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DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL
Andrés Piqueras
(14)
PARTE I
De la agonía del capital(ismo) y del
desvelamiento de su ilusión democrática
(…)
Capítulo 5
DE LA CRECIENTE INTERVENCIÓN DE LA POLÍTICA PARA SOSTENER EL VALOR, O LO QUE ES LO MISMO: DEL AGOTAMIENTO DEL REFORMISMO.
DILUCIÓN DE LA DEMOCRACIA Y DE LA SOCIEDAD
Llegados a esta altura del análisis, vamos a revisar algunas de las consideraciones hechas en los dos primeros capítulos y a ampliarlas un poco más.
Marx explicó que los hechos sociales se expresan dentro de específicos procesos económicos, de forma dialécticamente paradójica, ni irremediablemente subordinados a ellos ni explicables fuera de los mismos. En el actual modo de producción la mercancía asigna a todas las relaciones sociales una particular forma capitalista. Por eso, la distinción marxiana entre trabajo abstracto y trabajo concreto deviene crucial para el análisis crítico de las relaciones capitalistas de (re)producción y de sus (auto)-representaciones invertidas. Significa esto último que una característica intrínseca a la sociedad capitalista es que las relaciones sociales existen a través de formas de aparición que a su vez velan su propio contenido (García Vela). El capital se hace sociedad como un ente económico, que es el valor. El valor es invisible, como un fantasma, pero se muestra en la forma de dinero, en su movimiento como más dinero (Bonefeld). La mercancía, el dinero y el capital son diferentes en su forma pero idénticos en su sustancia. De manera que la forma refracta la unidad en diversidad, mientras que la sustancia expresa la unidad de la diversidad. Una y otra permiten comprender el capitalismo como una totalidad.
Entonces, si la realidad social existe en términos de una sustancia social y sus formas de aparición fenoménica, es a través del análisis de la forma-valor y su movimiento autonomizado como capital –más allá de las intenciones y deseos personales de los individuos, detentadores de mercancías–, que se obtiene el sustrato explicativo de la sociedad capitalista, la manera en la cual las opciones y posibilidades, las condiciones subjetivas y el comportamiento social de las personas es moldeado. También, lógicamente, las posibles manifestaciones económicas y decantaciones políticas dentro del modo de producción capitalista vienen impresas en tales dinámicas que, al estar ocultas en lo profundo de la estructura, oscurecen tanto las razones como los antagonismos intrínsecos que las constituyen, dificultan su aprehensión. De manera que, por ejemplo, las propias crisis del capital son interpretadas (incluso por supuestos “expertos”) como sus reversos. Así, el estallido bursátil, como acabamos de ver en el capítulo anterior, es visto como causa antes que como expresión de aquéllas; los impagos se contemplan como falta de dinero en vez de como un crecimiento exacerbado del dinero ocioso, y los activos financieros se apuntan como si añadieran valor a la producción, en lugar de considerarlos como una imposición a cargo de ella.
En consecuencia, si el principio rector del metabolismo capitalista es la reproducción ampliada de capital a través de la extracción de plusvalía (forma particular de explotación del trabajo ajeno), tal lógica determina cada una de las partes constitutivas del mismo, sean el Estado –sus múltiples formas corporativas y políticas–, sean las maneras en que se organiza la producción, la reproducción y el consumo, sean las distintas coagulaciones sociales institucionales. Como nos dice Navarro (2016), “la política en la modernidad nunca ha dejado de ser economía política; por lo que las instituciones que se preocupen de los procesos de acumulación del capital se verán gravemente afectadas por cualquier movimiento en éste”. Porque, a fin de cuentas, el entramado de instituciones que definen la política como “política institucional”, no deja de ser sino una parte de la Política metabólica implicada en la forma mercancía y en el correspondiente movimiento del valor-capital. Es esta última la que marca las posibilidades de vida, los intereses y cursos de acción de los individuos, los colectivos y las sociedades, el suelo donde se construye legitimación o, por el contrario, alternatividad. Por eso es precisamente esa Política en grande la que se difumina tras el velo de ilusión democrática, para que permanezca intocada mientras se derivan los objetivos hacia la –subordinada– política institucional.
Como quiera, además, que ese movimiento del valor hecho capital deshace comunidad (capítulo 1), la política institucional (en cuanto que esfera de mando del capital y de administración-control y gestión social, con su apéndice, la justicia) está concebida para llevarse a cabo sobre individuos desposeídos. Una (des–)sociedad de individuos sin poder (dependientes de las personificaciones del capital –la clase capitalista en su conjunto– para vivir), está conformada para albergar formas pasivas de política (institucional), expresadas como representación-delegación; porque al ser el valor-capital el “sujeto” raigal de este orden social, los individuos sólo pueden llegar a ser sujetos contra él. Nada más así pueden arrancarle concesiones; sólo de esa manera pueden extraer al menos su versión “reformista”. Pero la “opción reformista” que puede conseguirse dentro del capitalismo tiene por límite la propia reproducción ampliada del capital, dado que las exigencias del valor hecho capital (esto es, la permanente obtención de plusvalor) prevalecen por encima de cualesquiera consideraciones sociales, políticas, morales, éticas, estéticas o religiosas (cuyas prédicas, por sí mismas, en nada afectan al decurso del valor). Traduciendo: cualquier sociedad capitalista tiende a confinar la política (y la ética) dentro de las riberas del valor-capital. Su movimiento autonomizado hacia su propia reproducción ampliada marca las fronteras hasta las que el Sistema se deja reformar en favor de la sociedad sin revolucionarse a sí mismo, sin estallar y desembocar en otro orden social o en un modo de producción diferente.
