lunes, 12 de agosto de 2024

 

1194

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

 

14

 

 

Desde el 19 de julio se estaba celebrando en Moscú el II Congreso de la Internacional Comunista. El Ejército Rojo había derrotado definitivamente a las fuerzas contrarrevolucionarias de Kolchak, de Denikin y de Wrangel. Había perspectivas revolucionarias en otras partes del mundo. Pero una serie de acontecimientos nada agradables para el movimiento obrero de Europa advertían de las dificultades de la empresa. En Berlín, los militares y los socialdemócratas aliados con ellos habían derrotado a los revolucionarios espartaquistas en enero de 1919, asesinando a sus principales dirigentes, Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht. El primero de mayo de 1919 otra alianza entre los militares y los socialdemócratas había dado al traste con la república soviética de Baviera. En Hungría, el Gobierno comunista de Béla Kun, derrotado por las tropas contrarrevolucionarias rumanas y checoslovacas, había sido reemplazado a principios de agosto de 1919 por el Gobierno puente del socialdemócrata Peidle: el 12 de agosto de 1919 subía al poder el almirante Horthy y se iniciaba en Hungría una ola de terror blanco. Haciendo un balance, solo parecía posible una conclusión: la revolución había vencido únicamente donde el partido revolucionario (el bolchevique en Rusia) había avanzado sin (o contra) los partidos moderados de orientación reformista (mencheviques y socialistas revolucionarios). Así pues, la línea central del II Congreso de la Internacional Comunista fue inevitablemente la guerra a la socialdemocracia. La asamblea discutió las veintiuna condiciones para la admisión de los partidos socialistas en la Tercera Internacional. Una premisa indispensable era, además del cambio de nombre por el de Partido Comunista, la expulsión inmediata de los reformistas.

 

 

En la delegación del Partido Socialista Italiano no figuraba ningún «ordinovista». Había en ella comunistas «electoralistas» y «abstencionistas», todos (desde Serrati hasta Bordiga) hostiles a los «turineses» y al movimiento de los consejos de fábrica. Sin embargo, el desarrollo del congreso fue más favorable al director de L’Ordine Nuovo que a los directores de Avanti! y de Il Soviet.

 

 

En aquel momento, ¿qué se sabía de Gramsci en Moscú? A este respecto, es muy ilustrativo (y casi desconocido) el testimonio de un funcionario de la Internacional, V. Degott, que estuvo en Italia a finales de 1919. Podemos leerlo en un libro impreso en Moscú en 1923 con el título de En libertad, en la ilegalidad (recuerdos del trabajo ilegal en el extranjero en 1918-1921), que no ha sido traducido nunca. Degott cuenta en él:

 

 

Casualmente, vino a parar a mis manos el periódico comunista L’Ordine Nuovo, dirigido por Gramsci, que se publicaba en Turín semanalmente. Me interesó muchísimo. La justa posición que percibía claramente en cada una de sus líneas me indujo a decir al camarada Viz... (Aron Wizner) que pidiese a Gramsci que viniese a Roma. Vino enseguida. Era un camarada estupendo, interesante. Pequeño, giboso, con una gran cabeza (no parecía suya), una mirada profunda, inteligente. Tranquilamente, hizo un análisis de la situación italiana. En cada idea se percibía al marxista profundo. En la ciudad de Turín […] la base de su periódico era amplia y lo mismo cabe decir de la influencia de Gramsci, aunque Serrati y un camarada ruso que se hacía llamar Nicolini fuesen de otro parecer.

 

 

Al regresar a Moscú para participar en el II Congreso de la Internacional, Degott se entrevistó en el Smolny con Zinóviev. «Le entregué —dice— el informe del camarada Gramsci». Era el informe sobre el movimiento de los consejos de fábrica. Degott vio después a Lenin. «Informé extensamente sobre Serrati. Hablé de la labor colosal que realizan los camaradas de Turín, dirigidos por Gramsci».

 

 

 

Sabemos, pues, por el testimonio casi inédito de V. Degott, que aunque Gramsci y los «ordinovistas» fuesen excluidos de la delegación del PSI en el II Congreso de la Internacional, no estaban desvinculados del vértice del movimiento comunista. Sus posiciones tuvieron un eco inmediato. En el punto 17 de las Tesis sobre las tareas fundamentales del II Congreso de la Internacional Comunista, redactadas por Lenin, se decía explícitamente:

 

 

En lo que se refiere al Partido Socialista Italiano, el segundo Congreso de la III Internacional considera sustancialmente justas las críticas al partido y las propuestas prácticas publicadas como propuestas al Consejo Nacional del Partido Socialista Italiano, en nombre de la sección turinesa del mismo partido, por la revista L’Ordine Nuovo del 8 de mayo de 1920. Estas críticas y propuestas corresponden plenamente a todos los principios fundamentales de la III Internacional.

