miércoles, 20 de noviembre de 2024

 

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STALIN,

HISTORIA Y CRÍTICA DE UNA LEYENDA NEGRA.

 

Domenico Losurdo.

 

 

( 01)

 

 

“DE STALIN A GORBACHOV: CÓMO ACABA UN IMPERIO”

 

LUCIANO CANFORA

 

 

Una regla rigurosamente respetada por los historiadores del Imperio comportaba que no se dijese nada del príncipe o emperador reinante mientras estuviera vivo. Se habría ocupado el historiador siguiente, que habría callado, a su vez, sobre el príncipe que gobernaba su tiempo. Justiniano ha tenido, a este respecto, un destino algo diferente pero muy sintomático. Fue de hecho el mismo historiador, Procopio de Cesarea, el que puso en circulación, estando vivo Justiniano, numerosos libros de historia que exaltan la grandeza, la sabiduría, las guerras victoriosas, etc., y que sin embargo -al mismo tiempo- se mantuvo a salvo -destinada a la circulación después de la muerte del príncipe- una Historia secreta en la que Justiniano era literalmente destrozado y aparecía como el recipiente de toda ignominia, debilidad e inútil crueldad, además de la vanidad de atribuirse méritos que correspondían a otros. La Historia secreta fue escrita alrededor de 558, Justiniano murió el 14 de noviembre de 565 a la edad de ochenta y tres años. Una vez muerto, la Historia secreta se encargó de demoler al vencedor de los Godos, el reconquistador de Italia y restaurador de la unidad del Imperio. Los modernos pueden libremente oscilar entre los dos extremos, como entre los dos retratos de Stalin escritos por Nikita Kruschov: por un lado el informe al XIX congreso del PCUS (octubre de 1952), en el que todo el mérito de la fuerza económica, militar, social de la URSS es atribuido a «nuestro querido líder y maestro, el camarada Stalin»; por el otro, el Informe secreto, leído en la reunión privada en el XX Congreso del PCUS (febrero de 1956), alrededor de tres años después de la muerte de Stalin. Aquí, como en la Historia secreta de Procopio, el "amado maestro" es presentado como un tirano ridículo, cobarde y sanguinario (tanto como para hacer casi incomprensible cómo hubiese podido gobernar durante tanto tiempo y con el apoyo de infinitos Kruschov). La visión, de matriz tolstoiana, dirigida a aniquilar la "grandeza" de las "grandes personalidades" de la historia es sin duda un buen antídoto para la historiografía heroica. Sin embargo no consigue dar cuenta del entretejimiento entre mezquindad individual y eficacia política que hace que algunas personalidades se vean en el epicentro de acontecimientos y transformaciones epocales, que los venideros continuarán considerando como tales pese a todas las posibles "historias secretas".

 

 

Santo Mazzarino -uno de los más importantes historiadores italianos- solía colocar a Stalin al lado de Justiniano por haber sido ambos grandes constructores, grandes déspotas y grandes intolerantes. Entre 565, año de la muerte de Justiniano, y el breve y catastrófico reino de Foca (607-610), se deshace la gran construcción justiniana. La reconquista de Occidente, y en especial de Italia, se deshace. Foca se mostró incapaz, durante su breve reinado, de afrontar insurrecciones, ataques exteriores, la difusión de una creciente anarquía, hasta que en el 610 Heraclio, hijo del gobernador de la provincia de África, conquistó Constantinopla con un golpe de mano y fundó una nueva dinastía. La comparación, desde luego sólo en parte acertada, como todas las comparaciones historiográficas, es entre Justiniano y Stalin por un lado, Foca y Gorbachov por el otro.

 

 

Las simplificaciones no son siempre enriquecedoras, pero pueden dar una pista. Lo que no es bueno, en mi opinión, es que a menudo se renuncie, todavía, a hablar de Stalin lúcidamente, como no obstante se hace con Robespierre o con otros "sanguinarios" defensores de la "revolución". Uno se levanta en vez de sopesar pros y contras.

