lunes, 21 de octubre de 2024

 

1228

 

 

 

LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA 

DE 1848 A 1850  

 

Karl Marx

 

[ 15 ]

 

 

 

 

III. LAS CONSECUENCIAS DEL 13 DE JUNIO DE 1849

 

(…) Mientras que la utopía, el socialismo doctrinario, que supedita el movimiento total a uno de sus aspectos, que suplanta la producción colectiva, social, por la actividad cerebral de un pedante suelto y que, sobre todo, mediante pequeños trucos o grandes sentimentalismos, elimina en su fantasía la lucha revolucionaria de las clases y sus necesidades, mientras que este socialismo doctrinario, que en el fondo no hace más que idealizar la sociedad actual, forjarse de ella una imagen limpia de defectos y quiere imponer su propio ideal a despecho de la realidad social; mientras que este socialismo es traspasado por el proletariado a la pequeña burguesía; mientras que la lucha de los distintos jefes socialistas entre sí pone de manifiesto que cada uno de los llamados sistemas se aferra pretenciosamente a uno de los puntos de transición de la transformación social, contraponiéndolo a los otros, el proletariado va agrupándose más en torno al socialismo revolucionario, en torno al comunismo, que la misma burguesía ha bautizado con el nombre de Blanqui. Este socialismo es la declaración de la revolución permanente, de la dictadura de clase del proletariado como punto necesario de transición para la supresión de las diferencias de clase en general, para la supresión de todas las relaciones de producción en que éstas descansan, para la supresión de todas las relaciones sociales que corresponden a esas relaciones de producción, para la subversión de todas las ideas que brotan de estas relaciones sociales. 

 

 

El espacio de esta exposición no consiente desarrollar más este tema. Hemos visto que así como en el partido del orden se puso necesariamente a la cabeza la aristocracia financiera, en el partido de la «anarquía» pasó a primer plano el proletariado. Y mientras las diferentes clases reunidas en una liga revolucionaria se agrupaban en torno al proletariado, mientras los departamentos eran cada vez menos seguros y la propia Asamblea Legislativa se tornaba cada vez más hosca contra las pretensiones del Soulouque francés, (Napoleón III) se iban acercando las elecciones parciales —que tantos retrasos y aplazamientos habían sufrido—, para cubrir los puestos de los diputados de la Montaña proscritos a consecuencia del 13 de junio. 

 

 

El Gobierno, despreciado por sus enemigos, maltratado y humillado a diario por sus supuestos amigos, no veía más que un medio para salir de aquella situación desagradable e insostenible: el motín. Un motín en París habría permitido decretar el estado de sitio en París y en los departamentos y coger así las riendas de las elecciones. De otra parte, los amigos del orden se verían obligados a hacer concesiones a un gobierno que hubiese conseguido una victoria sobre la anarquía, si no querían aparecer ellos también como anarquistas. 

 

 

El Gobierno puso manos a la obra. A comienzos de febrero de 1850, se provocó al pueblo derribando los árboles de la libertad. En vano. Si los árboles de la libertad perdieron su puesto, el propio Gobierno perdió la cabeza y retrocedió asustado ante sus propias provocaciones. Por su parte, la Asamblea Nacional recibió con una desconfianza de hielo esta torpe tentativa de emancipación de Bonaparte. No tuvo más éxito la retirada de las coronas de siemprevivas de la Columna de Julio. Esto dio a una parte del ejército la ocasión para manifestaciones revolucionarias y a la Asamblea Nacional para un voto de censura más o menos velado contra el ministerio. En vano la amenaza de la prensa del Gobierno con la abolición del sufragio universal, con la invasión de los cosacos. En vano el reto que d'Hautpoul lanzó directamente a las izquierdas en plena Asamblea Legislativa para que se echasen a la calle y su declaración de que el Gobierno estaba preparado para recibirlas. D'Hautpoul no consiguió más que una llamada al orden que le hizo el presidente, y el partido del orden, con silenciosa malevolencia, dejó que un diputado de la izquierda pusiese en ridículo los apetitos usurpadores de Bonaparte. En vano, finalmente, la profecía de una revolución para el 24 de febrero. El Gobierno hizo que el 24 de febrero pasase ignorado para el pueblo. El proletariado no se dejó provocar a ningún motín porque se disponía a hacer una revolución. 

