jueves, 31 de octubre de 2024


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LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA 

DE 1848 A 1850  

 

Karl Marx

 

[ 16 ]

 

 

 

 

IV. LA ABOLICIÓN DEL SUFRAGIO UNIVERSAL EN 1850

 

 

[ La continuación de los tres capítulos anteriores aparece en la "Revue" del último número publicado —número doble, quinto y sexto— de la "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue". Después de describir la gran crisis comercial que estalló en 1847 en Inglaterra y de explicar por sus repercusiones en el continente europeo cómo las complicaciones políticas se agudizaron aquí hasta convertirse en las revoluciones de febrero y marzo de 1848, se expone cómo la prosperidad del comercio y de la industria, recobrada en el transcurso de 1848 y que en 1849 se acentuó todavía más, paralizó el ascenso revolucionario e hizo posibles las victorias simultáneas de la reacción: Respecto a Francia, dice luego especialmente: ]

 

Este párrafo de introducción fue escrito por Engels para la edición de 1895. (N. de la Edit.)

 

 

Los mismos síntomas se presentan en Francia desde 1849, y sobre todo desde comienzos de 1850. Las industrias parisinas tienen todo el trabajo que necesitan, y también marchan bastante bien las fábricas algodoneras de Ruán y Mulhouse, aunque aquí, como en Inglaterra, los elevados precios de la materia prima han entorpecido este mejoramiento. El desarrollo de la prosperidad en Francia se ha visto, además, especialmente estimulado por la amplia reforma arancelaria de España y por la rebaja de aranceles para distintos artículos de lujo en México; la exportación de mercancías francesas a ambos mercados ha aumentado considerablemente. El aumento de los capitales acarreó en Francia una serie de especulaciones, para las que sirvió de pretexto la explotación en gran escala de las minas de oro en California. Surgieron sociedades, que con sus acciones pequeñas y con sus prospectos teñidos de socialismo apelaban directamente al bolsillo de los pequeños burgueses y de los obreros, pero que, en conjunto y cada una en particular, se reducían a esa pura estafa que es característica exclusiva de los franceses y de los chinos. Una de estas sociedades es incluso protegida directamente por el Gobierno. En Francia, los derechos de importación ascendieron en los primeros nueve meses de 1848 a 63 millones de francos, de 1849 a 95 millones de francos y de 1850 a 93 millones de francos. Por lo demás, en el mes de septiembre de 1850 volvieron a exceder en más de un millón respecto a los del mismo mes de 1849. Las exportaciones aumentaron también en 1849, y más todavía en 1850. 

 

 

La prueba más palmaria de la prosperidad restablecida es la reanudación de los pagos en metálico del Banco por ley del 6 de agosto de 1850. El 15 de marzo de 1848 el Banco había sido autorizado para suspender sus pagos en metálico. Su circulación de billetes, incluyendo los Bancos provinciales, ascendía por entonces a 373 millones de francos (14.920.000 libras esterlinas). El 2 de noviembre de 1849, esta circulación ascendía a 482 millones de francos, o sea, 19.280.000 libras esterlinas: un aumento de 4.360.000 libras. Y el 2 de septiembre de 1850, 496 millones de francos, o 19.840.000 libras: un aumento de unos 5 millones de libras esterlinas. Y no por esto se produjo ninguna depreciación de los billetes; al contrario, el aumento de circulación de los billetes iba acompañado por una acumulación continuamente creciente de oro y plata en los sótanos del Banco, hasta el punto de que en el verano de 1850 las reservas en metálico ascendían a unos 14 millones de libras esterlinas, suma inaudita en Francia. El hecho de que el Banco se viese así en condiciones de aumentar en 123 millones de francos (o 5 millones de libras esterlinas) su circulación, y con ello su capital en activo, demuestra palmariamente cuánta razón teníamos al afirmar en uno de los cuadernos anteriores que la aristocracia financiera, lejos de haber sido derrotada por la revolución, había salido de ella fortalecida.

