viernes, 30 de agosto de 2024

 

1202

 

LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA

DE 1848 A 1850 

 

Karl Marx

 

[ 11 ]

 

 

 

 

III. LAS CONSECUENCIAS DEL 13 DE JUNIO DE 1849

 

 

 

El 20 de diciembre, la cabeza de Jano de la república constitucional no había enseñado todavía más que una cara, la del poder ejecutivo, con los rasgos borrosos y achatados de Luis Bonaparte; el 28 de mayo de 1849 enseñó la otra cara, la del poder legislativo, llena de cicatrices que habían dejado en ella las orgías de la Restauración y de la monarquía de Julio. Con la Asamblea Nacional legislativa se completó la formación de la república constitucional, es decir, de la forma republicana de gobierno en que queda constituida la dominación de la clase burguesa, y por tanto la dominación conjunta de las dos grandes fracciones monárquicas que forman la burguesía francesa: los legitimistas y los orleanistas coligados, el partido del orden. Y, mientras de este modo la República Francesa era concedida en propiedad a la coalición de los partidos monárquicos, la coalición europea de las potencias contrarrevolucionarias emprendía al mismo tiempo una cruzada general contra los últimos refugios de las revoluciones de Marzo. Rusia se lanzó sobre Hungría, Prusia marchó contra el ejército que luchaba por la Constitución del Reich y Oudinot bombardeó a Roma. La crisis europea marchaba, evidentemente, hacia un viraje decisivo; las miradas de toda Europa se dirigían a París y las miradas de todo París a la Asamblea Legislativa. 

 

 

El 11 de junio subió a la tribuna Ledru-Rollin. No pronunció un discurso, sino que formuló contra los ministros una requisitoria escueta, sobria, documentada, concentrada, violenta. 

 

El ataque contra Roma es un ataque contra la Constitución; el ataque contra la República Romana, un ataque contra la República Francesa. El artículo 5 de la Constitución dice así: «La República Francesa no empleará jamás sus fuerzas militares contra la libertad de ningún pueblo»; y el presidente emplea el ejército francés contra la libertad de Roma. El artículo 54 de la Constitución prohíbe al poder ejecutivo declarar ninguna guerra sin el consentimiento de la Asamblea Nacional. [ Desde aquí en adelante, hasta el final de la obra se entiende bajo el nombre de Asamblea Nacional la Asamblea Nacional Legislativa, que funcionó desde el 28 de mayo de 1849 hasta diciembre de 1851. (N. de la Edit.) ]

 

 

El acuerdo de la Constituyente de 8 de mayo ordena expresamente a los ministros ajustar sin pérdida de tiempo la expedición romana a su primitiva finalidad, les prohíbe, por tanto, no menos expresamente, la guerra contra Roma; y Oudinot bombardea Roma.

 

 

Así, Ledru-Rollin invocaba a la misma Constitución como testigo de cargo contra Bonaparte y sus ministros. Y él, el tribuno de la Constitución, lanzó a la cara de la mayoría monárquica de la Asamblea Nacional esta amenazadora declaración: «Los republicanos sabrán hacer respetar la Constitución por todos los medios, ¡incluso, si es preciso, por la fuerza de las armas!» «¡Por la fuerza de las armas!», repitió el eco centuplicado de la Montaña. La mayoría contestó con un tumulto espantoso; el presidente de la Asamblea Nacional llamó a Ledru-Rollin al orden. Ledru-Rollin repitió el desafío y acabó depositando en la mesa presidencial la moción de que se formulase un acta de acusación contra Bonaparte y sus ministros. La Asamblea Nacional acordó, por 361 votos contra 203, pasar del bombardeo de Roma al simple orden del día. 

 

 

¿Creía Ledru-Rollin poder derrotar a la Asamblea Nacional con la Constitución y al presidente con la Asamblea Nacional? 