 

 

 

Sin dejarse desviar de su camino por las provocaciones del Gobierno, que no hacían más que aumentar la irritación general contra el estado de cosas existente, el comité electoral, que estaba completamente bajo la influencia de los obreros, presentó tres candidatos por París: De Flotte, Vidal y Carnot. De Flotte era un deportado de Junio, amnistiado por una de las ocurrencias de Bonaparte en busca de popularidad; era amigo de Blanqui y había tomado parte en el atentado del 15 de mayo. Vidal, conocido como escritor comunista por su libro "Sobre la distribución de la riqueza", había sido secretario de Luis Blanc en la Comisión del Luxemburgo. Y Carnot, hijo del hombre de la Convención que había organizado la victoria, el miembro menos comprometido del partido del "National", ministro de Educación en el Gobierno provisional y en la Comisión Ejecutiva, era, por su democrático proyecto de ley sobre la instrucción pública, una protesta viviente contra la ley de enseñanza de los jesuitas. Estos tres candidatos representaban a las tres clases coligadas: a la cabeza, el insurrecto de Junio, el representante del proletariado revolucionario; junto a él, el socialista doctrinario, el representante de la pequeña burguesía socialista; y finalmente, el tercero, representante del partido burgués republicano, cuyas fórmulas democráticas habían cobrado, frente al partido del orden, una significación socialista y habían perdido desde hacía ya mucho tiempo su propia significación. Era, como en Febrero, una coalición general contra la burguesía y el Gobierno. Pero, esta vez estaba el proletariado a la cabeza de la liga revolucionaria. 

 

 

A pesar de todos los esfuerzos hechos en contra, vencieron los candidatos socialistas. El mismo ejército votó por el insurrecto de Junio contra La Hitte, su propio ministro de la Guerra. El partido del orden estaba como si le hubiese caído un rayo encima. Las elecciones departamentales no le sirvieron de consuelo, pues arrojaron una mayoría de hombres de la Montaña.

 

 

¡Las elecciones del 10 de marzo de 1850! Era la revocación de junio de 1848: los asesinos y deportadores de los insurrectos de Junio volvieron a la Asamblea Nacional, pero con la cerviz inclinada, detrás de los deportados, y con los principios de éstos en los labios. Era la revocación del 13 de junio de 1849: la Montaña, proscrita por la Asamblea Nacional, volvió a su seno, pero como trompetero de avanzada de la revolución, ya no como su jefe. Era la revocación del 10 de diciembre: Napoleón había sido derrotado con su ministro La Hitte. La historia parlamentaria de Francia sólo conoce un caso análogo: la derrota de Haussez, ministro de Carlos X, en 1830. Las elecciones del 10 de marzo de 1850 eran, finalmente, la cancelación de las elecciones del 13 de mayo, que habían dado al partido del orden la mayoría. Las elecciones del 10 de marzo protestaron contra la mayoría del 13 de mayo. El 10 de marzo era una revolución. Detrás de las papeletas de voto estaban los adoquines del empedrado.

 

 

«La votación del 10 de marzo es la guerra», exclamó Ségur d'Aguesseau, uno de los miembros más progresistas del partido del orden. Con el 10 de marzo de 1850, la república constitucional entra en una nueva fase, en la fase de su disolución. Las distintas fracciones de la mayoría vuelven a estar unidas entre sí y con Bonaparte, vuelven a ser las salvadoras del orden y él vuelve a ser su hombre neutral. Cuando se acuerdan de que son monárquicas sólo es porque desesperan de la posibilidad de una república burguesa, y cuando él se acuerda de que es un pretendiente sólo es porque desespera de seguir siendo presidente. 

 

 

A la elección de De Flotte, el insurrecto de Junio, contesta Bonaparte, por mandato del partido del orden, con el nombramiento de Baroche para ministro del Interior; de Baroche, el acusador de Blanqui y Barbès, de Ledru-Rollin y Guinard. A la elección de Carnot contesta la Asamblea Legislativa con la aprobación de la ley de enseñanza; a la elección de Vidal con la suspensión de la prensa socialista. El partido del orden pretende ahuyentar su propio miedo con los trompetazos de su prensa. «¡La espada es sagrada!», grita uno de sus órganos. 

 

 

«¡Los defensores del orden deben tomar la ofensiva contra el partido rojo!», grita otro.«¡Entre el socialismo y la sociedad hay un duelo a muerte, una guerra sin tregua ni cuartel; en este duelo a la desesperada tiene que perecer uno de los dos; si la sociedad no aniquila al socialismo, el socialismo aniquilará a la sociedad!», 

 

 

canta un tercer gallo del orden. ¡Levantad las barricadas del orden, las barricadas de la religión, las barricadas de la familia! ¡Hay que acabar con los 127.000 electores de París! ¡Un San Bartolomé de socialistas! Y el partido del orden cree por un momento que tiene asegurada la victoria. 

