miércoles, 21 de agosto de 2024

 

 

1198

 

LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA

DE 1848 A 1850 

 

Karl Marx

 

[ 10 ]

 

 

 

 

 

II. EL 13 DE JUNIO DE 1849

 

(…) Si la república burguesa no podía ser sino la dominación completa y claramente manifestada de toda la clase burguesa ¿qué más podía ser que la dominación de los orleanistas complementados por los legitimistas y de los legitimistas complementados por los orleanistas, la síntesis de la restauración y de la monarquía de Julio? Los republicanos burgueses del "National" no representaban a ninguna gran fracción de su clase apoyada en bases económicas. Tenían solamente la significación y el título histórico de haber hecho valer, bajo la monarquía —frente a ambas fracciones burguesas, que sólo concebían su régimen particular—, el régimen general de la clase burguesa, el reino anónimo de la república, que ellos idealizaban y adornaban con antiguos arabescos, pero en el que saludaban sobre todo la dominación de su pandilla. Si el partido del "National" creyó volverse loco cuando vio en las cumbres de la república fundada por él a los monárquicos coligados, no menos se engañaban éstos en cuanto al hecho de su dominación conjunta. No comprendían que si cada una de sus fracciones, tomada aisladamente, era monárquica, el producto de su combinación química tenía que ser necesariamente republicano; que la monarquía blanca y la azul tenían necesariamente que neutralizarse en la república tricolor. Obligadas —por su oposición contra el proletariado revolucionario y contra las clases de transición que se iban precipitando más y más hacia éste como centro— a apelar a su fuerza unificada y a conservar la organización de esta fuerza unificada, cada una de ambas fracciones del partido del orden tenía que exaltar —frente a los apetitos de restauración y de supremacía de la otra— la dominación común, es decir, la forma republicana de la dominación burguesa. Así vemos a estos monárquicos, que en un principio creían en una restauración inmediata y que más tarde conservaban la forma republicana, confesar a la postre, llenos los labios de espumarajos de rabia e invectivas mortales contra la república, que sólo pueden avenirse dentro de ella y que aplazan la restauración por tiempo indefinido. El disfrute de la dominación conjunta fortalecía a cada una de las dos fracciones y las hacía todavía más incapaces y más reacias a someterse la una a la otra, es decir, a restaurar la monarquía. 

 

 

El partido del orden proclamaba directamente, en su programan electoral, la dominación de la clase burguesa, es decir, la conservación de las condiciones de vida de su dominación, de la propiedad, de la familia, de la religión, del orden. Presentaba, naturalmente, su dominación de clase y las condiciones de esta dominación, como el reinado de la civilización y como condiciones necesarias de la producción material y de las relaciones sociales de intercambio que de ella se derivan. El partido del orden disponía de recursos pecuniarios enormes, organizaba sucursales en toda Francia, tenía a sueldo a todos los ideólogos de la vieja sociedad, disponía de la influencia del gobierno existente, poseía un ejército gratuito de vasallos en toda la masa de pequeños burgueses y campesinos que, alejados todavía del movimiento revolucionario, veían en los grandes dignatarios de la propiedad a los representantes naturales de su pequeña propiedad y de los pequeños prejuicios que ésta acarrea; representado en todo el país por un sinnúmero de reyezuelos, el partido del orden podía castigar como insurrección la no aceptación de sus candidatos, despedir a los obreros rebeldes, a los mozos de labor que se resistiesen, a los domésticos, a los dependientes, a los empleados de ferrocarriles, a los escribientes, a todos los funcionarios supeditados a él en la vida civil. Y podía, por último, mantener en algunos sitios la leyenda de que la Constituyente republicana no había dejado al Bonaparte del 10 de diciembre revelar sus virtudes milagrosas. Al hablar del partido del orden, no nos hemos referido a los bonapartistas. Estos no formaban una fracción seria de la clase burguesa, sino una colección de viejos y supersticiosos inválidos y de jóvenes y descreídos caballeros de industria. El partido del orden venció en las elecciones, enviando una gran mayoría a la Asamblea Legislativa. 

 

 

Frente a la clase burguesa contrarrevolucionaria coligada, aquellos sectores de la pequeña burguesía y de la clase campesina en los que ya había prendido el espíritu de la revolución tenían que coligarse naturalmente con el gran portador de los intereses revolucionarios, con el proletariado revolucionario. Y hemos visto cómo las derrotas parlamentarias empujaron a los portavoces demócratas de la pequeña burguesía en el parlamento, es decir, a la Montaña, hacia los portavoces socialistas del proletariado, y cómo los concordats à l'amiable, la brutal defensa de los intereses de la burguesía y la bancarrota empujaron también a la verdadera pequeña burguesía fuera del parlamento, hacia los verdaderos proletarios. El 27 de enero habían festejado la Montaña y los socialistas su reconciliación; en el gran banquete de febrero de 1849, reafirmaron su decisión de unirse. El partido social y el demócrata, el partido de los obreros y el de los pequeños burgueses, se unieron para formar el partido socialdemócrata, es decir, el partido rojo. 

 

 

Paralizada durante un momento por la agonía que siguió a las jornadas de Junio, la República Francesa pasó desde el levantamiento del estado de sitio, desde el 19 de octubre, por una serie ininterrumpida de emociones febriles: primero, la lucha en torno a la presidencia; luego, la lucha del presidente con la Constituyente; la lucha en torno a los clubs; el proceso de Bourges en el que, frente a las figurillas del presidente, de los monárquicos coligados, de los republicanos «honestos», de la Montaña democrática y de los doctrinarios socialistas del proletariado, sus verdaderos revolucionarios aparecían como gigantes antediluvianos que sólo un diluvio puede dejar sobre la superficie de la sociedad o que sólo pueden preceder a un diluvio social; la agitación electoral; la ejecución de los asesinos de Bréa; los continuos procesos de prensa; las violentas intromisiones policíacas del Gobierno en los banquetes; las insolentes provocaciones monárquicas; la colocación en la picota de los retratos de Luis Blanc y Caussidière; la lucha ininterrumpida entre la república constituida y la Asamblea Constituyente, lucha que a cada momento hacía retroceder a la revolución a su punto de partida, que convertía a cada momento al vencedor en vencido y al vencido en vencedor y trastrocaba en un abrir y cerrar de ojos la posición de los partidos y las clases, sus divorcios y sus alianzas; la rápida marcha de la contrarrevolución europea, la gloriosa lucha de Hungría, los levantamientos armados alemanes; la expedición romana, la derrota ignominiosa del ejército francés delante de Roma. En este torbellino, en este agobio de la inquietud histórica, en este dramático flujo y reflujo de las pasiones revolucionarias, de las esperanzas, de los desengaños, las diferentes clases de la sociedad francesa tenían necesariamente que contar sus etapas de desarrollo por semanas, como antes las habían contado por medios siglos. Una parte considerable de los campesinos y de las provincias estaba ya imbuida del espíritu revolucionario. No era sólo que estuvieran desengañados acerca de Napoleón; era que el partido rojo les brindaba en vez del nombre el contenido: en vez de la ilusoria libertad de impuestos la devolución de los mil millones abonados a los legitimistas, la reglamentación de las hipotecas y la supresión de la usura. 

 

 

Hasta el mismo ejército estaba contagiado de la fiebre revolucionaria. El ejército, al votar por Bonaparte, había votado por la victoria y Bonaparte le daba la derrota. Había votado por el pequeño cabo detrás del cual se ocultaba el gran capitán revolucionario, y Bonaparte le daba los grandes generales tras de cuya fachada se ocultaba un cabo mediocre. No cabía duda de que el partido rojo, es decir, el partido demócrata unificado, si no la victoria, tenía que conseguir por lo menos grandes triunfos; de que París, el ejército y gran parte de las provincias votarían por él. Ledru-Rollin, el jefe de la Montaña, salió elegido en cinco departamentos; ningún jefe del partido del orden consiguió semejante victoria, tampoco la consiguió ningún nombre del partido propiamente proletario.

 

 

Esta elección nos revela el misterio del partido demócrata-socialista. De una parte, la Montaña, campeón parlamentario de la pequeña burguesía demócrata, se veía obligada a coligarse con los doctrinarios socialistas del proletariado, y el proletariado, obligado por la espantosa derrota material de Junio a levantar cabeza de nuevo mediante victorias intelectuales y no capacitado todavía por el desarrollo de las demás clases para empuñar la dictadura revolucionaria, tenía que echarse en brazos de los doctrinarios de su emancipación, de los fundadores de sectas socialistas; de otra parte, los campesinos revolucionarios, el ejército, las provincias, se colocaban detrás de la Montaña. Y así ésta se convertía en señora del campo de la revolución. Mediante su inteligencia con los socialistas, había alejado todo antagonismo dentro del campo revolucionario. En la segunda mitad de la vida de la Constituyente, la Montaña representó el patetismo republicano de la misma, haciendo olvidar los pecados cometidos por ella durante el Gobierno provisional, durante la Comisión Ejecutiva y durante las jornadas de Junio. A medida que el partido del "National", conforme a su carácter de partido a medias, se dejaba hundir por el Gobierno monárquico, subía el partido de la Montaña, eliminado durante la época de omnipotencia del "National", y se imponía como el representante parlamentario de la revolución. En realidad, el partido del "National" no tenía nada que oponer a las otras fracciones, las monárquicas, más que personalidades ambiciosas y habladurías idealistas. En cambio, el partido de la Montaña representaba a una masa fluctuante entre la burguesía y el proletariado y cuyos intereses materiales reclamaban instituciones democráticas. Frente a los Cavaignac y los Marrast, Ledru-Rollin y la Montaña representaban, por tanto, la verdad de la revolución, y la conciencia de esta importante situación les infundía tanto más valentía cuanto más se limitaban las manifestaciones de la energía revolucionaria a ataques parlamentarios, a formulación de actas de acusación, a amenazas, grandes voces, tonantes discursos y extremos que no pasaban nunca de frases. Los campesinos se encontraban en situación muy análoga a la de los pequeños burgueses y tenían casi las mismas reivindicaciones sociales que formular. Por eso, todas las capas intermedias de la sociedad, en la medida en que se veían arrastradas al movimiento revolucionario, tenían que ver necesariamente en Ledru-Rollin a su héroe. Ledru-Rollin era el personaje de la pequeña burguesía democrática. Frente al partido del orden, tenían que pasar a primer plano, ante todo, los reformadores de ese orden, medio conservadores, medio revolucionarios y utopistas por entero. 

 

 

El partido del "National", los «amigos de la Constitución quand même» (A pesar de todo), los républicains purs et simples, (Republicanos puros y simples) salieron completamente derrotados de las elecciones. Sólo una minoría ínfima de este partido fue enviada a la Cámara legislativa; sus jefes más notorios desaparecieron de la escena, incluso Marrast, el redactor jefe y Orfeo de la república «honesta». 

 

 

El 28 de mayo se reunió la Asamblea legislativa, y el 11 de junio volvió a reanudarse la colisión del 8 de mayo; Ledru-Rollin, en nombre de la Montaña, presentó, a propósito del bombardeo de Roma, un acta de acusación contra el presidente y el ministerio incriminándoles la violación de la Constitución. El 12 de junio, rechazó la Asamblea Legislativa el acta de acusación, como la había rechazado la Asamblea Constituyente el 11 de mayo, pero esta vez el proletariado arrastró a la Montaña a la calle, aunque no a la lucha, sino a una procesión callejera simplemente. Basta decir que la Montaña iba a la cabeza de este movimiento para comprender que el movimiento fue vencido y que el Junio de 1849 resultó una caricatura tan ridícula como indigna del Junio de 1848. La gran retirada del 13 de junio sólo resultó eclipsada por el parte de operaciones, todavía más grande, de Changarnier, el gran hombre improvisado por el partido del orden. Toda época social necesita sus grandes hombres y, si no los encuentra, los inventa, como dice Helvetius. 

 

 

 

El 20 de diciembre sólo existía la mitad de la república burguesa constituida: el presidente; el 28 de mayo fue completada con la otra mitad, con la Asamblea Legislativa. En junio de 1848, la república burguesa en formación había grabado su partida de nacimiento en el libro de la historia con una batalla inenarrable contra el proletariado; en junio de 1849, la república burguesa constituida lo hizo mediante una comedia incalificable representada con la pequeña burguesía. Junio de 1849 fue la Némesis que se vengaba del Junio de 1848. En junio de 1849 no fueron vencidos los obreros, sino abatidos los pequeños burgueses que se interponían entre ellos y la revolución. Junio de 1849 no fue la tragedia sangrienta entre el trabajo asalariado y el capital, sino la comedia entre el deudor y el acreedor: comedia lamentable y llena de escenas de encarcelamientos. El partido del orden había vencido; era todopoderoso. Ahora tenía que poner de manifiesto lo que era…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Karl MARX. “Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850” ]

 

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