jueves, 25 de abril de 2024

 

1147

 

LA LUCHA DE CLASES

Domenico Losurdo

 

(05)

 

 

 

I

 

Las distintas formas de la lucha de clases

 

 

 

4. LA CONDICIÓN DE LA MUJER Y LA «PRIMERA OPRESIÓN DE CLASE»

 

El género de las luchas de clases emancipadoras incluye una tercera especie, además de las dos que hemos visto. Sí, hay otro grupo social, muy numeroso, tan numeroso que es la mitad o más de la población total, un grupo social que padece la «autocracia» y anhela la «liberación» (Befreiung): se trata de las mujeres, sobre quienes pesa la opresión ejercida por el varón entre las cuatro paredes domésticas (MEW). Estoy citando de un texto (El origen de la familia, la propiedad privada y el estado) que Engels publicó en 1884. Es verdad que Marx había muerto hacía un año, pero ya entre 1845 y 1846, en La ideología alemana, texto al que Engels se remite explícitamente, observa que en la familia patriarcal «la esposa y los hijos son los esclavos del hombre» (MEW). A su vez, el Manifiesto, que no se cansa de reprochar a la burguesía la reducción del proletario a máquina e instrumento de trabajo, señala que «para el burgués su propia mujer es un simple instrumento de producción»; pues bien, «se trata justamente de abolir la posición de las mujeres como meros instrumentos de producción» (MEW). La categoría utilizada para definir la condición del obrero en la fábrica capitalista también se utiliza para definir la condición de la mujer en el ámbito de la familia patriarcal.

 

Visto en conjunto, el sistema capitalista se presenta como una serie de relaciones más o menos serviles impuestas por un pueblo a otro pueblo a escala internacional, por una clase a otra en el ámbito de un país y por el hombre a la mujer en el ámbito de la misma clase. Se comprende entonces la tesis que formula Engels remitiéndose a François-Marie-Charles Fourier y que también defiende Marx, la tesis de que la emancipación femenina es «la medida de la emancipación universal» (MEW). Para bien y para mal, la relación hombre/mujer es una suerte de microcosmos que refleja el ordenamiento social: en la Rusia ampliamente premoderna, sometidos a una implacable opresión de sus amos, los campesinos —observa Marx— son capaces, a su vez, de dar «horribles palizas mortales a sus mujeres» (MEW). Veamos ahora la fábrica capitalista: aunque el poder despótico del patrono sojuzga a todos los obreros, lo hace de un modo especialmente humillante con las mujeres: «su fábrica es al mismo tiempo su harén» (MEW).

 

No es difícil encontrar en la cultura de la época voces que denuncian el carácter opresor de la condición femenina. En 1790 Condorcet dice que la exclusión de la mujer de los derechos políticos es un «acto de tiranía». Al año siguiente la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, escrita por Olympia de Gouges, llama la atención en su artículo 4 sobre la «tiranía perpetua» impuesta por el hombre a la mujer. En Inglaterra, más de medio siglo después, J. S. Mill habla de «esclavitud de la mujer», «tiranía doméstica» y «servidumbre real» (actual bondage) sancionada por la ley.

 

Pero ¿cuáles son las causas de esta opresión y de la insensibilidad general frente a ella? Condorcet condena «el poder de la costumbre» que ofusca el sentido de la justicia incluso en los «hombres ilustrados». De un modo parecido argumenta Mill, quien remite al conjunto de «costumbres», «prejuicios» y «supersticiones» que es preciso superar o neutralizar con «una sana psicología». Aunque se hace referencia a las relaciones sociales, solo se trata de las «relaciones sociales de ambos sexos», que sancionan la esclavitud o sumisión de la mujer a causa de la «inferioridad de su fuerza muscular» y de la vigencia en este ámbito de la «ley del más fuerte».

 

No se indaga la relación entre la condición de la mujer y las otras formas de opresión. Es más, a ojos de Mill la relación hombre/mujer es una especie de isla en la que aún se mantiene la lógica del sometimiento, que ya ha quedado muy atrás en otros ámbitos:

 

«Vivimos, o viven por lo menos una o dos de las naciones más avanzadas del mundo, en un estado en que la ley del más fuerte parece totalmente abolida, y se diría que ya no sirve de norma a los asuntos de los hombres».

 

En cambio, desde el punto de vista de Marx y Engels, la relación entre la metrópoli capitalista (las «naciones más avanzadas del mundo») y las colonias es, más que nunca, una relación de dominio y sometimiento; y en la propia metrópoli capitalista la coacción económica (no ya jurídica) sigue presidiendo las relaciones entre capital y trabajo.

 

Si acaso es Mary Wollstonecraft quien une la denuncia de la «dependencia servil» que se reserva a la mujer con el cuestionamiento del orden social. El dominio machista parece propio del antiguo régimen. Mientras que los campeones de la lucha por la abolición de la esclavitud denuncian la «aristocracia de la epidermis» o la «nobleza de la piel», la militante feminista critica lo que a su juicio se configura como el poder aristocrático de los varones; la denuncia de este poder va unida a la condena de las «riquezas» hereditarias y de los «honores hereditarios», a la condena de las «absurdas distinciones de estamento». En todo caso, «las mujeres no se liberarán» de verdad «hasta que los estamentos no se mezclen» y «no se establezca más igualdad en toda la sociedad» (Wollstonecraft). Otras veces parece que la feminista y jacobina inglesa cuestiona la propia sociedad capitalista. Sí, las mujeres deberían «tener representantes en vez de ser gobernadas sin ninguna voz en las deliberaciones del gobierno». Pero no hay que perder de vista que en Inglaterra también los obreros están privados de derechos políticos:

 

 

Todo el sistema de representación en este país es solo una cómoda ocasión de despotismo, las mujeres no deberían olvidar que están representadas en la misma medida en que lo está la numerosa clase de los obreros, trabajadores esforzados que pagan por el sustento de la familia real, a pesar de que a duras penas consigue saciar con pan la boca de sus hijos (Wollstonecraft).

 

 

No faltan los puntos de contacto entre condición obrera y condición femenina: lo mismo que para los miembros de la clase obrera, «los pocos trabajos abiertos a las mujeres, lejos de ser liberales, son serviles». Por último, en el ámbito de esta crítica global de las relaciones de dominio que caracterizan el orden social existente, las propias mujeres (sobre todo las de situación más acomodada) deben hacer examen de conciencia, pues a veces dan muestras de «locura» por «el modo en que tratan a los sirvientes en presencia de los niños, con lo que sus hijos creen que aquellos deben servirles y soportar sus destemplanzas» (Wollstonecraft).

 

La «jacobina inglesa», que es una excepción genial, parece en cierto modo precursora de Marx y Engels, quienes establecieron un nexo entre división del trabajo en el ámbito de la familia y división del trabajo en el ámbito de la sociedad. El segundo, en particular, formula la tesis de que «la familia nuclear moderna se basa en la esclavitud doméstica, abierta o disimulada, de la mujer»; en todo caso, «el varón es el burgués, mientras que la mujer representa al proletariado» (MEW).

 

Entre los contemporáneos de Marx y Engels, quien hace un análisis que podría parecerse al suyo no es J. S. Mill sino Nietzsche, aunque con un juicio de valor opuesto. El crítico implacable de la revolución como tal, incluida la revolución feminista, compara la condición de la mujer con la de los «miserables de los estamentos inferiores», los «esclavos del trabajo (Arbeitssklaven) o los presos» (Genealogía de la moral) e indirectamente junta el movimiento feminista con el movimiento obrero y el movimiento abolicionista: los tres buscan afanosamente, para denunciarlas con indignación, las distintas «formas de esclavitud y servidumbre», como si constatarlas no fuese la confirmación de que la esclavitud es «el fundamento de toda civilización superior» (Más allá del bien y del mal).

 

Evidentemente, el motivo del nexo entre sometimiento de la mujer y opresión social en general está desarrollado de un modo más amplio y orgánico en Engels, remitiéndose siempre a La ideología alemana que escribió con Marx y permaneció inédita mucho tiempo:

 

«la primera opresión de clase coincide con la del sexo femenino por el sexo masculino».