 

 

Contra quien más fanáticamente se revuelven sus órganos es contra los «tenderos de París». ¡El insurrecto de Junio elegido diputado por los tenderos de París! Esto significa que es imposible un segundo 13 de junio de 1848; esto significa que la influencia moral del capital está rota; esto significa que la Asamblea burguesa ya no representa más que a la burguesía; esto significa que la gran propiedad está perdida, porque su vasallo, la pequeña propiedad, va a buscar su salvación al campo de los que no tienen propiedad alguna. 

 

 

El partido del orden vuelve, naturalmente, a su inevitable lugar común. «¡Más represión!», exclama. «¡Decuplicar la represión!»; pero su fuerza represiva es ahora diez veces menor, mientras que la resistencia se ha centuplicado. ¿No hay que reprimir al instrumento principal de la represión, al ejército? Y el partido del orden pronuncia su última palabra: «Hay que romper el anillo de hierro de una legalidad asfixiante. La república constitucional es imposible. Tenemos que luchar con nuestras verdaderas armas; desde febrero de 1848 venimos combatiendo a la revolución con sus armas y en su terreno; hemos aceptado sus instituciones, la Constitución es una fortaleza que sólo protege a los sitiadores, pero no a los sitiados. Al meternos de contrabando en la Santa Ilión dentro de la panza del caballo de Troya, no hemos conquistado la ciudad enemiga como nuestros antepasados, los grecs, ( Griegos, juego de palabras: Grecs significa griegos y también, timadores profesionales. / Nota de Engels para la edición de 1895.) sino que nos hemos hecho nosotros mismos prisioneros». Pero la base de la Constitución es el sufragio universal. La aniquilación del sufragio universal es la última palabra del partido del orden, de la dictadura burguesa. 

 

 

El sufragio universal les dio la razón el 4 de mayo de 1848, el 20 de diciembre de 1848, el 13 de mayo de 1849 y el 8 de julio de 1849. El sufragio universal se quitó la razón a sí mismo el 10 de marzo de 1850. La dominación burguesa, como emanación y resultado del sufragio universal, como manifestación explícita de la voluntad soberana del pueblo: tal es el sentido de la Constitución burguesa. Pero desde el momento en que el contenido de este derecho de sufragio, de esta voluntad soberana, deja de ser la dominación de la burguesía, ¿tiene la Constitución algún sentido? ¿No es deber de la burguesía el reglamentar el derecho de sufragio para que quiera lo que es razonable, es decir, su dominación? Al anular una y otra vez el poder estatal, para volver a hacerlo surgir de su seno, el sufragio universal, ¿no suprime toda estabilidad, no pone a cada momento en tela de juicio todos los poderes existentes, no aniquila la autoridad, no amenaza con elevar a la categoría de autoridad a la misma anarquía? Después del 10 de marzo de 1850, ¿a quién podía caberle todavía ninguna duda? 

 

 

La burguesía, al rechazar el sufragio universal, con cuyo ropaje se había vestido hasta ahora, del que extraía su omnipotencia, confiesa sin rebozo: «nuestra dictadura ha existido hasta aquí por la voluntad del pueblo; ahora hay que consolidarla contra la voluntad del pueblo». Y, consecuentemente, ya no busca apoyo en Francia, sino fuera, en tierras extranjeras, en la invasión. 

 

 

Con la invasión, la burguesía —nueva Coblenza instalada en la misma Francia— despierta contra ella todas las pasiones nacionales. Con el ataque contra el sufragio universal da a la nueva revolución un pretexto general, y la revolución necesitaba tal pretexto. Todo pretexto especial dividiría las fracciones de la Liga revolucionaria y sacaría a la superficie sus diferencias. El pretexto general aturde a las clases semirrevolucionarias, les permite engañarse a sí mismas acerca del carácter concreto de la futura revolución, acerca de las consecuencias de su propia acción. Toda revolución necesita un problema de banquete. El sufragio universal es el problema de banquete de la nueva revolución. 

 

 

Pero las fracciones burguesas coligadas, al huir de la única forma posible de poder conjunto, de la forma más fuerte y más completa de su dominación de clase, de la república constitucional, para replegarse sobre una forma inferior, incompleta y más débil, sobre la monarquía, han pronunciado su propia sentencia. Recuerdan a aquel anciano que, queriendo recobrar su fuerza juvenil, sacó sus ropas de niño y se puso a querer forzar dentro de ellas sus miembros decrépitos. Su república no tenía más que un mérito: el de ser la estufa de la revolución. 



