domingo, 1 de diciembre de 2024

 

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STALIN,

HISTORIA Y CRÍTICA DE UNA LEYENDA NEGRA.

 

Domenico Losurdo.

 

 

( 02)

 

 

“DE STALIN A GORBACHOV: CÓMO ACABA UN IMPERIO”

 

LUCIANO CANFORA

 

(…) Hoy, a distancia de más de cincuenta años desde la desaparición de Stalin, las razones de la historiografía de partido se hacen más insignificantes a nuestros ojos, mientras que el problema histórico del lugar reservado a Stalin y sus seguidores en la historia de la Rusia de nuestro siglo sigue con plena vigencia (reflexión similar debería hacerse en lo que respecta al encaje del "comunismo" en la historia de China por obra de un "hereje" como Mao). Isaac Deutscher dedicó un libro entero  para demostrar que el estalinismo sería, llegados a cierto punto, "arrancado" de la piel de Rusia, como la costra de una herida: arrancada la "malformación", se habrían reunido socialismo y praxis democrática (restaurada) con un más coherente internacionalismo. Jamás previsión alguna se ha mostrado más infundada.

 

 

Hay tres momentos capitales en la política de las relaciones internacionales de la URSS, que constituyen el "hijo rojo", y que recíprocamente se iluminan. Brest-Litovsk (enero de 1918), el "pacto" ruso-alemán (agosto de 1939), Yalta (febrero de 1945).

 

El comienzo es Brest-Litovsk. Es bien conocido el enfrentamiento que estalló dentro del grupo dirigente bolchevique, entre defensores y adversarios de la paz. Para no suscribirla, Trotsky dimitió del comisariado de Exteriores. Zinoviev y Kamenev tenían grandes dudas. Plenamente de acuerdo con Lenin, que sostenía la necesidad de la paz en cualquier caso, se alineó sin embargo Stalin. En la hagiografía de partido esto se convirtió después en un punto de fuerza y un título de mérito para los estalinianos, en su martilleo de descrédito contra las otras facciones bolcheviques. En la infausta Historia del Partido comunista de la URSS se leen estas expresiones, en las que se mezclan consideraciones fundadas y frases de repugnante mixtificación:

 

 

Continuar la guerra en estas condiciones equivalía a jugarse a una carta la existencia de la República soviética, que acababa de nacer. Planteábase ante la clase obrera y los campesinos la necesidad de aceptar las duras condiciones de paz, y replegarse ante el bandolero más peligroso por aquel entonces, el imperialismo alemán, para obtener una tregua, robustecer el Poder Soviético y crear un nuevo ejército, el Ejército Rojo, capaz de defender al país contra los ataques de sus enemigos.

 

 

Todos los contrarrevolucionarios, comenzando por los mencheviques y los socialrevolucionarios y acabando por los guardias blancos más caracterizados, desplegaron una campaña rabiosa de agitación contra la firma de la paz. Su línea era clara: aspiraban a romper las negociaciones de paz, provocar la ofensiva de los alemanes y exponer a un golpe al naciente Poder Soviético, poniendo en peligro las conquistas de los obreros y los campesinos.

 

 

En esta tenebrosa empresa, tenían por aliados a Trotsky y a su escudero Bujarin, quien, junto a Radek y Piatakov, acaudillaba el grupo antibolchevique que se disfrazaba con el nombre de grupo de los "comunistas de izquierda". Trotsky y el grupo de los "comunistas de izquierda" libraron en el seno del Partido una lucha furiosa contra Lenin, exigiendo la continuación de la guerra. Estas gentes hacían claramente el juego a los imperialistas alemanes y a los contrarrevolucionarios dentro del país, ya que trabajaban por exponer a la naciente República Soviética, carente aún de ejército, a los golpes del imperialismo alemán. Era, verdaderamente, una política de provocadores, hábilmente disfrazada con frases izquierdistas.