 

 

Era cierto que la Constitución prohibía todo ataque contra la libertad de otros pueblos, pero lo que el ejército francés atacaba en Roma era, según el ministerio, no la «libertad», sino el «despotismo de la anarquía». ¿Es que la Montaña, a pesar de toda su experiencia de la Asamblea Constituyente, no había comprendido todavía que la interpretación de la Constitución no pertenecía a los que la habían hecho, sino solamente a los que la habían aceptado; que su texto debía interpretarse en su sentido viable y que su único sentido viable era el sentido burgués; que Bonaparte y la mayoría monárquica de la Asamblea Nacional eran los intérpretes auténticos de la Constitución, como el cura es el intérprete auténtico de la Biblia y el juez el intérprete auténtico de la ley? ¿Iba la Asamblea Nacional, recién nacida del seno de unas elecciones generales, a sentirse obligada por las disposiciones testamentarias de la fenecida Constituyente, cuya voluntad, en vida de la misma, había quebrado un Odilon Barrot? Al remitirse al acuerdo tomado el 8 de mayo por la Constituyente, ¿había olvidado Ledru-Rollin que la misma Constituyente había rechazado el 11 de mayo su primera moción de formular un acta de acusación contra Bonaparte y sus ministros, que había absuelto a uno y a otros, que de este modo había sancionado como «constitucional» el ataque contra Roma, que no hacía más que apelar de un fallo ya dictado y que, finalmente, apelaba de la Asamblea Constituyente republicana a la Asamblea legislativa monárquica? La propia Constitución llama en su auxilio a la insurrección, al requerir a todo ciudadano, en un artículo especial, para que la defienda. Ledru-Rollin se apoyaba en este artículo. ¿Pero no es cierto también que los poderes públicos están organizados para defender la Constitución, y que la violación de la Constitución no comienza hasta que uno de los poderes públicos constitucionales se rebela contra el otro? Y el presidente de la república, los ministros de la república, y la Asamblea Nacional de la república estaban de perfecto acuerdo. 

 

 

Lo que la Montaña intentó el 11 de junio fue «una insurrección dentro de los límites de la razón pura», es decir, una insurrección puramente parlamentaria. La mayoría de la Asamblea, intimidada por la perspectiva de un alzamiento armado de las masas del pueblo, debía romper, en las personas de Bonaparte y los ministros, su propio poder y la significación de su propia elección. ¿No había intentado la Constituyente, de un modo parecido, cancelar la elección de Bonaparte, al insistir tan tenazmente en la destitución del ministerio Barrot-Falloux? 

 

 

Tampoco faltaban precedentes de insurrecciones parlamentarias de los tiempos de la Convención, que habían subvertido de pronto, radicalmente, las relaciones entre la mayoría y la minoría —¿y no iba a lograr la joven Montaña lo que había logrado la vieja?—, ni las circunstancias del momento parecían ser desfavorables para semejante empresa. La excitación popular había alcanzado en París un grado crítico, el ejército no parecía, a juzgar por sus votaciones, estar inclinado hacia el gobierno, y la misma mayoría legislativa era aún demasiado joven para haberse consolidado y además estaba compuesta por personas de edad. Si la Montaña salía adelante con su insurrección parlamentaria, vendría a parar directamente a sus manos el timón del Estado. Por lo demás, el más ferviente deseo de la pequeña burguesía democrática era, como siempre, que la lucha se ventilase por encima de sus cabezas, en las nubes, entre las sombras de los parlamentarios. Por último, ambas, la pequeña burguesía democrática y su representación, la Montaña, conseguirían, con una insurrección parlamentaria, su gran fin: romper el poder de la burguesía sin desatar al proletariado o sin dejarle aparecer más que en perspectiva; así se habría utilizado el proletariado sin que éste fuese peligroso. 

 

 

Después del voto de la Asamblea Nacional del 11 de junio, se celebró una reunión entre algunos miembros de la Montaña y delegados de las sociedades secretas obreras. Estos insistían en lanzarse aquella misma noche. La Montaña rechazó resueltamente este plan. No quería a ningún precio que la dirección se le fuese de las manos; sus aliados le eran tan sospechosos como sus adversarios, y con razón. Los recuerdos de Junio de 1848 agitaban más vivamente que nunca las filas del proletariado de París. Pero éste se hallaba aherrojado a la alianza con la Montaña. Esta representaba la mayoría de los departamentos, exageraba su influencia dentro del ejército, disponía del sector democrático de la Guardia Nacional y tenía consigo el poder moral de los tenderos. Comenzar en este momento la insurrección contra su voluntad, significaba exponer al proletariado —diezmado además por el cólera y alejado de París en masas considerables por el paro forzoso— a una inútil repetición de las jornadas de Junio de 1848, sin una situación que obligase a lanzarse a la lucha desesperada.