El 10 de marzo de 1850, lleva esta inscripción: Après moi le déluge!( ¡Después de mí, el diluvio! / Palabras atribuidas a Luis XV.)…

 

 

(continuará)

 

 

 

 


[Fragmento de: Karl MARX “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850” ]

 

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jueves, 17 de octubre de 2024

 

 

 

1227

 

 

 

CÓMO UTILIZA LA BURGUESÍA A LOS RENEGADOS 

 

V. I. Lenin

 

 

 

“ (…) Para mostrar qué valor tienen los razonamientos de Kautsky sobre el “terrorismo”, a quién sirven estos razonamientos, a qué clase sirven, citaré íntegramente un pequeño artículo liberal. Se trata de una carta a la redacción de la revista liberal norteamericana The New Republic, del 25 de junio de 1919. Esta revista, que en general se atiene a un punto de vista pequeñoburgués, se diferencia tanto más de lo que escriben los señores Kautsky, cuanto que no califica a este punto de vista ni de socialismo revolucionario ni de marxismo.

 

He aquí el texto íntegro de esta carta a la Redacción:

 

 

« Mannerheim y Kolchak

 

Señor director: Los gobiernos aliados se han negado a reconocer al Gobierno soviético de Rusia, según ellos dicen, por las causas siguientes:

 

1. El Gobierno soviético es –o era– germanófilo.

 

2. El Gobierno soviético se mantiene por el terrorismo.

 

3. El Gobierno soviético no es democrático y no representa al pueblo ruso.

 

Mientras tanto, los gobiernos aliados han reconocido hace ya mucho al actual gobierno de guardias blancos de Finlandia bajo la dictadura del general Mannerheim, aunque es evidente lo siguiente:

 

1. Las tropas alemanas ayudaron a los guardias blancos a aplastar a la República Socialista de Finlandia, y el general Mannerheim cursó reiterados telegramas al kaiser expresando su simpatía y su respeto. En cambio, el Gobierno soviético ha realizado un enérgico trabajo de zapa contra el Gobierno alemán, desplegando la propaganda entre las tropas en el frente ruso. El Gobierno finlandés ha sido infinitamente más germanófilo que el ruso.

 

2. El actual Gobierno de Finlandia, al subir al poder, ajustició a sangre fría en unos cuantos días a 16.700 miembros de la antigua república socialista y recluyó en campos de concentración a otros 70.000, condenándolos a morir de hambre. En cambio, todas las ejecuciones llevadas a cabo en Rusia en el curso de un año, hasta el 1 de noviembre de 1918, han sumado, según datos oficiales, la cifra de 3.800, incluidos muchos funcionarios soviéticos corruptos, así como los contrarrevolucionarios. El Gobierno finlandés ha sido infinitamente más terrorista que el ruso.

 

3. Después de matar o encarcelar a unos 90.000 socialistas y de expulsar del país a Rusia alrededor de otros 50.000 más –Finlandia es un pequeño país, que sólo cuenta con unos 400.000 electores–, el gobierno de guardias blancos consideró que ya no era peligrosa una consulta electoral. A pesar de todas las medidas de precaución, salió elegida una mayoría de socialistas, pero el general Mannerheim, lo mismo que los aliados después de las elecciones de Vladivostok, no confirmó las actas de ninguno de ellos. En cambio, el Gobierno soviético privó de derechos electorales a todos los que no realizasen un trabajo útil para procurarse los medios de subsistencia. El Gobierno finlandés ha sido mucho menos democrático que el ruso.

 

Lo mismo puede decirse del almirante Kolchak en Omsk, gran campeón de la democracia y del nuevo orden; y a este almirante los gobiernos aliados le han apoyado. Abastecido y equipado y ahora se disponen a reconocerlo oficialmente.

 

Así pues, todos los argumentos que los aliados han esgrimido contra el reconocimiento de los Soviets, pueden ser aplicados con mayor vigor y honradez contra Mannerheim y Kolchak. Sin embargo, estos últimos han sido reconocidos, y el bloqueo es cada vez más riguroso en torno a Rusia, que se está muriendo de hambre.

 

Desde Washington.

 

Stuart Chase.»

 

 

Este pequeño artículo de un liberal burgués desenmascara admirablemente toda la vileza y la traición al socialismo de los señores Kautsky, Martov, Chernov, Branting y demás personajes de la Internacional amarilla de Berna.

 

En primer lugar, Kautsky y todos estos personajes difaman a la Rusia Soviética al tratar la cuestión del terrorismo y la democracia.

 

En segundo lugar, enjuician los acontecimientos no desde el punto de vista de la lucha real de clases que se desarrolla en escala mundial y en la forma más exacerbada, sino desde el punto de vista de las lamentaciones pequeñoburguesas y filisteas sobre lo que podría acontecer si no existiese la conexión entre la democracia burguesa y el capitalismo, si no hubiese en el mundo guardias blancos, si no les apoyase la burguesía mundial, etc., etc.

