viernes, 13 de diciembre de 2024

 

 

1255

 

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

22

 

Las noticias que llegaban de la Unión Soviética eran cada vez más inquietantes. Las disensiones surgidas dentro del grupo dirigente soviético, incluso antes de la muerte de Lenin, se habían agudizado y la lucha entre las fracciones era cada vez más violenta. Derrotado por la troika (Stalin, Zinóviev, Kámenev) después de su denuncia de la esclerosis burocrática del partido, y derrotado nuevamente en el dilema «revolución permanente» o «construcción del socialismo en un solo país», Trotski no por ello había atenuado su oposición a Stalin. Pero el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética concentraba ya en sus manos un poder inmenso. La recomendación del «testamento» dictado por Lenin el 24-25 de diciembre de 1922 y el 4 de enero de 1923 se había dejado de lado.

 

 

Desde que el camarada Stalin es secretario general —decía Lenin— reúne en sus manos un poder enorme y no estoy seguro de que siempre vaya a saber usarlo con la debida prudencia […]. Stalin es demasiado rudo, y este defecto es inadmisible en el cargo de secretario general. Por esto propongo a los camaradas que se encuentre el modo de alejar a Stalin de este cargo y que se nombre un sucesor [...] más paciente, leal, cortés, más atento con los camaradas y menos caprichoso.

 

 

 

Si, pese al severo juicio de Lenin, Stalin había permanecido en su puesto era gracias a Zinóviev y Kámenev; estos, preocupados en aquel momento de liquidar ante todo el antagonista que consideraban más peligroso, Trotski, habían apoyado al tercer miembro del triunvirato consiguiendo que el Comité Central, en una reunión de mayo de 1924, no enviase el «testamento» de Lenin al XIII Congreso del PCUS y que confirmase a Stalin en el cargo de secretario general del partido. Luego Stalin se deshizo a su vez de Zinóviev y Kámenev. El proceso de regresión de un régimen de democracia proletaria a un régimen de autocracia en nombre del proletariado se desarrollaba rápidamente. En el Politburó, Trotski, Zinóviev y Kámenev, unidos ahora en un bloque de las distintas oposiciones, estaban aislados. No solo les combatía Stalin, sino también la derecha (Bujarin, Ribov y Tomski). Y también les combatían los nuevos miembros (Mólotov, Voroshílov y Kalinin) que Stalin, que no quería depender exclusivamente del apoyo de la derecha, se había preocupado de hacer elegir para el Politburó en el XIV Congreso celebrado en diciembre de 1925. Entre el verano y el otoño de 1926, las rivalidades personales y las discordias en el terreno ideológico se habían exacerbado por la distinta interpretación que el bloque de los oposicionistas y la mayoría daban a la «nueva política económica» (NEP) iniciada por Lenin. La NEP era un sistema de economía mixta: la gran industria estaba bajo la dirección del Estado; la pequeña y media industria, el comercio y la agricultura estaban en manos de la iniciativa privada. Esto daba lugar a una oposición de intereses entre la clase obrera, sujeta a graves privaciones por la crisis industrial, y las capas rurales, que presionaban en favor de una política de precios bajos para los productos industriales y de precios altos para los productos de la agricultura. En la controversia, el bloque de las oposiciones de izquierda sostenía la exigencia de una rápida industrialización, único pilar estable de la revolución socialista. Decían que, de otro modo, el debilitamiento del proletariado y la excesiva fuerza que se daría a los campesinos ricos (kulaki) si se aceptaban sus exigencias, abrirían el camino a la restauración del capitalismo. Esta era la cuestión que se discutía en Moscú durante el verano-otoño de 1926; con una dureza acentuada por los resentimientos y la tensa hostilidad que había suscitado la lucha por el poder, Stalin no se había declarado decididamente en favor de la política filocampesina de Bujarin, pero en aquel momento la apoyaba. Creía conveniente solidarizarse con la derecha para eliminar definitivamente a los opositores de izquierda; calculaba también que si se procediese a la colectivización del campo podían manifestarse en el mundo campesino fermentos muy peligrosos mientras estuviera abierta la lucha contra Trotski, Zinóviev y Kámenev. El choque entre el bloque de los oposicionistas y la mayoría del Comité Central llegó a un momento de máxima violencia en octubre de 1926.

 

 

En general, Gramsci compartía las tesis de la mayoría. Ya se había opuesto a Trotski en la disputa entre «construcción del socialismo en un solo país» y «revolución permanente» (lo escribirá en una nota de la cárcel, rechazando la tesis del napoleonismo revolucionario, de la revolución exportada). Ahora, en la nueva controversia, no podía dejar de rechazar, dada su concepción de fondo (la alianza permanente entre los obreros y los campesinos era el elemento necesario para la estabilidad de las conquistas proletarias), el renacimiento del corporativismo obrero que le parecía entrever en las tesis del bloque de izquierda. Pero, aparte de la sustancia del debate, le inquietaba el modo en que este se desarrollaba, el furor, la violencia; le inquietaban los reflejos que la escisión en el seno del grupo dirigente del PCUS podía producir en el movimiento internacional, en plena lucha defensiva, especialmente en Italia, para no morir. ¿Podían dejar de tenerlo en cuenta los revolucionarios rusos? ¿Podían olvidar sus deberes hacia el proletariado de otros países? El 14 de octubre de 1926, por encargo del Buró Político del partido italiano, se decidió a escribir una carta sin velos ni tapujos al Comité Central del PCUS. La independencia de juicio había constituido siempre su fuerza. No tenía fetiches y por eso escribió lo que sentía.

