consideran el movimiento como una construcción intelectual concebida por un grupo de jóvenes literatos que no conocían el terreno donde el atrevido edificio tenía que levantarse: solo la columna turinesa se apoyaba en un terreno sólido. Es indudable que en Turín la idea lanzada el 21 de junio de 1919 por L’Ordine Nuovo (con el artículo «Democrazia operaia») tuvo repercusiones inmediatas entre los obreros.

 

 

La fórmula «dictadura del proletariado» —concluía el artículo, escrito por Gramsci en colaboración con Togliatti— ha de dejar de ser una simple fórmula, una ocasión para hacer gala de fraseología revolucionaria. El que quiere el fin ha de querer los medios. La dictadura del proletariado es la instauración de un nuevo Estado, típicamente proletario, en el que confluyen las experiencias institucionales de la clase oprimida, y la vida social de la clase obrera y campesina se convierte en sistema difundido y fuertemente organizado. Este Estado no se improvisa.

 

 

La adhesión del proletariado turinés no se hizo esperar.

 

 

Togliatti, Terracini y yo —cuenta Gramsci— fuimos invitados a celebrar conversaciones en los círculos educativos, en las asambleas de fábrica, fuimos invitados por las comisiones internas a discutir en reuniones restringidas de cuadros. Continuamos; el problema del desarrollo de la comisión interna se convirtió en la idea de L’Ordine Nuovo; se planteaba como el problema fundamental de la revolución obrera, era el problema de la «libertad» proletaria. L’Ordine Nuovo se convirtió para nosotros y para cuantos lo seguían en el «periódico de los consejos de fábrica».

 

 

Se aproximaban los días —el 20 y el 21 de julio— de la gran huelga de solidaridad con las repúblicas socialistas soviéticas de Rusia y de Hungría, frente a las cuales todos los Gobiernos aliados, con la excepción del de Italia, fomentaban iniciativas contrarrevolucionarias. A finales de marzo de 1919 había sido trasladada a Turín, en servicio de orden público, la brigada Sassari, de composición predominantemente regional: casi todos los miembros eran pastores y campesinos sardos. Desde el mes de mayo, Gramsci era otra vez miembro de la comisión ejecutiva de la sección socialista de Turín, junto con los revolucionarios intransigentes todos ellos obreros, menos una mujer, la empleada Clementina Berra Perrone. El secretario era Giovanni Boero. Gramsci señalaba la necesidad de inducir a los soldados de la brigada Sassari, sus coterráneos, a fraternizar con los obreros turineses, de hacerles comprender que si disparaban contra un obrero golpearían a un hombre que luchaba también por la liberación de los pastores y de los campesinos de la esclavitud secular. No era una labor fácil y tenía que realizarse en un doble frente, porque el recuerdo de otras represiones quemaba todavía entre las masas de Turín y había que reducir a la disciplina a muchos obreros, especialmente a los anarquistas, dominados por un espíritu de revancha. En cuanto a los «sassarinos», su estado de ánimo se refleja muy bien en lo que el propio Gramsci contaba sobre la experiencia de un obrero curtidor de Sassari que había sido encargado de los primeros sondeos de propaganda. El curtidor se acercó a un «sassarino»: la acogida fue cordial.

 

 

—¿Qué habéis venido a hacer a Turín? —Hemos venido a disparar contra los señores que hacen huelga. —Pero si no son los señores los que hacen huelga, son los obreros pobres. —Aquí todos son señores; todos llevan cuello y corbata; ganan treinta liras diarias. Yo conozco a los pobres y sé cómo van vestidos; en Sassari hay muchos pobres; todos los jornaleros somos pobres y ganamos una lira cincuenta al día. —Pero yo también soy obrero y soy pobre. —Tú eres pobre porque eres sardo. —Pero si hago huelga con los demás, ¿dispararás contra mí? El soldado reflexionó un poco y, poniéndome una mano en el hombro, dijo: —Mira, cuando hagas huelga con los demás, quédate en casa.

 

 

«Este era —comenta Gramsci— el espíritu de la gran mayoría de los miembros de la brigada; en ella solo había un pequeño núcleo de mineros de la cuenca de Iglesias». Sin embargo, al cabo de unos meses, en vísperas de la huelga general del 20-21 de julio, la brigada fue sacada de Turín. Partió para Roma en tren a las dos de la madrugada del 18 de julio.

 

 

«Los turineses —recuerda el soldado Antonio Contini, de Bonorva— estaban a ambos lados de la calle, la noche en que salimos, y nos aplaudían. Estaban contentos con nosotros porque, al contrario de otros, habíamos respetado a la gente del lugar, y ellos nos habían respetado a nosotros. No hubo ni un solo disparo, ni un solo choque. Por esto estaban contentos y nos aplaudían»…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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viernes, 19 de julio de 2024

 

 

 

1185

 

LA CIENCIA COMO FENÓMENO DE LA CULTURA

 

Yuri Zhdánov

 

 

 

 