 

 

Los delegados proletarios hicieron lo único racional. Obligaron a la Montaña a comprometerse, es decir, a salirse del marco de la lucha parlamentaria, en caso de ser rechazada su acta de acusación. Durante todo el 13 de junio el proletariado guardó la misma posición escépticamente expectante, aguardando a que se produjera un cuerpo a cuerpo serio e irrevocable entre el ejército y la Guardia Nacional demócrata, para lanzarse entonces a la lucha y llevar la revolución más allá de la meta pequeñoburguesa que le había sido asignada. Para el caso de victoria, estaba ya formada la Comuna proletaria que habría de actuar junto al Gobierno oficial. Los obreros de París habían aprendido en la escuela sangrienta de Junio de 1848. 

 

 

El 12 de junio, el propio ministro Lacrosse presentó en la Asamblea Legislativa una proposición pidiendo que se pasase inmediatamente a discutir el acta de acusación. El Gobierno había adoptado durante la noche todas las medidas para la defensa y para el ataque. La mayoría de la Asamblea Nacional estaba resuelta a empujar a la calle a la minoría rebelde. La minoría ya no podía retroceder; la suerte estaba echada: por 377 votos contra 8 fue rechazada el acta de acusación, y la Montaña, que a la hora de votar se había abstenido, se abalanzó llena de rencor a las salas de propaganda de la «democracia pacífica», a las oficinas del periódico "Démocratie pacifique". 

 

 

Al alejarse del parlamento, se quebrantó la fuerza de la Montaña, al igual que se quebrantaba la del gigante Anteo cuando éste se separaba de la Tierra, su madre. Los que eran Sansones en las salas de la Asamblea Legislativa, los montañeses, se convirtieron, en los locales de la «democracia pacífica», en simples filisteos. Se entabló un debate largo, ruidoso, vacío. La Montaña estaba resuelta a imponer el respeto a la Constitución por todos los medios, «menos por la fuerza de las armas». En esta resolución fue apoyada por un manifiesto, y por una diputación de los «Amigos de la Constitución». Este era el nombre que se atribuían las ruinas de la pandilla del "National", del partido burgués-republicano. Mientras que de los representantes parlamentarios que le quedaban, seis habían votado en contra y todos los demás en pro de que se rechazase el acta de acusación, y mientras Cavaignac ponía su sable a disposición del partido del orden, la mayor parte del contingente extraparlamentario de la pandilla se aferraba ansiosamente a la ocasión que se le ofrecía para salir de su posición de parias políticos y pasarse en masa a las filas del partido demócrata. ¿No aparecían ellos como los escuderos naturales de este partido, que se escondía detrás de su escudo, detrás de su principio, detrás de la Constitución? 

 

 

Hasta el amanecer duraron los dolores del parto. La Montaña dio a luz «una proclama al pueblo», que apareció el 13 de junio ocupando un espacio más o menos vergonzante en dos periódicos socialistas. Declaraba al presidente, a los ministros y a la mayoría de la Asamblea legislativa «fuera de la Constitución» (hors la Constitution) y llamaba a la Guardia Nacianal, al ejército y finalmente al pueblo también, a «levantarse». «¡Viva la Constitución!», era la consigua que daba, consigna que quería decir lisa y llanamente: «¡Abajo la revolución!» 

 

 

A la proclama constitucional de la Montaña correspondió el 13 de junio, una llamada manifestación pacífica de los pequeños burgueses, es decir, una procesión callejera desde Chateau d'Eau por los bulevares: 30.000 hombres, en su mayoría guardias nacionales, desarmados, mezclados con miembros de las sociedades secretas obreras, que desfilaban al grito de «¡Viva la Constitución!» Grito mecánico, frío, que los mismos manifestantes lanzaban como grito de una conciencia culpable y que el eco del pueblo que pululaba en las aceras devolvía irónicamente, cuando debía resonar como un trueno. Al canto polifónico le faltaba la voz de pecho. Y cuando el cortejo pasó por delante del edificio social de los «Amigos de la Constitución», y apareció en el frontón de la casa un heraldo constitucional alquilado que, agitando con todas las fuerzas su clac, con unos pulmones formidables, dejó caer sobre los peregrinos, como una granizada, la consigna de «¡Viva la Constitución!», hasta ellos mismos parecieron darse cuenta por un instante de lo grotesco de la situación. Sabido es cómo, al llegar a la desembocadura de la rue de la Paix, el cortejo fue recibido en los bulevares por los dragones y los cazadores de Changarnier de un modo nada parlamentario y cómo, en menos que se cuenta, se dispersó en todas direcciones, dejando escapar en la fuga algún que otro grito de «¡A las armas!» para cumplir el llamamiento parlamentario a las armas del 11 de junio. 

