lunes, 18 de noviembre de 2024

 

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LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA 

DE 1848 A 1850  

 

Karl Marx

 

[ y 18 ]

 

 

 

 

IV. LA ABOLICIÓN DEL SUFRAGIO UNIVERSAL EN 1850

 

 

(…) Poco antes, y sobre todo inmediatamente después de la suspensión de sesiones de la Cámara, parecieron querer reconciliarse las dos grandes fracciones del partido del orden, los orleanistas y los legitimistas, por medio de la fusión de las dos casas reales bajo cuyas banderas luchaban. Los periódicos estaban llenos de propuestas reconciliatorias que se decía habían sido discutidas junto al lecho de enfermo de Luis Felipe, en St. Leonards, cuando la muerte de Luis Felipe vino de pronto a simplificar la situación. Luis Felipe era el usurpador; Enrique V, el despojado. En cambio, el Conde de París, puesto que Enrique V no tenía hijos, era su legítimo heredero. Ahora, se le había quitado todo obstáculo a la fusión de los dos intereses dinásticos. Pero precisamente ahora las dos fracciones de la burguesía habían descubierto que no era la exaltación por una determinada casa real lo que las separaba, sino que eran, por el contrario, sus intereses de clase divergentes los que mantenían la escisión entre las dos dinastías. Los legitimistas, que habían ido en peregrinación al campamento regio de Enrique V en Wiesbaden, exactamente lo mismo que sus competidores a St. Leonards, recibieron aquí la noticia de la muerte de Luis Felipe. Inmediatamente, formaron un ministerio in partibus infidelium, integrado en su mayoría por miembros de aquella Comisión de guardadores de la virtud de la república y que, con ocasión de una querella que estalló en el seno del partido, se descolgó con la proclamación sin rodeos del derecho por la gracia divina. Los orleanistas se regocijaban con el escándalo comprometedor que este manifiesto94 provocó en la prensa y no ocultaban ni por un momento su franca hostilidad contra los legitimistas. 

 

 

Durante la suspensión de sesiones de la Asamblea Nacional, se reunieron las representaciones departamentales. Su mayoría se pronunció en favor de una revisión de la Constitución, más o menos condicionada, es decir, se pronunció en favor de una restauración monárquica, no deteniéndose a puntualizar, a favor de una «solución», confesando al mismo tiempo que era demasiada incompetente y demasiado cobarde para encontrar esta solución. La fracción bonapartista interpretó inmediatamente este deseo de revisión en el sentido de la prórroga de los poderes presidenciales de Bonaparte. 

 

 

La solución constitucional, la dimisión de Bonaparte en mayo de 1852, acompañada de la elección de nuevo presidente por todos los electores del país, y la revisión de la Constitución por una Cámara revisora en los primeros meses del nuevo mandato presidencial, es absolutamente inadmisible para la clase dominante. El día de la elección del nuevo presidente sería el día en que se encontraran todos los partidos enemigos: los legitimistas, los orleanistas, los republicanos burgueses, los revolucionarios. Tendría que llegarse a una decisión por la violencia entre las distintas fracciones. Y aunque el mismo partido del orden consiguiese llegar a un acuerdo sobre la candidatura de un hombre neutral al margen de ambas familias dinásticas, éste tendría otra vez en frente a Bonaparte. En su lucha contra el pueblo el partido del orden se ve constantemente obligado a aumentar la fuerza del poder ejecutivo. Cada aumento de la fuerza del poder ejecutivo, aumenta la fuerza de su titular, Bonaparte. Por tanto, al reforzar el partido del orden su dominación conjunta da, en la misma medida, armas a las pretensiones dinásticas de Bonaparte, y refuerza sus probabilidades de hacer fracasar violentamente la solución constitucional en el día decisivo. Ese día, Bonaparte, en su lucha contra el partido del orden, no retrocederá ante uno de los pilares fundamentales de la Constitución, como tampoco este partido retrocedió en su lucha frente al pueblo, ante el otro pilar, ante la ley electoral. Es muy probable que llegase incluso a apelar al sufragio universal contra la Asamblea. En una palabra, la solución constitucional pone en tela de juicio todo el statu quo, y si se pone en peligro el statu quo, los burgueses ya no ven detrás de esto más que el caos, la anarquía, la guerra civil. Ven peligrar el primer domingo de mayo de 1852 sus compras y sus ventas, sus letras de cambio, sus matrimonios, sus escrituras notariales, sus hipotecas, sus rentas del suelo, sus alquileres, sus ganancias, todos sus contratos y fuentes de lucro, y a este riesgo no pueden exponerse.

