miércoles, 11 de septiembre de 2024



1207

 



LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA 

DE 1848 A 1850  

 

Karl Marx

 

[ 12 ]

 

 

 

 

III. LAS CONSECUENCIAS DEL 13 DE JUNIO DE 1849

 

 

(…) A las quejas sobre el terrorismo, que se decía estar organizado en Lyon y en los departamentos vecinos, Baraguay d'Hilliers contestó así: «Prefiero el terror blanco al terror rojo» (J'aime mieux la terreur blanche que la terreur rouge). Y la Asamblea rompía en aplausos frenéticos cada vez que salía de los labios de sus oradores un epigrama contra la república, contra la revolución, contra la Constituyente, a favor de la monarquía, o a favor de la Santa Alianza. Cada infracción de los formalismos republicanos más insignificantes, por ejemplo, el de dirigirse a los diputados con la palabra citoyens, (Ciudadanos) entusiasmaba a los caballeros del orden. 

 


Las elecciones parciales del 8 de julio en París —celebradas bajo la influencia del estado de sitio y la abstención electoral de una gran parte del proletariado—, la toma de Roma por el ejército francés, la entrada en Roma de las eminencias purpuradas y de la Inquisición y el terrorismo monacal tras ellas, añadieron nuevas victorias a la victoria de junio y exaltaron la embriaguez del partido del orden. 

 

 

Finalmente, a mediados de agosto, en parte con la intención de asistir a los consejos departamentales que acababan de reunirse y en parte cansados de los muchos meses de orgía de su tendencia, los monárquicos decretaron suspender por dos meses las sesiones de la Asamblea Nacional. Una comisión de veinticinco diputados, la crema de los legitimistas y orleanistas —un Molé, un Changarnier— fueron dejados, con visible ironía, como representantes de la Asamblea Nacional y guardianes de la república. La ironía era más profunda de lo que ellos sospechaban. Estos hombres, condenados por la historia a ayudar a derrocar la monarquía, a la que amaban, estaban destinados también por ella a conservar la república, a la que odiaban. 

 

 

Con la suspensión de sesiones de la Asamblea Nacional termina el segundo período de vida de la república constitucional, su período de monarquismo zafio. 

 

 

Volvió a levantarse el estado de sitio en París; volvió a funcionar la prensa. Durante la suspensión de los periódicos socialdemócratas, durante el período de la legislación represiva y de la batahola monárquica, se republicanizó el "Siècle", viejo representante literario de los pequeños burgueses monárquico-constitucionales; se democratizó la "Presse", viejo exponente literario de los reformadores burgueses; se socialistizó el "National", viejo órgano clásico de los burgueses republicanos. 

 

 

Las sociedades secretas crecían en extensión y actividad a medida que los clubs públicos se hacían imposibles. Las cooperativas obreras de producción, que eran toleradas como sociedades puramente mercantiles y que carecían de toda importancia económica, se convirtieron políticamente en otros tantos medios de enlace del proletariado. El 13 de junio se llevó de un tajo las cabezas oficiales de los diversos partidos semirrevolucionarios; las masas que se quedaron recobraron su propia cabeza. Los caballeros del orden intimidaban con profecías sobre los horrores de la república roja; pero los viles excesos y los horrores hiperbóreos de la contrarrevolución victoriosa en Hungría, Baden y Roma, dejaron a la «república roja» inmaculadamente limpia. Y las descontentas clases medias de la sociedad francesa comenzaron a preferir las promesas de la república roja, con sus horrores problemáticos, a los horrores de la monarquía roja, con su desesperanza efectiva. Ningún socialista hizo más propaganda revolucionaria en Francia que Haynau. A chaque capacité selon ses oeuvres! ( A cada capacidad según sus obras. Marx alude aquí a una conocida fórmula de Saint- Simon.) 

 

 

Entretanto, Luis Bonaparte aprovechaba las vacaciones de la Asamblea Nacional para hacer viajes principescos por provincias; los legitimistas más ardientes se iban en peregrinación a Ems, a adorar al nieto de San Luis, y la masa de los representantes del pueblo, amigos del orden, intrigaba en los consejos departamentales, que acababan de reunirse. Se trataba de hacer que éstos expresaran lo que la mayoría de la Asamblea Nacional no se atrevía a pronunciar aún: la propuesta de urgencia para la revisión inmediata de la Constitución. Con arreglo a su texto, la Constitución sólo podía revisarse a partir de 1852 y por una Asamblea Nacional convocada especialmente al efecto. Pero si la mayoría de los consejos departamentales se pronunciaban en este sentido, ¿no debía la Asamblea Nacional sacrificar a la voz de Francia la virginidad de la Constitución? La Asamblea Nacional ponía en estas asambleas provinciales las mismas esperanzas que las monjas de la "Henríada" de Voltaire en los Panduros. Pero los Putifares de la Asamblea Nacional tenían que habérselas, salvo algunas excepciones, con otros tantos Josés de provincias. La inmensa mayoría no quiso entender la acuciante insinuación. La revisión constitucional fue frustrada por los mismos instrumentos que tenían que darle vida: por las votaciones de los consejos departamentales. La voz de Francia, precisamente la de la Francia burguesa, habló. Y habló en contra de la revisión. 

