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Vida de ANTONIO GRAMSCI
Giuseppe Fiori
(…)
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La presión fascista aumentaba y cada vez era más evidente la incapacidad del Aventino de oponerse a ella con eficacia. El 12 de noviembre de 1924, cinco días después del regreso de Gramsci de Cerdeña, al abrirse nuevamente la Cámara, cerrada desde hacía cinco meses, los comunistas se separaron por primera vez del Aventino. Se encargó a un diputado comunista, Luigi Repossi, que entrase en la sala del Montecitorio, donde se conmemoraba a Matteotti, para leer una declaración. Solo estaban presentes los diputados fascistas y filofascistas. Repossi no se dejó intimidar y frente a una «charca» que constituía la flor y nata del escuadrismo fascista, dijo: «Desde que el mundo es mundo, no se permite a los asesinos conmemorar a su víctima». Dos semanas más tarde, todo el grupo parlamentario comunista, separándose oficialmente del Aventino, volvía a ocupar su puesto en la sala, para llevar la batalla antifascista desde la tribuna del Parlamento.
Aquel mismo día, el 26 de noviembre, Gramsci escribió a Julia:
Se labora afanosamente. La situación política ha tomado, por el momento, una forma que nos obliga a una actividad pequeña, pero gigantesca en sus términos globales. El proletariado despierta y vuelve a adquirir conciencia de su fuerza; mayor es todavía el despertar entre los campesinos, cuya situación económica es espantosa. Pero la organización de las masas sigue siendo difícil y el partido, en su complejo de células y de grupos locales, se mueve y trabaja con lentitud. La dirección del partido ha de intervenir continuamente en todos los puntos, ha de estimular y controlar el trabajo, ayudar a los camaradas, orientarles, trabajar con ellos. Nos hemos fortalecido mucho; hemos conseguido celebrar reuniones públicas frente a las fábricas, con una asistencia de cuatro mil obreros que aclamaban al partido y la Internacional. Los fascistas no infunden ya tanto miedo; se han dado casos de que después de una reunión de estas, las masas se dirijan a asaltar la casa de algún jefe fascista. La burguesía está disgregada; no sabe darse ya un gobierno de confianza: ha de agarrarse desesperadamente a los fascistas; la oposición languidece y, en realidad, solo se preocupa de obtener de Mussolini un mayor respeto por las formas legales.
Pero no lo obtuvo.
En julio, Gramsci había dicho en una reunión del Comité Central y había escrito después en L’Ordine Nuovo, el primero de septiembre:
¿Habrá un compromiso entre el fascismo y los grupos de oposición? Es… muy improbable... Por el carácter mismo de su organización el fascismo no soporta colaboradores en igualdad de derechos; quiere solo siervos bien sujetos: en el régimen fascista no puede existir una asamblea representativa; toda asamblea se convierte enseguida en una «acampada de manípulos» o en la antecámara de un prostíbulo para oficiales subalternos embriagados.
El 3 de enero de 1925, se pudo comprobar la exactitud de este juicio. Los grupos de oposición legalistas habían caído en la ilusión de un proceso de «normalización» del fascismo. Creían desde hacía tiempo que la situación se le había escapado de las manos a Mussolini, que no era el responsable directo de la ola de violencia, y que la expulsión gradual de los miembros más sectarios del partido fascista cerraría el paréntesis de la guerra civil. Para quitar todas estas ilusiones podían bastar los extractos del memorial de Cesare Rossi publicados el 27 de diciembre por el periódico de Amendola, Il Mondo. Rechazando el papel de víctima propiciatoria que se le quería atribuir, el exjefe de la oficina de prensa de la presidencia del Consejo de Ministros escribía: «Todo lo que ha ocurrido ha sido siempre por voluntad directa o ha contado con la aprobación o la complicidad del Duce». Siete días después, dejando de lado la costumbre de decir una cosa y hacer otra, de respetar de palabra el Estatuto e inspirar en la práctica la violencia, Mussolini habló brutalmente en la Cámara: «Declaro ante esta asamblea y ante todo el pueblo italiano que yo solo asumo la responsabilidad política, moral, histórica de todo lo que ha ocurrido […]. Si el fascismo ha sido una asociación de delincuentes, yo soy el jefe de esta asociación». En tres días, del 3 al 6 de enero, se clausuraron noventa y cinco círculos y centros políticamente sospechosos, se disolvieron veinticinco organizaciones «subversivas» y ciento veinte grupos de la asociación Italia Libera, se hicieron seiscientos cincuenta y cinco registros domiciliarios y se detuvo a ciento once «subversivos». El secuestro de los periódicos de la oposición se convirtió en una regla. ¿Cómo respondió el Aventino? Con otra afirmación abstracta de principios. Los grupos de oposición legalistas se reunieron el 8 de enero en una sala de Montecitorio y se pusieron de acuerdo en una declaración en la que, entre otras cosas, se decía: «La máscara constitucional y normalizadora ha caído; el Gobierno pisotea las leyes fundamentales del Estado, ahoga con una inaudita arbitrariedad la libre voz de la prensa, suprime el derecho de reunión, moviliza a las fuerzas armadas de su partido y tolera y deja sin castigar las devastaciones y los incendios que golpean a sus adversarios». Como descubrimiento de la vocación totalitaria del fascismo, cabe decir que era algo tardío. Como contramedida para levantar a Italia del despotismo, era una gota de agua en la hoguera de las libertades constitucionales. Desde luego, con aquellas denuncias no se podía esperar que Mussolini se sintiese inquieto. El 12 de enero, Gramsci escribió a Julia:
«En Italia vivimos una fase que no creo que haya existido en ningún otro país, una fase llena de imprevistos, porque el fascismo ha conseguido lo que se proponía: destruir todas las organizaciones y, por tanto, todos los medios con que las masas podían expresar su voluntad».