 

 

Por otra parte, si el Time de 1944 proclamó a Stalin «hombre del año» alguna razón debe haber. Si el antifascismo europeo le ha tributado en los años del peligro nazifascista claras palabras de aprecio y de reconocimiento, alguna razón debe haber. Lo que sin embargo se desea por parte de algunos es que se asimile la obra de Stalin a la únicamente nefasta y destructiva de Hitler. Por lo demás no será casual que el nazismo haya llevado el mundo a la guerra y a la catástrofe y la URSS no. Al final se ha disuelto, no ha arrastrado a los adversarios y al mundo al abismo.

 

 

Stalin tuvo como línea de actuación la de mantenerse fuera de conflictos: hasta la ceguera de no dar fe a las advertencias que le llegaban desde varios lugares en junio de 1941. La gestión del poder en la URSS: no podré en pocas líneas resumir los resultados que en los anteriores decenios han proporcionado tantos investigadores. Diré solamente que las cuestiones son dos: a) qué modelos de "poder popular" (de hecho, democracia) hayan surgido de la Revolución de 1917; b) qué praxis efectiva se haya instaurado sin embargo en la URSS y en los países satélites. Hablar del primer punto creo sea legítimo (basta pensar en los estudios de derecho constitucional alrededor de los códigos legales en la URSS). Es necesario al mismo tiempo comparar estos textos y aquellos esfuerzos con las duras lecciones de la realidad y con la praxis efectiva. Escribía en mi libro sobre la democracia que «en el último período del gobierno de Stalin fueron colocadas las premisas para la ruina del sistema». Y de hecho la que había sido, desde la ruptura con Trotsky y la colocación fuera de la ley de la oposición interna del PCUS, una guerra civil ininterrumpida llevada a cabo con ferocidad y sin excluir duros golpes, después de la victoria de 1945 habría tenido que agotarse o disminuir. Perpetuar los instrumentos fue su ruina. Sobre este concepto de guerra civil referido a todo el período que va de 1927 hasta las vísperas de la Guerra mundial me gusta recordar las páginas de Feuchtwanger (Moscú 1937), el escritor judío exiliado a los EEUU, donde vivió hasta su muerte. Todo lo dicho hasta aquí tiene una sola premisa: que se discuta sobre historia. Pero para discutir hay que conocer el sentido de las palabras. Me divierte bastante observar los malentendidos que suscitó la expresión que utilizo, «crear un mito alrededor de la Polonia dividida». ¡Alguno ha pensado que yo afirmaba que Polonia no había sido dividida! Sin embargo en italiano esa frase significa que un hecho (indiscutible) es "mitificado", es decir, ocupa toda la escena, se convierte en el hecho por excelencia. Y este era uno de ¡os aspectos del pacto de agosto de 1939. Los otros aspectos eran: la voluntad de destruir antes o después una URSS bien enraizada en la mente de Hitler (como ha documentado Kershaw en sus notables libros), además de la poca voluntad anglofrancesa de alcanzar de veras un pacto antialemán junto con Stalin (lo escribe claramente Churchill en su De guerra a guerra). Por no hablar de la hostilidad polaca a la hora de dejar pasar tropas soviéticas por su territorio en caso de conflicto con Alemania, y por no hablar tampoco de la participación polaca, el año antes, en la división de Checoslovaquia. Pongamos un ejemplo respecto a otro asunto: Bacque ha documentado en el libro Der geplante Tod (La muerte planificada) la aniquilación por parte de los EEUU de cientos de miles de prisioneros alemanes. Eran tiempos "férreos" habría dicho Tibulo. Sentarse tras la cátedra y repartir votos y credenciales democráticas, ahora y entonces, casi nos hace a algunos sonreír.