 

 

 

Los comunistas italianos y todos los trabajadores conscientes de nuestro país —decía la carta— han seguido siempre con la máxima atención vuestras discusiones. En vísperas de cada uno de los congresos y de las conferencias del Partido Comunista ruso siempre estábamos seguros, pese a la violencia de las polémicas, de que la unidad del partido no estaba en peligro... Hoy, en vísperas de nuestra XV Conferencia, no tenemos ya la seguridad de antes; nos sentimos irresistiblemente angustiados; nos parece que la actual actitud del grupo de la oposición y la violencia de las polémicas exigen la intervención de los partidos hermanos […]. Camaradas, vosotros habéis sido en estos nueve años de historia mundial el elemento organizador y propulsor de las fuerzas revolucionarias de todos los países; las funciones que vosotros habéis realizado no tienen precedentes en toda la historia del género humano, nada hay que las iguale en amplitud y profundidad. Pero ahora estáis destruyendo vuestra obra, degradáis y corréis el peligro de anular la función dirigente que el Partido Comunista de la URSS había conquistado por impulso de Lenin; creemos que la violenta pasión de las cuestiones rusas os hace perder de vista los aspectos internacionales de las mismas, os hace olvidar que vuestros deberes de militantes rusos solo pueden y deben cumplirse en el marco de los intereses del proletariado internacional.

 

 

En cuanto a la sustancia del debate en curso en el PCUS, Gramsci no vacilaba en admitir el carácter paradójico de la situación denunciada por el bloque Trotski-Zinóviev-Kámenev: el proletariado, clase dominante, se encontraba en condiciones de vida inferiores a las de determinados elementos y estratos de la clase dominada y sometida.

 

 

Sin embargo —proseguía—, el proletariado no puede convertirse en clase dominante si no supera esta contradicción con el sacrificio de los intereses corporativos; no puede mantener su hegemonía y su dictadura si, incluso después de haber llegado a ser dominante, no sacrifica estos intereses inmediatos en aras de los intereses generales y permanentes de la clase. Es ciertamente fácil hacer demagogia en este terreno, es fácil insistir en los lados negativos de la contradicción: «¿Eres tú el dominador, obrero mal nutrido y mal vestido, o bien el dominador es el ‘nepman’ cubierto de pieles y que tiene a su disposición todos los bienes de la tierra?». Es fácil hacer demagogia en este terreno y es difícil no hacerla cuando la cuestión se ha planteado en términos del espíritu corporativo y no en términos de leninismo, de la doctrina de la hegemonía del proletariado, que históricamente se encuentra en una determinada posición y no en otra... En este elemento está la raíz de los errores del bloque de la oposición y el origen de los peligros latentes en su actividad. En la ideología y en la práctica del bloque de la oposición renace plenamente toda la tradición de la socialdemocracia y del sindicalismo, que ha impedido hasta ahora al proletariado occidental organizarse en clase dirigente.

 

 

A modo de conclusión, Gramsci lanzaba a los dos grupos en conflicto un llamamiento a la unidad:

 

 

Los camaradas Zinóviev, Trotski y Kámenev han contribuido poderosamente a educarnos para la revolución, nos han corregido a veces enérgica y severamente, han sido nuestros maestros. A ellos nos dirigimos especialmente como a los principales responsables de la situación actual, porque queremos estar seguros de que la mayoría del Comité Central del Partido Comunista de la URSS no pretende abusar de su victoria en la lucha y está dispuesta a evitar las medidas excesivas.

 

 

La carta no gustó a Togliatti, que estaba entonces en Moscú representando al partido italiano en la Internacional. Para él, el defecto esencial de aquel planteamiento consistía en haber colocado en primer plano el hecho de la escisión y solo en segundo plano el problema del carácter justo o erróneo de la línea seguida por la mayoría del Comité Central. Por ello dijo explícitamente, en una carta a Gramsci del 18 de octubre, que había que expresar la propia adhesión a la línea de la mayoría «sin poner ninguna limitación». Por lo demás, ¿qué sentido tenía el llamamiento a la unidad?

 

 

La posición que tomáis en vuestra carta —señalaba Togliatti— tiene un gran peligro porque lo más probable es que de ahora en adelante la unidad de la vieja guardia leninista no se mantenga ya de modo continuo o se realice muy difícilmente. En el pasado, el factor más importante de esta unidad era el enorme prestigio y la autoridad personal de Lenin. Este elemento no puede sustituirse.

 

 

Pero ¿era justo atribuir a todo el grupo dirigente la responsabilidad de la situación de ruptura, sin distinguir entre la mayoría y el bloque, de la oposición?

 

 

En la primera parte de vuestra carta, allí donde habláis de las consecuencias que puede tener para el movimiento occidental una escisión del partido ruso y de su núcleo dirigente, habláis indistintamente de todos los camaradas dirigentes rusos, no hacéis ninguna distinción entre los camaradas que están al frente del Comité Central y los dirigentes de la oposición. En la segunda página de la carta escrita por Antonio se invita a los camaradas rusos a «reflexionar y a ser más conscientes de su responsabilidad». No hay ninguna referencia a una posible distinción entre ellos... La única conclusión posible es que el Politburó del Partido Comunista italiano considera que todos son responsables, que hay que llamar a todos al orden. Es cierto que al final de la carta se corrige esta actitud. Se dice que Zinóviev, Kámenev y Trotski son «los principales» responsables de la situación y se añade: «Queremos estar seguros de que la mayoría del Comité Central del Partido Comunista de la URSS no pretende abusar de su victoria en la lucha y está dispuesta a evitar las medidas excesivas». La expresión «Queremos estar seguros» tiene un valor de limitación, es decir, se quiere significar con ella que no se está seguro. Ahora bien, aparte de las consideraciones sobre la oportunidad de intervenir en el actual debate ruso atribuyendo un poco de culpa incluso a la mayoría del Comité Central, aparte del hecho de que esta posición no puede dejar de pesar en beneficio total de la oposición, aparte de estas consideraciones de oportunidad, ¿puede afirmarse que la mayoría del Comité Central tenga también una parte de culpa?