 

En tercer lugar, cotejando el artículo norteamericano con los razonamientos de Kautsky y Cía., vemos duramente que el papel objetivo de estos últimos se reduce a un servilismo lacayo ante la burguesía.

 

La burguesía mundial apoya a los Mannerheim y los Kolchak, aspirando a ahogar el Poder soviético, presentándolo falsamente como un poder terrorista y antidemocrático. Tales son los hechos…”

 

*

 


[ Tales eran los hechos y… ¿tales son hoy, salvando las distancias, los hechos? Parece que repetimos asignatura.  Menos mal que Lenin sigue vivito y coceando a la burguesía y los renegados. ]

 

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miércoles, 16 de octubre de 2024



1226

 

DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL

 

Andrés Piqueras

 

(18)

 

 

 

PARTE I

 

De la agonía del capital(ismo) y del

desvelamiento de su ilusión democrática

 

 

(…)

 

 

 

Capítulo 7

 

DE LA MUERTE Y LA DESTRUCCIÓN COMO GEOPOLÍTICA, GEOECONOMÍA Y GEOECOLOGÍA ACTUAL

(ALGUNOS APUNTES)

 

 

El orden metabólico del capital requiere de estructuras políticas de mando, por más que muchas de sus claves de intervención, e incluso de las formas en que cobran existencia, pasen a menudo desapercibidas para las sociedades. En un capitalismo globalizado pero carente de una entidad política territorial global (algo así como un Estado mundial), buena parte de las estrategias de ese mando vienen ejercidas directa o indirectamente por la potencia dominante, un hegemón, el cual se encarga en mayor medida que ningún otro de crear o recrear, organizar y dirigir el conjunto de instituciones mundiales necesarias para la regulación global del Sistema.  Desde mediados del siglo XX ese papel le ha correspondido a EE.UU. Esta formación social imperial, como veladora última del funcionamiento del capitalismo global, se ha encargado desde entonces de establecer el entramado jurídico-institucional valedor de la acumulación de capital a escala planetaria (ONU, FMI, BM, el embrión de lo que sería una organización mundial del comercio, el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio; cumbres de las principales potencias, tribunales de arbitraje internacional, “cooperación al desarrol o”, etc.). Su ambicioso proyecto de construcción del capitalismo global a imagen propia estaría imbricado en esa suerte de “Open Door” o “imperialismo por derrame” o anegación (Panitch y Gindin, 2015) que trataba de trasladar la jurisprudencia USA al resto del planeta, y con el a después su conjunto de dispositivos y medidas tendentes a garantizar la reproducción ampliada del capital a escala propia y global. La Cooperación y el Desarrollo servirían, en cuanto que paradigmas hegemónicos mundiales, como tejedores de un entramado global de intervenciones e injerencias (por lo general forzadamente) consentidas (Piqueras, 2008).

 

 

Esos dispositivos y medidas irían mayoritariamente destinadas más tarde, ante la creciente obstrucción de la acumulación, a la procura de crecimiento a través de la Desposesión, la cual pasaría a blindarse, especialmente tras la caída de la URSS, mediante toda clase de Acuerdos y Tratados de comercio e inversiones.

 

 

Efectivamente, una vez eliminado el enemigo sistémico soviético, en los años 90 se terminaría de crear un entramado legal supranacional que consagraba un creciente peso o dominio del capital globalizado sobre las dinámicas de territorialidad política de la mayor parte de los Estados. De hecho, quedaría abolido de facto el sistema internacional basado en el principio de soberanía de los Estados nacionales heredado de Westfalia, que se sacrificaba al objetivo de proteger todas las formas de acaparamiento y propiedad del gran capital, especialmente las rentistas. La “soberanía popular” resultaba en la práctica desterrada.

 