 

 

Es una buena costumbre entendernos a nosotros mismos a través de las palabras de quien nos mira con ojo crítico, no a través del consenso, estéril, de los que consienten, ni de los seguidores. El más pertinente retrato de Julio César, muerto ya junto con el temor que inspiraba, lo realizó Cicerón, que desde luego nunca lo había amado, en un bien cincelado pasaje de la Segunda Filípica, donde sabiamente hizo balance de los valores y límites del dictador que él mismo había alabado en vida. En el caso de Stalin se puede decir, sin temor a errar, que tanto vivo como muerto, no le ha faltado literatura elogiosa ni literatura demonizadora.

 

 

Para personajes que, en un determinado momento histórico, han reunido en su persona el significado y la simbología misma del movimiento que lideraban, el "culto" de su persona es un fenómeno no solamente bien documentado, sino que, por lo que parece, difícilmente evitable. Se podrían invocar muchos nombres, pero los más familiares y obvios son César y Napoleón. La necesidad, por parte de los seguidores, de mitificar al "jefe", al que corresponde la intuición, por parte del jefe, de la imprescindible función de tal mecanismo "mitificador", es un fenómeno bien documentado también. Cuanto más destaca (y se desvela como mecanismo que va más allá de la voluntad del individuo), cuando el interesado mismo sería por su estilo y cultura ajeno a tal relación casi religiosa y sin embargo, al producirse, se adecúa a ello. Es el caso del "Incorruptible", que fue el exacto contrario del demagogo sediento de multitudes entregadas, o también, en tiempos más próximos, el caso de Antonio Gramsci. Relata Gramsci, divertido, en una carta desde la cárcel, la desilusión que vivió un camarada con el que se encontró durante una de sus estadías carcelarias: ¡que se había imaginado al líder de los comunistas de una bastante diferente, e imponente, estatura!

 

 

En esta categoría (por inusual que sea decirlo) entra también Stalin, que durante un período nada breve de su larga carrera quiso mantenerse en el papel ideal de "segundo": de mero, fiel, ejecutor de la obra y del proyecto de otro, bastante más "grande", y que también muerto habría tenido que continuar siendo percibido como "el jefe", es decir Lenin. Al que Stalin le destinó precisamente un mausoleo de tipo faraónico-helenístico-bizantino: para que sobre él, único jefe "vivo" -si bien muerto (y de hecho debidamente embalsamado)- continuase recayendo la necesidad de carisma de las masas sovieticas. Por la misma dinámica, Augusto se presentó durante largo tiempo como el heredero-ejecutor-continuador-vindicador de César y le reservó un culto asimilándolo a los dioses.

 

 

Más que nunca necesario por tanto, frente a personajes históricos cuyo mito fue parte esencial de su actuación (y de su "ser percibidos" por los otros), es remitirse al juicio, limitado, mas no obnubilado, de los no-seguidores, de las personas pensantes y lejanas, y también de los adversarios. En "Cittá libera" del 23 de agosto de 1945, Croce, que al bando enemigo comunista no les ha "concedido" nunca nada, ni siquiera en los momentos de mayor unidad "ciellenistica" y que en la Historia de Europa había escrito que «el comunismo no se ha realizado en Rusia como comunismo» (1932), escribió de Stalin palabras que pudieron incluso parecer un elogio, pero no lo eran. «Lo que se ha realizado en Rusia», escribió, «es el gobierno de una clase, o de un grupo de clases (burócratas, militares, intelectuales) que ya no guía un emperador hereditario, sino un hombre de dotado genio político (Lenin, Stalin)»; ¡y añadía con profética ironía: «quedando encargada la Providencia de proporcionarle sucesores siempre equiparables»! De "genio" (y esta vez no en sentido neutro, como en las palabras de Croce, sino exaltador) había hablado, a propósito de Stalin, Alcide De Gasperi, pocos meses antes, en el Teatro Brancaccio en Roma, en el mismo momento en el que proyectaba con firmeza la lejanía inaprehensible del experimento soviético de aquél, todavía por precisar, de la Italia posfascistas. Había hablado nada menos que de «mérito inmenso, histórico, secular, de los ejércitos organizados por el genio de José Stalin».