El conocimiento del mundo que nos rodea, de sus fenómenos y regularidades, constituye una forma específica de la actividad humana, fundamento de la previsión y establecimiento de fines exitosos. A los largo de milenios se dio la acumulación ininterrumpida de conocimientos y observaciones sobre los procesos y objetos de la naturaleza: sobre la vida de los animales y el movimiento de las estrellas, del desarrollo de los vegetales y las propiedades de los distintos materiales. Así surgió una enorme reserva de saberes empíricos que hoy son útiles para la solución de muchas tareas prácticas, y sería precipitado relacionarse con estos de modo irrespetuoso. Este empirismo permitió realizar observaciones y descubrimientos de fuerza asombrosa. Baste recordar las construcciones astronómicas de Stonehenge en Escocia, que resultan ser un peculiar calendario de piedra que fija las distintas posiciones del Sol y la Luna. La antigua China conoció el sismografo y la brújula, creó el papel, sin el cual la ciencia se sentiría muy incomoda. Los sumerios idearon el baño galvánico, los mayas elaboraron los métodos de trepanación del cráneo. Cómo fundir los metales, elaborar vidrio, obtener vino y vinagre, aprovechar las hierbas curativas; la gente hace mucho que conoció todo esto.

 

 

Qué fuerza de clarividencia puede alcanzar el empirismo humano enriquecido por la fantasía creadora, la colorida riqueza de la percepción artística integra del mundo, es posible juzgarlo por el genial mito acadio de Etana, que sobre las alas del águila se alzó al cielo y observó desde allí a la tierra:

 

 

Cuando se elevó habiendo recorrido dos horas de camino, le dijo el águila a Etana:

 

‒ Mira, mi amigo, ¿cómo es la tierra ahora?

¡Observa el mar hacia Ekur!

‒ La tierra es de colinas…

El mar se ha convertido en una corriente.

Ellos volaron más alto aún y la tierra se convirtió en una pequeña parcela y el mar en una acequia de jardín…

 

 

Y esto en el siglo XIV antes de nuestra era, ¡cien años antes de Dédalo e Ícaro!

 

 

Los esfuerzos de los magos del antiguo Egipto, de los sacerdotes caldeos, de los pensadores de la antigua Grecia formaron las primeras representaciones teóricas de los fenómenos de la naturaleza, de la abstracción matemática, crearon los métodos cuantitativos de conocimiento del mundo exterior. Pero todos estos importantes logros aún no eran portadores del carácter de la ciencia como sistema de saberes objetivos sobre la realidad circundante. Su nacimiento se lo debemos a la Era Moderna, en primer lugar a la época del Renacimiento. El devenir de la ciencia como forma dominante de conocimiento humano se liga con los grandes nombres de Galileo, Newton y Descartes.

 

 

En palabras de Marx, la ciencia es producto del proceso histórico universal de desarrollo que expresa abstractamente su quintaesencia.  Ella es en sí la forma más fundamental de la riqueza social, siendo tanto el producto como la riqueza de los productores.  La ciencia en una medida cada vez mayor se vuelve una fuerza productiva inmediata. Esto no puede comprenderse como si los propios científicos empezaren a producir los bienes materiales, la metamorfosis de la ciencia en fuerza productiva inmediata denota la elución4 de la antigua base empírica de la producción, su sustitución por la tecnología científica que refleja el sometimiento de todo el proceso productivo al control intelectual por parte del ser humano, su transformación sobre principios razonables, racionales. La ciencia socava la rutina, la base conservadora de las formas tradicionales de producción y su revolucionamiento ininterrumpido. Esto sale a escena de modo particularmente claro en el siglo de la revolución científico-técnica. El contenido de la revolución científico-técnica es la metamorfosis de la ciencia en una fuerza productiva inmediata, y del proceso de producción en una simple aplicación tecnológica de la ciencia, como lo preveía Marx. Este proceso se manifiesta concretamente en la introducción de la automatización de los sistemas de dirección con base en la electrónica, en el rápido crecimiento de la electrificación, incluyendo la basada en la energía atómica, en el acrecentamiento del peso específico de la tecnología química a costa de la tecnología mecánica, en la reorganización global de los procesos naturales de la biosfera con base en una nueva base técnica. En el plano social, el progreso científico-técnico vino a ser una de las esferas decisivas de la emulación de los dos sistemas sociales.

 

 

El capitalismo no puede repudiar la aspiración y destreza de utilizar a la ciencia en la medida en que esta produce dinero y poder para los monopolios. No obstante, al disolver el tejido general de la cultura, el capitalismo causa a la ciencia un daño irreparable en el marco de las relaciones burguesas. Como trabajadores asalariados, los activistas de la ciencia sufren la explotación por parte del capital, que utiliza para sus fines egoístas el talento y saber de estos, al mismo tiempo los somete a los fines de la ganancia, a los caprichos de la competencia, a las condiciones casuales del contrato y despido. Con el desarrollo de la revolución científico-técnica, al agudizarse los antagonismos clasistas en la sociedad crece continuamente la presión del capital monopólico de Estado y de los círculos industriales militares sobre los trabajadores de la ciencia. Esto inclina a los naturalistas a una alianza con la clase trabajadora, creando la posibilidad objetiva de incluirlos en el movimiento antiimperialista de liberación.

 

 

Es posible considerar a la ciencia como la suma o sistema de saberes, es posible ver en ella un sistema del saber, una construcción lógica y analizar su sujeción a leyes desde esta posición. Bajo tal enfoque el desarrollo de la ciencia se reduce a la auto-transformación de estos sistemas y construcciones, a la filiación de las ideas. En los hechos, en la historia real, la ciencia es una esfera de actividad de personas vivas activas entroncadas en mayor o menor medida con todos los aspectos de la vida social, obteniendo su material y tareas, sus impulsos y obstáculos de esta. Al ser un fenómeno de la cultura, la ciencia también debe ser examinada, en primer lugar, desde el punto de vista de sus vínculos con otras formas de actividad humana.