 

 

Es una larga historia que aún no ha terminado:

 

La abolición del matriarcado fue la derrota del sexo femenino en el plano histórico universal. El hombre tomó el timón de la casa y la mujer fue envilecida, sometida, convertida en esclava de sus deseos y simple instrumento para hacer hijos (Werkzeug der Kinderzeugung). Este estado de degradación de la mujer [...] fue gradualmente adornado y disimulado, a veces tuvo formas más suaves, pero nunca se ha eliminado (MEW)…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “La lucha de clases” ]

 

*

miércoles, 24 de abril de 2024

 

1146

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

08

 

El 17 de noviembre de 1910, a las pocas semanas de que Antonio Gramsci hubiese regresado a Cagliari para el tercer curso del instituto, aparecieron en la misma página de L’Unione Sarda dos noticias de distinto relieve: el anuncio de la muerte de Lev Tolstói y la inminente llegada a Cerdeña del honorable Guido Podrecca, diputado socialista y director del periódico anticlerical L’Asino. Sobre todo la segunda fue la que turbó a los calleritanos.

 

Se atravesaba un momento de inquietud general. La campaña de prensa de L’Unione Sarda contra el Gobierno de Luzzatti proseguía con acritud. La inspiraba la hostilidad de Cocco Ortu contra aquel ministerio. Pero si la había promovido el resentimiento de un influyente político excluido del ejercicio del poder, los hechos le daban un contenido serio: los problemas que seguían acumulándose sin solución y agravándose con la elección giolittiana de las alianzas de clase en el norte, en perjuicio del sur. El objetivo del grupo dirigente político era favorecer los altos beneficios de la industria (el proteccionismo contribuía a ello) y narcotizar al movimiento obrero con la práctica de las adaptaciones salariales. Habían de ser sobre todo las masas campesinas del Mediodía las que cargasen con las consecuencias de esta orientación; pero a los grupos que ejercían el poder esto les importaba poco. Eran masas alejadas de las competiciones políticas a causa del analfabetismo; por ello eran incapaces de influir en las cuestiones nacionales y la clase dirigente política no tenía por qué preocuparse de sus estados de ánimo: le bastaban unos cuantos fusiles del ejército para reprimir las eventuales revueltas. De hecho, en Cerdeña la economía agrícola —es decir, una buena parte de la economía de la isla— era una serpiente que se mordía la cola: los bajos rendimientos y la dureza de las cargas fiscales (bandidaje fiscal del Estado, se decía) impedían el ahorro y, por consiguiente, la acumulación de capital; sin capital resultaba imposible toda iniciativa de transformación agraria; y la subsistencia de condiciones atrasadas, con métodos primitivos de explotación de la tierra, era una causa de los bajos rendimientos. Continuó el abandono de los pueblos. Aumentó el número de trabajadores en paro. Los precios volvieron a subir: los alquileres y los precios de los víveres y, sobre todo, los de los artículos manufacturados de importación, gravados con fuertes tarifas aduaneras. Se habían aprobado algunas leyes en favor de la isla, pero las pocas que se conseguía hacer aplicar se hacía solo en parte y siempre tarde y mal. Ni siquiera se satisfacían reivindicaciones marginales, como la abolición de las tarifas diferenciales para el transporte de mercancías y de pasajeros. El aislamiento se agravó por la irregularidad de las comunicaciones marítimas, a causa de la decrepitud de los barcos y de las frecuentes averías de las instalaciones telegráficas, que apartaban a Cerdeña del resto del mundo. La exasperación se extendía. Todas las capas sociales se resentían de este estado de abandono. Desde comienzos del verano soplaban en Cagliari vientos de tempestad. A primeros de julio, el alcalde Marcello y el consejo municipal en pleno habían dimitido en señal de protesta por las insuficiencias gubernamentales.

 

En los días de aquella y de otras dimisiones en masa de órganos electivos, L’Unione Sarda había subrayado la sucesión de los acontecimientos con una tempestad de títulos llamativos, un martilleo de titulares desplegados a toda página. La batalla periodística continuó con la misma vehemencia durante todo el verano. Es fácil comprender que el anuncio de la visita del honorable Podrecca, en aquella atmósfera de revuelta, excitase el entusiasmo de la mayoría de los ciudadanos y llenase de consternación a las autoridades gubernativas y a los ambientes clericales.

 

Habían sido la sección socialista y la Cámara de Trabajo las que habían invitado a Cagliari al diputado de Budrio. Sobre todo, la Cámara de Trabajo constituía por entonces el punto de confluencia de los obreros, los intelectuales, los empleados y los pequeños comerciantes. Era secretario de la misma un sindicalista toscano, Gino Pesci, que pertenecía al grupo de emigrados políticos llegados a Cerdeña después de Cavallera. Gennaro Gramsci, que tenía entonces veintiséis años, pasaba allí una buena parte de su tiempo libre y a veces Antonio le seguía. Ir a la Cámara de Trabajo, con la atmósfera de catacumba que en ella se respiraba, era entonces para los jóvenes como aventurarse en un mundo prohibido, estimulante precisamente por esto; era como un acto de desafío, un gesto demostrativo de la propia energía moral: concurrir asiduamente a los locales de la calle Barcellona, siempre vigilados por la policía, significaba exponerse al peligro de persecuciones. En definitiva, en una época marcada todavía por el temple romántico, esta atmósfera de nuevo carbonarismo favorecía el proselitismo. Con el anuncio de la visita de Guido Podrecca, se perfilaba ahora la perspectiva de choques en la plaza pública con los clericales, quienes tenían detrás un diario, Il Corriere dell´Isola.

 

El diputado socialista tenía que pronunciar un ciclo de conferencias: el martes 22 de noviembre, en el teatro Valdés de Cagliari, sobre «El pensamiento revolucionario de Ricardo Wagner»; el jueves 24, sobre el tema «Fe y moral», y el sábado 26, en Iglesias, en la antigua iglesia de San Francesco, sobre «El esposo del alma». Como conclusión, tenía que celebrarse un gran mitin en Cagliari, en la plaza del Carmine, la tarde del domingo 27 de noviembre, sobre el tema «La organización obrera». Cuatro días antes de que el director de L’Asino llegase a Cagliari, L’Unione Sarda publicó una nota fuertemente anticlerical. «Se dice —informaba— que los clericales tienen la intención de concentrarse en la estación del ferrocarril cuando llegue el honorable Podrecca para hacer objeto al diputado socialista de una manifestación hostil, manifestación que se repetirá en todas sus conferencias». A guisa de comentario de los rumores, el diario proclamaba indignado: «Sería una verdadera villanía». Y añadía: «No se nos puede acusar de demasiada simpatía por ciertos métodos del socialismo italiano, pero esto no nos impide saludar en el honorable Podrecca el combatiente por una idea y el colega brillante y valeroso». Las temidas manifestaciones de hostilidad no tuvieron lugar. El diputado socialista fue acogido triunfalmente; y en Iglesias, según la prosa ditirámbica de L’Unione Sarda, «fue tal la fascinación ejercida por el orador que ni siquiera los clericales pudieron abstenerse de aplaudir». Exageraciones aparte, el viaje propagandístico del popular diputado y periodista tuvo el efecto de dar un nuevo ímpetu y una más segura mordiente a las organizaciones de izquierda.

 

Por aquellos días se había producido un hecho alarmante, que había aumentado todavía más la inquietud de los ciudadanos y había provocado una nueva ola de protestas contra la pasividad de las autoridades: una epidemia de meningitis. «Las camillas van y vienen», denunciaba el 8 de diciembre L’Unione Sarda. Junto a las rúbricas habituales, «Gorros y togas», «Sardos que nos honran», «El que parte», «Poco a poco», etc., se publicaba ahora otra lija: «La meningitis cerebro-espinal». «Estamos expuestos a un gravísimo peligro»: tal era el grito de alarma del articulista, que además de denunciar fustigaba la «ineptitud y la debilidad del prefecto». En cuanto al comisario regio, nombrado a raíz de la dimisión del alcalde Marcello y del consejo municipal en pleno, el periódico se quejaba diciendo:

 

«Hoy el Ayuntamiento de Cagliari es una sección más de la Prefectura (y quizá también de la Curia)». «¿Y el Gobierno? Calla. Y en la Cámara ¿quién protesta? Nadie. Pero aquí la gente se muere».

 

 

Tal era la dramática conclusión del articulista, con gran aceptación del público.