 

 

El 10 de febrero de 1918, se interrumpieron las negociaciones de paz de Brest-Litovsk. A pesar de que Lenin y Stalin insistían, en nombre del C.C. del Partido bolchevique, en que se firmase la paz, Trotsky, que era presidente de la delegación soviética de paz enviada a Brest, traicionó abiertamente las instrucciones concretas del Partido bolchevique. Declaró que la República Soviética se negaba a firmar la paz en las condiciones propuestas por Alemania, y, al mismo tiempo, comunicó a los alemanes que los Soviets no harían la guerra y continuarían desmovilizando su ejército.

 

 

El relato es a ratos grotesco, las insinuaciones infamantes contra Trotsky se agolpan (posteriormente se llega a sostener que Trotsky y Bujarin preparaban un golpe de Estado con el fin de sabotear la paz). El punto clave del relato es en todo caso que, en su enfrentamiento sobre el problema de la paz, Lenin y Stalin -quizás en minoría- están por una parte a favor de la salida lo más pronto posible de la guerra, mientras gran parte de los otros dirigentes, inprimis Trotsky (que llegó a dimitir para no suscribirlo), quedan en el frente opuesto. El enfrentamiento fue muy duro, como es obvio: no por caso, no solamente la Historia del partido comunista, sino también Mi vida de Trotsky dedican partes enteras (Trotsky casi treinta páginas) al asunto. Es digno de observar que, pese a que el relato de Trotsky sea en gran medida superior respecto a la irritante prosa de la Historia del partido comunista, resulta claramente apologético y a veces oscuro: lleno de detalles que apuntan a amortiguar el hecho de que Trotsky y Lenin se encontraron en frentes opuestos, y siempre reticente sobre la posición asumida por Stalin en el momento crucial.

 

 

La elección llevada a cabo en Brest-Litovsk es también el nacimiento de la política exterior soviética. Política exterior de un Estado que se apega sobre todo a los propios intereses estatales (se entiende que sobre la base del siguiente corolario: el reforzamiento de la URSS beneficia a la causa de la revolución mundial). Trotsky mantenía la ilusión de replicar a Valmy, de dar oxígeno al incendio revolucionario como en la época de Dumouriez y del conflicto victorioso de la Francia revolucionaria contra las coaliciones. Lenin y Stalin, en tantos aspectos diferentes pero en esto de acuerdo, medían de manera realista las relaciones de fuerzas y mantuvieron la línea de conducta que resurgirá en 1939, frente al renovado peligro de la guerra: «Los imperialistas se masacran entre ellos, nosotros nos quedamos fuera y nos reforzamos».

 

 

Escribió una vez Deutscher: «Bajo un aspecto crucial Stalin prosiguió la obra de Lenin: intentó defender en Estado construido por Lenin y aumentar su potencia». Así entonces: si Lenin hubiese sobrevivido, habría acabado haciendo la política de Stalin, ya que -observa- «en la práctica un sólo camino se abría frente a él, el que llevaba a la autocracia»; «el régimen bolchevique no podía volver a sus orígenes democráticos, porque no podía esperar un apoyo suficiente como para garantizar la supervivencia».

 

 