 

 

Este resultado se hace todavía más palpable por el siguiente resumen de la legislación bancaria francesa de los últimos años. El 10 de junio de 1847, se autorizó al Banco para emitir billetes de 200 francos; hasta entonces, los billetes más pequeños eran de 500 francos. Un decreto del 15 de marzo de 1848 declaró moneda legal los billetes del Banco de Francia y descargó al Banco de la obligación de canjearlos por oro o plata. La emisión de billetes del Banco se limitó a 350 millones de francos. Al mismo tiempo se le autorizó para emitir billetes de 100 francos. Un decreto del 27 de abril dispuso la fusión de los Bancos departamentales con el Banco de Francia; otro decreto del 2 de mayo de 1848 elevó su emisión de billetes a 442 millones de francos. Un decreto del 22 de diciembre de 1849 hizo subir la cifra máxima de emisión de billetes a 525 millones de francos. Finalmente, la Ley del 6 de agosto de 1850 restableció la canjeabilidad de los billetes por dinero en metálico. Estos hechos: el aumento constante de la circulación, la concentración de todo el crédito francés en manos del Banco y la acumulación en los sótanos de éste de todo el oro y la plata de Francia, llevaron al señor Proudhon a la conclusión de que ahora el Banco podía dejar su vieja piel de culebra y metamorfosearse en un Banco popular proudhoniano. Proudhon no necesitaba conocer siquiera la historia de las restricciones bancarias inglesas de 1797 a 1819, le bastaba con echar una mirada al otro lado del Canal para ver que eso que él creía un hecho inaudito en la historia de la sociedad burguesa no era más que un fenómeno burgués perfectamente normal, aunque en Francia se produjese ahora por vez primera. Como se ve, los supuestos teóricos revolucionarios que llevaban la voz cantante en París después del Gobierno provisional eran tan ignorantes acerca del carácter y los resultados de las medidas adoptadas como los señores del propio Gobierno provisional. 

 

 

A pesar de la prosperidad industrial y comercial de que goza momentáneamente Francia, la masa de la población, los 25 millones de campesinos, padece una gran depresión. Las buenas cosechas de los últimos años han hecho bajar en Francia los precios de los cereales mucho más que en Inglaterra, y con esto, la situación de los campesinos, endeudados, esquilmados por la usura y agobiados por los impuestos, no puede ser brillante, ni mucho menos. Sin embargo, la historia de los últimos tres años ha demostrado hasta la saciedad que esta clase de la población es absolutamente incapaz de ninguna iniciativa revolucionaria. 

 

 

Lo mismo que el período de la crisis, el de prosperidad comienza más tarde en el continente que en Inglaterra. En Inglaterra se produce siempre el proceso originario: Inglaterra es el demiurgo del cosmos burgués. En el continente, las diferentes fases del ciclo que recorre cada vez de nuevo la sociedad burguesa se producen en forma secundaria y terciaria. En primer lugar, el continente exporta a Inglaterra incomparablemente más que a ningún otro país. Pero esta exportación a Inglaterra depende, a su vez, de la situación de Inglaterra, sobre todo respecto al mercado ultramarino. Luego, Inglaterra exporta a los países de ultramar incomparablemente más que todo el continente, por donde el volumen de las exportaciones continentales a estos países depende siempre de las exportaciones de Inglaterra a ultramar en cada momento. Por tanto, aún cuando las crisis engendran revoluciones primero en el continente, la causa de éstas se halla siempre en Inglaterra. Es natural que en las extremidades del cuerpo burgués se produzcan estallidos violentos antes que en el corazón, pues aquí la posibilidad de compensación es mayor que allí. De otra parte, el grado en que las revoluciones continentales repercuten sobre Inglaterra es, al mismo tiempo, el termómetro por el que se mide hasta qué punto estas revoluciones ponen realmente en peligro el régimen de vida burgués o hasta qué punto afectan solamente a sus formaciones políticas.