 

El domingo 11 de diciembre de 1910, en plena campaña periodística por la epidemia de meningitis, se celebró en la Cámara de Trabajo una asamblea de delegados de todas las asociaciones ciudadanas. La meningitis cerebro-espinal no se había incluido en el orden del día. En una circular enviada cuatro días antes a las organizaciones en cuestión, Gino Pesci había señalado «la inquietud en que viven los ciudadanos a causa del progresivo aumento del precio de los víveres y de los alquileres» y decía que estaba convencido de que «para detener el movimiento ascendente» era «necesario participar en la intensa agitación de muchas otras ciudades de Italia». La asamblea fue realmente plenaria. Se constituyó un «comité de agitación contra la carestía de los víveres y de los alquileres». Y L’Unione Sarda aprobó la iniciativa añadiendo:

 

 

El prefecto, el comendador Germonio, que duerme profundamente cuando se trata de luchar enérgica y eficazmente contra la epidemia de meningitis, quiso mostrar ayer el máximo celo enviando un funcionario de la seguridad pública a la reunión de la Cámara de Trabajo, que tenía un carácter y unos objetivos exclusivamente económicos. Pero al comendador Germonio, que no quiere ni sabe dar satisfacción a los intereses supremos de los ciudadanos, no le gusta que le cojan de improviso. Por esto estableció un excelente servicio de información para conocer los nombres de la «canalla» que interviene en la Cámara de Trabajo.

 

 

En aquel clima de ánimos tensos, se supo al día siguiente que el jefe de policía de Bari, destituido a raíz de una investigación, era trasladado a Cagliari. La epidemia de meningitis estaba en su punto culminante. Existía una verdadera exasperación ante la astronómica subida de los precios. Solo faltaba, para excitar todavía más las pasiones, la nueva demostración de la idea que las autoridades centrales tenían de Cerdeña como una tierra de castigo. «De modo que —reaccionó L’Unione Sarda— para el gran Luzzatti, amigo entrañable de Cerdeña, Cagliari y toda la isla son tierras de castigo, de relegación, y si un funcionario, por incapacidad o indignidad, resulta incompatible en el continente, se encuentra enseguida la solución: Cerdeña es el domicilio adecuado para estas gentes».

 

 

Poco después, se convocaron para los días 6, 7 y 8 de enero de 1911 las elecciones para la renovación de la comisión ejecutiva de la Cámara de Trabajo. Los candidatos eran el ferroviario Salvatore Baire, el picapedrero Salvatore Crovato, el metalúrgico Luigi Pavero, el empleado Gennaro Gramsci, el marmolista Luigi Onali, el sastre Angelo Pischedda y el calderero Alfredo Romani. Gennaro Gramsci fue uno de los elegidos y se encargó de la caja. Naturalmente, la cosa no podía dejar de tener consecuencias, dado el severo control que la policía ejercía entonces sobre los dirigentes sindicales. Al poco tiempo, Francesco Gramsci y Peppina Marcias supieron en Ghilarza que se había solicitado información sobre Gennaro. Su inquietud fue terrible. Furioso e inquieto, el señor Ciccillo pensaba hacer un viaje a Cagliari para ver todo con claridad. Antonio escribió entonces a su madre (la carta se publica aquí por primera vez):

 

 

Te contesto inmediatamente para que papá no haga la tontería de venir aquí. Os asustáis porque la policía pide informaciones de uno. No hay razón alguna para inquietarse. No sé que os imaginaréis: que Nannaro está en la cárcel, entre cuatro carabineros. No tengáis miedo, que no pasará nada de esto. Nannaro ha aceptado algunos cargos en la Cámara de Trabajo; por esto, su nombre, hasta ahora desconocido, ha llegado a los ojos de la policía, que ha querido saber quién era este revolucionario, este nuevo degollador: esa ha sido la causa de que haya pedido informaciones. ¿Estás satisfecha? Como ves, no se trata de nada malo y todo termina ahí. Ha habido una huelga y, dado que Nannaro es el tesorero de la Cámara de Trabajo, la policía quería saber su dirección para secuestrar los fondos y hacer cesar la huelga; pero la huelga ha terminado por sí sola y los fondos se han quedado donde estaban. Para otra vez, cuando sepáis cosas de este tipo, quedaos tranquilos y reíos en las barbas del teniente y de todos los carabineros, como hago yo mismo: pobrecillos, en el fondo hay que compadecerlos. Ocupándose como se ocupan de socialistas y de anarquistas, no tienen tiempo de pensar en los ladrones y malhechores y tienen miedo de que les roben el tricornio.

 

 

Antonio Gramsci tenía veinte años. Se había integrado mejor en el ambiente de la ciudad y, leyendo sus cartas inéditas de este periodo, nos formamos de él una nueva imagen: la de un estudiante desmelenado, un tumultuoso frecuentador del gallinero de los teatros. «Por mi espléndida cabellera que ondea por el viento, me han tomado por una muchacha y se han extrañado de que una mujer hiciese tanto ruido en el teatro, porque solo veían la cabeza y la mano que hacía un sonoro chasquido. Yo no me lo he tomado mal; al contrario, he agradecido la atención que me prestaban». Y añadía: «La otra noche me llamaron la atención porque admiraba en voz alta los espléndidos bigotes de un guardia; le he dicho que, si no quería que se hablase de su bigote, se lo cortase». Pero detrás de esta apariencia de buen humor la vida de Antonio era muy triste.

 

 

Sin la ayuda de casa, el salario de Gennaro no bastaba ya para los dos. La vida se había encarecido y dos personas no podían vivir con cien liras al mes. Antonio escribió entonces a su padre:

 

«Nannaro ya se ha sacrificado bastante; se ha hecho anticipar algún dinero, pero ahora no sabe cómo arreglárselas; cada día le veo más serio y hoy estaba decidido a enviarme nuevamente a Ghilarza… Solo con mis ruegos he podido convencerle de que escribiéndote esta noche todo se arreglará».

 

Siguió sus estudios en Cagliari, pero en condiciones muy difíciles. Años más tarde recordará:

 

«Empecé por dejar de tomar el café por la mañana; después procuraba comer lo más tarde posible y así me ahorraba la cena. Durante ocho meses hice una sola comida al día y llegué al final del tercer año de instituto en condiciones de grave desnutrición».

 

 

Los chicos de su edad, la quinta de 1891, pasaban la visita para la movilización. Eran en toda la isla 11.632; más de la mitad, 7.968, fueron excluidos del servicio militar por inútiles; y la causa declarada de la inutilidad de 2.486 de ellos fue la desnutrición. Era inconcebible que entre aquellas masas hambrientas y entre aquellos intelectuales sentimentalmente próximos a las mismas pudiese propagarse la estrecha concepción del socialismo de los sindicatos reformistas del norte, sustancialmente alineado con los fautores del proteccionismo y, por consiguiente, insensible de hecho a la trágica condición del subproletariado agrícola meridional. Al contrario, empezaba a despuntar el socialismo «campesino», de inspiración salveminiana. Por su hermana Teresina sabemos que Gramsci seguía con gran interés los escritos de Salvemini. En La Voce del 13 de octubre de 1910, el intransigente meridionalista había anticipado una parte de su informe al congreso socialista de Milán, donde exponía la posición de los «reformistas disidentes»: estos «no aceptan el revolucionarismo verbal, pero tampoco pretenden que el reformismo sea sinónimo de ministerialismo, de giolittismo, de masonería crónica y haga del partido socialista una nueva organización oligárquica al servicio exclusivo de las corporaciones obreras más poderosas y en detrimento de la mayor parte de la clase trabajadora no electoral». En Cerdeña, la orientación que correspondía en cierto sentido a la de Salvemini era una mezcla de sardismo, radicalizado hasta el separatismo, y de socialismo, no exento de tonos revolucionarios: el resultado era una especie de socialsardismo tan heterodoxo en relación con Marx como son las concepciones federales de un Cattaneo. La lucha de clases era uno de sus elementos doctrinales; pero la clase a combatir se identificaba, confusamente y con una peligrosa generalidad, con los ricos del continente; y entre los ricos, o por lo menos entre los privilegiados, se incluía a los obreros de la industria. La organización política del sardismo, el Partido Sardo de Acción, con temas y un programa precisos, no se fundó hasta 1919; hasta entonces el sardismo no fue más que un clima de rebelión contra el centralismo estatal.