 

 

A comienzos de octubre volvió a reunirse la Asamblea Nacional legislativa; tantum mutatus ab illo!(¡Cuánto habían cambiado las cosas!)  Su fisonomía había cambiado completamente. La repulsa inesperada de la revisión por parte de los consejos departamentales la hizo volver a los límites de la Constitución y le recordó los límites de su plazo de vida. Los orleanistas se volvieron recelosos por las peregrinaciones de los legitimistas a Ems; los legitimistas encontraban sospechosas las negociaciones de los orleanistas con Londres, los periódicos de ambas fracciones atizaron el fuego y sopesaron las mutuas reivindicaciones de sus pretendientes. Orleanistas y legitimistas abrigaban conjuntamente rencor por los manejos de los bonapartistas, que se traslucían en los viajes principescos, del presidente, en los intentos más o menos claros de emancipación del presidente, en el lenguaje pretencioso de los periódicos bonapartistas; Luis Bonaparte abrigaba rencor contra una Asamblea Nacional que no encontraba justas más que las conspiraciones legitimistas-orleanistas y contra un ministerio que le traicionaba continuamente a favor de esta Asamblea Nacional. Finalmente, el propio ministerio estaba dividido en el problema de la política romana y del impuesto sobre la renta proyectado por el ministro Passy, que los conservadores tildaban de socialista. 

 

 

Uno de los primeros proyectos presentados por el ministerio Barrot a la Asamblea legislativa, al reanudar ésta sus sesiones, fue una petición de crédito de 300.000 francos para la pensión de viudedad de la duquesa de Orleáns. La Asamblea Nacional lo concedió, añadiendo al registro de deudas de la nación francesa una suma de siete millones de francos. Y así, mientras Luis Felipe seguía desempeñando con éxito el papel de pauvre honteux, de mendigo vergonzante, ni el ministerio se atrevía a solicitar el aumento de sueldo para Bonaparte ni la Asamblea parecía inclinada a concederlo. Y Luis Bonaparte se tambaleaba, como siempre, ante el dilema de aut Caesar, aut Clichy!  (¡O César, o a Clichy! – Clichy, cárcel de deudores en París). 

 

 

La segunda petición de crédito del ministerio (nueve millones de francos para los gastos de la expedición romana) aumentó la tensión entre Bonaparte, de un lado, y los ministros y la Asamblea Nacional, de otro. Luis Bonaparte había publicado en el "Moniteur" una carta a su ayudante Edgar Ney, en la que constreñía al Gobierno papal a garantías constitucionales. Por su parte, el papa había lanzado un «motu proprio», una alocución en la que rechazaba toda restricción de su poder restaurado. La carta de Bonaparte levantaba con intencionada indiscreción la cortina de su gabinete, para exponer su persona a las miradas de la galería como un genio benévolo, pero ignorado y encadenado en su propia casa. No era la primera vez que coqueteaba con los «aleteos furtivos de un alma libre» ( De la poesía "De las montañas" del poeta alemán H. Herwegh.) Thiers, el ponente de la Comisión, hizo caso omiso de los aleteos de Bonaparte y se limitó a traducir al francés la alocución papal.

 

 

No fue el ministerio, sino Víctor Hugo quien intentó salvar al presidente mediante un orden del día por el que la Asamblea Nacional habría de expresar su conformidad con la carta de Bonaparte. Allons donc! Allons donc!(¡Vamos! ¡Vamos!) Bajo esta interjección irreverentemente frívola enterró la mayoría la propuesta de Víctor Hugo. ¿La política del presidente? ¿La carta del presidente? ¿El presidente mismo? Allons donc! Allons donc!¿Quién demonio toma au sérieux(en serio) a monsieur Bonaparte? ¿Cree usted, monsieur Víctor Hugo, que nos vamos a creer que cree usted en el presidente? Allons donc! Allons donc! 

 

 

Finalmente, la ruptura entre Bonaparte y la Asamblea Nacional fue acelerada por la discusión sobre el retorno de los Orleáns y los Borbones. Había sido el primo del presidente, el hijo del ex rey de Westfalia, (Napoleón José Bonaparte, hijo de Jerónimo Bonaparte.) quien, en ausencia del ministerio, se había encargado de presentar dicha propuesta, cuya única finalidad era colocar a los pretendientes legitimistas y orleanistas en el mismo plano, o mejor dicho, situarlos por debajo del pretendiente bonapartista, que estaba, por lo menos de hecho, en la cumbre del Estado. 