 

 

Togliatti lo excluía. Estaba completamente de acuerdo con las posiciones del grupo Stalin-Bujarin y le parecía justo que la lucha contra el grupo Zinóviev-Kámenev-Trotski llegase a consecuencias extremas. Por eso no compartía la posición expresada en la carta de Gramsci, ni siquiera su llamamiento a evitar las «medidas excesivas» contra el bloque de la oposición.

 

 

Sin duda, hay un rigor en la vida interna del Partido Comunista de la Unión Soviética, pero debe haberlo. Si los partidos occidentales quisiesen intervenir cerca del grupo dirigente para hacer desaparecer este rigor, cometerían un grave error... Es justo que los demás partidos observen con preocupación la agudización de la crisis del Partido Comunista ruso, y es justo que intenten, en la medida de sus posibilidades, hacer que sea menos aguda. Pero es indudable que cuando se está de acuerdo con la línea del Comité Central, el mejor modo de contribuir a superar la crisis es expresar la propia adhesión a esta línea sin limitación alguna.

 

 

 

Después de leer la contestación de Togliatti, Gramsci no cambió de parecer. Lo cuenta el mismo Togliatti en una carta a Giansiro Ferrata:

 

«Gramsci recibió mi carta, a través de un miembro de la representación soviética en Roma. Probablemente hiciera una lectura rápida de la misma en una de las oficinas de dicha representación, donde le había sido entregada, y contestó enseguida con una breve nota en la que no aceptaba mi argumentación».

 

 

Fue el último contacto directo entre Gramsci y Togliatti. No volvieron a verse ni a escribirse nunca más.

 

 

Entre el 23 y el 26 de octubre se celebró en Moscú una reunión plenaria del Comité Central y de la Comisión Central de Control. La exhortación de Gramsci a evitar las «medidas excesivas» no encontró, naturalmente, eco alguno. El grupo Stalin-Bujarin estaba decidido a vencer completamente sin reservas. Los primeros resultados fueron la expulsión de Trotski del Politburó, la destitución de Zinóviev de su cargo de presidente de la Internacional (en el que le sustituyó Bujarin) y la expulsión de Kámenev del Politburó (en julio había tenido que ceder ya a Mikoyán su puesto de comisario para el comercio exterior).

 

 

 

Mientras tanto, el secretariado de la Internacional había decidido, después de la toma de posición de Gramsci, enviar a Italia a uno de sus secretarios, Jules Humbert-Droz, con la misión de exponer el estado de las disputas en el Partido Comunista ruso. Se convocó en Valpolcevera, cerca de Génova, una reunión del Buró Político italiano. La reunión tenía que celebrarse clandestinamente del 1 al 3 de noviembre. Pero el 31 de octubre, en vísperas de la reunión, la situación se precipitó. En Bolonia hubo un atentado contra Mussolini, atribuido a un muchacho de quince años, Anteo Zamboni. Esto constituyó un incentivo para las violencias fascistas: saqueos, expediciones punitivas (incluso contra la casa de Benedetto Croce, en Nápoles), incendio de las imprentas de los periódicos de oposición. Para Gramsci, moverse abiertamente era una aventura llena de peligros. A pesar de todo salió de Roma para Valpolcevera.

 

 

Quería llegar a Génova —refiere Togliatti sobre la base de las noticias que por entonces le comunicaron camaradas próximos a Gramsci— pasando por Milán, donde le esperaban algunos camaradas. Pero en Milán no pudo ni siquiera bajar del tren. Un comisario de policía, reteniéndole en el tren, le dijo: «Señor diputado, por su bien, vuélvase a Roma». Esto es lo que hizo. Tomó el primer tren que salía, salvando así del peligro tanto a los camaradas de Milán como a los de Génova, pero renunciando a participar en la reunión, para la cual se había preparado ampliamente.

 

 

Algunos días después, el 4 de noviembre, Gramsci escribía a Julia: «A causa de un incidente, he tenido que regresar a Roma». La reunión de Valpolcevera, que debía aclarar las cosas, no dio ningún resultado. En un informe de Ruggero Grieco a Togliatti, del 30 de noviembre de 1936, leemos: «Reunión modesta, a caballo entre el 31/10 y el 2/11. Faltaban Amadeo (Bordiga), Antonio (Gramsci), Angelo (Tasca) y otros. Éramos pocos...». No hay ningún elemento, ni siquiera vago, que permita creer que, después de la inútil reunión de Valpolcevera, Humbert-Droz intentara encontrarse separadamente con Gramsci, es decir, con el máximo dirigente del partido y autor e inspirador del documento enviado a Moscú. ¿Cabe pensar que lo que impidió el encuentro fue la rápida precipitación de los acontecimientos en Italia?

 

 

El atentado de Bolonia había sido un buen pretexto para el reforzamiento del poder fascista. El 5 de noviembre, el Consejo de Ministros dio el golpe definitivo contra la escasa democracia que todavía quedaba en Italia. El Gobierno acordó la anulación de todos los pasaportes, la utilización de las armas contra los que intentasen expatriarse clandestinamente, la supresión de los periódicos antifascistas, la disolución de los partidos y de las asociaciones contrarias al régimen. Estaba también a punto un proyecto de ley para la institución de la pena de muerte y para la creación de un tribunal especial: la Cámara tenía que discutirlo y aprobarlo el 9 de noviembre.

 

 

En aquella situación extrema todos creían que Gramsci había de ponerse a salvo. Se había dispuesto su refugio en Suiza. Con el encargo de acompañarlo hasta Milán, fue a Roma la esposa del administrador de L’Unità, Ester Zamboni. Pero Gramsci consideró que no debía seguirla. ¿Por qué motivos? Pueden ser dos.