 

En marzo de 1911 se celebraron en Turín las grandes fiestas conmemorativas del primer cincuentenario de la unidad. Podía ser una excelente ocasión para la tregua, para el adormecimiento de los encendidos ánimos regionalistas. Pero el aluvión de retórica no bastó. El resentimiento era tenaz y contribuyó a agudizarlo el hecho de que no se concediesen facilidades de viaje a los alcaldes sardos invitados a Turín para la gran asamblea que había de celebrarse el 17 de marzo. El alcalde de Cossoine, Agostino Senes, rechazó la invitación con este telegrama: «No asistiré porque las grandes reducciones ferroviarias no llegan a la vieja Cerdeña, olvidada por todos». Se le unió el alcalde de Fluminimaggiore con esta otra respuesta: «Dada la gran distancia y la no concesión de rebajas para el viaje desde Cerdeña y las limitaciones financieras de mi ayuntamiento me es imposible asistir a la asamblea de alcaldes, a la cual me adhiero, sin embargo, con corazón de italiano». Con matices distintos, representaban el estado de ánimo generalizado en Cerdeña. L’Unione Sarda calificó al ministro Sacchi de «mezquinamente tacaño».

 

 

En aquella época, ¿a qué fase de desarrollo había llegado el «proceso vital» de Antonio Gramsci? Por una carta de 1924 sabemos que por entonces estaba convencido de que «había que luchar por la independencia nacional de la región». También parece ilustrar sobre la primera formación de Gramsci en aquel periodo de estudios secundarios una composición de Italiano que escribió en el tercer año (en enero de aquel mismo año, Gramsci había cumplido los veinte años). El profesor de segundo año Raffa Garzìa estaba enfermo y había pedido la excedencia. Le había sucedido en la cátedra de Italiano un hombre alto y soñador, Vittorio Amedeo Arullani, lector agudo de los textos clásicos y, en política, abierto a todas las ideas, sin ser de izquierda. Fue con él con quien Antonio Gramsci hizo una redacción sobre el colonialismo y los pueblos oprimidos:

 

Un día se propaga la noticia: un estudiante ha asesinado al gobernador inglés de la India; o bien: los italianos han sido derrotados en Dogali; o bien: los boxers han exterminado a los misioneros europeos. Entonces, la vieja Europa horrorizada lanza imprecaciones contra los bárbaros, contra los salvajes, y se lanza una nueva cruzada contra aquellos pueblos infelices… Las guerras se hacen en nombre del comercio, no de la civilización: los ingleses han bombardeado muchas ciudades de China porque los chinos no querían aceptar su opio. ¡Esto no es la civilización precisamente! Y los rusos y los japoneses se han matado entre sí para dominar el comercio de Corea y de Manchuria.

 

 

El tema terminaba de una manera que ya revelaba claramente la adhesión del joven alumno del Liceo Dettori al marxismo:

 

 

La Revolución francesa abatió muchos privilegios, liberó a muchos oprimidos, pero no hizo más que sustituir el dominio de una clase por el dominio de otra. Sin embargo, dejó una gran enseñanza: que los privilegios y las diferencias sociales son producto de la sociedad y no de la naturaleza y por esto pueden superarse. La humanidad tiene necesidad de un nuevo bautismo de sangre para cancelar muchas de estas injusticias: ¡que los dominadores no se arrepientan entonces de haber dejado a las masas en el estado de ignorancia y de ferocidad en que hoy se encuentran!

 

 

Esto se escribió en 1911; seis años después caería el régimen zarista. En el examen de grado, Gramsci obtuvo un nueve en Italiano escrito; fue el profesor Arullani quien puso la nota. Las notas restantes, incluso las de las materias científicas, fueron también satisfactorias. Gramsci cuenta:

 

Después del primer año de instituto dejé de estudiar Matemáticas; elegí, en cambio, Griego (entonces había que optar entre las dos disciplinas); pero en el tercer año demostré que había conservado una notable «capacidad». Ocurría que, en tercer año, para estudiar Física había que conocer los elementos de Matemáticas que los alumnos que habían elegido Griego no tenían obligación de saber. El profesor de Física, que era muy calificado (Francesco Maccarone, socialista y amigo de Gennaro Gramsci), se divertía enormemente planteándonos dificultades. En el último interrogatorio del tercer trimestre me puso preguntas de física relacionadas con la matemática, diciéndome que de la exposición que hiciese dependía el promedio anual y, por consiguiente, la obtención de la licencia con o sin examen: se divertía mucho viéndome en la pizarra y me dejó todo el tiempo que quise. Estuve media hora ante la pizarra, me llené de yeso de la cabeza a los pies, intenté, volví a intentar, escribí, borré, pero finalmente «inventé» una demostración que el profesor consideró excelente, aunque no se encontrase en ningún tratado. Este profesor —concluye Gramsci—, que conoció a mi hermano mayor, en Cagliari, me torturó con sus risas durante todo el tiempo que quedaba de escuela: me llamaba el físico helenizante»

 

 

Aparte del nueve en Italiano escrito, Antonio Gramsci concluyó los estudios del instituto, en la primera sesión, con un ocho en todas las materias…

 

(Continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

*

lunes, 22 de abril de 2024

 

1145

 

EL ESTADO Y LA REVOLUCIÓN

Lenin

 

( 20 )

 

 

 

CAPÍTULO VI

 

EL ENVILECIMIENTO DEL MARXISMO POR LOS

OPORTUNISTAS

 

El problema de la actitud del Estado hacia la revolución social y de esta hacia aquel, como en general el problema de la revolución, ha preocupado muy poco a los más notables teóricos y publicistas de la Segunda Internacional (1889-1914). Pero lo más característico del proceso de desarrollo gradual del oportunismo, que llevó a la bancarrota de la Segunda Internacional en 1914, es que incluso cuando han abordado de lleno esta cuestión se han esforzado por eludirla o no la han advertido.

 

En términos generales puede decirse que de este enfoque evasivo ante el problema de actitud de la revolución proletaria hacia el Estado, enfoque evasivo favorable para el oportunismo y del que se nutría este, surgió la tergiversación del marxismo y su completo envilecimiento.

 

Para caracterizar, aunque sea brevemente, este proceso lamentablemente fijémonos en los teóricos más destacados del marxismo, en Plejánov y Kautsky.

 

 

 

1. La polémica de Plejánov con los anarquistas

 

Plejánov consagró a la actitud del anarquismo hacia el socialismo un folleto titulado Anarquismo y socialismo, que se publicó en alemán en 1894. Plejánov se las ingenió para tratar este tema eludiendo en absoluto lo más actual, lo más candente y lo más esencial desde el punto de vista político en la lucha contra el anarquismo: ¡precisamente la actitud de la revolución hacia el Estado y la cuestión del Estado en general! En su folleto descuellan dos partes. Una, histórico-literaria, con valiosos materiales referentes a la historia de las ideas de Stirner, Proudhon, etcétera. Otra, filistea, con torpes razonamientos en torno al tema de que un anarquista no se diferencia de un bandido.

 

La combinación de estos temas es en extremo curiosa y característica de toda la actuación de Plejánov en vísperas de la revolución y en el transcurso del período revolucionario en Rusia. En efecto, en los años de 1905 a 1917, Plejánov se reveló como un semidoctrinario y un semifilisteo que en política marchaba a la zaga de la burguesía. Hemos visto cómo Marx y Engels, polemizando con los anarquistas, aclaraban con el máximo celo sus puntos de vista acerca de la actitud de la revolución hacia el Estado. Al editar en 1891 la Crítica del programa de Gotha, de Marx, Engels escribió:

 

 

“Nosotros (es decir, Engels y Marx) nos encontrábamos entonces en pleno apogeo de la lucha contra Bakunin y sus anarquistas: desde el Congreso de La Haya de la (Primera) Internacional apenas habían transcurrido dos años”.

 

 

Los anarquistas intentaban reivindicar como “suya”, por decirlo así, precisamente la Comuna de París, como una confirmación de su doctrina, sin comprender en absoluto las enseñanzas de la Comuna y el análisis en estas enseñanzas hecho por Marx. El anarquismo no ha aportado nada que se acerque siquiera a la verdad a estas cuestiones políticas concretas: ¿Hay que destruir la vieja máquina del Estado? ¿Y con qué sustituirla?

 

 

Pero hablar de “anarquismo y socialismo”, eludiendo toda la cuestión del Estado, no advirtiendo todo el desarrollo del marxismo antes y después de la Comuna, significaba deslizarse inevitablemente hacia el oportunismo, pues no hay nada que tanto interese al oportunismo como que no se planteen en modo alguno las dos cuestiones que acabamos de señalar. Esto es ya una victoria del oportunismo.

