viernes, 23 de agosto de 2024

 

1199

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

 

14

 

(…) Cabe decir, al respecto, que después del artículo del 3 de julio, en el que se definía como una «alucinación particularista» la idea de constituir un partido «verdaderamente» comunista, Gramsci no había cambiado de opinión. Seguía pensando que lo que había que hacer era realizar propaganda comunista en la base, para conquistar el PSI desde dentro. Al tener noticia de iniciativas escisionistas en algunas de las fábricas ocupadas, fue a ver a uno de los compañeros de su grupo, Battista Santhià, obrero en la Fiat-Spa. Era la noche del 11 de septiembre. El centinela que vigilaba la puerta no reconoció al director de L’Ordine Nuovo y fue corriendo a avisar a los delegados de sección reunidos en la sede de la comisión interna de que se había presentado en la puerta y quería entrar «un camarada de pequeña estatura y cabellos muy largos». Se hizo entrar enseguida a Gramsci. Recorrió largamente los talleres, habló con los obreros que trabajaban y encontró el modo de hablar separadamente con Santhià. Es el mismo Santhià quien refiere el diálogo:

 

 

Gramsci: ¿Estás al corriente de la iniciativa que quiere tomar la Fiat-Centro de romper con el Partido Socialista para constituir el Partido Comunista?

 

 

Santhià: Sé muy poco de esto. Pero estoy de acuerdo en que solo se debe abandonar el Partido Socialista después de una preparación adecuada. En Turín debemos salir de él como mayoría, no como un pequeño número de disidentes.

 

 

La respuesta —comenta Santhià— no sorprendió a Gramsci. Más de una vez, durante la huelga de abril, habíamos discutido el problema: el comportamiento del Partido Socialista había destruido todas las esperanzas y todas las ilusiones sobre la posibilidad de hacer aceptar a la dirección las pautas de la III Internacional. El mismo Gramsci estaba convencido de ello, pero sabía que el problema consistía en conquistar a los obreros inscritos en el Partido Socialista.

 

 

Por eso no podía compartir el propósito escisionista del consejo de fábrica de la Fiat-Centro, dominado por los bordiguianos.

 

 

La orientación de muchos camaradas del grupo comunista de aquella fábrica —prosigue Santhià— era preocupante. Envenenados por el peor de los maximalismos, se dejaban influir más por las fórmulas exteriores que por la sustancia ideológica. El camarada Parodi estaba fuera de discusión. Pero en aquellos días no era fácil superar la exasperación, cada vez más intensa a medida que se reforzaba la convicción de que disminuía el movimiento revolucionario en las fábricas.

 

 

«Con mucho tacto y delicadeza», Gramsci sugirió a Santhià que tomase contacto con Parodi. La misión no dio ningún fruto. Es el mismo Santhià quien lo cuenta:

 

 

«El 20 de septiembre estalló finalmente en la Fiat-Centro aquello que se veía venir desde el 13 y el 14. Los camaradas de la fracción comunista decidieron separar su responsabilidad de la de los dirigentes sindicales reformistas y del Partido Socialista, sosteniendo la necesidad de la salida inmediata del Partido Socialista para crear el nuevo Partido Comunista».

 

 

Al día siguiente, el 21 de septiembre, los bordiguianos de Turín propusieron al comité central de la fracción «abstencionista» (lo referirá Il Soviet de Bordiga unos días después) que iniciase «la labor para la creación del Partido Comunista, sección italiana de la Internacional Comunista, y convocase inmediatamente un congreso nacional para su constitución». Bordiga, más prudente, sostuvo la opinión de que había que presentar la batalla en el ya próximo congreso nacional del PSI; por ello el comité central de la fracción «abstencionista» rechazó la propuesta de los escisionistas turineses. También la dirección de la sección socialista de Turín (controlada por Togliatti, Montagnana, Terracini, etc.) tomó posición contra los bordiguianos de la Fiat-Centro. El 22 de septiembre se publicó en el Avanti! piamontés un documento explícito de condena: «No se trata —se decía en él— de jugar a quién va más adelante y llega primero; se trata de que el Partido Comunista se presente en sus comienzos como el único gran organismo en que pueda confiar el proletariado y capaz de reunir a todas las fuerzas revolucionarias».

 

 

Entretanto, la ocupación de las fábricas se estaba convirtiendo en un fracaso. Fuera de Turín, la adhesión de las masas a la acción revolucionaria no había tenido la misma intensidad y las organizaciones sindicales se preocupaban únicamente de encontrar una salida honorable, secundadas en esta actitud por la vocación mediadora de Giolitti. No se podía hacer otra cosa, dada la pasividad de grandes sectores del proletariado italiano.

 

 

Había fábricas —cuenta Ludovico d’Aragona— en las que los obreros hacían una verdadera demostración de conciencia y de madurez; en algunas de ellas los obreros sabían hacerlas funcionar como si las dirigiese el propio capitalista. Pero en otras fábricas, donde por una infinidad de razones no dependía solo de la madurez de las masas, sino también de la falta de materias primas, de la falta de dirigentes, de técnicos, etc., resultaba imposible el funcionamiento. Había incluso otras que habían sido abandonadas por sus obreros, que por esta causa debían ser transferidos de un establecimiento a otro para tener un pequeño núcleo que diese la impresión de que allí dentro había todavía obreros que dirigían.

 

 

Poco a poco, la ola revolucionaria refluyó. Los obreros, derrotados, tuvieron que abandonar las fábricas. Volvieron al trabajo a principios de octubre a partir de un compromiso dictado por Giolitti, que aunque en algunos puntos desagradaba al frente empresarial, significaba la derrota y el fin del movimiento de los consejos de fábrica.

 

 

Años más tarde, Gramsci dirá en una carta a Zino Zini, el 10 de enero de 1924:

 

«En aquel momento (1919-1920), después de la revolución (con un partido como era el socialista, con una clase obrera que en general lo veía todo color de rosa y amaba más las canciones y las charangas que los sacrificios), hubo intentos contrarrevolucionarios que nos destruyeron irremediablemente».

 

 

Mientras tanto, se aproximaban las elecciones administrativas del 31 de octubre y el 7 de noviembre. En la asamblea de los socialistas turineses se propusieron, entre otras, las candidaturas de Togliatti, secretario de la sección, y de Gramsci. «Contra Gramsci —refiere Tasca— se levantó en la asamblea un clamor de protesta». Le acusaban de haber escrito en octubre de 1914 un artículo («Neutralità attiva ed operante») que se consideraba de tono intervencionista. «No hay que olvidar —prosigue Tasca— que en aquellos años el Partido Socialista había decidido no admitir candidaturas de los que, en cualquier modo, hubiesen tomado posición en favor de la guerra. Pero concurrían otros factores». Esto es indudable cuando se piensa en la distinta acogida que tuvo la candidatura de Togliatti, el cual, sin embargo, se había alistado voluntario. Los «otros factores» eran estos:

 

 

En el periodo 1916-1918 e incluso en el de L’Ordine Nuovo, Gramsci había fustigado muchos equívocos, puesto al desnudo algunas vanidades más o menos ilustres. En la marmita turinesa hervían todavía muchos rencores contra él [...]. Hay que añadir a esto que Gramsci no tenía nada de tribuno y, por consiguiente, solo era conocido y apreciado por un estrecho círculo de intelectuales y de obreros.

 

 

El ataque procedía ahora de la derecha. Pero es inevitable sospechar que las divergencias del verano, apagadas durante la ocupación de las fábricas, no se habían superado totalmente; induce a creerlo el hecho de que el grupo de Togliatti y Terracini, que controlaba la sección con una gran mayoría, no rechazó, como se lo permitía su posición de predominio, el ataque contra la candidatura de Gramsci. Lo cierto es que se le excluyó de la lista.

 

 

Este episodio no había de ser el único motivo de amargura para Gramsci en aquel periodo. El 5 de noviembre de 1920 llegó un telegrama de Ghilarza, anunciando que Emma, la hermana empleada en el Tirso, en la construcción de la presa, estaba grave. Antonio se embarcó enseguida para Cerdeña: había adivinado lo que de verdad significaban las palabras del telegrama. Emma, que trabajaba en zona de malaria, había contraído la enfermedad. Cuando Antonio llegó al pueblo, ya la habían enterrado. Permaneció en Ghilarza unos cuantos días. Pero estaba intranquilo; la señora Peppina le sorprendía a menudo absorto en sus pensamientos. La madre se había asustado al verlo tan delgado, con el rostro descolorido y fatigado, el rostro de un muchacho acabado. Antonio tenía entonces 29 años.

 

 

Volvió a Turín en pleno debate con vistas al congreso nacional socialista. Los núcleos de izquierda (los exescisionistas —decimos «ex» porque la adhesión a los veintiún puntos de la III Internacional comportaba el abandono del prejuicio abstencionista—; el grupo gramsciano de «educación comunista»; los «electoralistas», término que, una vez superado el debate sobre la participación en las elecciones, también quedaba vacío de significado; y otros socialistas de izquierda) habían encontrado el elemento de sutura en la fidelidad a las tesis de la Internacional, por encima de las diferencias de fondo. En la primera quincena de octubre se había celebrado en Milán una conferencia en la que se había lanzado el Manifiesto-Programa de la fracción comunista. Lo firmaban, en representación de todos los grupos, Bombacci, Bordiga, Fortichiari, Gramsci, Misiano, Polano, Repossi y Terracini. Así, la base de la fracción estaba constituida. La sanción oficial se tuvo el 28-29 de noviembre de 1920 en Imola; por ello la fracción tomó el nombre de esta ciudad. Predominaban Bordiga y su grupo, el único que estaba organizado a escala nacional. En 1923, Gramsci dirá en una carta a Togliatti:

 

 

«Por la repugnancia que sentimos en 1919-1920 ante crear una fracción nos quedamos aislados, reducidos o casi reducidos a una serie de individuos; en cambio, en el otro grupo, el abstencionista, la tradición de fracción y de trabajo en común ha dejado huellas profundas que todavía hoy encuentran reflejos teóricos y prácticos muy considerables en la vida del partido».

 

 

Desde Imola, y antes incluso, se enfrentaban dos concepciones totalmente opuestas: el partido como secta de unos cuantos intransigentes que las masas seguirían en la acción revolucionaria (Bordiga) y el partido de las masas, «no un partido que se sirva de las masas para intentar imitaciones heroicas de los jacobinos franceses». Por consiguiente, había dos posiciones opuestas en relación con el PSI: separarse de él (Bordiga) o intentar renovarlo desde dentro (Gramsci). Incluso después del lanzamiento del Manifiesto-Programa de la fracción comunista, Gramsci había acusado a la reacción de querer golpear Turín «como sede de un pensamiento político preciso que amenaza con conquistar la mayoría del partido Socialista Italiano, que amenaza con transformar el partido de órgano de conservación de la agonía capitalista en organismo de lucha y de reconstrucción revolucionaria». Una semana después, el 24 de octubre, en la nota titulada La frazione comunista, escribía: «Los comunistas quieren organizarse ampliamente y conquistar el gobierno del Partido Socialista y de la Confederación General del Trabajo».

 

 

Pero el mismo Lenin estaba en aquel momento más próximo a Bordiga que a Gramsci. Serrati había escrito en L’Humanité del 14 de octubre: «Todos estamos por las veintiuna condiciones de Moscú. De lo que se trata es de su aplicación. Afirmo que hay que depurar el partido de los elementos nocivos y yo mismo he propuesto expulsar a Turati, pero no hemos de perder la masa de los inscritos en los sindicatos y en las cooperativas. Los otros quieren una escisión radical. En esto consiste la disensión». La réplica de Lenin apareció en Falsos discursos sobre la libertad, escrito entre el 4 de noviembre-11 de diciembre de 1920. La objeción de fondo de Lenin era esta:

 

 

Serrati teme que la escisión debilite el partido y, sobre todo, los sindicatos, las cooperativas y los ayuntamientos. En cambio, los comunistas temen el sabotaje de la revolución por parte de los reformistas. Teniendo a estos en las propias filas no se puede hacer triunfar la revolución proletaria, no se puede defenderla. Por eso Serrati pone en peligro la suerte de la revolución, para no perjudicar la administración municipal de Milán.

 

 

Hasta aquí, las tesis de Lenin eran compartidas plenamente por Gramsci. Pero Lenin iba más allá:

 

 

Hoy en Italia se aproximan batallas decisivas del proletariado contra la burguesía por la conquista del poder estatal. En un momento como este no solo es absolutamente indispensable alejar del partido a los reformistas, a los turatianos, sino que puede ser útil incluso alejar de todos los puestos de responsabilidad a excelentes comunistas que titubean, que manifiestan vacilaciones en el sentido de la «unidad» con los reformistas. Citaré un ejemplo clarísimo... En vísperas de la Revolución de Octubre, algunos bolcheviques y comunistas destacados, como Zinóviev, Kámenev, Ríkov, Noguín, Miliutin, manifestaron vacilaciones, preocupados por el peligro de que los bolcheviques se aislasen demasiado, se arriesgasen demasiado desencadenando la insurrección, fuesen demasiado intransigentes con un sector de los «mencheviques» y de los «socialistas-revolucionarios». El conflicto llegó a tal punto que aquellos camaradas abandonaron ostensiblemente todos los cargos de responsabilidad y la labor en el partido y en las organizaciones soviéticas. Pero al cabo de unas semanas o de unos meses, como máximo, todos ellos se convencieron de su error y volvieron a ocupar los puestos de mayor responsabilidad en el partido y en los sóviets […]. Italia se encuentra ahora, precisamente, en un momento similar... En un momento similar, en condiciones similares, el partido no se debilitará, sino que se reforzará cien veces más si los reformistas se alejan completamente de sus filas y si se separa de la dirección incluso a excelentes comunistas, como lo son probablemente los miembros de la actual dirección del partido Baratono, Zannerini, Bacci, Giacomini, Serrati.

 

 

De hecho, era sancionar oficialmente la orientación bordiguiana de ruptura a la izquierda. ¿No puede pensarse que la orientación izquierdista dada por Lenin favoreció la voluntaria subordinación de Gramsci a Bordiga? El hecho es que Gramsci solo aceptó la escisión como solución inevitable después de la publicación de Falsos discursos sobre la libertad. El 18 de diciembre, un mes antes del congreso de Liorna, escribió por primera vez palabras de consentimiento ante la ruptura por la izquierda:

 

 

Sería ridículo gimotear sobre lo ocurrido y lo irremediable. Los comunistas deben razonar fría y tranquilamente: si en el PSI todo se deshace, hay que rehacerlo todo, hay que rehacer el partido, hay que considerar y querer desde hoy a la fracción comunista como un verdadero partido, como el sólido andamiaje del Partido Comunista Italiano.

 

 

Pero la ola revolucionaria estaba en pleno reflujo y la reacción levantaba la cabeza. El PSI había vuelto a obtener en las elecciones administrativas del 31 de octubre al 7 de noviembre de 1920 los buenos resultados de 1919, conquistando la mayoría en 2.162 ayuntamientos, sobre un total de 8.000 (entre ellos, Milán y Bolonia) y en 26 provincias sobre 69. El 21 de noviembre, mientras Gnudi, el alcalde socialista de Bolonia, aparecía en el balcón del Palazzo d’Accursio para responder a las aclamaciones de la multitud, un grupo de fascistas irrumpió disparando sobre la gente. Desde una ventana del Palazzo d’Accursio se lanzaron bombas de mano sobre la multitud. Fue una verdadera matanza: diez muertos y cincuenta y ocho heridos. Un mes más tarde, en Ferrara y en iguales circunstancias, los fascistas asaltaron el Palazzo Estense: tres de ellos murieron a manos de los guardias rojos, y las expediciones punitivas de los fascistas se multiplicaron.

 

 

Serrati, que pensaba más en la defensa que en el ataque, tenía, por lo menos, estos buenos motivos para desear en aquel momento la unidad de los socialistas italianos. El 16 de diciembre de 1920 contestó a Lenin:

 

 

No somos defensores de los reformistas. Defendemos al partido, al proletariado, la revolución contra una insana manía de destrucción y de demolición. Defendemos la unidad del movimiento socialista italiano para que pueda hacer frente a las dificultades y a los sacrificios de mañana, en la obra de reconstrucción. La burguesía italiana ha iniciado ya su acción reaccionaria […]. Se ha iniciado ya el periodo del contraataque burgués en respuesta al ataque de las clases trabajadoras desde el día del armisticio hasta hoy. El capitalismo italiano —que controla el poder del Estado, la policía, la magistratura y el ejército, plenamente eficiente todavía”— no está dispuesto a ceder las armas y se está organizando seriamente, estrechando las propias filas. Las últimas elecciones administrativas y los episodios ocurridos recientemente en algunas ciudades italianas han demostrado suficientemente que la clase dominante quiere oponer su propio bloque, sólido y cerrado, al resuelto proceder de la clase obrera.

 

 

Si esta era la nueva situación de Italia, es decir, una situación de contraataque burgués al que había que resistir unidos y no pulverizados en varios partidos socialistas, le parecía natural a Serrati referirse a un escrito de Zinóviev y concluir: «Nosotros, que no somos centristas, pedimos únicamente a la Tercera Internacional que nos aplique, como aplica a otros, sus mismos criterios, es decir, que nos deje juzgar a nosotros mismos la situación que está madurando y las medidas a tomar para la defensa del movimiento socialista italiano».

 

 

Un mes después, el 15 de enero de 1921, se abría en Liorna el XVII Congreso Nacional del PSI. El resultado no fue el que Lenin esperaba, de consenso de la mayoría del proletariado italiano con las posiciones de los comunistas «puros».

 

 

Fuimos derrotados —escribirá Gramsci en 1924— porque la mayoría del proletariado organizado políticamente no nos dio la razón, no se vino con nosotros, aunque tuviésemos de nuestra parte la autoridad y el prestigio de la Internacional, que eran grandísimos y en los cuales confiábamos. No habíamos sabido realizar una campaña sistemática que nos permitiese llegar a todos los núcleos y elementos constitutivos del Partido Socialista y obligarles a reflexionar; no habíamos sabido traducir en un lenguaje comprensible para cualquier obrero y campesino italiano el significado de todos los acontecimientos italianos de los años 1919-1920.

 

 

La manera en que la fracción comunista se había presentado en la batalla llevaba la marca de Bordiga. En el congreso de Liorna, Gramsci no tomó ni siquiera la palabra. La dirección del PSI quedó en manos de Serrati (98.000 votos contra 58.000 de los comunistas «puros» y 14.000 de los reformistas). Al día siguiente, 21 de enero de 1921 (Gramsci cumplía treinta años el 22), la minoría de los comunistas «puros» (los seguidores de Serrati se llamaban a sí mismos «comunistas unitarios») constituía en el teatro San Marco de Liorna el nuevo Partido Comunista de Italia.

 

 

Lo dominaba absolutamente Amadeo Bordiga, que, apoyado por la Internacional, finalmente había dado realidad a la «alucinación particularista» (como decía Gramsci en julio) de un partido «verdaderamente» comunista. Gramsci, cuya conversión a esta realidad era demasiado reciente, tenía que contentarse con un papel subalterno. Estuvo a punto de quedar fuera del primer comité central del nuevo partido. Su inclusión fue duramente combatida. Los nuevos camaradas —o algunos de ellos— no rehuían tampoco los tristes recursos polémicos a los que en el pasado habían recurrido los adversarios internos del PSI.

 

 

«Algunos delegados —refiere Togliatti— quisieron oponerse a la inclusión de Gramsci con la estúpida acusación, puesta en circulación por los reformistas y los maximalistas durante las violentas polémicas de antes del congreso, de que había sido intervencionista e incluso de que había sido miembro de las escuadras de choque en el frente».

 

 

Entraron en el Comité Central ocho comunistas del grupo de Il Soviet (Bordiga, Grieco, Fortichiari, Repossi, Parodi, Polano, Sessa y Tarsia), cinco maximalistas de izquierda (Belloni, Bombacci, Gennari, Marabini y Misiano) y solo dos «ordinovistas» (Terracini y Gramsci). El director de L’Ordine Nuovo fue excluido del ejecutivo. Lo formaban Bordiga y tres de los suyos (Fortichiari, Grieco y Repossi) y Terracini.

 

 

El Partido Comunista de Italia, que había nacido como una secta, iba a conservar durante mucho tiempo esta característica. Gramsci escribirá más tarde:

 

 

La reacción se ha propuesto reducir al proletariado a la situación en que se encontraba en el periodo inicial del capitalismo: disperso, aislado, disgregado en una multitud de individuos, y no formando una clase consciente de constituir una unidad y que aspira al poder. La escisión de Liorna (el alejamiento de la mayoría del proletariado italiano de la Internacional Comunista), sin duda alguna, ha sido el mayor triunfo de la reacción…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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