 

 

Desde hacía tiempo —escribió Camilla Ravera a Togliatti en un informe redactado a mediados de noviembre de 1926— insistíamos en la necesidad de que Antonio se marchase «fuera», como dirigente de una organización nuestra en el exterior encargada de tareas particulares y estrechamente relacionada con nuestro centro. En general, Antonio oponía una cierta resistencia: decía que solo había que tomar dicha medida cuando las circunstancias la justificasen absolutamente a los ojos de los obreros; que los dirigentes tenían que permanecer en Italia, hasta el momento en que fuese realmente imposible; señalaba muchas otras razones, todas dignas de tomarse en consideración.

 

 

Influía mucho en él el deseo de no faltar a la sesión de la Cámara del 9 de noviembre, en la que se iban a discutir las leyes liberticidas aprobadas el día 5 por el Consejo de Ministros. Pero es probable también que no creyese en la eventualidad de la detención, porque el mandato parlamentario le garantizaba la inmunidad. Los últimos acontecimientos le inducían a un optimismo equivocado. El 6 de noviembre por la mañana, un diario fascista, Il Tevere, publicó, llamativamente, una moción de Roberto Farinacci. Esta moción proponía la revocación del mandato parlamentario de los diputados de la oposición; la cual se justificaba por la sistemática ausencia de los diputados del Aventino de las labores parlamentarias, motivo que no podía aplicarse a los comunistas, que ya hacía tiempo que se habían separado del Aventino y habían vuelto a ocupar su puesto en la asamblea parlamentaria; de hecho, en la lista nominal publicada por Il Tevere no estaban los diputados del grupo comunista. Probablemente en esto se basaba la relativa serenidad de Gramsci. La noche del 8 de noviembre reunió a algunos colegas del grupo en una sala del Montecitorio y encargó a Ezio Riboldi que, en la sesión del día siguiente, interviniese contra la propuesta de restablecimiento de la pena de muerte y contra la moción Farinacci de revocación del mandato parlamentario de los diputados del Aventino. Pero aquella misma noche se produjo el golpe teatral. «Hacia las ocho —recuerda Riboldi— Mussolini llamó a Farinacci y a Augusto Turati al palacio Chigi, donde residía, y les comunicó que había que añadir a la lista a los diputados comunistas». Farinacci objetó que la moción fundamentaba la expulsión en el abandono de las labores parlamentarias por parte de los diputados del Aventino y que esto no afectaba a los comunistas, que siempre habían participado en el Parlamento. Mussolini contestó que «la Corona lo quería así». El rey participaba en la preparación del golpe de Estado y lo apoyaba con esta condición. Muy tarde ya, y sin sospechar el cambio de última hora, Gramsci salió del Montecitorio y se dirigió a su casa, más allá de Porta Pia. Pero no durmió allí. Pese a estar protegido por la inmunidad parlamentaria, fue detenido. Eran las 22:30 horas. Tenía treinta y cinco años.

 

 

Poco después de la detención escribió a Julia:

 

Me decías que somos todavía lo bastante jóvenes como para ver crecer juntos a nuestros hijos. Es necesario que tengas esto bien presente ahora, que te acuerdes de ello cada vez que pienses en mí y me asocies con los niños. Estoy seguro de que serás fuerte y valerosa, como has sido siempre. Tendrás que serlo incluso más que en el pasado para que los niños crezcan bien y sean todos dignos de ti.

 

 

También escribió a su madre:

 

 

He pensado mucho en ti estos días. He pensado en el nuevo dolor que iba a causarte, a tu edad y después de los sufrimientos que has pasado. Es necesario que seas fuerte a pesar de todo, como yo lo soy, y que me perdones con toda la ternura de tu inmenso amor y de tu bondad. Saber que eres fuerte y paciente en tu sufrimiento será un motivo de fortaleza para mí... Yo estoy tranquilo y sereno. Moralmente estaba preparado para todo. Intentaré superar también físicamente las dificultades que puedan esperarme y conservar el equilibrio... Queridos todos, en este momento me sangra el corazón al pensar que no siempre he sido con vosotros tan afectuoso y bueno como debería haber sido y como merecíais. No dejéis de quererme a pesar de todo, y acordaos de mí.

 

 

Empezaba el largo calvario de Antonio Gramsci…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

**


miércoles, 11 de diciembre de 2024

 

1254

 

 

 

LA LECCIÓN DE SIRIA. EN LA GUERRA RIGE LA LEY DEL MÁS FUERTE

 

Coordinación de Núcleos Comunistas (CNC)  

 

 

Las grandes tragedias que se abaten catastróficamente sobre los pueblos tienen una dolorosa virtud: mostrar descarnadamente la realidad de todos los actores.

 

 

 

Ahora el pueblo sirio está viviendo el duro hachazo perpetrado por el imperialismo sionista utilizando a supuestos yihadistas, en realidad bandas de mercenarios de diferente pelaje. Actúan a sus órdenes, por procuración, en Chechenia, el Sahel, Iraq, Libia, también en Ucrania; y culminan ahora en Siria el trabajo sucio iniciado en 2011.

 

 

Invasiones y golpes de Estado en la “guerra contra el terrorismo”.

 

Siria es el último episodio de una estrategia iniciada el 11 de septiembre de 2001, con el espectacular auto-atentado – hoy se puede calificar así con todo rigor – de las Torres Gemelas en Nueva York, y del Pentágono, con el que se iniciaba la “guerra contra el terrorismo”. Pero como el “terrorismo” estaba por todas partes y, de hecho, aparecía oportunamente en París, Bruselas, Madrid o Barcelona, se pusieron en marcha en los países de la OTAN y sus satélites Estrategias de Seguridad Nacional dirigidas fundamentalmente contra “enemigos internos”, junto a un considerable endurecimiento de la legislación represiva “antiterrorista”.

 

 

En el exterior, la diana estaba puesta claramente en países árabes y musulmanes. El enemigo declarado era Al Qaeda, pero sorprendentemente organizaciones similares con diferentes nombres reaparecían en diferentes países, siempre atacando a gobiernos u organizaciones opuestas al imperialismo. El disfraz de yihadistas no cubría del todo las vergüenzas: su alianza con Israel y la ausencia de apoyo a la liberación de Palestina era incompatible con el ideario mínimo de cualquier organización árabe o musulmana.

 

 

La identificación de esos yihadistas con los intereses del imperialismo, no fue óbice para que organizaciones que se decían de izquierda los calificaran de “rebeldes” que “luchaban contra el gobierno opresor”. Y eso sucedió incluso cuando, como ocurrió en Libia en 2011, la OTAN acudía en su ayuda para aniquilar el país que concentraba las esperanzas de los pueblos de África de sacudirse el colonialismo y el imperialismo.

 

 

Los planes del imperialismo chocaron contra obstáculos imprevistos.

 

El general Wesley Clark lo explicó con toda claridad en una intervención pública en 2007. El mismo 11S de 2001 recibió la orden: EE.UU debía invadir siete países (Iraq, Libia, Siria, Líbano, Somalia, Sudán e Irán) en cinco años. Cuando preguntó a sus jefes por qué se debía empezar por Iraq, si es que había alguna relación entre Sadam Husein y Al Qaeda, la respuesta fue que no, que se trataba del petróleo.

 

 

Esa estrategia funcionó en Iraq (2003) y en Libia (2011). Iraq estaba exhausto tras la guerra fratricida con Irán (alimentada por EE.UU) y después de 12 años de brutal embargo. En 2003, Rusia y China, si bien no participaron en la ocupación, cometieron la ignominia de votar a favor de la Resolución de la ONU que legalizaba la ocupación de Iraq.

 

 

En 2011, ante el ataque y destrucción de Libia por la OTAN, tanto Rusia como China – países con estrechas relaciones políticas y comerciales con el gobierno de Trípoli – se abstuvieron en la votación de la Resolución del Consejo de Seguridad que amparaba los bombardeos de la Alianza Atlántica, sin hacer uso de su derecho de veto.

 

 

Después llegó el turno de Siria y Rusia empezó a cambiar su posición. En 2015 vetó las Resoluciones que culpabilizaban falsamente al gobierno sirio de diferentes hechos (uso de armas químicas, etc.) y que pretendían justificar una intervención militar abierta. Hacía años ya que había presencia encubierta de tropas de EE.UU, Francia y Gran Bretaña, que ocupaban zonas petrolíferas y actuaban de consuno con el Daesh. También Israel tenía instalados hospitales en la frontera donde se atendía a los heridos yihadistas.

 

 

A partir de septiembre de 2015, Rusia, a petición del gobierno sirio, interviene militarmente contra los invasores. Para dar una idea de la envergadura de la ayuda militar, según el gobierno ruso, se enviaron alrededor de 63.000 militares a Siria, la Fuerza Aérea rusa realizó más de 39.000 incursiones, en las que abatieron a más de 86.000 insurgentes y destruyeron 121.466 objetivos terroristas. Se instaló en la provincia de Latakia una segunda base militar rusa; la de Tartus procedía de la época de la URSS.

 

 

Otros hechos militares y políticos iban a marcar profundamente el futuro.

 

Sobre la base de las victorias militares de 2.000 y 2.006 de Hezbollah sobre Israel, las primeras de un grupo armado árabe sobre la entidad sionista, y la estrecha colaboración entre el general iraní Qasem Suleimani y Hasan Nasrallah se crea el Eje de la Resistencia. Se configura como un movimiento estrictamente político, anti sionista y antiimperialista – por encima de diferencias religiosas, étnicas o nacionales –, que reconoce su centro motor en la liberación de Palestina. Además de su definición política y de la unidad que sobre ella ha sido capaz de forjar, el componente fundamental es la fe en la Victoria y la constatación de que la lucha armada es la única opción.

 

 

Este movimiento, del que formaba parte Siria junto a la Resistencia palestina, la libanesa, de Yemen, Irán e Iraq, se convirtió en el catalizador de la lucha contra el sio-imperialismo en toda la región, especialmente a partir del 7 de octubre de 2023.

 

 

No incluimos en este análisis el otro gran elemento que surge en estos años, la creación de los BRICS, porque CNC no comparte las valoraciones de ciertos analistas políticos y organizaciones de izquierda que parecen depositar en esta alianza que, hoy por hoy, no pasa de ser una asociación económica, las esperanzas de salvación de la humanidad.

 

 

El pueblo palestino, el libanés y ahora el sirio, han podido comprobar que ni el genocidio más brutal ha suscitado en los BRICS, siquiera la decisión de ruptura de relaciones con los perpetradores; tampoco ante la invasión de Siria por las fuerzas más salvajes y retrógradas apoyadas por EE.UU, Israel y Turquía, se ha convocado al Consejo de Seguridad de la ONU.

 

 

 

Las contradicciones internas y la infiltración del enemigo

 

 

Desde la caída de la URSS, cualquier vestigio de respeto a los principios del derecho internacional o a los tratados, ha desaparecido. Es evidente que el único límite al orden internacional “basado en reglas”, las reglas del imperialismo, es la fuerza o la amenaza de usarla. Pero hay elementos importantes que hacen que fuerzas muy inferiores desde el punto de vista militar derroten a ejércitos poderosos. La larga historia de las revoluciones populares, de las guerras de liberación o la derrota de la Alemania nazi por la URSS y la resistencias antifascistas de los diferentes países europeos, lo acreditan. Y es que la maquinaria de guerra, que es capaz de destruir masivamente desde lejos, puede desmoronarse frente al valor y la determinación de quienes han decidido, junto a su liderazgo, que la muerte vale la pena cuando se lucha por la dignidad y la justicia.

 

 

Es la falta de este último elemento en el que confluyen la formación técnica militar, la conciencia política y el coraje, lo que parece haber influido decisivamente, junto a la traición de los jefes militares, en el desmoronamiento y la rápida retirada de las fuerzas regulares sirias. Las batallas de años anteriores fueron libradas fundamentalmente por Hezbollah – que perdió allí centenares de combatientes y jefes militares – y Rusia, sin que el ejército sirio aprovechara la inapreciable lección práctica que proporciona la guerra misma. Es más, la propuesta de Rusia de suministrar equipos y ayudar a reformar el ejército fue rechazada y los jefes militares sirios que lucharon junto a Hezbollah y Rusia fueron destituidos. Los que les sucedieron han huido ahora con sus soldados.

 

 

Hay otro asunto muy espinoso, que tiene dos vertientes que son determinantes en toda guerra y para cualquier organización revolucionaria: la capacidad de penetrar y de obtener información de los planes del enemigo, y tanto o más importante, detectar y eliminar a los traidores dentro de las propias filas.

 

 

Dos ejemplos contrapuestos se han dado dentro del Eje de la Resistencia en los últimos tiempos. El primero lo dirigió el líder de Hamás, Yahya Sinwar. La obtención de información acerca de los espías infiltrados en sus filas y su eliminación permitió sorprender al enemigo el 7 de octubre y construir sólidamente la Resistencia. El propio Sinwar murió en combate, no en un atentado.

 

 

Por el contrario, problemas graves de seguridad parecen estar detrás de los asesinatos de dirigentes tanto en Líbano como en Irán. De su solución depende en buena medida su capacidad de enfrentar una guerra, aun más larga y dura.

 

 

El balance previsible de la caída de Siria para el Eje de la Resistencia y para Rusia.

 

 

Más vale que quienes confían en la democracia burguesa y en el derecho internacional vayan aterrizando. No hay otra ley que la del más fuerte, y la impunidad de Israel y de los gobiernos de EE.UU y la UE que le apoyan, es total. Catorce meses de matanza masiva y deliberada de la población civil palestina, la inmensa mayoría mujeres y niños, lo atestiguan. Las sentencias de los tribunales internacionales son papel mojado porque los gobiernos no las cumplen.

 

 

Unidades del ejército de EE.UU que, vulnerando la legalidad internacional han estado ocupando desde hace más de una década instalaciones petrolíferas sirias y robando su petróleo, han apoyado ahora con su fuerza aérea a los yihadistas – a quienes cínicamente considera terroristas – y bombardeado al ejército sirio.

 

 

Por su parte, Israel, tres horas después de que los yihadistas entraran en Damasco, empezó a bombardear en Siria instalaciones científicas – impedir el desarrollo científico de los árabes es una obsesión del sionismo –, bases aéreas, edificios de inteligencia y aduanas. Así mismo, tanques israelíes han ocupado la zona desmilitarizada de los altos del Golán.

 

 

A la espera de que el Eje de la Resistencia analice la nueva situación y se reorganice, lo que es evidente es que el sio-imperialismo ha comprobado que puede actuar con toda impunidad y que su cerco a Irán es cuestión de tiempo.

 

 

Rusia, por su parte, ha recibido un duro golpe en Siria y hasta sus bases en el Mediterráneo están en peligro. Una vez más, después de las promesas de la OTAN de que no se expandiría hacia el Este, después del fiasco deliberado de los Acuerdos de Minsk de 2014 sobre Ucrania o después de la descomunal tomadura de pelo de la reunión de hace menos de un mes en Astaná en la que, junto a Irán y Turquía, era país garante de la estabilidad de Siria, Rusia ha podido comprobar que los acuerdos internacionales sólo sirven para ganar tiempo hasta la próxima puñalada.

 

 

El mayor riesgo de Rusia es que en Ucrania, como en Siria, deje al enemigo con capacidad de recuperarse y atacar de nuevo con más fuerza. El peligro que acecha al gobierno de Rusia es que prevalezcan los intereses oligárquicos de quienes quieren conseguir un acuerdo de paz a cualquier precio, para volver a los negocios con occidente cuanto antes. Y no hay vuelta al pasado porque el objetivo del imperialismo occidental es acabar con Rusia como potencia y como país, cueste lo que cueste; incluso a costa de acabar con todo rastro de credibilidad democrática como muestran la desestabilización de Georgia, de Moldavia, de Abjasia o de Rumanía.

 

 

Un paso más hacia la guerra a gran escala.

 

 

La caída de Siria hoy por hoy representa un importante paso hacia el control de Oriente próximo por el sio-imperialismo y un debilitamiento del Eje de la Resistencia y Rusia. De ambos a la vez y más vale que Rusia entienda cuanto antes que sus destinos están unidos. Igual que lo debemos entender nosotros, haciendo de la solidaridad con el Eje de la Resistencia un baluarte concreto del Internacionalismo.

 

 

También significa que el imperialismo anglosajón se siente más fuerte y más proclive a llevar a cabo sus planes de guerra a gran escala contra Rusia y China en suelo europeo y, como venimos alertando, con la juventud obrera como carne de cañón.

 

 

La amenaza no es inminente pero los preparativos avanzan, por ahora, de forma inexorable. La destrucción económica de Europa, la militarización social y la economía de guerra, corren en la misma dirección.

 

 

Sus planes son bien claros y frente a ellos, no caben lamentos de que viene la guerra o propuestas pacifistas que chocan con la dura realidad. La única actitud coherente es denunciar todas esas políticas como una agudización de la lucha de clases en la crisis del capitalismo, cuya máxima expresión es la guerra, y preparar a la clase obrera para enfrentarla.