 

 

La mayoría de la Montaña, reunida en la rue du Hasard, se dispersó en cuanto aquella disolución violenta de la procesión pacífica, en cuanto el vago rumor de asesinato de ciudadanos inermes en los bulevares y el creciente tumulto callejero parecieron anunciar la proximidad de un motín. Ledru-Rollin, a la cabeza de un puñado de diputados, salvó el honor de la Montaña. Bajo la protección de la artillería de París, que se había concentrado en el Palacio Nacional, se trasladaron al Conservatoire des Arts et Métiers, a donde había de llegar la quinta y la sexta legión de la Guardia Nacional.

 

 

Pero los montañeses aguardaron en vano la llegada de la quinta y la sexta legión; estos prudentes guardias nacionales dejaron a sus representantes en la estacada; la misma artillería de París impidió al pueblo levantar barricadas; un barullo caótico hacía imposible todo acuerdo y las tropas de línea avanzaban con bayoneta calada. Parte de los representantes fueron hechos prisioneros y los demás lograron huir. Así terminó el 13 de junio. 

 

 

Si el 23 de junio de 1848 había sido la insurrección del proletariado revolucionario, el 13 de junio de 1849 fue la insurrección de los pequeños burgueses demócratas, y cada una de estas insurrecciones, la expresión clásica pura de la clase que la emprendía. 

 

 

Sólo en Lyon se produjo un conflicto duro y sangriento. Aquí donde la burguesía industrial y el proletariado industrial se encuentran frente a frente, donde el movimiento obrero no está encuadrado y determinado, como en París, por el movimiento general, el 13 de junio perdió, en sus repercusiones, el carácter primitivo. En las demás provincias donde estalló, no produjo incendios; fue un rayo frío. 

 

 

El 13 de junio cerró la primera etapa en la vida de la república constitucional, cuya existencia normal había comenzado el 28 de mayo de 1849, con la reunión de la Asamblea legislativa. Todo este prólogo lo llenó la lucha estrepitosa entre el partido del orden y la Montaña, entre la burguesía y la pequeña burguesía, que se encabrita inútilmente contra la consolidación de la república burguesa, a favor de la cual ella misma había conspirado ininterrumpidamente en el gobierno provisional y en la Comisión Ejecutiva, a favor de la cual se había batido fanáticamente contra el proletariado en las jornadas de Junio. El 13 de junio rompió su resistencia y convirtió la dictadura legislativa de los monárquicos coligados en un fait accompli [ Hecho consumado. (N. de la Edit.) ]. A partir de este momento, la Asamblea Nacional no es más que el Comité de Salvación Pública del partido del orden

 

París había puesto al presidente, a los ministros y a la mayoría de la Asamblea Nacional en «estado de acusación»; ellos pusieron a París en «estado de sitio». La Montaña había declarado «fuera de la Constitución» a la mayoría de la Asamblea Legislativa; la mayoría entregó a la Montaña a la Haute Cour por violación de la Constitución y proscribió a todos los elementos de este partido que representaban en él una fuerza vital. La Montaña quedó mutilada, hasta convertirse en un tronco sin cabeza y sin corazón. La minoría había ido hasta la tentativa de una insurrección parlamentaria; la mayoría elevó a ley su despotismo parlamentario.

 

 

Decretó un nuevo reglamento parlamentario que destruía la libertad de la tribuna y autorizaba al presidente de la Asamblea Nacional a castigar a los diputados por infracción del orden, con la censura, con multas, con privación de dietas, expulsión temporal y cárcel. Suspendió sobre el tronco de la Montaña, en vez de la espada, el palo. Hubiera debido ser cuestión de honor para el resto de los diputados de la Montaña el salirse en masa de la Asamblea. Con este acto, se habría acelerado la descomposición del partido del orden. Se hubiera escindido necesariamente en sus elementos originarios en el momento en que no los mantuviese unidos ni la sombra de una oposición. 

 

 

Al mismo tiempo que fueron despojados de su poder parlamentario, los pequeños burgueses demócratas fueron despojados de su poder armado con la disolución de la artillería de París y de las legiones 8, 9, y 12 de la Guardia Nacional. En cambio la legión de la alta finanza, que el 13 de junio había asaltado las imprentas de Boulé y Roux, destruyendo las prensas, asolando las oficinas de los periódicos republicanos y deteniendo arbitrariamente a los redactores, a los cajistas, a los impresores, a los recaderos y a los distribuidores, obtuvo palabras de elogio y de aliento desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional. El licenciamiento de los guardias nacionales sospechosos de republicanismo se repitió por todo el territorio francés. 