Tal proceso es resultado y a la vez motivo del diverso desmoronamiento de fuerzas sociales que a escala interestatal propiciaron un cierto mayor equilibrio entre el Capital y el Trabajo tras la Segunda Gran Guerra del siglo XX. Lo cual significó al final del período el abortamiento del intento de ruptura en el reformista” en el Primer Mundo (Amin, 2003; Piqueras, 2014a). Con ello se produjo el espejismo de la ahistoricidad del Sistema: el capitalismo pasaba a contemplarse como imperecedero; de lo que se trataría en adelante, en el mejor de los casos, era de regular su funcionamiento de la mejor manera posible. Esta situación de poder unipolar pasaba, asimismo, por conseguir el cerramiento de las de las formaciones sociales centrales en torno a Estados Unidos en un esfuerzo común por contrarrestar las vías de autonomización de las formaciones periféricas, y arrinconar de una vez las luchas alternativas de sus poblaciones (lo que reforzaba la dependencia estratégica y militar del resto de países centrales respecto de la potencia norteamericana). La “comunidad de países desarrollados” vendría a acometer lo que la “comunidad atlántica” había dejado inconcluso en su intento de gobierno imperial mundial. En su lugar se optará por una “gobernanza” (global) de los asuntos del mundo. Gobernanza que no se podría entender sin la imposición del dólar como “moneda global”. Mientras aquél estuvo vinculado al oro, EE.UU. fue expandiendo su dominio económico-político y permitiendo engrasar la dinámica de acumulación mundial a costa de grandes déficits comerciales que a finales de los años 60 del siglo XX le había llevado a la insolvencia: simplemente sus reservas de oro (que habían llegado a ser del 80% del disponible en el mundo), no podían hacer frente a la emisión de dólares hecha (en agosto de 1971, cuando EE.UU. decide desvincularse del oro, había llegado a perder 8.870 toneladas de ese metal, sobre lo que tendrían también peso las guerras de Corea y Vietnam en las que se embarcó). Una vez que se desligó del oro, EE.UU. forzó a la OPEP para que el comercio mundial de petróleo se efectuara en dólares, con lo que el conjunto de transacciones mundiales pivotaría en adelante en torno al dólar.


Tener la “moneda global”, en la que se realizaban las transacciones internacionales, permitió a EE.UU. emitir dólares sin respaldo con los que inundar de inversiones el mundo. Para poder transarlos el hegemón creó el sistema de compensación de pagos SWIFT, adjudicándose, también unilateralmente, el monopolio de la alcabala financiera mundial. Por el mismo motivo, podía endeudarse sin contraprestación (una crónica y ascendente deuda no reclamada que asciende hoy a alrededor de los 25 billones de dólares). El hegemón descubría así la vía para perpetuar su dominio mundial: una economía financiera (utilizando el dinero de forma rentístico-especulativa), de ganancia mucho más fácil y rápida que la basada en la industria.

 

Desde los años 70 del siglo XX Estados Unidos repite ese ciclo de ganancia: imprimir dinero, exportar dinero al extranjero y traer dinero de vuelta a sus tres mercados principales: el mercado de productos básicos, el mercado de letras del tesoro y el mercado de valores. A esto se le ha llamado “cosechar” el dinero ajeno. El país norteamericano ha ido diluyendo gradualmente su economía real para hacerla cada vez más virtual, convirtiéndose en un imperio financiero, un Estado económico “vacío”. Su Producto Interno Bruto actual ha sobrepasado los US$18 billones, pero se calcula que sólo unos 5 billones de dólares provienen de la economía real (Chinascope, 2015). Lo que explica que la concomitante financiarización económica del capitalismo global no fuera un “error” o el imprevisto “malfuncionamiento” de una economía sana, sino un resultado lógico y buscado (como ya vimos en el capítulo 4).

 

Se establecía, así, una estrecha e insalvable relación entre el ciclo del índice del dólar, la economía mundial y la geo-economía militar de EE.UU. Respondiendo a esta última, y también como a fianzamiento de la nueva “gobernanza” mundial, es que se aplicaron por doquier a partir de la penúltima década del siglo XX un conjunto de medidas que se ampararon en lo que fue conocido como Consenso de Washington.

 

Dado que se predica que el sector privado gestiona mejor los recursos que el público, los gobiernos deben reducir el peso del Estado y dejar buena parte de los servicios (aunque sean “universales”) en manos del sector privado. El Estado debe ser un mero facilitador de este sector (función de estabilidad), al tiempo que un regulador ocasional de sus excesos (con programas de alivio de la pobreza, p.e.), así como garante de la paz social (gobernanza). Como quiera que se propugna que la globalización es beneficiosa para todos los países, la extraversión (y extranjerización) de las economías periféricas (con sus recursos en manos de empresas transnacionales), lejos de ser un problema, garantizará su capitalización y la incorporación de tecnología. Las economías no deben poner restricciones al libre lujo de capitales ni de mercancías. Sus mercados bursátiles deben quedar también abiertos. La existencia de “polos de desarrollo” mundiales desencadenará un proceso de “cascada de riqueza”, que derramará al conjunto de la población mundial (antiguo apotegma de la “Escuela de Chicago”).

 

A partir de entonces, y como vía privilegiada de “cosechar” dinero, se multiplicarían los “Tratados de Libre Comercio e Inversiones” (TLC), que han venido creando una especie de “derecho internacional” informal que en realidad está basado en las leyes y la jurisprudencia de EEUU (porque ningún Tratado o Acuerdo con este país puede contradecir las leyes o el Congreso de EEUU, ni EE.UU. acepta ninguna decisión de organismo multinacional que le contravenga). Es decir, que todos los Tratados firmados por este país institucionalizan de iure la aplicación extraterritorial de las leyes de EEUU. De hecho, los países signatarios de acuerdos de liberalización comercial ceden su soberanía nacional y popular, y dejan indefensas a sus sociedades frente al multiplicado poderío de los mercados reguladores (que no regulados). A este festín se sumarían en una u otra medida el resto de potencias capitalistas.