 

 

Esto lo comprendió muy bien el insigne científico de nuestra era, V. I. Vernadski, que escribió en el artículo “Sobre la cosmovisión científica”:

 

 

“En general, no conocemos a la ciencia, y en consecuencia, tampoco a la consciencia científica del mundo, fuera de la existencia simultánea de otras esferas de la actividad humana; y por lo que podemos juzgar a partir de las observaciones sobre el desarrollo y crecimiento de la ciencia, todos estos aspectos del espíritu humano son necesarios para su desarrollo, son el medio nutritivo del cual draga sus fuerzas vitales, son esa atmósfera en la que transcurre la actividad científica”.

 

 

El problema específico de la ciencia, en el que se manifiesta su ligazón con otras esferas de la cultura, que refleja un escalón de síntesis de ciencia y cosmovisión, de la ciencia y la moralidad, de la ciencia y la estética, finalmente, de las ciencias naturales y las ciencias sociales, es para nuestra época el problema del humanismo, es decir, del rol humano general de la ciencia.

 

 

El término “humanismo” es polisémico. Con frecuencia aún se comprende por humanismo a una forma peculiar de educación con orientación al estudio de la antigüedad clásica, los lenguajes griego y latino. Nosotros consideramos al humanismo como un conjunto de determinaciones filosóficas, éticas, de criterios y principios políticos. El humanismo (si no se habla de la charlatanería mezquino-sentimental a propósito del humanismo) siempre intervino como arma ideológica de las clases progresivas. No obstante, en épocas distintas su contenido sufrió cambios muy significativos.

 

 

El humanismo temprano se formó a mediados del siglo XV en lucha encarnizada contra la ideología feudal y la escolástica religiosa medieval. Los puntos de vista de los primeros humanistas ‒activistas de la época del Renacimiento estuvieron limitados por las condiciones sociohistóricas de su época. Y, con todo no puede verse en estos criterios solo una posición estrechamente clasista, limitada a lo burgués. Los principios humanistas se constituyeron bajo el ascendiente del amplio movimiento de las masas populares que entraron en escena no solo contra el régimen feudal, sino también, en no pocas ocasiones, contra todas las formas de opresión. Además, en esa época la propia burguesía aún no se desgajaba del suelo general del tercer estado, no manifestaba su esencia antipopular. Todo eso condicionó la convicción profunda de los representantes del humanismo temprano de que ellos luchaban por los intereses de toda la humanidad.

 

 

La idea del humanismo como un amplío fenómeno ideológico específico también se refractó en el área de las ciencias naturales. Los principios humanistas del naturalismo emanaron de la situación objetiva de las ciencias naturales y técnicas en la sociedad, puesto que su función social es servir a la producción, al garantizar su progreso continuo, al dominar las fuerzas y materiales de la naturaleza para los fines de la práctica humana. Al mismo tiempo, el humanismo de los naturalistas tuvo sus manantiales subjetivos. La cosmovisión de los científicos se formó bajo el influjo de los criterios filosóficos, jurídicos y políticos de su tiempo, del arte humanista.

 

 

La ciencia de la naturaleza desde los inicios de su surgimiento se ligó del modo más estrecho, se entrelazó con la vida social de la gente, con la producción material, con las necesidades y ocupaciones prácticas cotidianas de la humanidad en conjunto con sus reflexiones sobre el mundo circundante. A lo largo de un tiempo dilatado, los naturalistas elaboraron los principios ideológicos que yacen en la base del trabajo científico: ellos determinaron no solo la tarea de la investigación científica, sino también su relación con los problemas sociales de la época, su lugar en la lucha de las fuerzas sociales.

 

 

Los activistas de avanzada de la ciencia inspiraron y se apasionaron, en el transcurso de los largos siglos tras la época del Renacimiento, por una triple tarea: conocer las leyes objetivas de la naturaleza, difundir el saber entre el pueblo, utilizar los logros de la naturaleza en beneficio de las personas para facilitar su trabajo y vida. Esta tarea conforma el fundamento humanista de la creación científica, expresa la unidad de objetivos de las ideas científicas y humanas generales del humanismo.

 

 

Los científicos de avanzada jamás se apartaron de los problemas sociales, de las necesidades y demandas de su época. Al descubrir las leyes objetivas de la naturaleza, aspiraban a utilizar el saber para beneficio de las personas, para facilitar sus condiciones de trabajo. En esto se expresa la unidad de intereses de los científicos y la amplía masa trabajadora y en esto consiste la base del humanismo científico natural.

 

 

Un ascendiente poderoso, aunque del que no siempre se tiene consciencia, en la formación del fundamento democrático y humanista de la ciencia natural vino a ser en todas las épocas el punto de vista popular sobre el rol y utilidad del saber, los sueños acerca del sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, sobre los audaces vuelos en el cielo, las leyendas de la alfombra voladora, los relatos de la transformación de la tierra en un maravilloso jardín. Prometeo vino a ser el símbolo del saber entregado a las personas. Leonardo da Vinci, impresionado por la leyenda de Dédalo e Ícaro, creó los primeros planos de aparatos voladores: Tziolkovski dijo que la idea, el cuento, la fantasía, nacida en las entrañas del pueblo, en las cabezas de los escritores de ciencia ficción, precede al cálculo científico. En las amplías masas populares hace mucho que vive la convicción ardiente de que entre el saber y la bondad existe una alianza indisoluble.