 

 

Napoleón Bonaparte fue lo bastante irreverente para presentar el retorno de las familias reales expulsadas y la amnistía de los insurrectos de Junio, como dos partes de una misma proposición. La indignación de la mayoría le obligó inmediatamente a pedir perdón por este enlace sacrílego de lo sagrado y lo inmundo, de las estirpes reales y el engendro proletario, de las estrellas fijas de la sociedad y de los fuegos fatuos de sus ciénagas, y a asignar a cada una de las dos proposiciones su rango correspondiente. La Asamblea legislativa rechazó enérgicamente la vuelta de las familias reales, y Berryer, el Demóstenes de los legitimistas, no permitió que se abrigase ninguna duda acerca del sentido de este voto. ¡La degradación burguesa de los pretendientes, he ahí lo que se persigue! ¡Se les quiere despojar del halo de santidad, de la única majestad que les queda, de la majestad del destierro! ¡Qué habría que pensar de aquel pretendiente —exclamó Berryer—, que, olvidándose de su augusto origen, viniera aquí, para vivir como un simple particular! No se le podía decir más claro a Luis Bonaparte que con su presencia no había ganado la partida, que si los monárquicos coligados le necesitaban aquí, en Francia, como hombre neutral en el sillón presidencial, los pretendientes serios a la coronación debían permanecer ocultos a las miradas profanas tras la niebla del destierro. 

 

 

El 1 de noviembre, Luis Bonaparte contestó a la Asamblea Legislativa con un mensaje anunciando, en palabras bastante ásperas, la destitución del ministerio Barrot y la formación de un nuevo ministerio. El ministerio Barrot-Falloux había sido el ministerio de la coalición monárquica; el ministerio d'Hautpoul era el ministerio de Bonaparte, el órgano del presidente frente a la Asamblea Legislativa, el ministerio de los recaderos. 

 

 

Bonaparte ya no era simplemente el hombre neutral del 10 de diciembre de 1848. La posesión del poder ejecutivo había agrupado en torno a él gran número de intereses; la lucha contra la anarquía obligó al propio partido del orden a aumentar su influencia, y si el presidente ya no era popular, este partido era impopular. ¿No podía confiar Bonaparte en obligar a los orleanistas y legitimistas, tanto por su rivalidad como por la necesidad de una restauración monárquica cualquiera, a reconocer al pretendiente neutral? 

 

 

Del 1 de noviembre de 1849 data el tercer período de vida de la república constitucional, el período que termina con el 10 de marzo de 1850. No sólo comienza el juego normal de las instituciones constitucionales, que tanto admira Guizot, es decir, las peleas entre el poder ejecutivo y el legislativo, sino que, además, frente a los apetitos de restauración de los orleanistas y legitimistas coligados, Bonaparte defiende el título de su poder efectivo, la república; frente a los apetitos de restauración de Bonaparte, el partido del orden defiende el título de su poder común, la república; frente a los orleanistas, los legitimistas defienden, lo mismo que aquellos frente a éstos, el statu quo, la república. Todas estas fracciones del partido del orden, cada una de las cuales tiene in petto(En el fondo de su corazón) su propio rey y su propia restauración, hacen valer en forma alternativa, frente a los apetitos de usurpación y de revuelta de sus rivales, la dominación común de la burguesía, la forma bajo la cual se neutralizan y se reservan las pretensiones específicas: la república. 

 

 

Estos monárquicos hacen de la monarquía lo que Kant hacía de la república: la única forma racional de gobierno, un postulado de la razón práctica, cuya realización jamás se alcanza, pero a cuya consecución debe aspirarse siempre como objetivo y debe llevarse siempre en la intención. 

 

 

De este modo, la república constitucional, que salió de manos de los republicanos burgueses como una fórmula ideológica vacía, se convierte, en manos de los monárquicos coligados, en una fórmula viva y llena de contenido. Y Thiers decía más verdad de lo que él sospechaba, al declarar: «Nosotros, los monárquicos, somos los verdaderos puntales de la república constitucional». 

 

 

La caída del ministerio de coalición y la aparición del ministerio de los recaderos tenía un segundo significado. Su ministro de Hacienda era Fould. Hacer de Fould ministro de Hacienda significaba entregar oficialmente la riqueza nacional de Francia a la Bolsa, la administración del patrimonio del Estado a la Bolsa y en beneficio de la Bolsa. Con el nombramiento de Fould, la aristocracia financiera anunciaba su restauración en el "Moniteur". Esta restauración completaba necesariamente las demás restauraciones, que formaban otros tantos eslabones en la cadena de la república constitucional. 