 

 

Era fácil por lo demás en aquel momento proferir una gratitud "secular" a los vencedores de Stalingrado, Paolo Bufaldini ha recordado a un sacerdote que, abrazándolo, en la clandestinidad, le había susurrado: «¡En Stalingrado venceremos nosotros!». Pero como bien sabía Heródoto, la victoria de los atenienses en Salamina, contra un adversario poderoso y en apariencia invencible había sido poco a poco olvidada, pese a ser fundamento de la "libertad de los Griegos". Olvidada precisamente por los beneficiarios, porque de aquella victoria había partido el imperio ateniense, opresivo heredero de una alianza inicialmente paritaria. Una historia que se ha repetido, y que en la Italia de después de Marengo ha visto como poco a poco se embrutecían las facciones del emperador. En definitiva es demasiado fácil hablar en gros de objetivos imperiales y de libertades conculcadas. Para la Europa oriental de después de 1945 vale más la lectura del notable relato de Ambler El proceso Delchevim, que abandonarse a las esquemáticas jaculatorias sobre las "horcas de Praga". Y vale más la lectura del ensayo de Wilfried Loth (El hijo poco amado de Stalin: por qué Stalin no quería el nacimiento de la DDR) sobre la reluctancia de Stalin a consentir la constitución en república de la zona soviética de Alemania, en vez de la insulsa retórica sobre el "telón de acero".

 

 

Stalin vuelve hoy al sentir colectivo de los rusos (muchos sondeos lo señalan) porque en la actual desazón y declinar de la ex superpotencia es obvio el reconocimiento, ya sólo por sentido común, hacia el estadista que la había convertido en tal, levantándola de una situación de inferioridad material y de aislamiento. Molotov recuerda que Stalin le había dicho una vez: a mi muerte arrojarán basura sobre mi tumba, pero mucho después lo entenderán. La imputación casi judicial que pesa sobre Stalin es la de la desmedida pérdida de vidas humanas. Esta vara de medir, que ya durante todo el siglo diecinueve acompañó y distorsionó los altibajos (muy similares a los actuales) de la historiografía sobre la Revolución francesa, ha sido finalmente contaminada por las monstruosidades del llamado Libro negro de Courtois y compañía: un libro que incluye entre las "víctimas de Stalin" también a los millones de muertos de la Guerra mundial, o entre las "víctimas del comunismo" a las infinitas víctimas de la UNITA en Angola. Tras aquél monstruoso panfleto es difícil devolver la reflexión a un ámbito decente; basta con el rápido desmantelamiento de estas cifras astronómicas que se ha producido después. Es el vínculo entre Revolución y Terror el difícil problema: comienza con Robespierre, no con Lenin, y todavía está abierto.

 

 

Pero envió a la muerte a multitud de comunistas: esta es la otra imputación "judicial". El Danton de Wajda, por lo demás, quería significar y denunciar esto mismo. Un gran escritor judío, Lion Feuchtwanger, que reconocíó a Stalin el mérito de ser el primero en haber dado un Estado a los judíos (en Birobidjan, dentro de la URSS) ha evocado, a propósito de los "grandes procesos", un factor capital:

 

«La mayor parte de los acusados eran en primer lugar conspiradores y revolucionarios, durante toda la vida habían sido subversivos y opositores, habían nacido para eso». Es la misma observación que hará años después De Gasperi en el ya citado discurso en Brancaccio: «Nosotros creíamos que los procesos eran falsos, los testimonios inventados, las confesiones arrancadas mediante la extorsión. Y entonces informaciones objetivas americanas aseguran que no se trataba de una farsa, y que los saboteadores no eran vulgares timadores, eran los viejos e idealistas conspiradores [...] que afrontaban la muerte antes que adaptarse a lo que para ellos era una traición al comunismo originario».