 

Ya en 1997 se habían realizado 1850 Tratados Bilaterales (firmándose uno cada dos días y medio), como reflejo de la necesidad imperiosa de construir un “modelo económico” universal y libre de responsabilidades sociales, que conllevaba un proceso de disolución social, con posibilidades aparentemente ilimitadas de enriquecimiento para las elites, y que se convirtió a partir de los años 90 en un sistema legal supranacional. En 2015 estaban en vigor más de 2.280 Tratados Bilaterales de Inversión (TBI), más de 3.400 si se cuentan los multilaterales. De ellos más de 1.800 han sido suscritos por algún Estado miembro de la UE o por la UE en su conjunto (según la UNCTAD; datos en Guamán, 2015).


La “liberalización comercial” potencia esa operación a escala mundial, que resultaba altamente simbiótica con la militarización de las relaciones internacionales de cara a acelerar la apropiación de recursos mundiales y el control agresivo de mercados…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento: DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL  /  Andrés Piqueras ]

 

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lunes, 14 de octubre de 2024


1225

 

LA LUCHA DE CLASES

Domenico Losurdo

 

(20)

 

 

 

 

III

 

Luchas de clase y luchas por el reconocimiento

 

 

 

 

2. UNA DEMANDA GENERALIZADA DE RECONOCIMIENTO

 

Marx y Engels hacen su llamamiento general a la lucha de clases en un momento histórico crucial, cuando más que nunca se alzan voces reclamando un reconocimiento de todos aquellos que de un modo u otro se sienten sometidos a cláusulas de exclusión, que humillan y pisotean su dignidad humana. Un famoso cartel de la campaña abolicionista muestra a un esclavo negro encadenado que exclama: «¿Acaso yo no soy un hombre y un hermano?» (Am I Not a Man and a Brother?). Es un cartel publicado por la revista inglesa Punch en 1844, el mismo año en que Marx escribe los Manuscritos económicos y filosóficos, profundamente inspirados en el pathos del hombre y la dignidad humana. Detrás de todo esto late la experiencia de la revolución de los esclavos negros que había estallado a finales del siglo XVIII en Santo Domingo y que, por boca de su dirigente (Toussaint Louverture), había invocado «la adopción absoluta del principio por el cual ningún hombre, ya sea rojo [es decir, mulato], negro o blanco, pueda ser propiedad de su semejante»; por modesta que fuera su condición, los hombres no podían ser «confundidos con los animales», como ocurría en el sistema esclavista (en Dubois 2004).

 

 

Antes que él, Condorcet había denunciado: el colono «americano olvida que los negros son hombres: no mantiene ninguna relación moral con ellos, para él son meros objetos de beneficio». Y dirigiéndose a los esclavos, el filósofo francés se había expresado así:

 

 

Amigos míos, aunque no soy del mismo color que vosotros, siempre os he considerado mis hermanos. La naturaleza os ha formado para tener el mismo espíritu, la misma razón, las mismas virtudes que los blancos. Hablo de los blancos de Europa, porque en lo que respecta a los blancos de las colonias, no os hago la injuria de compararlos con vosotros [...]. Si alguien fuera en busca de un hombre en las islas de América, ciertamente no hallaría ninguno entre los de carne blanca(Condorcet).

 

 

 

El filósofo francés responde a la deshumanización del esclavo negro por el amo blanco excluyendo idealmente del género humano al responsable de tal infamia. Como se ve, la polémica gira en torno a la inclusión o no en la categoría de «hombre»: estamos en presencia de una lucha por el reconocimiento. Engels razona de un modo parecido al de Condorcet cuando, en 1845, analiza y denuncia La situación de la clase obrera en Inglaterra.Dirigiéndose a los obreros ingleses que él está «contento y orgulloso» de haber conocido, que «son degradados al nivel de máquinas» por las relaciones sociales vigentes y padecen una «esclavitud peor que la de los negros de América» (MEW), Engels exclama: «he comprobado que sois hombres, miembros de la gran familia universal de la humanidad» y que expresáis «la causa de la humanidad», pisoteada por los capitalistas que se dedican a un «comercio indirecto de carne humana», una trata de esclavos apenas disimulada (MEW).