 

 

 

2. La polémica de Kautsky con los oportunistas

 

 

Es indudable que al ruso se ha traducido una cantidad incomparablemente mayor de obras de Kautsky que a ningún otro idioma. No en vano algunos socialdemócratas alemanes bromean diciendo que Kautsky es más leído en Rusia que en Alemania. (Dicho sea entre paréntesis, esta broma encierra un sentido histórico más profundo de lo que sospechan sus autores: los obreros rusos, que en 1905 sentían una apetencia extraordinaria, nunca vista, por las mejores obras de la mejor literatura socialdemócrata del mundo, a quienes se suministró una cantidad inaudita para otros países de traducciones y ediciones de estas obras, trasplantaban, por decirlo así, con ritmo acelerado, al joven terreno de nuestro movimiento proletario la formidable experiencia del país vecino más adelantado).

 

A Kautsky se le conoce especialmente entre nosotros, no solo por su exposición popular del marxismo, sino también por su polémica contra los oportunistas, a la cabeza de los cuales figuraba Bernstein. Lo que apenas se conoce es un hecho que no puede silenciarse cuando se propone uno la tarea de investigar cómo Kautsky ha caído en esa confusión y en esa defensa increíblemente vergonzosa del socialchovinismo durante la profundísima crisis de los años 1914-1915. Es precisamente el hecho de que antes de enfrentarse con los más destacados representantes del oportunismo en Francia (Millerand y Jaurés) y en Alemania (Bernstein), Kautsky dio pruebas de grandísimas vacilaciones. La revista marxista Zaria, que se editó en Stuttgart de 1901 a 1902 y que defendía las concepciones revolucionario-proletarias, vióse obligada a polemizar con Kautsky y a calificar de “elástica” la resolución presentada por él en el Congreso Socialista Internacional de París en el año 1900, resolución evasiva que se quedaba a la mitad de camino y adoptaba ante los oportunistas una actitud conciliadora. Y en Alemania han sido publicadas cartas de Kautsky que revelan las vacilaciones no menores que le asaltaron antes de lanzarse a la campaña contra Bernstein. Pero aún encierra una significación mucho mayor la circunstancia de que en su misma polémica con los oportunistas, en su planteamiento de la cuestión y en su modo de tratarla, advertimos hoy, cuando estudiamos la historia de la más reciente traición contra el marxismo cometida por Kautsky, una propensión sistemática al oportunismo en lo que toca precisamente al problema del Estado.

 

Tomemos la primera obra importante de Kautsky contra el oportunismo: su libro Bernstein y el programa socialdemócrata.

 

Kautsky refuta con todo detalle a Bernstein. Pero he aquí una cosa característica. En sus Premisas del socialismo, célebre a lo Eróstrato, Bernstein acusa al marxismo de “blanquismo” (acusación que a partir de entonces han repetido miles de veces los oportunistas y los burgueses liberales de Rusia contra los representantes del marxismo revolucionario, los bolcheviques). Bernstein se detiene especialmente en La guerra civil en Francia, de Marx, e intenta –con muy poca fortuna, como hemos visto– identificar el punto de vista de Marx sobre las enseñanzas de la Comuna con el punto de vista de Proudhon. Bernstein consagra una atención especial a aquella conclusión de Marx que este subrayó en su prefacio de 1872 a El manifiesto comunista y que dice así:

 

“La clase obrera no puede limitarse a tomar simplemente posesión de la máquina estatal existente y a ponerla en marcha para sus propios fines”.

 

 

A Bernstein le “gustó” tanto esta sentencia, que la repitió no menos de tres veces en su libro, interpretándola en el sentido más tergiversado y oportunista. Marx quiere decir, como hemos visto, que la clase obrera debe destruir, romper, hacer saltar (Sprengung: explosión, es el término que emplea Engels) toda la máquina del Estado. Pues bien: Bernstein presenta la cosa como si, con estas palabras, Marx precaviese a la clase obrera contra un revolucionarismo excesivo al conquistar el poder. No cabe imaginarse un falseamiento más grosero ni más escandaloso del pensamiento de Marx.

 

Ahora bien, ¿qué hizo Kautsky en su minuciosa refutación de la bernsteiniada? Rehuyó analizar en toda su profundidad la tergiversación del marxismo por el oportunismo en este punto. Adujo el pasaje, citado más arriba, del prefacio de Engels a La guerra civil, de Marx, diciendo que, según Marx, la clase obrera no puede tomar simplemente posesión de la máquina estatal existente, pero que en general sí puede tomar posesión de ella, y nada más. Kautsky no dice ni una palabra de que Bernstein atribuye a Marx exactamente lo contrario del verdadero pensamiento de este, ni dice que, desde 1852, Marx destacó como tarea de la revolución proletaria el “destruir” la máquina del Estado.

 

¡Resulta, pues, que en Kautsky quedaba esfumada la diferencia más esencial entre el marxismo y el oportunismo en cuanto a las tareas de la revolución proletaria! La solución del problema de la dictadura proletaria –escribía Kautsky contra Bernstein– es cosa que podemos dejar con plena tranquilidad al porvenir. Esto no es una polémica contra Bernstein, sino, en el fondo, una concesión a este, una entrega de posiciones al oportunismo, pues, de momento, nada hay que tanto interese a los oportunistas como el “dejar con plena tranquilidad al porvenir” todas las cuestiones cardinales sobre las tareas de la revolución proletaria.

 

 

Desde 1852 hasta 1891, a lo largo de cuarenta años, Marx y Engels enseñaron al proletariado que debía destruir la máquina del Estado. Pero Kautsky, en 1899, ante la completa traición al marxismo que cometen en este punto los oportunistas, sustituye la cuestión de si es necesario destruir o no esta máquina por la cuestión de las formas concretas que ha de revestir la destrucción, y va a refugiarse bajo las alas de la verdad filistea “indiscutible” (y estéril) ¡¡de que estas formas concretas no podemos conocerlas de antemano!!

 

Entre Marx y Kautsky media un abismo en su actitud ante la tarea del partido proletario de preparar a la clase obrera para la revolución. Veamos una obra posterior más madura de Kautsky, consagrada también en gran parte a refutar los errores del oportunismo: su folleto La revolución social. El autor toma aquí como tema especial la cuestión de la “revolución proletaria” y del “régimen proletario”. Nos ofrece muchas cosas de gran valor, pero elude precisamente la cuestión del Estado. En este folleto se habla a cada momento de la conquista del poder estatal, y solo de esto; es decir, se elige una fórmula que constituye una concesión a los oportunistas, toda vez que admite la conquista del poder sin destruir la máquina del Estado. Justamente aquello que en 1872 Marx declaraba “anticuado” en el programa de El manifiesto comunista es lo que Kautsky resucita en 1902.

 

En ese folleto se consagra un apartado especial a las “formas y armas de la revolución social”. Se habla de la huelga política de masas, de la guerra civil, de esos “medios de fuerza del gran Estado moderno que son la burocracia y el ejército”, pero no se dice ni palabra de lo que ya enseñó a los obreros la Comuna. Es evidente que Engels sabía lo que hacía cuando prevenía, especialmente a los socialistas alemanes, contra la “veneración supersticiosa” del Estado.

 

Kautsky presenta la cosa así: el proletariado triunfante convertirá en realidad el programa democrático”. Y expone los puntos de este. Ni una palabra se nos dice de lo que el año 1871 aportó como nuevo en lo que concierne a la sustitución de la democracia burguesa por la democracia proletaria. Kautsky se contenta con banalidades de tan “seria” apariencia como esta:

 

“es de por sí evidente que no alcanzaremos la dominación en las condiciones actuales. La misma revolución presupone largas y profundas luchas que cambiarán ya nuestra actual estructura política y social”.

 

 

No hay duda de que esto es algo “de por sí evidente”, tan “evidente” como que los caballos comen avena y que el Volga desemboca en el mar Caspio. Solo es de lamentar que con frases vacuas y ampulosas sobre “profundas” luchas se eluda una cuestión vital para el proletariado revolucionario: la de saber en qué se expresa la “profundidad” de su revolución respecto al Estado, respecto a la democracia, a diferencia de las revoluciones anteriores, de las revoluciones no proletarias. Al eludir esta cuestión, Kautsky de hecho hace una concesión, en un punto tan esencial, al oportunismo, al que había declarado, de palabra, una terrible guerra, subrayando la importancia de la “idea de la revolución” (¿vale mucho esta “idea”, cuando se teme propagar entre los obreros las enseñanzas concretas de la revolución?), o diciendo: “el idealismo revolucionario, ante todo”, o manifestando que los obreros ingleses apenas son ahora “algo más que pequeñoburgueses”.