«Garantizar la supervivencia». Es esta la estrella polar de la política exterior de Stalin. Si todavía alguno albergaba la ilusión de amplios frentes y posibles alianzas, bastaron la intervención extranjera en la guerra civil, el "cordón sanitario", la exclusión durante largo tiempo de las instituciones internacionales, para aclarar la relación efectiva con el mundo exterior. De aquí el rasgo dominante de la política exterior soviética, desde los orígenes: negociar con quien esté. El orden del día sometido a votación por Lenin el 22 de febrero de 1918, en una reunión del Comité central, en una fase (que rápidamente se reveló transitoria) de las negociaciones de Brest-Litovsk («Se le dan plenos poderes al camarada Trotsky para aceptar la ayuda de los bandidos imperialistas franceses contra los bandidos alemanes»), es cuanto menos iluminadora y connota claramente esta línea de acción y sus presupuestos. Así, tras la paz trampa, ocurrió que precisamente la Alemania de Ludendorff fue el único país con el que la Rusia bolchevique conseguía mantener relaciones: al menos durante algunos meses. Y el tono más bien plácido y comprensivo con el que el boletín del Alto mando alemán (Deutsche Kriegnachrichten) habla de Rusia y de Lenin se enmarca perfectamente en esta aparentemente antinatural colaboración, que se retomó con los gobiernos weimarianos de centro-derecha, a partir del tratado de Rapallo, el 16 de abril de 1922:  precisamente desde la óptica de que entre "bandidos franceses" y "bandidos alemanes" no había que hacerse ilusiones de poder captar diferencias. Y la posibilidad de mayor colaboración con los alemanes nacía del hecho de que también ellos eran víctimas del orden impuesto en Versailles por los vencedores, es decir por las grandes y "democráticas" potencias imperialistas occidentales. El fracaso de la oleada revolucionaria de 1919-1920 (ocupación de fábricas en Italia, República Bávara de los Consejos, la Hungría de Béla Kun, derrota militar en el conflicto con Polonia) confirmaba de manera definitiva a la dirigencia soviética el acierto de sus elecciones en política exterior.

 

 

El "pacto" de 1939 parte de presupuestos similares. Se olvida siempre considerar, cuando se juzga aquél acontecimiento capital en vísperas de la Segunda guerra mundial, que se produce tras el fracaso del único intento verdadero de política exterior "internacionalista" y de amplias alianzas democráticas por parte de Stalin, es decir, después del derrumbamiento de la República española, ayudada militarmente sólo por los soviéticos y las brigadas internacionales, abandonada a su suerte por los gobiernos de Francia (es decir, el socialista Léon Blum) e Inglaterra. La caída de Madrid (28 de marzo de 1939) precede en pocos meses al pacto Molotov-Ribbentropp (agosto), concretado -como es bien sabido- en respuesta al desinterés anglo-francés por un acuerdo efectivo con la URSS en dirección anti-alemana (anti-nazi). La elección de ponerse de acuerdo con Alemania para mantenerse fuera de la guerra, mientras los "bandidos" se destruyen mutuamente, no es sino la continuación de aquellas políticas, en una situación favorable al interlocutor alemán, a cambio del gran favor de asegurarle la tranquilidad en el frente oriental.

 

 

Los motivos aducidos después, según los cuales el pacto había sido realizado para "prepararse" mejor, para ganar tiempo en previsión de un posterior ataque alemán, son probablemente motivaciones construidas post eventum: no está en absoluto claro que Stalin considerase realmente inevitable el ataque alemán contra la URSS; y de hecho la poca preparación con que la operación Barbarroja encontró las líneas soviéticas haría pensar lo contrario.

 

 

No es superfluo recordar finalmente que la analogía entre la situación de 1918 y la de 1939 es evidenciada por Mijaíl Gorbachov en el informe al Comité central del PCUS del 7 de noviembre de 1987, en ocasión del LXX aniversario de la Revolución. «La cuestión», dijo entonces Gorbachov, «se planteaba más o menos en los mismos términos en los que se había planteado en tiempos de la paz de Brest: se decidían las suertes de la independencia de nuestro país y de la existencia misma del socialismo en la tierra». Y añadía: «Por los documentos se sabe que la fecha de la agresión alemana contra Polonia (no más tarde del 1 de septiembre) se fijó ya el 3 de abril de 1939, es decir mucho antes de la conclusión del pacto entre la URSS y Alemania. Londres, París y Washington conocían al detalle el trasfondo de la preparación de la campaña contra Polonia». Y continuaba: «No podemos olvidar tampoco que en agosto de 1939 frente a la URSS se situaba la amenaza de una guerra en dos frentes: al oeste con Alemania y al este con Japón, que había desencadenado un sangriento combate sobre el río Kalkhin-Gol». Como en tiempos de Brest-Litovsk, concluía Gorbachov, «la vida y la muerte, barriendo los mitos, se convirtieron en el único criterio de realidad».