 

 

La actitud del hombre que se está convirtiendo en el colaborador estrecho e inseparable de Marx constituye una suerte de balance histórico y teórico de la lucha entablada por las clases subalternas. Durante mucho tiempo la ideología dominante las ha tratado con un desprecio en cierto modo racial. Un ilustre sociólogo observó que entre 1660 y 1760 cundió en Inglaterra una actitud hacia el nuevo proletariado industrial bastante más dura que la que generalmente se tenía en la primera mitad del siglo XVII, y que en nuestros días solo tiene parangón con el comportamiento de los colonizadores blancos más abyectos hacia los trabajadores de color (Tawney).

 

 

El fenómeno, en realidad, sobrepasa los límites espaciales y temporales aquí señalados. Baste pensar en Edmund Burke y Emmanuel-Joseph Sieyes, que definen al trabajador asalariado como instrumentum vocale o como «máquina bípeda» (Losurdo 2005). Por supuesto, esta deshumanización tan burda y explícita entra en crisis con la revolución francesa y la irrupción en la escena de la historia de los presuntos instrumentos de trabajo, pero tampoco desaparece, de modo que en cada etapa de la lucha de clases resurge la demanda de reconocimiento. En junio de 1790 Marat hace que un representante de los «desdichados» a quienes se niega la ciudadanía política polemice contra la «aristocracia de los ricos» en estos términos: «Vosotros siempre nos habéis visto como la canalla» (en Guillemin 1967). Excluir de los derechos políticos a los que no tienen nada —declara Robespierre en abril del año siguiente— es como volver a arrojarles a la «clase de los ilotas» (Robespierre). En el París inmediatamente posterior a la revolución de julio los periódicos populares, indignados por la persistencia de la discriminación censitaria y la prohibición de formar coaliciones y organizaciones sindicales, recriminan a los «nobles burgueses» su empeño en ver a los obreros como «máquinas» en vez de «hombres», máquinas que solo sirven para producir las «necesidades» de sus dueños. Después de la revolución de febrero de 1848, para los proletarios la conquista de sus derechos políticos es la demostración de que, gracias a la lucha, ellos también empiezan a ser elevados al «rango de hombres» (Losurdo 1993).

 

 

También resuenan motivos y acentos parecidos en la agitación y el movimiento de lucha cuyas protagonistas son las mujeres. En uno de los primeros textos del feminismo, Wollstonecraft (2008) recrimina a la sociedad de su tiempo que considere y trate a las mujeres como «esclavas» a quienes no les está permitido «respirar el aire regenerador y penetrante de la libertad» o, peor aún, como «graciosos animales domésticos»; es más, la cultura dominante llega a discutir acerca de un «ánimo femenino» como se discute acerca del «alma de los animales». Pues bien, «ha llegado la hora de recuperar la dignidad perdida», de considerar a las mujeres «criaturas racionales» y «parte de la especie humana». (Wollstonecraft). También en el año 1792 se expresa en el mismo sentido feminista el francés Pierre Manuel: «Hubo un tiempo en que la sociedad humana y machista se preguntó si las mujeres tenían alma», alma humana (en Soprani 1988). Y otra vez, de estas palabras indignadas, se desprende una demanda de reconocimiento. Casi un siglo después es la propia hija de Marx, Eleanor, que milita al mismo tiempo en el movimiento obrero y en el feminista, quien denuncia que en la sociedad burguesa se les niegan a las mujeres, lo mismo que a los obreros, «los derechos que les competen como seres humanos» (Marx-Aveling). La lucha por el reconocimiento distaba mucho de haber concluido.

 

 

El llamamiento general de Marx y Engels tiene un enorme eco por una razón bien sencilla: los dos pensadores revolucionarios han sabido captar y elaborar en el plano teórico y político una demanda de reconocimiento muy extendida. El punto de partida se puede situar en la hegeliana Fenomenología del espíritu y en la dialéctica del siervo y el amo que se plantea en ella. Más allá de las referencias explícitas a este texto, que tuvo que dejar una huella profunda en la formación intelectual sobre todo de Marx, su influencia se nota ya en el lenguaje. Los Manuscritos económicos y filosóficossubrayan que, «con un aparente reconocimiento del hombre» (Anerkennung des Menschen), la economía política, la sociedad burguesa, «es más bien la consecuente realización de la negación del hombre» (MEW). Con la caída del antiguo régimen no se produjo el Anerkennung, el «reconocimiento» que reclama esa especie de esclavo moderno que es el obrero asalariado. Y esto vale también para los demás protagonistas de las luchas de clases y para el reconocimiento. Podemos comprender entonces los términos en que el Manifiestose refiere a los burgueses, que se erigen en adalides de la «persona» y su dignidad: «Por persona no entendéis sino al burgués, al propietario burgués» (MEW)…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “La lucha de clases” ]

 

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