 

 

Los principios humanistas en el naturalismo se desarrollaron bajo la influencia de las ideas y enseñanzas sociales de avanzada de su tiempo. Los trabajos filosóficos de Bacon y Descartes, de los ilustrados franceses, los sueños de Campanella, de Tomas Moro, de los socialistas utópicos del siglo XIX ejercieron un profundo influjo sobre la actividad de muchos científicos, permitiendo la formación en estos de ideales humanos colectivos. Es conocido que el espíritu democrático del naturalismo ruso tuvo su fuente en las ideas de los demócratas revolucionarios. No se debe dejar de tomar en cuenta la influencia en los científicos de la literatura humanista de Rabelais y Swift, de Voltaire y Julio Verne.

 

 

Los padres espirituales del naturalismo experimental de la Era Moderna siempre salvaguardaron ardiente y decididamente las bases humanas y los principios de la ciencia.

 

 

“Todos los hombres ‒escribió Descartes‒ están obligados a procurar, tanto cuanto puedan, el bien de los demás, y que no ser útil a nadie es, propiamente, no valer nada”.

 

Al dirigirse a la gente de ciencia, Bacon los previno del afán falaz de avidez y gloria, y exigió que la actividad de los científicos solo conozca un fin: el bien para la vida y la práctica.

 

 

Luchadores inspirados y consecuentes por el triunfo de las ideas del humanismo fueron Leonardo da Vinci y Galileo Galilei, Charles Darwin y Alexander von Humboldt, Mijaíl Lomónosov, Dmitri Mendeleiév, Kliment Timiriazev, Paul Langevin, Louis Pasteur e Iván Pavlov.

 

 

Todos los científicos, según el pensamiento de D. I. Mendeleviév, debían ir en pos del gran objetivo de servir a la humanidad. La idea clara y profunda de Ch. Darwin laboró continua y obstinadamente precisamente en esa dirección. El creador de “El origen de las especies” fue, al mismo tiempo, un luchador decidido por la libertad de los pueblos oprimidos.

 

 

Con todo, en el naturalismo burgués siempre existió otra tendencia. La situación de los naturalistas en las condiciones del régimen explotador, en la sociedad desgarrada por las contradicciones clasistas antagónicas, no puede no portar un consabido carácter contradictorio. Las clases explotadoras, en todas las épocas, limitaron el ímpetu amante de la libertad de la ciencia tendiente al conocimiento de la verdad, sus aspiraciones humanas. Las clases explotadores siempre se esforzaron por apartar a la ciencia de otras esferas de la cultura, aislarla, encerrarla en la solución de problemas puramente utilitarios.

 

 

La utilización capitalista de los éxitos científicos también porta un carácter contradictorio. La burguesía contribuye al desarrollo de la ciencia en la medida en que esta refuerza su dominio de clase, asegurando el crecimiento de la ganancia, reforzando la explotación de los trabajadores.

 

 

En las condiciones de la sociedad burguesa ciertos descubrimientos científicos, cuya utilización no es provechosa para los monopolios por tales o cuales razones, son bloqueados a propósito: a menudo los laboratorios reciben el encargo de elaborar medios para desmejorar la calidad o reducir el lapso de utilidad de la producción, la aniquilación intencional de los productos. La tecnología de las sustancias medicinales, necesarias para los enfermos en todos los países, es guardada en secreto para tener la posibilidad de arrancar una ganancia de monopolio y enriquecer el capital político con ayuda de la exportación de medicamentos.

 

 

La sobrecarga nerviosa, el sentimiento de incertidumbre y miedo, característico para la vida de la sociedad capitalista moderna también deviene en objeto de enriquecimiento: los laboratorios químicos, por encargo de los trust, sintetizan medios de excitación (doping) cuya utilización crea la ilusión de vigor, pero que, a fin de cuentas, destruyen el sistema nervioso.

 

 

Los trust de la química, preocupados únicamente de sus ganancias, se relacionan con criminal ligereza con la verificación y ensayos de preparaciones fabricadas, obstaculizan la reglamentación de la producción de sustancias añadidas a los alimentos para darles sabor, color u olor, aunque existen fundamentos para suponer que la acción de ciertos compuestos semejantes están lejos de ser inofensivos.

 

 

Ya hace cien años atrás la aguda mirada de Lev Tolstói reparó en la utilización clasista de la ciencia y dio lugar a las siguientes líneas sarcásticas, vinculadas con la aplicación del telégrafo:

 

 

“Todas las ideas que sobrevuelan sobre los pueblos por estos alambres, son solo ideas sobre la manera más cómoda de explotar al pueblo. En los cables vuela la idea sobre como elevar la demanda de tal objeto de comercio y porque es necesario elevar el precio de este objeto; o la idea de que… el pueblo está descontento con su situación en algún lugar y que es necesario despachar para reprimirlo unos cuantos soldados; o la idea de que yo, terrateniente ruso que, gracias a Dios, reside en Florencia, fortalecido de sus nervios, abrazo a mi esposa adinerada y le suplicó enviarme 40 mil francos lo más pronto posible”.