 

 

A Tiberio le tocó Tácito como "juez"; a Stalin, menos afortunado, Nikita Kruschov, dijo con sarcasmo Concetto Marchesi después del XX Congreso. Era una broma. Con el XX Congreso en realidad se abría una lucha de poder dentro de la cúpula, no muy diferente de la que había enfrentado a Trotsky y Stalin. Una lucha que no excluía golpes bajos, en la que la "desestalinización" era una pieza más del tablero; no era un intento de historiografía, de ésta era si acaso la más escandalosa negación. Y también quien, como Togliatti, entendió la instrumentalidad y la esencial falsedad, no pudo desenmascarar de raíz su naturaleza y génesis porque el mismo Togliatti y otros dirigentes del movimiento comunista eran, voluntariamente o no, parte de esta nueva lucha. Lucha cuyos resultados iniciales fueron las revoluciones dentro del "campo" soviético, y a largo plazo, la misma historia que hemos acabado viviendo. Curzio Malaparte, en un libro importante y olvidado, Técnica del golpe de Estado (editado en Francia en 1931, destinado a disgustar tanto a comunistas como a sus adversarios) registró la crónica de un acontecimiento que explica mejor que cualquier razonamiento el conflicto permanente y la represión ininterrumpida que caracterizaron los años de gobierno de Stalin hasta la guerra: el golpe de Estado fallido de Trotsky en Moscú el 7 de noviembre de 1927, en ocasión del desfile para el décimo aniversario de la Revolución.

 

 

Un golpe fracasado, que mantuvo una profundísima división en el partido, donde el prestigio de Trotsky se mantenía enorme, y una guerra civil larvada, que la propaganda soviética de manera reduccionista presentaba como actividad judicial contra los "saboteadores". Este fue el caso dentro del cual se inscribe el fenómeno Stalin. La formación de la URSS, la industrialización, la guerra a los kulaks, la alfabetización de masas, la creación de un Estado benefactor gratuito, el intento de quedar fuera de la guerra impuesta por Hitler, la victoria sobre el nazismo alcanzada a través de esfuerzos inimaginables y sin un auténtico consenso: estos son los acontecimientos con los que el historiador debe cimentar su análisis, sin olvidar nunca que, entre bastidores crecía un conflicto civil, una fractura del partido hegemónico, que nunca había cicatrizado.

 

 

A los puritanos de la ideología Stalin nunca les gustó. Oportunamente Colletti lo definió, a veinte años de su muerte, en L'Espresso, como «aquél que no se dejó nunca atar por los lazos de la ideología». Pero tanto realismo no fue un fin en sí mismo. El editorial no firmado con el que el Corriere della será comentó el 6 de marzo de 1953 la desaparición de Stalin, continúa vigente tras cincuenta años de batallas -y de modas- historiográficas: «Esta obra -se lee- costó sacrificios inenarrables y fue dirigida con un rigor que no conoció piedad. La libertad, el respeto a la persona, la tolerancia, la caridad, fueron palabras vanas y fueron tratadas como cosas muertas. Solamente durante la Segunda guerra mundial se vio cuánto hubiese trabajado en profundidad aquella obra. Es historia del ayer. Pero cuando sonó la hora de la prueba suprema, el hombre se mostró a la altura de sí mismo y de las grandes tareas que había buscado y que la historia le había asignado».

 

 

Se puede discutir mucho alrededor de la cuestión de si Stalin se consideró a sí mismo y a su propia acción política como vinculadas al renacimiento de su país después de la catástrofe (guerra, derrota, revolución, guerra civil) o más bien dependientes del movimiento comunista mundial: por decirlo brevemente, si se sintió pese a todo un estadista ruso o un dirigente comunista con responsabilidades mundiales. Es propio de la reflexión historiográfica de inspiración trotskista (el mismo Trotsky, Deutscher) dar crédito a la primera respuesta. Fue sin embargo característico de la historiografía oficial de partido (también después de 1956) rechazar como reductiva, distorsionadora, tal respuesta (que por lo demás encontraba acogida también fuera de la discusión político-historiográfica dentro del movimiento comunista), y anteponer a la figura del Stalin estadista, para bien y para mal, la figura y el papel de Stalin como hombre de partido…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “Stalin, historia y crítica de una leyenda negra” ]

 

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