 

 

Se trataba del documento de abril, los nueve puntos publicados con el título de Per un rinnovamento del Partito Socialista, a los que ya nos hemos referido. En el curso de la reunión, el propio Lenin hizo otras referencias favorables a las posiciones gramscianas. Serrati se oponía a la directiva de la expulsión inmediata de los reformistas. No negaba que en otros países los reformistas se habían aliado durante la guerra con las burguesías nacionales y habían traicionado después la revolución. Pero transponer mecánicamente a la situación italiana este juicio, válido para la socialdemocracia alemana y francesa, pero no para los reformistas del PSI, era un error. Los reformistas indeseables, los Bissolati, Bonomi, Podrecca, habían sido expulsados ya del partido en 1912, en el congreso de Reggio Emilia. Sería injusto poner al nivel de estos a hombres como Turati, Modigliani, Treves, que durante la guerra habían respetado la disciplina del partido y habían saludado como un fausto acontecimiento la Revolución rusa, pidiendo, en solidaridad con los grupos comunistas, la adhesión del PSI a la Tercera Internacional. Podía ser aconsejable una depuración gradual del partido, pero no la escisión. El líder maximalista pensaba también, no sin fundamento, en los peligros de la ruptura del frente socialista, precisamente en los momentos en que en Italia la burguesía reaccionaria se estaba organizando para el contraataque.

 

 

Creo —dijo a los congresistas en la sesión del 30 de julio— que hay que tener en cuenta las condiciones particulares de cada país. Yo os pregunto, camaradas: si, por ejemplo, volviésemos hoy a Italia y la reacción se desencadenase contra nosotros, si encontrásemos el imperialismo lanzado contra nosotros, ¿podríais vosotros, los camaradas del Comité Ejecutivo, aconsejarnos que provocásemos una escisión, en esta situación? No, queridos camaradas, dad al Partido Socialista Italiano la posibilidad de elegir por sí mismo el momento de la depuración. Nosotros os aseguramos que la depuración se llevará a cabo, pero dadnos la posibilidad de hacerla de modo que resulte útil para las masas obreras, para el partido, para la revolución que preparamos en Italia.

 

 

Lenin, firme en su juicio general sobre la socialdemocracia y poco dispuesto a distinguir entre los reformistas italianos y los de los demás países, insistió en la condición previa; en la misma sesión del 30 de julio de 1920 replicó a Serrati:

 

 

Debemos decir simplemente a los camaradas italianos que lo que corresponde a la orientación de la Internacional Comunista es la orientación de los militantes de L’Ordine Nuovo y no la de la actual mayoría de los dirigentes del Partido Socialista y de su grupo parlamentario […]. Por esto hemos de decir a los camaradas italianos y a todos los partidos que tienen un ala derecha: la tendencia reformista no tiene nada que ver con el comunismo.

 

 

Tres días más tarde, el 2 de agosto, fue Bordiga el blanco de la requisitoria de Lenin. Ya en su obra La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, Lenin había acusado al dirigente del grupo napolitano y a los camaradas «abstencionistas» de deducir de su «justa crítica del señor Turati y consortes, la falsa conclusión de que en general toda participación en el parlamento es perjudicial»; «los izquierdistas italianos no pueden aducir ni la sombra de un solo argumento serio en favor de esta opinión. Ignoran simplemente (o intentan olvidar) los ejemplos internacionales de una utilización de los parlamentos burgueses efectivamente revolucionaria y comunista, incontestablemente útil a la revolución proletaria». En el congreso repitió y amplió la crítica:

 

 

Por lo que parece, el camarada Bordiga ha querido defender aquí el punto de vista de los marxistas italianos; pero a pesar de esto, no ha contestado ninguno de los argumentos aducidos por otros marxistas en favor de la acción parlamentaria [...]. Tú sabes, camarada Bordiga, que en Rusia hemos demostrado, no solo en la teoría, sino también en la práctica, nuestra voluntad de destruir el Parlamento burgués. Pero has olvidado que esto es imposible sin una preparación bastante larga; has olvidado que en la mayoría de los países es todavía imposible destruir el Parlamento de un solo golpe. Estamos obligados a llevar incluso dentro del Parlamento la lucha por la destrucción del Parlamento […]. Se dice que el Parlamento es un instrumento que utiliza la burguesía para engañar a las masas. Pero este argumento debe volverse contra ti, camarada Bordiga; se vuelve contra tu tesis. ¿Cómo mostraréis a las masas efectivamente atrasadas y engañadas por la burguesía el verdadero carácter del Parlamento? ¿Cómo denunciaréis tal o cual maniobra parlamentaria, la posición de tal o cual partido, si no entráis en el Parlamento, si permanecéis fuera de él? Por ahora, el Parlamento sigue siendo un teatro de la lucha de clases.