 

 

Tal género de fenómenos ya hace mucho fueron notados por los naturalistas de avanzada que pensaron con sobriedad en los destinos de la ciencia. El gran luchador por la alianza de la ciencia y la democracia, K. A. Timiriazev, advirtió en su época:

 

 

“El régimen burgués contemporáneo no le niega a la ciencia una cierta pizca de respeto, esta listo a concederle un grano de lo que cae del espléndido banquete del capitalismo, lo que le obliga involuntariamente a meditar alguna veces sobre el futuro de esta ciencia: ¿al dividir el botín con los vencedores de hoy, se verá en algún momento llamada a responder junto con ellos?”.

 

 

Es profundamente errónea la idea de que el conocimiento científico, por su naturaleza, esconde en sí una amenaza dirigida a las personas. La cuestión está en cómo y quién lo utiliza. Ya en la antigua poesía épica india “Panchatantra” se decía:

 

“Un caballo, un arma, un texto, un laúd,… se desempeñan mal, o bien, según quien los domine.”

 

 

La contradicción de la utilización capitalista de la ciencia se agudiza con fuerza particular en la época del imperialismo. V. I. Lenin en sus obras recalcó en más de una ocasión que la “reacción política en toda la línea es propia del imperialismo”. Esta reacción política abarca todos los aspectos de la vida de la sociedad burguesa, penetra en los laboratorios y las universidades, influencia en las mentes de los trabajadores científicos, sometiendo su actividad a los afanes antihumanos de la clase dominante, desfigurando y volviendo monstruosos los fines de la ciencia.

 

 

Por supuesto, la ciencia continua su carrera precipitada, al profundizar más profundamente en los secretos de la naturaleza y al crear más y más medios nuevos para aligerar el trabajo de las personas. Pero en las condiciones de la crisis general del capitalismo, en la época de una agudización sin precedentes de todas sus contradicciones se fortalece de modo inusitado el proceso de usurpación monstruosa de los logros de la ciencia por el imperialismo en provecho de los fines más misántropos. Este proceso ha conducido a los resultados más bestiales. Sobre el mundo se cierne la amenaza de la aplicación de armas de aniquilación masiva de las personas: las bombas atómicas y termonucleares capaces de destruir y reducir a cenizas los grandes centros de la civilización mundial, enterrar en escombros e incendios los valores culturales acumulados por la humanidad a lo largo de muchísimos milenios.

 

 

En el Programa del PCUS se anota que el imperialismo utiliza el progreso técnico preeminentemente con fines militares, volcando los éxitos de la razón humana contra la propia humanidad. La ruptura con las tradiciones humanas del naturalismo, el paso de una parte de los científicos naturales al servicio abierto a la maquinaria política y militar del imperialismo en provecho de los objetivos más misántropos: tales son los fenómenos en la vida de la sociedad burguesa que señalan la crisis del humanismo científico natural en las condiciones del capitalismo. De modo paradójico, el naturalismo deviene contranatural. Este proceso captó a todas las ramas básicas de las ciencias naturales, la física y la química, la biología y la medicina, la meteorología y la geología.

 

 

La militarización de todos los aspectos de la vida de la sociedad burguesa contemporánea marcó con un sello fatídico también a la actividad de los científicos. Si antes las innovaciones e invenciones técnicas, como regla, se utilizaban en un inicio para fines pacíficos y solo después encontraban una aplicación militar, hoy los grandes descubrimientos modernos, en un primer momento, vienen a ser medios de destrucción, instrumentos de la guerra. El amplío desarrollo de la técnica de radiolocalización, los aparatos reactivos, inició con su utilización bélica. La energía del núcleo atómico se aplicó por vez primera como una fuerza destructiva. Sobre la humanidad pendía la amenaza de las armas de guerra termonuclear, biológica, psicoquímica, ecológica y metereológica. La alianza ignominiosa de una parte de los naturalistas burgueses (que pisotean las tradiciones humanistas de la ciencia) con el imperialismo deforma a la ciencia, la desvía de sus tareas auténticamente urgentes, corrompiendo el alma de los científicos.

 

 

En el drama filosófico de Bertold Brecht “La vida de Galileo Galilei”, el autor habla por los labios de su héroe:

 

 

“Así vayáis descubriendo con el tiempo todo lo que hay que descubrir, vuestro progreso sólo será un alejamiento progresivo de la humanidad. El abismo entre vosotros y ella puede llegar a ser tan grande que vuestras exclamaciones de júbilo por un invento cualquiera recibirán como eco un aterrador griterío universal”.

 

 

Es como si estas líneas explicasen lo que en la actualidad ha surgido en Occidente: el movimiento contra la ciencia, la anticiencia. Esta intenta endilgar a la ciencia la responsabilidad por esas amenazas contra la humanidad que surgieron como resultado de su aplicación, a semejanza de como los ludistas vieron en las máquinas la fuente del mal de la explotación capitalista. La ciencia desgarrada del cuerpo de la cultura humana general engendra la anticiencia como protesta contra sí misma.