 


Arrastrado a una guerra no deseada, Stalin llevó a su país a la victoria, a través de una prueba durísima, que recuerda en muchos aspectos a la afrontada por Alejandro I y Kutuzov contra la agresión francesa de 1812. Y ganó uniendo al país alrededor del lema de la Gran guerra patriótica, recuperando, por lo demás, también una positiva relación con la Iglesia ortodoxa. La ayuda militar americana tuvo su importancia. Averell Harriman ha recordado alguna vez la frase que le dictara Stalin, según la cuál «sin la potencia industrial americana no habría podido ganar la guerra». En honor a la verdad debe decirse sin embargo que, si aquellas ayudas fueron valiosísimas, el exasperante retraso en la apertura del segundo frente" hizo que, hasta el desembarco en Normandía el 6-7 de junio de 1944, todo el peso de la guerra en Europa recayese sobre los soviéticos. En este sentido es exacto decir que Hitler perdió la guerra en Stalingrado (no constituyó, si acaso marginalmente, un "segundo frente" el desembarco en Sicilia: el desembarco aliado, en la primavera de 1943, en el extremo meridional de Italia, fue tal como para permitir a los alemanes tener en jaque con el mínimo de fuerzas y durante mucho tiempo a los angloamericanos, obligados a remontar trabajosamente toda la península)

 

Es sintomático que –como emerge claramente de la correspondencia entre Churchill, Roosevelt y Stalin en los meses de febrero-mayo de 1944– a medida que se consolida la perspectiva de que los angloamericanos den comienzo a la operación Overlord (el desembarco en Normandía), vuelva insistente, en el intercambio epistolar entre los tres estadistas, el tema de la situación futura de Polonia.

 

Ya en el carteo del 4 y 24 de febrero Stalin le deja claro a Churchill que el llamado "gobierno polaco en el exilio" (en Londres) tendrá que aceptar como futura frontera polaco-soviética la línea "Curzon". Pese a la reluctancia del poco representativo gobierno polaco en el exilio (que hizo fracasar las reuniones de Moscú precisamente por la cuestión de las fronteras), Churchill aceptó la situación de hecho. Y es bien sabido que el "reparto" de Yalta –precedido en octubre de 1944 por el célebre folleto con los porcentajes de las "zonas de influencia"– conllevó, aunque no fuera aprobado oficialmente en Crimea, que, en la cuestión polaca, así como también en otros tableros de juego, fueran esencialmente confirmadas las ventajas territoriales que la URSS había conseguido con el "pacto" de agosto de 1939. Hay plena sintonía, en definitiva, entre las acciones tomadas por Stalin en la inmediata posguerra, y la sustancia de los acuerdos territoriales incluidos en el pacto ruso-alemán.

 


Es por esto que, como ya se ha observado, un único hilo conecta los tres momentos cardinales de la diplomacia soviética: Brest-Litovsk, el pacto de no agresión con Alemania, y Yalta. Tres momentos en los que los más duros adversarios (¡de hecho, sobre todo ellos!) reconocen la capacidad de Stalin para intuir, como estadista de altura, el interés por su país y su coherencia a la hora de perseguir, en un arco de tiempo tan amplio, tal interés.

 

 

No una política imperial o expansionista, sino una política de seguridad: aceptada como tal también por la contraparte occidental. Basta pensar precisamente en las decisiones de Yalta, no codificadas sino aceptadas y reafirmadas también en los momentos de mayor tensión (bloqueo de Berlín, Revolución húngara). Política de seguridad, que tenía su definición formal en las nuevas líneas de frontera. Es interesante a este respecto observar que, en ocasión de la reimpresión del carteo en los años de guerra, 1941-1945 de los jefes de la coalición anti-nazi, incluya como prólogo una introducción de Gromiko, que es esencialmente un himno a las deliberaciones cerradas en Helsinki el 1 de agosto de 1975: «Hoy», escribe Gromiko, «la inviolabilidad de las fronteras europeas ha sido reconocida por todos los Estados europeos, aparte de los EEUU y Canadá, que han firmado el 1 de agosto en Helsinki el acto final de la Conferencia para la seguridad y la colaboración en Europa. Este acuerdo tiene una importancia histórica, constituye una gran contribución a la causa de la paz». Gromiko, que ya en Yalta formaba parte de la delegación soviética, capta con esas palabras el sentido –reconocido por lo demás por todas las partes presentes– de la CSCE: el reconocimiento formal de las fronteras surgidas de la segunda guerra mundial.