 

 

Luis Felipe no se había atrevido nunca a hacer ministro de Hacienda a un verdadero loup-cervier.  (Lince de la Bolsa.) Como su monarquía era el nombre ideal para la dominación de la alta burguesía, en sus ministerios, los intereses privilegiados tenían que ostentar nombres ideológicamente desinteresados. La república burguesa hacía pasar en todas partes a primer plano lo que las diferentes monarquías, tanto la legitimista como la orleanista, recataban siempre en el fondo. Hacía terrenal lo que aquellas habían hecho celestial. En lugar de los nombres de santos ponía los nombres propios burgueses de los intereses de clase dominantes. 

 

 

Toda nuestra exposición ha mostrado cómo la república, desde el primer día de su existencia, no derribó, sino que consolidó la aristocracia financiera. Pero las concesiones que se le hacían eran una fatalidad a la que se sometían sus autores sin querer provocarla. Con Fould, la iniciativa gubernamental volvió a caer en manos de la aristocracia financiera. 

 

 

Se preguntará: ¿cómo la burguesía coligada podía soportar y tolerar la dominación de la aristocracia financiera, que bajo Luis Felipe se basaba en la exclusión o en la sumisión de las demás fracciones burguesas? 

 

La contestación es sencilla. 

 

 

En primer lugar, la aristocracia financiera forma, de por sí, una parte de importancia decisiva de la coalición monárquica cuyo gobierno conjunto se llama república. ¿Acaso los corifeos y los «talentos» de los orleanistas no son los antiguos aliados y cómplices de la aristocracia financiera? ¿No es esta misma la falange dorada del orleanismo? Por lo que a los legitimistas se refiere, ya bajo Luis Felipe habían tomado parte prácticamente en todas las orgías de las especulaciones bursátiles, mineras y ferroviarias. Y la conexión de la gran propiedad territorial con la alta finanza es en todas partes un hecho normal. Prueba de ello: Inglaterra. Prueba de ello: la misma Austria. 

 

 

En un país como Francia, donde el volumen de la producción nacional es desproporcionadamente inferior al volumen de la deuda nacional, donde la renta del Estado es el objeto más importante de especulación y la Bolsa el principal mercado para la inversión del capital que quiere valorizarse de un modo improductivo; en un país como éste, tiene que tomar parte en la Deuda pública, en los juegos de Bolsa, en la finanza, una masa innumerable de gentes de todas las clases burguesas o semiburguesas. Y todos estos partícipes subalternos ¿no encuentran sus puntales y jefes naturales en la fracción que defiende estos intereses en las proporciones más gigantescas y que representa estos intereses en conjunto y por entero? ¿Qué condiciona la entrega del patrimonio del Estado a la alta finanza? El crecimiento incesante de la deuda del Estado. ¿Y este crecimiento? El constante exceso de los gastos del Estado sobre sus ingresos, desproporción que es a la par causa y efecto de los empréstitos públicos. 

 

 

Para sustraerse a este crecimiento de su deuda, el Estado tiene que hacer una de dos cosas. Una de ellas es limitar sus gastos, es decir, simplificar el organismo de gobierno, acortarlo, gobernar lo menos posible, emplear la menor cantidad posible de personal, intervenir lo menos posible en los asuntos de la sociedad burguesa. Y este camino era imposible para el partido del orden, cuyos medios de represión, cuyas injerencias oficiales por razón de Estado y cuya omnipresencia a través de los organismos del Estado tenían que aumentar necesariamente a medida que su dominación y las condiciones de vida de su clase se veían amenazadas por más partes. No se puede reducir la gendarmería a medida que se multiplican los ataques contra las personas y contra la propiedad. 

 

 

El otro camino que tiene el Estado es el de procurar eludir sus deudas y establecer por el momento, en el presupuesto, un equilibrio —aunque sea pasajero—, echando impuestos extraordinarios sobre las espaldas de las clases más ricas. Para sustraer la riqueza nacional a la explotación de la Bolsa, ¿tenía que sacrificar el partido del orden su propia riqueza en el altar de la patria? Pas si béte! (¡No era tan tonto!)

 

 

Por tanto, sin revolucionar completamente el Estado francés no había manera de revolucionar el presupuesto del Estado francés. Con este presupuesto era inevitable el crecimiento de la deuda del Estado, y con este crecimiento era indispensable la dominación de los que comercian con la deuda pública, de los acreedores del Estado, de los banqueros, de los comerciantes en dinero, de los linces de la Bolsa…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Karl MARX. Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850]

 

**

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar