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STALIN,
HISTORIA Y CRÍTICA DE UNA LEYENDA NEGRA.
Domenico Losurdo.
( 04 )
PREÁMBULO
El giro radical en la historia de la imagen de Stalin
De la guerra fría al Informe Kruschov
(…) Al referirse a la admiración expresada por Laski respecto a Stalin y al país dirigido por él, Bobbio escribirá mucho más tarde: «Al día siguiente de una victoria contra Hitler, a la cual los soviéticos habían contribuido de manera determinante con la batalla de Stalingrado, [tal declaración] no me impresionó especialmente». En realidad, en el intelectual laborista inglés el homenaje rendido a la URSS y a su líder iban bastante más allá del plano militar. Por otro lado, ¿difería tanto de la posición del filósofo turinés en aquél momento? En 1954 este último publicaba un ensayo que señalaba como mérito de la Unión Soviética (y de los Estados socialistas) el haber «iniciado una nueva fase de progreso civil en países políticamente atrasados, introduciendo instituciones tradicionalmente democráticas: de democracia formal, como el sufragio universal y la elegibilidad de los cargos, y de democracia substancial, como la colectivización de los instrumentos de producción»; se trataba entonces de arrojar «una gota de aceite [liberal] en la maquinaria de la revolución ya realizada». Como se puede ver, el juicio expresado sobre el país todavía de luto por la muerte de Stalin era todo menos negativo.
En 1954 todavía latía en el pensamiento de Bobbio la herencia del socialismo liberal. Pese a subrayar con fuerza el valor irrenunciable de la libertad y de la democracia, en los años de la guerra de España Cario Rosselli había contrapuesto negativamente los países liberales («La Inglaterra oficial está con Franco, mata de hambre Bilbao») a una Unión Soviética empeñada en ayudar a la República española agredida por el nazifascismo. Tampoco se trataba solamente de la política internacional. Frente a un mundo caracterizado por la «fase del fascismo, de las guerras imperialistas y de la decadencia capitalista», Cario Rosselli había puesto el ejemplo de un país que, pese a estar todavía bien lejos de un socialismo democrático maduro, en todo caso había dejado atrás el capitalismo y representaba «un capital de valiosas experiencias» para cualquiera comprometido con la construcción de una sociedad mejor: «Hoy, con la gigantesca experiencia rusa [...] disponemos de un material positivo inmenso. Todos sabemos qué significa revolución socialista, organización socialista de la producción».
En conclusión, durante todo un período histórico, en círculos que iban bastante más allá del movimiento comunista, el país guiado por Stalin, así como el mismo Stalin, gozaron de interés y simpatía, de estima y quizás incluso de admiración. Desde luego, hay que contar con la grave desilusión provocada por el pacto con la Alemania nazi, pero Stalingrado ya se había ocupado de borrarla. Es por esto por lo que en 1953, y en los años siguientes, el homenaje al líder desaparecido unió al campo socialista, pareció por momentos fortalecer al movimiento comunista pese a las anteriores pérdidas, y acabó en cierto modo teniendo eco en el mismo Occidente liberal, que se había volcado ya en una Guerra fría dirigida por ambas partes, sin concesiones. No es casual que, en el discurso de Fulton en el que había dado comienzo oficialmente a la Guerra fría, Churchill se expresara de este modo:
«Siento gran admiración y respeto por el valiente pueblo ruso y por mi compañero en tiempos de guerra, el mariscal Stalin».
No hay duda; según aumentaba en intensidad la guerra fría, los tonos se iban haciendo más ásperos. Y sin embargo, todavía en 1952, un gran historiador inglés que había trabajado al servicio del Foreign Office, Arnold Toynbee, había podido permitirse comparar al líder soviético con «un hombre de genio: Pedro el Grande»; sí, «la prueba del campo de batalla ha acabado justificando el tiránico impulso de occidentalización tecnológica llevado a cabo por Stalin, tal y como ocurrió antes con Pedro el Grande». Es más, continuaba estando justificado incluso más allá de la derrota infligida al Tercer Reich: después de Hiroshima y Nagasaki, Rusia se encontraba de nuevo ante «la necesidad de acelerar la marcha para alcanzar a la tecnología occidental» que de nuevo la había «adelantado fulminantemente».
En pos de una comparativa global
De modo que, más aún que la Guerra fría, es otro acontecimiento histórico el que imprime un giro radical a la historia de la imagen de Stalin; el discurso de Churchill del 5 de marzo de 1946 tiene un papel menos importante que otro discurso, el pronunciado diez años después, para ser más exactos el 25 de febrero de 1956, por Nikita Kruschov en ocasión del XX Congreso del partido comunista de la Unión Soviética.
Durante más de tres decenios este Informe, que dibujaba el retrato de un dictador enfermizamente sanguinario, vanidoso y bastante mediocre -o incluso ridículo- en el plano intelectual, ha satisfecho a casi todos. Permitía al nuevo grupo dirigente que gobernaba la URSS el presentarse como el depositario único de la legitimidad revolucionaria en el ámbito del país, del campo socialista y del movimiento comunista internacional, que miraba a Moscú como su centro neurálgico. Reforzado en sus antiguas convicciones y con nuevos argumentos a disposición para emprender la Guerra fría, también Occidente tenía razones para estar satisfecho (o entusiasta). En los Estados Unidos la sovietología había manifestado la tendencia a desarrollarse alrededor de la CIA y otras agencias militares y de intelligence, previa eliminación de los elementos sospechosos de albergar simpatías por el país de la Revolución de Octubre. Se había perfilado un proceso de militarización de la disciplina clave para el desarrollo de la Guerra fría; en 1949 el presidente de la American Historical Association había declarado: «No nos podemos permitir no ser ortodoxos», ya no se permitirá más la «pluralidad de objetivos y de valores». Es necesario aceptar «amplias medidas de alistamiento» puesto que la «guerra total, sea caliente o fría, nos recluta a cada uno de nosotros y nos llama a cumplir con nuestro deber. De esta obligación se libra tan poco el historiador como el físico». En 1956 no sólo no se disipa la fuerza de estas consignas, sino que a partir de entonces, una sovietología más o menos militarizada puede disfrutar de la comodidad y apoyo proveniente del mismo corazón del mundo comunista.
Es verdad; más que el comunismo en cuanto tal, el Informe Kruschov ponía bajo el dedo acusador a una única persona, pero en aquellos años era oportuno, también desde el punto de vista de Washington y de sus aliados, no ampliar demasiado el blanco, y concentrar el fuego sobre el país de Stalin. Con la firma del «pacto balcánico» de 1953, firmado con Turquía y Grecia, Yugoslavia se convirtió en una especie de miembro externo de la OTAN, y unos veinte años después también China cerrará con los EEUU una alianza defacto contra la Unión Soviética. Es a esta superpotencia a la que hay que aislar, y a la que se insta a realizar una "desestalinización" cada vez más radical, hasta quedar privada de toda identidad y autoestima, y tener que resignarse a la capitulación y a la disolución final.
Finalmente, gracias a las "revelaciones" provenientes de Moscú, los grandes intelectuales podían olvidar tranquilamente el interés, la simpatía e incluso la admiración con la que habían mirado hacia la URSS estaliniana. Además de estos, también los intelectuales que tenían en Trotsky su punto de referencia encontraron consuelo en aquellas "revelaciones". Durante mucho tiempo había sido este último quien había encarnado, a ojos de los enemigos de la Unión Soviética, la ignominia del comunismo, y el que había sido el representante privilegiado del "exterminador", es más, el «exterminador judío»; todavía en 1933, exiliado ya desde hacía algunos años, para Spengler, Trotsky continuaba representando al «bolchevique asesino de masas» (bolschewistischer Massenmórder). A partir del giro realizado en el XX Congreso del PCUS, en el museo de los horrores se colocó solamente a Stalin y sus colaboradores más estrechos. Sobre todo, ejerciendo su influencia bastante más allá del ámbito trotskista, el Informe Kruschov cumplía una función de consuelo en los ambientes de cierta izquierda marxista, que se sentía así exonerada de la penosa obligación de repensar la teoría del Maestro y la historia de los efectos desplegados por ella. Es cierto, en vez de extinguirse, en los países gobernados por comunistas el Estado se encontraba bastante sobredimensionado; lejos de disolverse, las identidades nacionales cumplían un papel cada vez más importante en los conflictos que llevarían al desmembramiento y entierro definitivo del campo socialista; no se vislumbraba signo alguno de superación del dinero o del mercado, que con el desarrollo económico acaso tendían a expandirse. Sí, todo era incontestable, pero la culpa era... ¡de Stalin y del "estalinismo"! Y por lo tanto no había razones para poner en discusión las esperanzas o certezas que habían acompañado a la revolución bolchevique y que remitían a Marx.
Pese a encontrarse en posiciones contrapuestas, estas áreas político-ideológicas elaboraban una imagen de Stalin a partir de abstracciones colosales, arbitrarias. En la izquierda se procedía a una virtual eliminación de la historia del bolchevismo, y con mayor razón de la historia del marxismo, de aquél que durante más tiempo que ningún otro había ejercido el poder en el país surgido de la revolución preparada y llevada a cabo según las ideas de Marx y Engels. A su vez, los anticomunistas sobrevolaban con desenvoltura tanto la historia de la Rusia zarista como la historia de la Segunda guerra de los treinta años, en cuyo ámbito se coloca el desarrollo contradictorio y trágico de la Rusia soviética y de los tres decenios estalinianos. Y así cada una de las diferentes áreas político-ideológicas tomaba impulso del discurso de Kruschov para cultivar su propia mitología, ya se tratase de la pureza de Occidente, o de la pureza del marxismo y del bolchevismo. El estalinismo era el terrible término de comparación que permitía a cada uno de los antagonistas el autocelebrarse, por contraste, en su infinita superioridad moral e intelectual.
Basadas en abstracciones notablemente diferentes entre ellas, estas lecturas acababan sin embargo produciendo cierta convergencia metodológica. Al investigar el terror sin prestar demasiada atención a la situación objetiva, lo reducían a la iniciativa de una única personalidad o de una restringida clase dirigente, decidida a reafirmar por todos los medios su poder absoluto. A partir de tal presupuesto, si se podía comparar a alguna otra gran personalidad política, esta sólo podía ser la de Hitler; por consiguiente, para el fin de la comprensión de la URSS estaliniana, la única comparación posible era con la Alemania nazi. Es un motivo que se repite ya a finales de los años treinta con Trotsky, que recurre repetidas veces a la categoría de «dictadura totalitaria» y, en el ámbito de este genus, distingue, por un lado, la species «estalinista» y, por el otro, la «fascista» (y sobre todo la hitleriana)27, recurriendo a una contextualización que se convertirá después en el sentido común de la Guerra fría y en la ideología hoy dominante.
¿Es convincente este modo de argumentar, o conviene más bien recurrir a una comparativa global, sin perder de vista ni la historia de Rusia en su totalidad ni los países implicados en la Segunda guerra de los treinta años? Es verdad, de este modo se procede a una comparación entre países y líderes con características bastante diferentes entre ellas; pero tal diversidad, ¿debe explicarse exclusivamente a través de las ideologías, o juega también un papel importante la situación objetiva, es decir, la colocación geopolítica y el bagaje histórico de cada uno de los países implicados en la Segunda guerra de los treinta años? Cuando hablamos de Stalin, nuestro pensamiento nos lleva inmediatamente a la personalización del poder, al universo concentracionario, a la deportación de grupos étnicos enteros. Sin embargo, estos fenómenos y prácticas, ¿remiten solamente a la Alemania nazi, aparte de la URSS, o se manifiestan también en otros países, en modalidades diferentes según la mayor o menor intensidad del estado de excepción y de su duración más o menos extensa, incluidos aquellos con una tradición liberal más consolidada? Desde luego, no se debe perder de vista el papel de las ideologías; pero la ideología de la que Stalin se reclama heredero, ¿puede realmente equipararse a la que inspira a Hitler, o en este campo, llevada a cabo sin prejuicios, la comparación acaba produciendo resultados inesperados? En perjuicio de los teóricos de la "pureza", debe tenerse en cuenta que un movimiento o régimen político no puede ser juzgado en base a la excelencia de los ideales en los que declara inspirarse: en la valoración de estos mismos ideales no podemos pasar por alto la Wirkungsgeschichte, la «historia de los efectos» producidos por ellos; pero tal aproximación, ¿debe aplicarse globalmente, o solamente al movimiento que se inspiró en Lenin o Marx?
Estos interrogantes se muestran superfluos o incluso engañosos a aquellos que omiten el problema de la cambiante imagen de Stalin basándose en la creencia de que Kruschov habría sacado a la luz finalmente la verdad oculta. No obstante, daría muestra de una total despreocupación metodológica el historiador que quisiese considerar 1956 como el año de la revelación definitiva y última, sorteando descaradamente los conflictos e intereses que estimulaban la campaña de desestalinización y sus diversos aspectos, y que aún antes habían animado la sovietología de la Guerra fría. El contraste radical entre las diversas imágenes de Stalin debería animar al historiador no sólo a no absolutizar una sola, sino más bien a problematizarlas todas…
(continuará)
[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Stalin, historia y crítica de una leyenda negra” ]
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