No se encontraba bien: «Mis nervios están enfermos, pero más que los nervios, la sangre está anémica» (4 de diciembre de 1924). «Me siento un poco cansado. Desde hace algunos días me tortura la neuralgia y, por consiguiente, el insomnio: siento la cabeza confusa y pesada» (2 de febrero de 1925). Pero los acontecimientos le impedían descansar y el esfuerzo hacía ya un año que duraba. Escribía artículos y, como recuerda Felice Platone, viajaba de un lado a otro del país celebrando reuniones «para disipar equívocos, eliminar prejuicios, clarificar la situación, fijar las perspectivas, movilizar a hombres y organizaciones». Se dirigía a otros militantes a través de las asignaturas de una escuela de partido por correspondencia. Seguía con la costumbre de los años turineses de hacer de maestro de los jóvenes con grandes paseos nocturnos por las calles de la ciudad.
A las dos o a las tres de la madrugada —recuerda Velio Spano— le acompañábamos a pie desde el centro hasta la calle Nomentana. En la conversación de aquel hombre, prodigiosamente culto, no había nada abstracto, nada libresco... Hablaba y andaba lentamente; construía su argumentación poco a poco, con una observación y, más a menudo, con una pregunta y con la respuesta de otro camarada.
De entre los políticos no comunistas, se relacionaba especialmente con Emilio Lussu, dirigente del Partido Sardo de Acción. Iban a comer juntos a menudo. Lussu le hacía preguntas sobre Rusia, sobre el movimiento de los campesinos en Cerdeña. Las ocasiones de distracción, una película o un espectáculo teatral, eran raras. Como él mismo escribía a Julia, casi nunca salía de aquel «desierto puramente político».
A finales de enero de 1925 conoció a Tatiana Schucht. La había buscado inútilmente desde su llegada a Roma. Hacía muchos años que Tatiana vivía desligada de su familia. Se había quedado en Roma cuando sus familiares se repartieron, cada uno por su lado. Las revoluciones de marzo y de octubre habían hecho difíciles las comunicaciones, por el aislamiento de Rusia. No era fácil para Tatiana saber algo de los suyos. El 17 de agosto de 1921, Julia había escrito a Leonilde Perilli: «Si esta carta le llega, intente encontrar a Tatiana y darle nuestra dirección». La carta, escrita en Ivanovo y enviada desde Alemania, había llegado, a pesar de los tiempos que corrían, pero Leonilde Perilli no había conseguido encontrar enseguida a Tatiana. Cuando finalmente la encontró, esta tuvo una actitud que es difícil no considerar extraña. Sufría una depresión; sospechaba que alguno de sus familiares había muerto y no escribía por temor de que le confirmasen este presentimiento; vivía, pues, en un estado de ansiedad sin salida posible. Tuvo las primeras noticias de Gramsci; supo que se había casado con Julia. Iba entonces por los cuarenta, es decir, tenía cuatro o cinco años más que Antonio. Debió de haber sido una bella muchacha, pero se había agotado prematuramente, por las vicisitudes padecidas. (Cuando Gramsci la conoció, se ganaba la vida enseñando ciencias naturales en un instituto internacional de la calle Savoia, el Instituto Grandon). Inmediatamente después del encuentro, Gramsci escribió a Julia, el 2 de febrero:
He conocido a tu hermana Tatiana. Ayer estuve con ella desde las cuatro de la tarde hasta casi medianoche; hablamos de muchas cosas: de política, de su vida aquí en Roma, de sus posibilidades de trabajo. Comimos juntos y no me extraña que esté tan débil: come poquísimo; pero no creo que padezca ninguna enfermedad orgánica; puede decirse incluso que parece sanísima. Creo que nos hemos hecho ya muy amigos... Me ha prometido que me contará todas sus peripecias, para que yo pueda repetírtelas de viva voz. Me ha gustado mucho conocerla. Porque se parece especialmente a ti, porque políticamente está mucho más cerca de nosotros de lo que me habías dado a entender… Su única objeción es que se haya negado la libertad de prensa a los «eseristas» (socialistas revolucionarios) y los padecimientos que sufren en alguna prisión una cierta Ismailia (me parece) y la Spiridónova. Quisiera trabajar para los sóviets, pero le han hecho creer que los representantes soviéticos en Roma son todos unos canallas corrompidos y no quiere tener nada que ver con ellos, no quiere que alguien crea que trabajando con ellos desea aprovecharse de los beneficios de la revolución sin haber soportado los sacrificios que comporta.