 

 

Bajo esta prosperidad general, en que las fuerzas productivas de la sociedad burguesa se desenvuelven todo lo exuberantemente que pueden desenvolverse dentro de las condiciones burguesas, no puede ni hablarse de una verdadera revolución. Semejante revolución sólo puede darse en aquellos períodos en que estos dos factores, las modernas fuerzas productivas y las formas burguesas de producción incurren en mutua contradicción. Las distintas querellas a que ahora se dejan ir y en que se comprometen recíprocamente los representantes de las distintas fracciones del partido continental del orden no dan, ni mucho menos, pie para nuevas revoluciones; por el contrario, son posibles sólo porque la base de las relaciones sociales es, por el momento, tan segura y —cosa que la reacción ignora— tan burguesa. Contra ella rebotarán todos los intentos de la reacción por contener el desarrollo burgués, así como toda la indignación moral y todas las proclamas entusiastas de los demócratas. Una nueva revolución sólo es posible como consecuencia de una nueva crisis. Pero es también tan segura como ésta. 

 


Pasemos ahora a Francia. 

 

 

La victoria que el pueblo, coligado con los pequeños burgueses, había alcanzado en las elecciones del 10 de marzo, fue anulada por él mismo, al provocar las nuevas elecciones del 28 de abril. Vidal había salido elegido no sólo en París, sino también en el Bajo Rin. El comité de París, en el que tenían una nutrida representación la Montaña y la pequeña burguesía, le indujo a aceptar el acta del Bajo Rin.

 

 

La victoria del 10 de marzo perdió con esto su significación decisiva; el plazo de la decisión volvía a prorrogarse, y la tensión del pueblo se amortiguaba: estaba acostumbrándose a triunfos legales en vez de acostumbrarse a triunfos revolucionarios. El sentido revolucionario del 10 de marzo —la rehabilitación de la insurrección de Junio— fue completamente destruido, finalmente, por la candidatura de Eugenio Sue, el socialfantástico sentimental y pequeñoburgués que a lo sumo sólo podía aceptar el proletariado como una gracia en honor a las grisetas. A esta candidatura de buenas intenciones enfrentó el partido del orden, a quien la política de vacilaciones del adversario había hecho cobrar audacia, un candidato que debía representar la victoria de Junio. Este cómico candidato era el espartano padre de familia Leclerc, a quien, sin embargo, la prensa fue arrancando del cuerpo, trozo a trozo, su armadura heroica y que en las elecciones sufrió, además, una derrota brillante. La nueva victoria electoral del 28 de abril ensoberbeció a la Montaña y a la pequeña burguesía. Aquélla se regocijaba ya con la idea de poder llegar a la meta de sus deseos por la vía puramente legal y sin volver a empujar al proletariado al primer plano mediante una nueva revolución; tenía la plena seguridad de que, en las nuevas elecciones de 1852, elevaría al señor Ledru-Rollin al sillón presidencial por medio del sufragio universal y traería a la Asamblea una mayoría de hombres de la Montaña. El partido del orden, completamente seguro por la renovación de las elecciones, por la candidatura de Sue y por el estado de espíritu de la Montaña y de la pequeña burguesía, de que éstas estaban resueltas a permanecer quietas, pasase lo que pasase, contestó a ambos triunfos en las elecciones con la ley electoral que abolía el sufragio universal. 

 

 

El Gobierno se guardó mucho de presentar este proyecto de ley bajo su propia responsabilidad. Hizo una concesión aparente a la mayoría, confiando la elaboración del proyecto a los grandes dignatarios de esta mayoría, a los 17 burgraves.86 No fue, por tanto, el Gobierno quien propuso a la Asamblea, sino la mayoría de ésta la que se propuso a sí misma la abolición del sufragio universal. 

 

 

El 8 de mayo fue llevado el proyecto a la Cámara. Toda la prensa socialdemócrata se levantó como un solo hombre para predicar al pueblo una actitud digna, una calme majestueux (Calma majestuosa) pasividad y confianza en sus representantes. Cada artículo de estos periódicos era una confesión de que lo primero que tendría que hacer una revolución sería destruir la llamada prensa revolucionaria, razón por la cual lo que ahora estaba sobre el tapete era su propia conservación. La prensa pseudo-revolucionaria delataba su propio secreto. Firmaba su propia sentencia de muerte…

 

(continuará) 

 

 

 

 

 

[Fragmento de: Karl MARX / Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850]

 

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