 

 

Era la coronación, también formal, de una política inaugurada con el gran acto de realismo consistente en la aceptación, en el lejano febrero de 1918, de las leoninas cláusulas de la paz de Brest. Por esto es por lo que, en el momento del rápido, tumultuoso, desmantelamiento gorbachoviano de la URSS, las potencias occidentales han quedado perplejas: dudaban en extender su protección a iniciativas, por ejemplo, como la de Landsbergis y sus seguidores en Lituania, destinada a volver a poner en discusión todo lo acordado y defendido en Yalta y Helsinki, en un arco de tiempo treintenal.

 

 

Por esto es por lo que la política exterior de Gorbachov, consistente en desmantelar espontáneamente las claves de bóveda del Estado del que era máximo dirigente, espera (y quizás esperará durante largo tiempo) a su historiador, y antes aún, a su intérprete. Acaso se tiene la impresión de tener enfrente a dos diferentes personalidades, en lucha entre ellas, encerradas en la misma persona. El dirigente que todavía en noviembre de 1987 reivindica el acierto del "pacto" de agosto de 1939 difícilmente puede ser la misma persona que escribe en La Stampa del 3 de marzo de 1992: «Hoy podemos decir que todo lo que ha ocurrido en Europa oriental en estos últimos años no habría sido posible sin la presencia de este papa, sin el gran papel, incluso político, que ha sabido realizar».


Palabras que Carl Bernstein, protagonista en su momento del Watergate y autor, en febrero de 1992, de la investigación sobre el pacto secreto entre Reagan y Wojtyla para apoyar masivamente a Solidaridad y el derrumbe consiguiente del régimen comunista polaco, ha definido, en abril de 1992, en su primera carta para Il Sabato, «el desvelamiento de uno de los más grandes secretos del siglo veinte».

 

La colaboración periodística de Gorbachov en La Stampa merecería un análisis sistemático, ya que entre los pliegues y la melaza de la característica verborrea que Gorbachov destina a aquel importante periódico afloran de vez en cuando expresiones que deberían arrojar algo de luz sobre la huidiza personalidad del último secretario general del PCUS. Por ejemplo la que aparece hacia el final del prolijo ensayo del 26 de noviembre de 1992 («Yeltsin, palo y zanahoria»): «Después de haberse librado acertadamente, por inservible, del modelo comunista, deberíamos evitar caer en otros modelos rígidos».

 

 

Sobre todo la "revelación" sobre la que ha llamado la atención Carl Bernstein -la puesta en valor que expresa Gorbachov sobre el papel cumplido por Wojtyla en la demolición de los regímenes comunistas- se aviene mal con las sentencias finales del diálogo entre Gorbachov y Wojtyla (1 de diciembre de 1989). Cuyo texto ha sido publicado por el mismo Gorbachov en sus Avant-Mémoires, donde Wojtyla dice: «Nadie debe pretender que los cambios en Europa y en el mundo tengan que hacerse según el modelo occidental; esto es contrario a mis convicciones más profundas; Europa, como protagonista de la historia mundial, debe respirar con sus dos pulmones», y Gorbachov responde: «Es una imagen muy pertinente». A la luz de lo que Gorbachov "reveló" en marzo de 1992, esta proclamación provoca mucha perplejidad. Aún más si se tiene en cuenta el pensamiento del brutal exégeta del pensamiento de Wojtyla, el presidente polaco Walesa. Entrevistado por Jas Gawronski para La Stampa (9 de mayo de 1993, p. 8), Walesa se ha encontrado ante la siguiente pregunta:


«¿Quién determinó el derrumbe del comunismo? ¿Estaría de acuerdo en una clasificación de este tipo: Juan Pablo II, Walesa, Gorbachov, Reagan?» a lo que responde, no sin habilidad: «Desde luego el papel del Papa ha sido muy importante, diría determinante. Los otros son todos eslabones de la cadena, la cadena de la libertad; es difícil decir quién sería más importante, mas si a cualquier cadena le falta un eslabón no es ya una cadena. Muchos, sobre todo los alemanes, consideran que sea Gorbachov el más importante, pero no estoy de acuerdo» (y más adelante en la entrevista, proporciona también él una "revelación": el haber propuesto a Gorbachov ya en 1989 que tomara la iniciativa de la disolución de la URSS).

 

Después de que, el 24 de febrero de 1992, Time publicó la investigación de Carl Bernstein sobre el "pacto secreto" entre Reagan y Wojtyla para el derrocamiento del régimen comunista en Polonia (con detalles relativos, por ejemplo, al canal de comunicación por radio entre los palacios vaticanos y el del cardenal Glemp después de que el gobierno de Varsovia hubiese cortado las comunicaciones telefónicas entre Polonia y Vaticano, o relativos al "enrolamiento" por parte de la CIA del viceministro polaco de Defensa, o la avalancha de dinero enviado a Polonia como financiación del sindicato "clandestino"), se produjeron reparos y bochorno en el Vaticano. Eufórico, sin embargo, Reagan confirmó, entrevistado por Pino Buongiorno para Panorama:

 

«nuestro intento [Reagan se refiere a la gestión suya y de Wojtyla, N.d.A.] ha sido desde el comienzo el de unirnos para derrotar a las fuerzas del comunismo».


Y prosiguió con múltiples revelaciones y detalles, publicados por el semanario italiano en el fascículo del 22 de marzo de 1992. Pero probablemente la intervención, pese a sus enormes dimensiones (algo poco novedoso, aunque potenciado por el origen polaco del pontífice) no habría bastado. Al menos según un agudo analista de asuntos soviéticos, Helmut Sonnenfeldt. «Cuando se abrió la puerta polaca», declaró Sonnenfeldt en Panorama, «Moscú no movió un dedo. Quién sabe si quien influyó en el comportamiento de Gorbachov no fuera precisamente una intervención del Vaticano». Una hipótesis que parece encontrar confirmación en las palabras, muy comprometedoras, escritas por Gorbachov para La Stampa el 3 de marzo de 1992. Por lo tanto no es sorprendente que poco después, en la misma conversación, Sonnenfeldt hablara, sin dar nombres, de «quien, en alguna sala del Kremlin, decidió liberar a todos».

 

Las acciones políticas realizadas por Gorbachov a partir por lo menos de 1988, han afectado sobre todo a su pueblo. La condición de Rusia era así descrita por François Mitterrand (en un encuentro con el entonces presidente del Senado italiano, Spadolini): «Antes la gente comía poco, pero todos comían igualmente poco. Ahora en Rusia hay tantas mafias (el presidente -advertía Spadolini- usa la expresión italiana con un voluntario subrayado) que se enfrentan y se combaten, y se aseguran sectores de privilegio, monstruosamente distantes del hambre y de la pobreza generalizados. Situación, como poco, explosiva». No está mal como paso a la "libertad" (de qué tipo, se ha visto con los cañonazos sobre el parlamento de octubre de 1993). No sorprende sin embargo que Gorbachov sea una de las personas más detestadas en su país (y cada vez menos mimado por sus amigos en el exterior).


Puede esperarse todo de un historiador, excepto que tenga que creer en la "ingenuidad" que habría llevado a Gorbachov a cometer error tras error, capitulación tras capitulación. Markus Wolf, el gran artífice de los servicios de seguridad de la DDR, recordó en una entrevista a La Repubblica, que los tres artífices del derrumbamiento de la URSS -Gorbachov, Shevarnadze, Yeltsin- trabajaron en el KGB.