 

 

En una sociedad socialista –escribe Kautsky– pueden coexistir las más diversas formas de empresas: la burocrática (¿¿??), la tradeunionista, la cooperativa, la individual (…) Hay, por ejemplo, empresas que no pueden desenvolverse sin una organización burocrática (¿¿??), como ocurre con los ferrocarriles. Aquí la organización democrática puede revestir la forma siguiente: los obreros eligen delegados, que constituyen una especie de parlamento llamado a establecer el régimen de trabajo y a fiscalizar la administración del aparato burocrático. Otras empresas pueden entregarse a la administración de los sindicatos obreros; otras, en fin, pueden ser organizadas sobre el principio del cooperativismo.

 

 

Estas consideraciones son erróneas y representan un retroceso respecto a lo expuesto por Marx y Engels en la década de los setenta tomando como ejemplo las enseñanzas de la Comuna. Desde el punto de vista de la necesidad de una organización pretendidamente “burocrática”, los ferrocarriles no se distinguen absolutamente en nada de todas las empresas de la gran industria mecánica en general, de cualquier fábrica, de un almacén importante o de una vasta empresa agrícola capitalista. En todas las empresas de esta índole, la técnica impone incondicionalmente una disciplina rigurosísima y la mayor puntualidad en la ejecución del trabajo asignado a cada uno, a riesgo de paralizar toda la empresa o de deteriorar el mecanismo o los productos. En todas estas empresas, los obreros procederán, como es natural, a “elegir delegados que constituirán una especie de parlamento”.

 

 

Pero todo el quid del asunto reside precisamente en que esta “especie de parlamento” no será un parlamento por el estilo de las instituciones parlamentarias burguesas. Todo el quid reside en que esta “especie de parlamento” no se limitará a “establecer el régimen de trabajo y a fiscalizar la administración del aparato burocrático”, como se figura Kautsky, cuyo pensamiento no se sale del marco del parlamentarismo burgués. En la sociedad socialista, esta “especie de parlamento” de diputados obreros tendrá como misión, naturalmente, “establecer el régimen de trabajo y fiscalizar la administración” del “aparato”, pero este “aparato no será burocrático”. Los obreros, después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático, lo demolerán hasta los cimientos, no dejarán de él piedra sobre piedra, lo sustituirán por otro nuevo, formado por los mismos obreros y empleados, contra cuya transformación en burócratas se tomarán sin dilación las medidas analizadas con todo detalle por Marx y Engels:

 

1) no solo elegibilidad, sino amovilidad en cualquier momento; 2) sueldo no superior al salario de un obrero; 3) inmediata implantación de un sistema en el que todos desempeñen funciones de control y de inspección y todos sean “burócratas” durante algún tiempo, para que, de este modo, nadie pueda convertirse en “burócrata”.

 

Kautsky no se paró, en absoluto, a meditar las palabras de Marx:

 

“La Comuna no era una corporación parlamentaria, sino una corporación de trabajo que dictaba leyes y al mismo tiempo las ejecutaba.”

 

Kautsky no comprendió, en absoluto, la diferencia entre el parlamentarismo burgués, que asocia la democracia (no para el pueblo) al burocratismo (contra el pueblo), y la democracia proletaria, que toma inmediatamente medidas para cortar de raíz el burocratismo y que estará en condiciones de llevar estas medidas hasta el fin, hasta la completa destrucción del burocratismo, hasta la implantación completa de la democracia para el pueblo. Kautsky revela aquí la misma “veneración supersticiosa” hacia el Estado, la misma “fe supersticiosa” en el burocratismo.

 

 

Pasemos a la última y mejor obra de Kautsky contra los oportunistas, a su folleto El camino del poder (inédito, según creemos, en ruso, ya que se publicó en pleno apogeo de la reacción en nuestro país, en 1909). Este folleto representa un gran paso adelante, ya que en él no se habla de un programa revolucionario en general, como en el folleto de 1899 contra Bernstein, ni de las tareas de la revolución social haciendo abstracción del momento en que esta se produce, como en el folleto La revolución social, de 1902, sino de las condiciones concretas que nos obligan a reconocer que comienza la “era de las revoluciones”. El autor habla concretamente de la agudización de las contradicciones de clase en general y también del imperialismo, que desempeña un importantísimo papel en este sentido. Después del “período revolucionario de 1789 a 1871” en Europa occidental, en 1905 comienza un período análogo para el Este. La guerra mundial se avecina con amenazante celeridad. “El proletariado no puede hablar ya de una revolución prematura”. “Hemos entrado en un período revolucionario”. “La era revolucionaria comienza”.

 

Estas manifestaciones son absolutamente claras. Este folleto de Kautsky debe servir de índice para comparar lo que la socialdemocracia alemana prometía ser antes de la guerra imperialista y lo bajo que cayó (incluido el mismo Kautsky) al estallar la guerra. “La situación actual –escribía Kautsky en el citado folleto– encierra el peligro de que a nosotros (es decir, a la socialdemocracia alemana) se nos puede tomar fácilmente por más moderados de lo que somos en realidad.” ¡En realidad, el Partido Socialdemócrata Alemán resultó ser incomparablemente más moderado y más oportunista de lo que parecía!

 

Ante estas manifestaciones tan definidas de Kautsky a propósito de la era, ya iniciada, de las revoluciones, es tanto más característico que, en un folleto consagrado, según sus propias palabras, a analizar precisamente la cuestión de la “revolución política”, vuelva a eludirse por completo la cuestión del Estado. De la suma de estas omisiones de la cuestión, de estos silencios y de estas evasivas resultó inevitablemente ese paso completo al oportunismo del que tendremos que hablar a continuación.

 

En la persona de Kautsky, la socialdemocracia alemana parecía declarar: mantengo mis concepciones revolucionarias (1899). Reconozco, en particular, el carácter inevitable de la revolución social del proletariado (1902). Reconozco que ha comenzado la nueva era de las revoluciones (1909). Pero, a pesar de todo esto, retrocedo con respecto a lo que dijo Marx ya en 1852 tan pronto como se plantea la cuestión de las tareas de la revolución proletaria, en relación con el Estado (1912).

 

 

Exactamente así se planteó, de un modo tajante, la cuestión en la polémica de Kautsky con Pannekoek…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: LENIN. “El Estado y la revolución” ]

 

*

viernes, 19 de abril de 2024

 

 

1144

 

DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL

Andrés Piqueras

 

(03)

 

 

 

 

 

PARTE I

 

De la agonía del capital(ismo) y del

desvelamiento de su ilusión democrática

 

 

 

CAPÍTULO 1

 

De las características constitutivas de la sociedad

capitalista

 

El capitalismo es un modo de producción cuyas relaciones sociales fundamentales vienen mediatizadas por la forma mercancía, dando lugar a un tipo estructurado de práctica y cosmovisión social que al mismo tiempo estructura las acciones y las conciencias individuales. La forma mercancía está constituida por el trabajo humano abstracto que se despliega como trabajo asalariado, el cual viene implicado en la apropiación de la labor y del tiempo de vida de unos seres humanos por otros. El “trabajo abstracto” es tal por expresar la abstracción de las diferencias cualitativas de los trabajos concretos que producen valores de uso, para reducirlos todos a un trabajo intercambiable, representativo del conjunto de la sociedad. Está conectado, pues, al intercambio general de mercancías en virtud del tiempo socialmente necesario para su producción según el desarrollo de las fuerzas productivas de cada momento histórico. Eso quiere decir que el tiempo se hace entidad referencial de la sociedad capitalista, su engranaje de medición, que instaurará diferentes temporalidades (y otras tantas desigualdades derivadas de ellas) y determinará la lógica de los hechos y los procesos sociales; también el valor de las cosas y las personas.

 

Así que si el trabajo concreto de cada quien genera productos para satisfacer necesidades, el trabajo abstracto produce mercancías para aumentar la ganancia de quien lo posee (y no de quien lo ejerce), una vez que aquél as han pasado por el mercado (es decir, casi nunca esas mercancías están destinadas a quienes las producen). Mas la forma mercancía no alude sólo a los productos humanos destinados al mercado (como en otros modos de producción), sino que estructura toda la producción, distribución, consumo y, en suma, el conjunto de relaciones sociales en el capitalismo. Ella es la expresión materializada más simple de esas relaciones sociales.