 

9 de diciembre de 2024

 

----

 

 

 

Texto completo en: https://www.lahaine.org/est_espanol.php/la-leccion-de-siria-en

 

**

lunes, 9 de diciembre de 2024

 

 

1253

 

 

STALIN,

HISTORIA Y CRÍTICA DE UNA LEYENDA NEGRA.

 

Domenico Losurdo.

 

 

( 03)

 

 

 

PREÁMBULO

 

El giro radical en la historia de la imagen de Stalin

De la guerra fría al Informe Kruschov

 

 

Tras la desaparición de Stalin se sucedieron imponentes manifestaciones de duelo: en el transcurso de su agonía «millones de personas se agolparon en el centro de Moscú para rendir el último homenaje» al líder que estaba muriendo; el 5 de marzo de 1953, «millones de ciudadanos lloraron la pérdida como si se tratase de un luto personal». La misma reacción se produjo en los rincones más recónditos de todo el país, por ejemplo en un «pequeño pueblo» en el que, apenas se supo de lo ocurrido, se cayó en un luto espontáneo y coral. La «consternación general» se difundió más allá de las fronteras de la URSS: «Por las calles de Budapest y de Praga muchos lloraban». A miles de kilómetros del campo socialista, también en Israel la reacción fue de luto: «Todos los miembros del MAPAM, sin excepción, lloraron»; se trataba del partido al que pertenecían «todos los líderes veteranos» y «casi todos los ex-combatientes». Al dolor siguió la zozobra: «El sol se ha puesto» titulaba el periódico del movimiento de los kibbutz, "Al-Hamishmar". Tales sentimientos fueron durante cierto tiempo compartidos por personajes de primera línea del aparato estatal y militar: «Noventa oficiales que habían participado en la guerra del '48, la gran Guerra de independencia de los judíos, se unieron en una organización clandestina armada filo-soviética [aparte de filo-estalinista] y revolucionaria. De estos, once ascendieron a generales y uno a ministro, y todavía hoy son honrados como padres de la patria de Israel».

 

 

En Occidente, entre los que homenajearon al líder desaparecido no se encontraban solamente los dirigentes y militantes de los partidos comunistas ligados a la Unión Soviética. Un historiador (Isaac Deutscher), que por lo demás era un ferviente admirador de Trotsky, escribió una necrológica llena de reconocimientos:

 

 

Tras tres decenios, el rostro de la Unión Soviética se ha transformado completamente. Lo esencial de la acción histórica del estalinismo es ésto: se ha encontrado con una Rusia que trabajaba la tierra con arados de madera, y la deja siendo dueña de la pila atómica. Ha alzado a Rusia hasta el grado de segunda potencia industrial del mundo, y no se trata solamente de una cuestión de mero progreso material y de organización. No se habría podido obtener un resultado similar sin una gran revolución cultural en la que se ha enviado al colegio a un país entero para impartirle una amplia enseñanza.

 

En definitiva, aunque condicionado y en parte desfigurado por la herencia asiática y despótica de la Rusia zarista, en la URSS de Stalin «el ideal socialista tenía una innata, compacta integridad».

 

 

En este balance histórico no había ya sitio para las feroces acusaciones dirigidas en su momento por Trotsky al líder desaparecido. ¿Qué sentido tenía condenar a Stalin como traidor al ideal de la revolución mundial y preconizador del socialismo en un sólo país, en un momento en el que el nuevo orden social se expandía por Europa y Asia y la revolución rompía su «cascarón nacional»?

 

 

Ridiculizado por Trotsky como un «pequeño provinciano transportado, como si de un chiste de la historia se tratase, al plano de los grandes acontecimientos mundiales», en 1950 Stalin había surgido, en opinión de un ilustre filósofo (Alexandre Kojéve), como encarnación del hegeliano espíritu del mundo y había sido por tanto llamado a unificar y a dirigir la humanidad, recurriendo a métodos enérgicos y combinando en su práctica sabiduría y tiranía. Al margen de los ambientes comunistas, es decir de la izquierda filo-comunista, y pese al recrudecimiento de la Guerra Fría y la persistencia de la guerra caliente en Corea, en Occidente la muerte de Stalin dio pie a necrológicas por lo general «respetuosas» o «equilibradas»: en aquél momento «él era todavía considerado un dictador relativamente benigno e incluso un estadista, y en la conciencia popular persistía el recuerdo afectuoso del "tío Joe", el gran líder de la guerra que había guiado a su pueblo a la victoria sobre Hitler y había ayudado a salvar a Europa de la barbarie nazi». No habían menguado aún las ideas, impresiones y emociones de los años de la Gran Alianza contra el Tercer Reich y sus aliados, en la medida en que -recordaba Deutscher en 1948- «estadistas y generales extranjeros fueron conquistados por el excepcional dominio con el que Stalin se ocupaba de todos los detalles técnicos de su maquinaria de guerra».

 

 

Entre las personalidades "conquistadas" se encontraba también aquél que en su momento había defendido una intervención militar contra el país de la Revolución de Octubre, esto es, Winston Churchill, que a propósito de Stalin se había expresado reiteradas veces en estos términos: «Este hombre me gusta». En ocasión de la Conferencia de Teherán, en noviembre de 1943, el estadista inglés había saludado al homólogo soviético como «Stalin el Grande»: era digno heredero de Pedro el Grande; había salvado a su país, preparándolo para derrotar a los invasores. Ciertos aspectos habían fascinado también a Averell Harriman, embajador estadounidense en Moscú entre 1943 y 1946, que siempre había retratado al líder soviético de manera bastante positiva en el plano militar: «Me parecía mejor informado que Roosevelt y más realista que Churchill, en cierto modo el más eficiente de los líderes de la contienda». En términos incluso enfáticos se había expresado en 1944 Alcide De Gasperi, que había celebrado «el mérito inmenso, histórico, secular, de los ejércitos organizados por el genio de José Stalin». Tampoco los reconocimientos del eminente político italiano se limitaban al plano meramente militar:

 

 

Cuando veo que Hitler y Mussolini perseguían a los hombres por su raza, e inventaban aquella terrible legislación antijudía que conocemos, y contemplo cómo los rusos, compuestos por 160 razas diferentes, buscan la fusión de éstas, superando las diferencias existentes entre Asia y Europa, este intento, este esfuerzo hacia la unificación de la sociedad humana, dejadme decir: esto es cristiano, esto es eminentemente universalista en el sentido del catolicismo.