A los atenienses, cansados del conflicto con Esparta, Pericles les enseñó, en un discurso ante la asamblea, una gran verdad geopolítica: «No se puede huir del Imperio». Y con la crudeza conceptual que no le era ajena, añadía que «el Imperio es tiranía», que «puede parecer injusto defenderlo, pero desde luego es altamente arriesgado ignorarlo». Al final el Imperio, que duro poco más de setenta años, se perdió gracias también a aquellos estrategas (uno se llamaba Adimanto) que en la batalla decisiva de Egospótamos «traicionaron -como entonces se dijo- a las naves». Por una curiosa combinación histórica también el Imperio soviético duró setenta años. La comparación de Stalin y Pericles puede resultar incómoda (aunque sobre la grandeza del estadista georgiano insistan historiadores nada ingenuos, como Mijaíl Heller y Sergio Romano): es quizás más factible, pese al riesgo propio de las analogías, reconocer a Gorbachov el papel mediocre e ignominioso de Adimanto.

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Stalin, historia y crítica de una leyenda negra” ]

 

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3 comentarios:

  1. «Sobre mi tumba arrojarán montañas de basura que el viento de la historia borrará inexorablemente» - Stalin

    ¿Quién ataca y quién defiende a Stalin? – Elena Ódena

    https://universidadobrerablog.wordpress.com/wp-content/uploads/2017/04/stalin-pceml.pdf

    Salud y comunismo

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  2. TODOS LOS DOGMATISMOS TIENEN LA MISMA RAÍZ IRRACIONAL.


    Marx: “Los hombres hacen su propia historia. Y no por cierto, en circunstancias elegidas por ellos, sino en las que encuentran inmediatamente dadas y que les han sido legadas…”

    Y esto vale igualmente para Stalin y cualquier hijo de vecino…


    Camarada Loam, he leído con atención el breve texto de Elena Ódena cuyo enlace incluyes en tu comentario. En mi opinión el texto es doblemente breve porque además está vacío de ideas y carece de claras, fundadas y satisfactorias argumentaciones. Y lo que es peor, rezuma un sectarismo dogmático típico de aquellos que se dirigen en exclusiva a los compis ya convencidos de las mismas consignas, así que para qué entrar a analizar la raíz, el troco y las ramas del asunto: “¿Quién ataca y quién defiende a Stalin?”, en base a las razones y argumentaciones, como hacía Marx, Engels, Lenin, Gramsci… aportadas por los enemigos (Imperialistas, burgueses, capitalistas, fascistas, socialdemócratas, revisionistas, trotskos, maoístas… todos, despachados con su correspondiente etiqueta desprestigiante y mezclados en el mismo saco) las contradicciones principales y secundarias en cada etapa del proceso revolucionario a nivel nacional e internacional, el irrelevante asuntillo del “socialismo en un solo país” y… en fin, que me parece a mí que Stalin, que hizo méritos sobrados para ganarse el odio de la burguesía “demócrata o fascista”, no se merece una débil defensa realizada del modo más barato que imaginarse pueda, y que en realidad lo sitúa, con otras palabras igualmente dogmáticas, justo en el mismo infecto no-lugar que lo pretendieron y pretenden situar las reaccionarias fuerzas del imperialismo yanqui. Para terminar sólo quiero añadir que la fecha del texto, 1979, no me parece disculpa suficiente para tan lamentable y contraproducente defensa de Stalin. Insisto en que no sólo este breve epílogo de Luciano Canfora sino sobre todo el extenso y profundo estudio que nos ofrece Domenico Losurdo desde un punto de vista marxista y revolucionario, puede ayudar a más de uno a formarse una opinión menos sacralizada y más completa, crítica y fundada (más verdadera y por tanto más revolucionaria) de la incuestionable importancia histórica de la figura de Stalin.


    Salud y comunismo

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    1. Como siempre, camarada, tomo buena nota y agradezco tu clarificadora crítica. Evidentemente, el "extenso y profundo estudio" de Losurdo sobre Stalin no es, ni de lejos, comparable al panfleto de Elena Ódena, releído el cual he de aceptar lo acertado de tus objeciones al mismo.

      Salud y comunismo

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Gracias por comentar