 

De la mercancía emana el valor. Al realizar el intercambio de mercancías, éstas se reducen no a algo “material” en estricto sentido, sino a una abstracción que llamamos valor. El valor es una substancia lógica que determina la constitución de una determinada forma de mercado (auto-expansivo y omni-abarcador); se podría decir que es la auténtica “constitución” por la que se rigen las sociedades capitalistas. El valor es una relación social de producción que cobra cuerpo en las mercancías, de donde resulta el nexo social elemental del que derivan las formas de ser y de conciencia en la sociedad capitalista. El valor deviene una forma de riqueza que se media a sí misma y se mide a través del gasto de (tiempo de) trabajo abstracto empleado en la producción de mercancías, y que se expresa como valor de cambio o precio. El valor, a diferencia del valor de uso, es algo abstracto, una ilusión, pero al tiempo esa “ilusión” es lo más real, pues cada elemento particular de la sociedad resulta penetrado por ella. Es pues una ilusión objetiva que moldea toda la vida social. En el capitalismo, la ilusión-forma (o apariencia del contenido –el valor–) reina sobre la sociedad toda (Adorno, 1993).

 

Como quiera que las mercancías están directamente imbricadas en el valor en vez de vincularse a la riqueza material, lo importante en el capitalismo no es la generación de riqueza en cuanto que productos o bienes satisfactores de necesidades (valores de uso), sino la obtención incesante y ampliada de valor. Pero no tanto, tampoco, en sí mismo, sino como plusvalor. El valor como plusvalor es la medida al cambio con otras mercancías de la plusvalía extraída en cada una de ellas: el tiempo de trabajo humano empleado para producirlas y que no ha sido pagado, esto es, el plustrabajo o trabajo de más que se hace en beneficio de quien compra el trabajo. Dicho de otra manera, la plusvalía no es sino la expresión monetizada del plus-trabajo. Por eso, el valor hace que la riqueza se exprese en la sociedad capitalista como ganancia privada, toda la cual deviene de una u otra forma de la plusvalía obtenida en la esfera de la producción, aunque se realice o cobre existencia manifiesta a través del mercado (esfera de la circulación de mercancías).

 

Descompuesto en unidades de medida de valor, el tiempo dicta cuantitativamente la vida de los individuos, el propio valor de éstos. La cantidad ( valor) prevalece sobre la cualidad (valores de uso, satisfactores de necesidades humanas, características personales).

 

 

“Sólo allí donde la riqueza consiste en el tiempo de trabajo gastado, ésta [en cuanto que valor] comienza a regular a su vez las relaciones sociales” (Jappe, 2016).

 

 

Los valores de uso se fueron sometiendo al valor con la creación de un equivalente general, estable y permanente: el dinero. El dinero se convierte en el capitalismo en una mercancía universal que se separa de todas las otras para hacerse medida de todas el as en función del valor depositado en las mismas. Es la representación del valor, su concreción aprehensible, y tiene, como el valor, la finalidad de incrementarse a sí mismo.

 

Sin embargo, a pesar de que el trabajo humano es el creador de valor, tal hecho no se refleja en la forma dinero, porque la forma en que existe el dinero vela su propio contenido y es al mismo tiempo una expresión del antagonismo social. En general sólo se ve al dinero como la encarnación del valor de cambio puro, del que se ha borrado el recuerdo mismo de otro valor, el de uso (Marx) Es más, sin el dinero todos los trabajos en la producción serían concretos y por tanto inconmensurables, sin validación posible en el intercambio. El dinero es el que permite la circulación final de las mercancías, sin la cual ni el valor ni el trabajo abstracto cobrarían existencia. Es decir, que el dinero es a la vez algo sensible (en su parte física) y extra-sensible (como concreción del valor).

 

El mismo valor es objetividad y subjetividad. Cuando hablamos de trabajo se hacen visibles los seres humanos, en cambio si hablamos de valor parece algo del mundo exterior, independiente de la actividad humana y de su conciencia (Marx). Porque el valor es la objetivación de las fuerzas genéricas de la humanidad filtradas a través del trabajo abstracto, y aunque no se sea consciente de él, la conciencia humana está constituida por él. Ésta y la voluntad de las personas se encuentran determinadas como portadoras de una relación social cosificada en la mercancía (en cuanto que materialización del valor) (Backhaus).

 

El movimiento ampliado del valor como plusvalor (plusvalía) realizado en forma de dinero y reinvertido para generar más plusvalía traducida en el mercado como más dinero, es el capital. En sí mismo no es, por tanto, sino plusvalía reinvertida, trabajo no pagado listo para generar beneficio. El capital es una relación social y una forma de expresar la riqueza producida y acumulada por la sociedad. Como relación social determina dos clases fundamentales, una que se vende como “fuerza de trabajo” y otra que la compra. No obstante, precisa también de otras relaciones de explotación no mediadas por el salario o precio de la fuerza de trabajo (en las que la totalidad del trabajo no es pagado o lo es mediante formas no salariales o parasalariales), pero que son condición de posibilidad de esa mediación. El capital entraña un antagonismo ingénito, dado que la forma-ganancia al igual que la forma-dinero y la forma-mercancía son expresiones del antagonismo entre trabajo abstracto y trabajo concreto. Antagonismo que se traduce para quienes realizan uno y otro a la vez, en resistencia-lucha, susceptible de llevar a la oposición parcial o total del orden del capital, porque la vida humana como conjunto de valores de uso es intrínsecamente contradictoria con el valor. No puede perderse de vista aquí que el trabajo ajeno, además de ser la base del valor de cambio, es valor de uso para el capital (del que extrae plusvalor).

 

Por eso aunque el trabajo y el capital parten de una identificación, el segundo es fruto del trabajo, y ambos constituyen el modo de producción capitalista el trabajo tiende a desligarse del capital en cuanto que trabajo concreto.

 

 

“El valor de uso opuesto al capital en cuanto valor de cambio puesto, es el trabajo. El capital se intercambia o, en este carácter determinado, sólo está en relación con el no-capital, con la negación del capital, respecto a la cual sólo él es capital; el verdadero no-capital es el trabajo (Marx)

 

 

Cuando el capitalismo se establece como modo de producción dominante, se inaugura una época de dominio del valor en la sociedad, y se convierte en valor-capital (o simplemente capital), listo para valorizarse a sí mismo a través del trabajo humano abstracto. Eso significa que el valor conquista la posición de categoría autónoma, con vida propia, deviniendo en un movimiento de continua generación de plusvalor (acumulación ampliada de capital): esa es la substanciación del valor, que se constituye en motor del proceso de recreación social en su completitud (y por tanto, se hace enajenante de los seres humanos y de una sociedad que no tiene control sobre los automatismos a que ha dado lugar y que la rigen sin saberlo).

 

Esto hace que la forma de dominación pueda presentarse como abstracta e impersonal: imperativos y constricciones a los que todo el mundo está sujeto más allá de la intervención voluntaria de nadie. Porque, una vez instalado el mecanismo del valor, funciona como si fuera un “sujeto automático” ( antitético, pues, con una planificación social), y la subsecuente explotación económica no resulta efecto de la dominación política, sino al contrario.

 

El capitalismo reemplaza el lazo social comunitario por el nexo social abstracto del valor, es decir de las relaciones de intercambio de mercancías en las que éste se manifiesta. La independencia de los individuos de cualquier vínculo instituido de dominación personal, no da lugar, por tanto, a su libre coexistencia, sino que los hace dependientes de una abstracción social (el valor), que marca o determina su existencia común. “El valor funda un nexo social reificado que reúne a los individuos contraponiéndoseles como un poder ajeno, anónimo e impersonal” (Martín, 2014), que es a la vez antitético (basado en la explotación) y alienante (su existencia se oculta en formas fetichizadas). Porque el valor no es un mero elemento económico de significación y repercusiones limitadas, no es algo aislado en la esfera de la economía; es el nexo social fundamental, el elemento que da su razón de ser a la sociedad capitalista. Es a través del intercambio de mercancías, donde se realiza el valor, que se rompen las comunidades y se constituyen los individuos “independientes”; en realidad individuos abstractos, personificaciones de las mercancías (Holloway).