 

 

Las ideas antihumanas en el naturalismo tienen su historia. Estas empezaron a penetrar entre los científicos naturales en conexión con el crecimiento del carácter reaccionario de la burguesía. La degradación del humanismo burgués en las condiciones de las relaciones capitalistas en desarrollo sobrevino de forma relativamente rápida. Engels notó que el humanismo de los siglos XV y XVI se transformó en el jesuitismo católico, así como la ilustración burguesa del siglo XVIII en gran medida se transformó en el jesuitismo contemporáneo.

 

 

“Este brusco cambio –escribió Engels– en su contrario, el eventual desembarco en un punto que se contrapone polarmente al punto de partida es el destino natural necesario de todo movimiento histórico que tiene poco claras sus causas y condiciones de existencia y, por lo tanto, está dirigido hacia fines meramente ilusorios. La ‘ironía de la historia’ corregirá esto de modo implacable”.

 

 

El nacionalismo burgués desenfrenado erigió obstáculos entre los científicos de distintas naciones, impidiéndoles ver las tareas humanas generales de la ciencia, suscitando irritación con relación a otras nacionalidades. El dominio colonial de los grandes capitales depredadores procreó la ideología del racismo que considera que los representantes de otras razas no son seres humanos en general y es posible tratarlos como animales. De allí el afán de colocarse “más allá de bien y del mal”, que es el camino directo a las experiencias fascistas posteriores sobre las personas, al exterminio de pueblos enteros.

 

 

La despiadada lucha de concurrencia de todos contra todos en las condiciones del capitalismo, la rivalidad rapaz del burgués en la lucha por una mayor ganancia, por la redistribución del fruto del pillaje ha despertado a la vida al malthusianismo y al darwinismo social. En una parte de los naturalistas se han difundido los criterios más reaccionarios de los filósofos Malthus, Gobineau, H. S. Chamberlain, Nietzsche con su prédica del amoralismo. Este híbrido antinatural engendró a la pseudociencia y, en primer lugar, al racismo. La teoría racial falaz y grandilocuente profetizó en las palabras de cierto Egon Hundeiker: “A estas gentes no les es dado comprender la frescura y arrojo de la cuestión de volar”. ¡Y dijo esto de la nación de Mozhaiski, Koroliov, Valeri Chkalov y Yuri Gagarin! Hace mucho que no existen los oscurantistas hitlerianos, pero sus seguidores racistas no han desaparecido. Ellos repiten esto:

 

 

“El organismo que se denomina ser humano no existe, no puede y no debe existir. Todas los predicadores del desarrollo internacional de la humanidad son peligrosos seductores, embusteros y falsarios”.

 

 

Nietzsche sintió con mucha agudeza la contradicción de la ciencia burguesa y expuso de modo fáctico la base de la denominada anticiencia ya en esa época, cuando los logros del naturalismo suscitaban entusiasmo universal. En el libro “El nacimiento de la tragedia”, escribió:

 

 

“La ciencia o, expresándose con más precisión, la pasión por el conocimiento, aquí ante nosotros está una fuerza milagrosa, nueva, creciente que no se asemeja a nada que se haya visto; con fuerza de águila, ojos de lechuza, cabeza de dragón… Sí, ahora esta ya es tan poderosa que ella misma asume el problema y pregunta: ¿cómo soy posible entre la gente?

¿Cómo es posible conmigo el hombre en el futuro?”.

 

 

La respuesta de Nietzsche está determinada por sus puntos de vistas reaccionarios con su filo orientado contra el conocimiento racional. De los mundos, descubiertos por la ciencia, sopla el frío y la enajenación. “Cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza”, exclamó. En realidad puede tildarse de sombrío al intelecto de los pensadores burgueses de la época de crisis del capitalismo, y la utilización capitalista de los logros de las ciencias naturalezas ha realizado, en los hechos, eso por él enunciado en forma de divisa sarcástica e impactante: ¡Que triunfe la verdad, aunque perezca la vida!

 

 

La crisis general del imperialismo ha fortalecido todas estas tendencias de modo inusitado. Ha sobrevenido un salto cualitativo: la charlatanería maltusiana se transformó en las cámaras de gas, la arrogancia nacionalista se transformó en el genocidio, el odio de los decrépitos reaccionarios por todo lo nuevo y avanzado, y el estroncio radioactivo.

 

 

Es necesario detenerse en una fuente de los criterios antihumanistas que nace por el propio carácter del funcionamiento del científico en las condiciones de las relaciones mercantiles-capitalistas, en el ámbito de la división del trabajo burguesa. Las condiciones sociales señaladas, al forzar la diferenciación, el aislamiento del conocimiento, forman en un nivel cada vez mayor al científico como trabajador parcial, y al objeto de su investigación como una verdad parcial, más y más abstraída y alejada del cuadro general del mundo. Y esto es natural, ya que es el resultado de la actividad parcial, tomada como fundamento para la reproducción de un cuadro del mundo íntegro en su carácter concreto, solo tiene un carácter parcial, mismo que está desfigurado. En estas condiciones acaece, para el trabajo de la ciencia, la disrupción entre el saber y la autoconsciencia, las verdades parciales de su esfera de investigación crecen de modo hipertrófico y tergiversan la visión general de la realidad; las posibilidades del pensamiento productivo se estrechan. Esto obstaculiza el desarrollo del trabajador de la ciencia como ser universal creador, la apertura de su potencial. No obstante, todo esto no lo condiciona el propio saber, sino su forma social. Es deber de cada activista honesto de la ciencia rebelarse de modo resuelto contra los peligrosos abusos de los logros de la ciencia, salvaguardar las luminosas tradiciones humanistas del naturalismo, conservar y consolidar a los ojos de los pueblos la altísima autoridad de la luz del conocimiento, no permitir que el fuego de Prometeo sea utilizado como la antorcha de una nueva guerra. No solo los científicos de los países socialistas toman consciencia de este deber, sino también los científicos naturales progresistas del mundo burgués.