Siguieron viéndose. Pero estos destellos de vida privada no podían bastarle a Gramsci, y esperaba con impaciencia el momento de volver a abrazar a Julia y de conocer finalmente a Delio. Para el 21 de marzo estaba convocada en Moscú una reunión del ejecutivo ampliado de la Internacional. Gramsci tenía que dirigir la delegación italiana. El 7 de febrero escribió a Julia:
Mi viaje se ha retrasado unos quince días, pero creo que lo haré con toda seguridad. Me darán incluso un pasaporte regular. Es un pequeño consuelo por el retraso. ¿Podremos dar algún paseo entre finales de marzo y primeros de abril?... Tu hermana Tatiana me anticipa un poco tu presencia: se te parece mucho por ciertos rasgos y movimientos; el tono de su voz es un eco de la tuya (estaría contenta si supiese que he escrito «eco» porque una vez casi se ofendió de que pudiese comparar su voz a la tuya, que ella consideró bellísima); la veo a menudo y vamos a comer frecuentemente al restaurante, pero solo he conseguido hacerla comer un poquito más que lo que tiene por costumbre... Querría enviarte un par de zapatos con unos tacones que me han aterrorizado: he resistido fuertemente, asegurándole que tú nunca te pondrías aquel horror... También quiere comprar zapatos para el niño: es una mujer realmente terrible, tu hermana, con su manía de calzar a todo el mundo.
Salió a finales de febrero de 1925. No veía a su mujer desde noviembre de 1923, es decir, desde hacía casi año y medio. Conoció a Delio, que estaba por cumplir ocho meses. El hijo era finalmente para Gramsci «un niño vivo y real y no una leve impresión en una cartulina fotográfica». Sufría en aquel momento tosferina y Gramsci se sintió muy preocupado. Le llevaba a pasear a menudo con el cochecillo por los jardines próximos a la Tverskaia-Yamskaia (hoy calle Gorki), donde habitaban los Schucht. Pero más que la enfermedad de Delio, preocupó a Gramsci el morboso estado de su cuñada Eugenia. Había superado el grave agotamiento psico-físico que la había obligado a una larga permanencia en el sanatorio del Bosque de Plata, inmóvil en la cama. Perduraba en ella una evidente debilidad nerviosa, con preocupantes signos de anormalidad. En el sanatorio había sentido por Gramsci sentimientos más que amistosos; ahora se consideraba también madre de Delio. Apenas hubo llegado a Moscú, Gramsci se sintió impresionado por el siguiente episodio (lo cuenta él mismo en una carta inédita): con Julia había decidido regalar a la doctora que cuidaba del niño una reproducción de los ángeles de la Dánae de Correggio. Él firmó como padre, pero bajo el nombre de Julia, Eugenia quiso añadir su nombre y al lado de los dos escribió «las madres». El señor Apolo estaba muy enfadado; no quería que Delio llamase mamá a Eugenia. Decía continuamente: «Delio no tiene más que una madre, una sola madre». También Gramsci se sentía inquieto, pero prefirió no tocar la cuestión. Estimaba mucho a Genia; la había conocido cuando no podía moverse de la cama y recordaba sus sufrimientos; comprendía que, ante la imposibilidad física de tener una actividad plena, Delio se había convertido para ella en un verdadero hijo, es decir, en el principal y único vínculo con la vida y el mundo. Por esto fue condescendiente y humano. Salió de Moscú con la promesa de Julia de que pronto ella, el niño y Genia irían a Roma…
(continuará)
[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]
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