 

Como resultado, los mecanismos de Poder (con mayúsculas, metabólicos) en la sociedad capitalista no son “personales” sino materiales, “orgánicos” –de clase–. El valor, devenido capital, es el propio agente que, en su movimiento de reproducción ampliada, se expresa en –marca las condiciones y posibilidades de las– relaciones de dominación y poder, y políticas de Estado, incluyendo sus formas jurídico-constitucionales (según veremos en el siguiente capítulo). Es la fuente del Poder que se superpone a los poderes personales y que, en general, subordina a cualesquiera otros poderes en la sociedad capitalista, aunque se sirve también de el os para su propia reproducción, para la división y sometimiento del Trabajo.

 

Aquí reside la “gran transformación” que supuso el capitalismo, y en la que tanto incidió Polany (1989): la aparición de la economía como una esfera (aparentemente) separada del resto del medio social, que tiene al beneficio sin límites como principio impulsor. Desde el momento en que se impone el valor como forma de metabolismo social –ordenador de las relaciones humanas entre sí y con el hábitat natural–, secreta su Política metabólica y decanta también las posibilidades de las formas de institucionalidad. La política (con minúsculas) como expresión institucionalizada de gestión y administración social, opera constreñida por los principios del funcionamiento metabólico del valor-capital (la Política con mayúsculas por la que se rige el Sistema), a los que está forzada a salvaguardar. Se incardina, por tanto, en la economía (por eso los clásicos siempre hablaron de “economía política”). De hecho, las diferentes estructuras organizacionales del capitalismo están conectadas a las distintas expresiones del despliegue del valor-capital (de su ley de moción) por lo que las formas de dominación y de explotación aparecen difuminadas, veladas por ese mismo movimiento, y devienen, como se ha dicho, impersonales, aunque requieran de la dominación de clase (del Capital con mayúsculas, como conjunto de personificaciones agenciales del capital) y sus correspondientes estructuras de comando político para obtener su plena garantía de realización y pervivencia, porque la paradoja del “sujeto automático” es que no funciona de forma “tan” autónoma ni “tan” indefinidamente, sin manos que le den cuerda.

 

En realidad, el movimiento del valor-capital no sólo entraña explotación del trabajo ajeno, también dominación. Dominación agencial requerida no para hacer trabajar, obligación que viene dada por la “coacción sorda de las relaciones sociales de producción” (y la previa violencia estructural de la desposesión de medios de producción), sino para hacer que el trabajo sea efectivo, productivo. Las relaciones de dominación capitalistas se sustentan también en formas de poder y dominio pre-existentes a la imposición del capitalismo, sobre todo allí donde la subsunción formal del trabajo al capital no ha terminado de dar paso a la subsunción real. El gran éxito del capital como metabolismo social es que ha supeditado y puesto a su servicio todas las demás líneas de fractura de los seres humanos a su dinámica de extracción de plusvalor, que por eso se ha constituido en hegemónica, sustentadora de todo un sistema social hoy planetario.

 

Por consiguiente, el capital no sólo es trabajo no pagado (explotación), es también Poder (con mayúsculas, Poder metabólico) como capacidad de controlar el hacer de otros: su producción, su trabajo, y también su vida, para disolver el potencial de emancipación de los seres humanos, para evitar el trabajo libre, en cooperación (como parte de la vida de las personas dedicada a sí mismas) y convertir el trabajo concreto en “trabajo efectivo” (productivo), en trabajo mercancía. Las personas quedan convertidas a través del trabajo abstracto en mercancía “fuerza de trabajo”, la única mercancía que genera plus valor al usarla, pero también la única que se resiste a serlo, haciendo de la dominación capitalista siempre algo incompleto (Steimberg).

 

En las relaciones pre-capitalistas de dependencia personal no hay necesidad de que el trabajo y sus productos asuman formas fantásticas diferentes de su realidad. Todo el mundo tiene muy claro en qué radica la explotación, porque la conexión entre los/las productores/as y sus productos es transparente. Ninguna entidad abstracta media las relaciones humanas.

 

En la sociedad capitalista, sin embargo, el trabajo abstracto enfrenta a los individuos como una fuerza impersonal, no sólo ajena a sus necesidades y sensibilidades, sino también aparentemente a relaciones de poder.

 

Así traduce las palabras de Marx sobre este punto Postone:

 

 

“En una sociedad [capitalista] en la cual la mercancía es la principal categoría estructurante del conjunto, el trabajo y sus productos no están distribuidos socialmente por medio de vínculos, normas o relaciones explícitas de poder y dominación de tipo tradicional (…) como ocurría en otras sociedades. Por el contrario, el trabajo en sí mismo reemplaza dichas relaciones actuando como un medio cuasi-objetivo (…) que engloba, transforma y, hasta cierto punto, socava y suplanta, los vínculos sociales y las relaciones de poder tradicionales.”

 

 

Digámoslo una vez más, en la sociedad capitalista la forma necesaria en que aparece la mercancía vela su propio contenido, oculta el trabajo humano abstracto (de tal forma que son los productos de la actividad humana, convertidos en mercancías, los que se manifiestan con vida propia, ajenos al trabajo concreto de las personas que los produjeron) y al mismo tiempo continúa existiendo de manera antagónica, a la vez como valor de uso y valor. Es decir, la “objetividad social” se alcanza a costa de la alienación de la subjetividad. La actividad práctica enajenada de los seres humanos es el fundamento o contraparte social del valor. Misma subjetividad alienada que sirve al Poder del capital como sustento social y trasluce una racionalidad tautológica (de la que es prisionera buena parte de la Ciencia Social, que arranca de, y prolonga, esa alienación), al predicar que las cosas son así porque los seres humanos son (piensan, actúan, deciden, votan…) así.

 

En otros modos de producción la riqueza es ante todo riqueza material, y se distribuye por relaciones de fuerza y poder externas a la dinámica económica. En el capitalismo estas relaciones también actúan, pero complementariamente, dentro de los márgenes marcados por el propio proceso de reproducción del capital, esto es, del valor puesto a valorizarse a sí mismo.

 

El movimiento del capital como valor, su propio devenir, actúa pues en el sentido de apropiarse del conjunto de las condiciones sociales de existencia que le han precedido, para ponerlas al servicio de su reproducción, al tiempo que crea nuevas condiciones con el mismo objetivo. Esto es, la forma en que se expresa el valor adquiere “vida propia”, mientras que los seres humanos quedan sin existencia autónoma aparente en cuanto que “fuerza de trabajo” y sus relaciones sociales resultan cosificadas (mediadas por lo que producen, que se ha hecho mercancía). Con ello, no son las necesidades humanas las que dirigen el gasto de fuerza de trabajo, sino que la expresión muerta de esa energía, el valor-capital, ha subordinado a ella misma y a su incremento constante, la satisfacción de las necesidades humanas. Este fetichismo básico traza el carácter alienado y alienante de la sociedad capitalista, no en un sentido “absoluto”, como si fuera el negativo de una supuesta naturaleza humana des-alienada, sino en cuanto que el valor-capital es no sólo relación de producción sino igualmente de reproducción social. Es decir, el valor-capital es también conciencia, maneras de hacer las cosas y de entender el mundo (lo “objetivo” y lo “subjetivo” se solapan sin remedio, la “estructura” y la “supraestructura” se revuelven juntas).

 

Por tanto, en el modo de producción capitalista las condiciones de dominación son parte de las condiciones de reproducción del propio capital. Forman la garantía de valorización de los capitales individuales como “capital social y ponen en juego la totalidad de los aspectos y elementos de la realidad social, de la praxis socio-natural. Esa es la dimensión de metabolismo que adquiere el capital como sistema.

 

Queda aquí bien sintetizada, a mi juicio, la esencia del mismo:

 

 

“Supone la producción de los valores de uso como producción generalizada de mercancías y, con ella, la vigencia social general de la forma dinero y de la circulación mercantil, las que a su vez suponen el predominio de la relación de capital, es decir, la normalización de la apropiación del excedente en la forma del plusvalor y, por lo tanto, la regulación de la asignación del trabajo social y de la distribución de sus productos a través de la ley del valor en su forma específicamente capitalista, es decir, a través de la ley de formación de los precios de producción, etc. Todas estas formas sociales aparecen como procesos naturales y su lógica como leyes objetivas para las conciencias individuales (…)” (Piva)…

 

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento: DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL  /  Andrés Piqueras ]

 

*