 

 

La idea del humanismo exige de los naturalistas y médicos, de los ingenieros y agrónomos, la misma lucha activa contra la utilización imperialista de la ciencia con fines bélicos. En nuestra época, ser humanista es ser un luchador apasionado por la paz.

 

 

Los científicos de avanzada de todos los países, al sentir su responsabilidad por los destinos de la humanidad, se rebelan del modo más decidido contra los peligrosos abusos de los descubrimientos científicos y defienden con éxito las tradiciones humanistas e ideales de la ciencia natural. La lucha de los naturalistas contra la amenaza de la catástrofe termonuclear es parte orgánica e inseparable del amplío movimiento democrático por la paz en todo el mundo.

 

 

F. Joliot-Curie, J. Bernal, Linus Pauling consagraron su vida a la lucha por la paz, por los fines luminosos y humanos de la ciencia. Muchos científicos de los países capitalistas, independientemente de sus criterios ideológicos, metodológicos, religiosos se adhieren al frente de los luchadores de todo el pueblo por la paz, contra la amenaza de la guerra con la aplicación de las armas de destrucción masiva. El humanismo de los naturalistas es la fuerza actuante de la contemporaneidad. Su contenido fundamental es la lucha por la preservación y fortalecimiento de la paz en el mundo, la lucha contra la utilización antihumana de los éxitos de la ciencia. He ahí porqué las aspiraciones humanas de los naturalistas son parte integrante de la lucha general de los pueblos del planeta por la paz; ellos deben encontrar y encuentran todo el apoyo por parte de todas las fuerzas sociales progresivas.

 

 

El conocido físico Max Born escribió en su libro autobiográfico:

 

 

“Nadie puede eludir la cuestión de consciencia de cuán lejos quiere cooperar en el desarrollo de las fuerzas que amenazan la propia existencia del mundo civilizado”.

 

 

Él instó a procurar activamente que la esfera internacional de la desconfianza vire en una esfera de la comprensión que pudiese alejar el peligro que se cierne sobre el mundo.

 

 

Aunque el humanismo de los naturalistas burgueses porta un carácter limitado hoy es, sin embargo, una fuerza real en la lucha por la paz contra la utilización antihumana de los logros de la ciencia.

 

 

Los caminos y métodos modernos de dominio de la ciencia ocultan en sí el peligro ligado con la especialización estrecha. No hay duda de que la necesidad de la especialización está dictada por el crecimiento impetuoso del volumen de los conocimientos científicos y técnicos. Para estudiar su quehacer, pero siendo un diletante en otro quehacer, tiene que concentrar su atención y talento en un área estrecha, no permitiéndose conscientemente ni dispersarlos ni distraerlos. En su momento, B. Shaw caracterizó tal proceso con precisión al predecir que pronto un especialista sabrá “todo sobre nada”. La especialización estrecha denota, en tal caso, un desconocimiento infantil inmaculado de otras esferas de la actividad humana o, lo que a menudo es aún peor, un conocimiento de oídas, opiniones comunes e información imprecisa. Esta misma especialización desorbitadamente estrecha genera el peligro de soluciones irresponsables y frívolas, cuando el problema científico natural o de ingeniería sale de su propio ámbito y roza otras esferas de la actividad humana. En la vida semejante contacto no siempre tiene lugar.

 

 

La nueva generación de científicos que entra en la enseñanza debe percibir como legado la vieja herencia de la tradición humanista y el fundamento ideológico de la ciencia. Caso contrario sobrevendrá el quiebre trágico que nosotros, en aras de las brevedad y tipificación, podemos caracterizar como el “complejo de Max Born”. Max Born no solo es un gran físico, sino, como ya lo mencionamos, un auténtico científico humanista. ¿Cómo pudo suceder que dos de sus alumnos –Teller y Jordan– acabasen en el campo del antihumanismo? Born escribe sobre esto con pesar:

 

 

“Es tan bello tener discípulos tan inteligentes y talentosos, y pese a todo desearía que hubiesen sido más sabios que inteligentes. Esto, quizás, fue mi error cuando ellos solo estudiaron los métodos de investigación y nada más”.

 

 

El reconocimiento de Born suena como una advertencia para todos los que preparan el cambio científico. La educación de la juventud en el espíritu del humanismo, en el espíritu de las admirables tradiciones de la ciencia, su familiarización con toda la riqueza de la cultura humana general es la tarea más importante de la vieja generación de científicos.

 

 

La sociedad burguesa como mundo de rupturas y antagonismos genera la contradicción irreconciliable entre el saber sobre la naturaleza exterior y el saber sobre el ser humano, ciencia natural y ciencia social. Formando dos culturas que no se cruzan, dos esferas independientes de “físicos” y “líricos”. La fantasía del ser humano ya trabaja a escalas galácticas, discute la posibilidad del encuentro del ser humano de la Tierra con los habitantes de otros planetas. Pero J. Bernal estaba correcto cuando escribió: cualquier cohete milagroso que aproxime en el espacio a nuestro Romeo con su Anti-Julieta, cualquier artificio científico-técnico no se habría inventado para la superación de su incompatibilidad cósmica, más abisal que la enemistad ancestral de Montescos y Capulettos, ni eliminarán el problema de la comprensión mutua de los seres racionales, el mundo complejo e inmenso de los sentidos, emociones y pasiones.