 

Si peligra el statu quo político, detrás de esto se esconde el peligro de hundimiento de toda la sociedad burguesa. La única solución posible en el sentido de la burguesía es aplazar la solución. La burguesía sólo puede salvar la república constitucional violando la Constitución, prorrogando los poderes del presidente. Y ésta es también la última palabra de la prensa del orden, después de los largos y profundos debates sobre las «soluciones» a que se entregó después de las sesiones de los Consejos generales. El potente partido del orden se ve, pues, obligado, para vergüenza suya, a tomar en serio a la ridícula y vulgar persona del pseudo Bonaparte, tan odiada por aquél. 

 

 

Esta sucia figura se equivocaba también acerca de las causas que la iban revistiendo cada vez más con el carácter de hombre indispensable. Mientras que su partido tenía la perspicacia suficiente para achacar a las circunstancias la creciente importancia de Bonaparte, ésta creía deberla exclusivamente a la fuerza mágica de su nombre y a su caricaturización ininterrumpida de Napoleón. Cada día se mostraba más emprendedor. A las peregrinaciones a St. Leonards y Wiesbaden opuso sus jiras por toda Francia. Los bonapartistas tenían tan poca confianza en el efecto mágico de su personalidad, que mandaban con él a todas partes, como claque, a gentes de la Sociedad del 10 de Diciembre —la organización del lumpemproletariado parisino—, empaquetándolas a montones en los trenes y en las sillas de posta. Ponían en boca de su marioneta discursos que, según el recibimiento que se le hacía en las distintas ciudades, proclamaban la resignación republicana o la tenacidad perseverante como lema de la política presidencial. Pese a todas las maniobras, estos viajes distaban mucho de ser triunfales.

 

 

Convencido de haber entusiasmado así al pueblo, Bonaparte se puso en movimiento para ganar al ejército. Hizo celebrar en la explanada de Satory, cerca de Versalles, grandes revistas, en las que quería comprar a los soldados con salchichón de ajo, champán y cigarros. Si el auténtico Napoleón sabía animar a sus soldados decaídos, en las fatigas de sus cruzadas de conquista, con una momentánea intimidad patriarcal, el pseudo Napoleón creía que las tropas le mostraban su agradecimiento al gritar: «vive Napoleón, vive le saucisson!» (¡Viva Napoleón, viva el salchichón!) es decir, «¡Viva el salchichón y viva el histrión!».

 

 

Estas revistas hicieron estallar la disensión largo tiempo contenida entre Bonaparte y su ministro de la Guerra, d'Hautpoul, de una parte, y, de la otra, Changarnier. En Changarnier había descubierto el partido del orden a su hombre realmente neutral, respecto al cual no podía ni hablarse de pretensiones dinásticas personales. Le tenía destinado para sucesor de Bonaparte. Además, con su actuación del 29 de enero y del 13 de junio de 1849, Changarnier se había convertido en el gran mariscal del partido del orden, en el moderno Alejandro, cuya brutal interposición había cortado, a los ojos del burgués pusilánime, el nudo gordiano de la revolución. Así, del modo más barato que cabe imaginar, un hombre que en el fondo no era menos ridículo que Bonaparte, se veía convertido en un poder y colocado por la Asamblea Nacional frente al presidente para fiscalizar su actuación. El mismo Changarnier coqueteaba, por ejemplo, en el asunto del suplemento a la lista civil, con la protección que dispensaba a Bonaparte y adoptaba con él y con los ministros un aire de superioridad cada vez mayor. Cuando, con motivo de la ley electoral, se esperaba una insurrección, prohibió a sus oficiales recibir ninguna clase de órdenes del ministro de la Guerra o del presidente. La prensa contribuía, además, a agrandar la figura de Changarnier. Dada la carencia completa de grandes personalidades, el partido del orden veíase naturalmente obligado a atribuir a un solo individuo la fuerza que le faltaba a toda su clase, inflando a este individuo hasta convertirlo en un gigante. Así fue cómo nació el mito de Changarnier, el «baluarte de la sociedad». La presuntuosa charlatanería y la misteriosa gravedad con que Changarnier se dignaba llevar el mundo sobre sus hombros forma el más ridículo contraste con los acontecimientos producidos durante la revista de Satory y después de ella, los cuales demostraron irrefutablemente que bastaba con un plumazo de Bonaparte, el infinitamente pequeño, para reducir a este engendro fantástico del miedo burgués, al coloso Changaroier, a las dimensiones de la mediocridad y convertirle —a él, héroe salvador de la sociedad— en un general retirado.