 

 

El prestigio del que Stalin había gozado y continuaba gozando entre los grandes intelectuales no era ni menos intenso ni menos generalizado. Harold J. Laski, prestigioso exponente del partido laborista inglés, conversando en otoño de 1945 con Norberto Bobbio, se había declarado «admirador de la Unión Soviética» y de su líder, describiéndolo como alguien «muy sabio» (tres sage). En aquél mismo año Hannah Arendt había dejado escrito que el país dirigido por Stalin se había distinguido por el «modo, completamente nuevo y exitoso, de afrontar y armonizar los conflictos entre nacionalidades, de organizar poblaciones diferentes sobre la base de la igualdad nacional»; se trataba de una suerte de modelo, era algo «al que todo movimiento político y nacional debería prestar atención».

 

 

A su vez, escribiendo poco antes y poco después del final de la segunda guerra mundial, Benedetto Croce había reconocido a Stalin el mérito de haber promovido la libertad no sólo a nivel internacional, al haber contribuido a la lucha contra el nazifascismo, sino también en su propio país. Sí, dirigiendo la URSS se encontraba «un hombre dotado de genio político», que desarrollaba una función histórica en conjunto positiva: respecto a la Rusia prerrevolucionaria «el sovietismo ha sido un progreso de libertad», así como «en relación con el régimen feudal» también la monarquía absoluta fue «un progreso de la libertad que generó ulteriores y mayores progresos de ésta». Las dudas del filósofo liberal se concentraban sobre el futuro de la Unión Soviética, sin embargo estas mismas, por contraste, resaltaban aún más la grandeza de Stalin: había ocupado el lugar de Lenin, de modo que a un genio le había seguido otro, ¿pero qué sucesores depararía a la URSS «la Providencia»?

 

 

 

Aquellos que, con el comienzo de la crisis de la Gran Alianza, comenzaban a aproximar la Unión Soviética de Stalin y la Alemania de Hitler, habían sido duramente reprobados por Thomas Mann. Lo que caracterizaba al Tercer Reich era la «megalomanía racial» de la sedicente «raza de Señores», que había puesto en marcha una «diabólica política de despoblación», y antes, de extirpación de la cultura en los territorios conquistados. Hitler se había limitado así a la máxima de Nietzsche:

 

 

«Si se desean esclavos es estúpido educarlos como amos».

 

 

La orientación del «socialismo ruso» era directamente la contraria; difundiendo masivamente instrucción y cultura, había demostrado no querer «esclavos», sino más bien «hombres pensantes», y por tanto, pese a todo, había estado dirigida «hacia la libertad». Resultaba por consiguiente inaceptable la aproximación entre los dos regímenes. Es más, aquellos que argumentaban así podían ser sospechosos de complicidad con el fascismo que pretendían condenar: Colocar en el mismo plano moral el comunismo ruso y el nazifascismo, en la medida en que ambos serían totalitarios, en el mejor de los casos es una superficialidad; en el peor es fascismo. Quien insiste en esta equiparación puede considerarse un demócrata, pero en verdad y en el fondo de su corazón es en realidad ya un fascista, y desde luego sólo combatirá el fascismo de manera aparente e hipócrita, mientras deja todo su odio para el comunismo.

 

 

Después estalló la guerra fría y, al publicar su libro sobre el totalitarismo, Arendt llevaría a cabo en 1951 precisamente aquello que Mann denunciaba. Y sin embargo, casi simultáneamente, Kojéve señalaba a Stalin como el protagonista de un giro histórico decididamente progresivo y de dimensiones planetarias. En el mismo Occidente la nueva verdad -el nuevo motivo ideológico de la lucha ecuánime contra las diferentes manifestaciones del totalitarismo-, tenía aún dificultades en afianzarse.

 

 

En 1948 Laski había reafianzado en cierto modo el punto de vista expresado tres años antes: para definir a la URSS retomaba una categoría utilizada por otra representante de primer nivel del laborismo inglés, Beatrice Webb, que ya en 1931, aunque también durante la segunda guerra mundial y hasta su muerte, había hablado del país soviético en términos de «nueva civilización». Sí -confirmaba Laski-, con el formidable impulso dado a la promoción social de las clases durante tanto tiempo explotadas y oprimidas, y con la introducción en la fábrica y en los puestos de trabajo de nuevas relaciones que ya no se apoyaban en el poder soberano de los propietarios de los medios de producción, el país guiado por Stalin había despuntado como el «pionero de una nueva civilización». Desde luego ambos se habían apresurado a precisar que sobre la «nueva civilización» que estaba surgiendo todavía pesaba el lastre de la «Rusia bárbara». Esta se expresaba en formas despóticas, pero -subrayaba en especial Laski- para formular un juicio correcto sobre la Unión Soviética era necesario no perder de vista un hecho esencial:

 

 

«Sus líderes llegaron al poder en un país acostumbrado a una tiranía sangrienta» y estaban obligados a gobernar en una situación caracterizada por un “estado de sitio” más o menos permanente y por una “guerra en potencia o en acto” ».

 

 

Además, en situaciones de crisis aguda, también Inglaterra y los Estados Unidos habían limitado de manera más o menos drástica las libertades tradicionales…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Stalin, historia y crítica de una leyenda negra” ]

 

**