 

 

Otro intento, propio de la ideología burguesa, de desgajar a la ciencia del contexto general de la cultura es el apartamiento de la ciencia de la cosmovisión, de la filosofía. Esto se hace bajo el pretexto especioso de depurar a la ciencia de todo lo no científico, se lo hace con alusiones al pasado, cuando la ciencia experimentó la presión por parte del modo religioso de ver el mundo, que suprimía su libre desarrollo. El positivismo proclamó una divisa extrema: la ciencia es en sí misma filosofía.

 

 

Aquí nos encontramos nuevamente en la esfera de la actividad científica con eso que Marx llamó coléricamente de exageración charlatanesca de la libertad burguesa: libertad de la cosmovisión, libertad de los principios morales, libertad de la humanidad. Tal libertad resulta ser en realidad una plena falta de libertad, dependencia de las escuelas azarosas, de epígono y reaccionarias, de las ideas mezquinas del antihumanismo, de la sucia avidez.

 

 

En las esferas de las ciencias naturales y sociales se abre a sí misma camino ineluctablemente la tendencia que notó Marx:

 

“Algún día la Ciencia natural se incorporará la Ciencia del hombre, del mismo modo que la Ciencia del hombre se incorporará la Ciencia natural; habrá una sola Ciencia”.

 

La dialéctica materialista comparece como base metodológica natural de esta ciencia.

 

 

Para el científico la síntesis cultural tiene un aspecto importante: la unión del conocimiento científico y del artístico. Galileo Galilei escribió en sus “Diálogos”:

 

“lo verdadero y lo bello son una misma cosa, como también lo son lo falso y lo feo”.

 

 

La unión de los principios científico y estético puede adoptar las formas más diversas. Leonardo da Vinci y Goethe eran tanto artistas como científicos. Borodin era conocido como químico y como insigne músico. Es conocida la referencia de Einstein sobre rol que jugó la creación de Dostoiévski en su formación.

 

 

Pero la unión de lo verdadero y lo bello se observa no solo en los destinos externos de los científicos, sino en el tejido interno del proceso del conocimiento. No en vano, Kekulé era arquitecto; esto le ayudó a figurarse la estructura interna de la molécula del benceno. Muchas tareas matemáticas y químicas se valoran desde el punto de vista de la belleza, por la elegancia de los métodos utilizados para su resolución. Uno de los problemas fundamentales de la física contemporánea es el problema de la simetría, estético por su naturaleza. En estos últimos años, el lenguaje riguroso de la física acumula más y más conceptos extravagantes, que resultan extraños a la naturaleza de la ciencia: honestidad, apasionamiento, encanto (atractivo). Y aquí se siente el imperioso impulso hacia la unidad de las esferas de la cultura, la síntesis de la actividad humana. En nuestra época no es posible educar al científico sin educar a un artista.

 

 

El carácter universal de la ciencia como quintaesencia del proceso histórico de desarrollo puede encontrar su encarnación solo en las condiciones de la máxima socialización del trabajo, en las condiciones de la sociedad socialista. Aquí se realizan conscientemente esas tendencias socialistas espontáneas que se ocultan en cada ciencia y que de modo ineludible conducen a sus activistas a reconocer la necesidad de reconstrucción de la sociedad sobre principios comunistas.“La ciencia solo puede jugar su rol en la República del Trabajo”, anotó K. Marx.

 

 

El comunismo, según el pensamiento de Marx, denota el devenir del humanismo práctico. La base económica de este es la propiedad de todo el pueblo, la conducción planificada de la economía, el bienestar del pueblo como fin de la producción social. En las condiciones de la creación de mundo nuevo tiene lugar no solo la eliminación de las clases explotadoras, sino la superación gradual de las diferencias clasistas y sociales, el acercamiento del trabajo intelectual y el trabajo físico. En estas circunstancias formase la personalidad desarrollada de modo omnilateral del ser humano del futuro comunista, que se presenta al mismo tiempo como trabajador y científico, pensador y artista, encarnando en sí el ideal humanista marxista.

 

 

La reconstrucción socialista del mundo abre camino a la unión íntima de la ciencia y la democracia en la que ya soñó Timiriazev. La ciencia viene a ser en un nivel cada vez mayor un elemento necesario de la cultura de todo ciudadano soviético. A esto sirve la creación científica de masas que se desarrolla rápidamente de inventores e innovadores, experimentadores y jóvenes naturalistas.

 

 

La ciencia permite someter paso a paso todas las relaciones y esferas de la actividad al control de la razón colectiva de los trabajadores. Ella viene a ser el fundamento teórico de la síntesis cultural que revela la naturaleza primordial de todo el conocimiento como saber sobre el ser humano. Hoy hasta la cosmología deviene antropología. En este sentido, la ciencia nos regresa al lema del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.

 

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Fuente:

https://elsudamericano.wordpress.com/2023/10/02/la-ciencia-como-fenomeno-de-la-cultura-por-yuri-zhdanov/