 

 

Una nueva ley de prensa, una nueva ley de asociación, una nueva ley sobre el estado de sitio, las cárceles de París abarrotadas, los emigrados políticos expulsados, todos los periódicos que iban más allá que el "National" suspendidos, Lyon y los cinco departamentos circundantes entregados a merced de las brutales vejaciones del despotismo militar, los Tribunales presentes en todas partes, el tantas voces depurado ejército de funcionarios deparado una vez más: éstos eran los inevitables y siempre repetidos lugares comunes de la reacción victoriosa. Después de las matanzas y las deportaciones de Junio son dignos de mención simplemente porque esta vez no se dirigían sólo contra París, sino también contra los departamentos; no iban sólo contra el proletariado, sino, sobre todo, contra las clases medias. 

 

 

Las leyes de represión, que dejaban la declaración del estado de sitio a la discreción del Gobierno, apretaban todavía más la mordaza puesta a la prensa y aniquilaban el derecho de asociación, absorbieron toda la actividad legislativa de la Asamblea Nacional durante los meses de junio, julio y agosto. 

 

 

Sin embargo, esta época no se caracteriza por la explotación de la victoria en el terreno de los hechos, sino en el terreno de los principios; no por los acuerdos de la Asamblea Nacional, sino por la fundamentación de estos acuerdos; no por la cosa, sino por la frase; ni siquiera por la frase, sino por el acento y el gesto que la animaban. El exteriorizar sin pudor ni miramientos las ideas monárquicas, el insultar a la república con aristocrático desprecio, el divulgar los designios de restauración con frívola coquetería; en una palabra, la violación jactanciosa del decoro republicano dan a este período su tono y su matiz peculiares. ¡Viva la Constitución! era el grito de guerra de los vencidos del 13 de junio. Los vencedores quedaban, por tanto, relevados de la hipocresía del lenguaje constitucional, es decir, republicano. La contrarrevolución tenía sometida a Hungría, a Italia y a Alemania, y ellos creían ya que la restauración estaba a las puertas de Francia. Se desató una verdadera competencia entre los corifeos de las fracciones del partido del orden, a ver cuál documentaba mejor su monarquismo a través del "Moniteur" y cuál confesaba mejor sus posibles pecados liberales cometidos bajo la monarquía, se arrepentía de ellos y pedía perdón a Dios y a los hombres. No pasaba día sin que en la tribuna de la Asamblea Nacional se declarase la revolución de Febrero como una calamidad pública, sin que cualquier hidalgüelo legitimista provinciano hiciese constar solemnemente que jamás había reconocido a la república, sin que alguno de los cobardes desertores y traidores de la monarquía de Julio contase las hazañas heroicas que hubiera realizado oportunamente si la filantropía de Luis Felipe u otras incomprensiones no se lo hubiesen impedido. Lo que había que admirar en las jornadas de Febrero no era la magnanimidad del pueblo victorioso, sino la abnegación y la moderación de los monárquicos, que le habían consentido vencer. Un representante del pueblo propuso asignar una parte de los fondos de socorro para los heridos de Febrero a los guardias municipales, únicos que en aquellos días habían merecido bien de la patria. Otro quería que se decretase levantar una estatua ecuestre al duque de Orleáns en la plaza Carrousel. Thiers calificó a la Constitución de trozo de papel sucio. Por la tribuna desfilaban, unos tras otros, orleanistas que expresaban su arrepentimiento de haber conspirado contra la monarquía legítima; legitimistas que se reprochaban el haber acelerado, con su rebelión contra la monarquía ilegítima, la caída de la monarquía en general; Thiers que se arrepentía de haber intrigado contra Molé, Molé de haber intrigado contra Guizot, y Barrot de haber intrigado contra los tres. El grito de «¡Viva la república socialdemocrática!», fue declarado anticonstitucional; el grito de «¡Viva la república!», perseguido como socialdemócrata. En el aniversario de la batalla de Waterloo, un diputado declaró:

 

 

«Temo menos la invasión de los prusianos que la entrada en Francia de los emigrados revolucionarios»…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Karl MARX. “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850” ]

 

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