 

 

Bonaparte se había vengado de Changarnier desde hacía largo tiempo, provocando al ministro de la Guerra a conflictos disciplinarios con el molesto protector. Por fin, la última revista de Satory hizo estallar el viejo rencor. La indignación constitucional de Changarnier no conoció ya límites cuando vio desfilar los regimientos de caballería al grito anticonstitucional de «Vive l'Empereur!» («!Viva el Emperador!»). Para adelantarse a debates desagradables a propósito de este grito en la próxima sesión de la Cámara, Bonaparte alejó al ministro de la Guerra, d'Hautpoul, nombrándole gobernador de Argelia. Para sustituirle nombró a un viejo general de confianza, de tiempos del Imperio, que en cuanto a brutalidad podía medirse plenamente con Changarnier.

 

 

Pero, para que la destitución de d'Hautpoul no apareciese como una concesión hecha a Changarnier, trasladó al mismo tiempo de París a Nantes al brazo derecho del gran salvador de la sociedad, al general Neumayer. Neumayer era quien había hecho que en la última revista toda la infantería desfilase con un silencio glacial ante el sucesor de Napoleón. Changarnier, a quien se había asestado el golpe en la persona de Neumayer, protestó y amenazo. En vano. Después de dos días de debate, el decreto de traslado de Neumayer apareció en el "Moniteur", y al héroe del orden no le quedaba más salida que someterse a la disciplina o dimitir. 

 

 

La lucha de Bonaparte contra Changarnier es la continuación de su lucha contra el partido del orden. Por tanto, la reapertura de la Asamblea Nacional el 11 de noviembre se celebra bajo auspicios amenazadores. Será la tempestad en el vaso de agua. En lo sustancial tiene que seguir representándose la vieja comedia. La mayoría del partido del orden, pese a cuanto griten los paladines de los principios de sus diversas fracciones, se verá obligada a prorrogar los poderes del presidente. Y Bonaparte, pese a todas sus manifestaciones previas, tendrá que doblar también, a su vez, la cerviz, aunque sólo sea por su penuria de dinero, y aceptar esta prórroga de poderes como simple delegación de manos de la Asamblea Nacional. De este modo se aplaza la solución, se mantiene el statu quo, una fracción del partido del orden se ve comprometida, debilitada, hecha imposible por la otra y la represión contra el enemigo común, contra la masa de la nación, se extiende y se lleva al extremo hasta que las propias condiciones económicas hayan alcanzado otra vez el grado de desarrollo en que una nueva explosión haga saltar a todos estos partidos en litigio, con su república constitucional. 

 

 

Para tranquilizar al burgués, debemos decir, por lo demás, que el escándalo entre Bonaparte y el partido del orden tiene como resultado la ruina en la Bolsa de una multitud de pequeños capitalistas, cuyos patrimonios han ido a parar a los bolsillos de los grandes linces bursátiles. 

 

 

 

 

 

 

[Escrito por C. Marx

de enero al 1 de noviembre de 1850.

Publicado por vez primera en la

"Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue",

en los núms. 1, 2, 3 y 5-6,

correspondientes al año 1850.

Firmado: Carlos Marx.]

 

 

Se publica de acuerdo con el texto de la revista,

cotejado con el de la edición de 1895.

Traducido del alemán.

 

***

 

[ Karl MARX. “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850” ]

 


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