Por eso mismo, los logros democráticos en el capitalismo –su opción reformista o socialdemócrata–, sólo pueden conseguirse cuando coinciden tres tipos de factores:
1) Un factor subyacente. Se da cuando la masa de ganancia y con el a la tasa media de beneficio se desarrollan satisfactoriamente para la clase capitalista.
2) Un factor activante. Que la clase capitalista se vea con dificultad de reemplazar o sustituir a la fuerza de trabajo; es decir, que se reduzca mucho el ejército laboral de reserva.
3) Un factor precipitante. Concurre cuando el Trabajo organizado (en el ámbito productivo y en el circulatorio-reproductivo) adquiere una relevante fuerza social y política (las posibilidades de este último factor están a su vez profundamente vinculadas a las del factor activante y vienen condicionadas también por el factor subyacente).
Esos tres factores que presentan una concatenación causal desde la base o factor subyacente –y con ellos las posibilidades de avanzar en espacios democráticos y de derechos–, se abrieron en el capitalismo prototípicamente industrial con las luchas históricas porque aquél era un (nuevo) modo de producción que irrumpió desarrollando aceleradamente y en escala desconocida hasta entonces las fuerzas productivas (incluida la conciencia humana), con altas tasas de ganancia, y con ello abriendo las posibilidades de lo social como ámbito en el que se encauzan y “negocian” los antagonismos y conflictos entre e intra clases. Todo lo cual le confirió a este Sistema la base “progresista” que le ha insuflado hasta hoy legitimación (cuando los requisitos de la auto-reproducción del capital coinciden con su “sano” ciclo de acumulación es cuando este modo de producción ha irradiado en el imaginario colectivo su papel de progreso, como ya indicara Marx en los Grundrisse).
Por eso puede decirse que el apogeo del capitalismo industrial ha sido “la etapa social” del capitalismo en tanto que única expresión del mismo con capacidad de construir cierto tipo de sociedad (de individuos) en grados diversos, y desarrollar las fuerzas productivas como proceso simultáneo e indisociable. Fase corta de la historia, que se ha ido deteriorando hasta la actualidad, cuando el capital lleva implícita una auto-reproducción destructiva, como veremos en el capítulo siguiente, la cual creciente y cada vez más extendidamente comienza a ser percibida –y padecida– por las sociedades (cambio climático, destrucción de hábitats, violencia generalizada, pérdida de los patrimonios colectivos, deterioro de los mercados laborales, inseguridad social, pandemias…). A pesar de todo, y como producto precisamente de la conformación ideológica colectiva heredada de la base “progresista” del capital industrial, la suma de todos esos procesos todavía se percibe más como “crisis” en cuanto que baches del Sistema, que como síntomas incontestables de su decadencia.
Mientras tanto, la obstrucción de la dinámica del valor que entraña esa decadencia, y en consecuencia el auge de un crecientemente financiarizado y parasitario “capitalismo”, va corroyendo por dentro, incesantemente, a la propia sociedad. Lo que quiere decir también que la (podredumbre de la) “economía” limita y asfixia aún más el espacio de acción de la política, que va quedando más y más reducida a (intentar) gestionar el deterioro metabólico del capital (es a esto, supongo, a lo que en los últimos tiempos algunos autores han querido llamar “post-política”). Esa es la causa subyacente de la decadencia de la opción reformista del capitalismo, y con ella de la paulatina pérdida de lugar y de razón histórica de las distintas expresiones partidistas de la socialdemocracia en cuanto que izquierda del Sistema, que le pretendían, o hacían ver, capaz de mejorarse a sí mismo permanentemente (hasta el punto incluso de auto-superarse en el socialismo, según las versiones clásicas). Ninguno de aquellos tres factores mencionados propiciadores del “progresismo” se da en la actualidad y difícilmente podrán ya darse en un contexto degenerativo. En su decadencia o morbidez este modo de producción ya no sólo no es susceptible de generar “avance social”, sino que tiende a deshacer lo conseguido, a involucionar profundamente en todos los ámbitos. Es un sistema envejecido, cada vez más agotado por sus propias contradicciones, como las que se dan entre: el desarrollo de las fuerzas productivas y el valor ; el valor y la riqueza social; la valorización del capital y la realización del beneficio; la sociosfera y la ecosfera (o entre crecimiento, recursos y sumideros); crecimiento (dinerario) y acumulación (de capital); por citar algunas de las de más peso…
(continuará)
[ Fragmento: DE LA DECADENCIA DE LA POLÍTICA EN EL CAPITALISMO TERMINAL / Andrés Piqueras ]
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