 

 

El II Congreso de la Internacional Comunista terminó el 7 de agosto de 1920, Gramsci encontró en él un nuevo impulso, cobró nuevas fuerzas, aunque su situación personal fuese en aquel momento, por otras circunstancias, objetivamente difícil: era desconocido o casi desconocido fuera de Turín y en la propia ciudad, había roto con Tasca, se había apartado de los «abstencionistas», era autónomo con respecto a la mayoría de la sección (Togliatti, Terracini, etc.) y las jerarquías sindicales le combatían. Había hecho venir de Cagliari a su hermano Gennaro y le había confiado la administración de L’Ordine Nuovo para tener una ayuda en tareas en las que fácilmente se perdía —llevar las cuentas y otros rompecabezas similares—. Con la presencia de Gennaro volvió a encontrar algo que le faltaba desde hacía tiempo: un afecto seguro y, en muchos sentidos, una guía. Le pedía consejos, a él confiaba lo que no sabían ni siquiera los compañeros de trabajo y de lucha más asiduos. Años más tarde, en una carta de la cárcel, dirá: «No creía posible volver a ver a mi hermano en Turín. Me he puesto muy contento, porque me siento mucho más próximo a Gennaro que al resto de la familia». Con la llegada del hermano mayor a Turín se sentía menos aislado.

 

 

No debe creerse, sin embargo, que las vicisitudes internas del grupo de L’Ordine Nuovo durante el verano hubiesen debilitado su fervor ni un solo momento. Con una tenacidad indomable había continuado su batalla sobre el tema de los consejos y por la expansión de los grupos comunistas dentro del PSI. En L’Ordine Nuovo del 21 de agosto dio la noticia de la solidaridad de Lenin con el movimiento turinés y la comentó brevemente:

 

 

El informe que la sección socialista de Turín había preparado para el Consejo Nacional de abril no fue tomado en consideración por los organismos centrales y responsables del partido. En cambio, cuando lo leyeron en Moscú los camaradas del Comité Ejecutivo de la III Internacional, fue considerado como la base del juicio sobre el Partido Socialista Italiano y se apuntó como tema de discusión útil para un congreso extraordinario. El informe fue redactado en los primeros días de la huelga general de los metalúrgicos de Turín, cuando la huelga general no se presentaba a nadie ni siquiera como posibilidad [...]. Los acontecimientos se desarrollaron entonces de acuerdo con la voluntad de los capitalistas, y la clase obrera fue derrotada; de nada sirvieron los esfuerzos de la sección de Turín para conseguir que el partido se colocase al frente del movimiento: la sección fue acusada de indisciplina, de ligereza, de anarquismo... Cosas pasadas... Pero, por el recuerdo de las apasionadas jornadas que vivimos en abril último, nos causa un gran placer, como se lo causará seguramente a todos los camaradas de la sección y a todos los trabajadores, saber que el juicio del Comité Ejecutivo de la III Internacional es muy distinto al de los principales exponentes italianos del partido, que parecía inapelable; nos causa un gran placer saber que el juicio de los «cuatro alocados» de Turín ha sido aprobado por la más alta autoridad del movimiento obrero internacional.

 

 

Eran vísperas del último espasmo revolucionario en Italia, la ocupación de las fábricas.

 

 

Desde el 20 de agosto, en todas las fábricas del país había obstruccionismo por la negativa de los industriales a discutir los aumentos de salario pedidos por la FIOM. Para evitar el cierre de las fábricas, el personal entraba en ellas, pero se abstenía de trabajar. El objetivo de la FIOM no era revolucionario; con aquella acción los dirigentes de la Federación Metalúrgica se proponían simplemente provocar el arbitraje del Gobierno (en junio, Giolitti había vuelto al poder: su programa parecía reformador, no habían faltado las advertencias y las amenazas del frente patronal). Pero la acción puramente demostrativa se convirtió en revolucionaria, especialmente en Turín. En la noche del 31 de agosto al primero de septiembre se anunció el cierre de las fábricas; a la mañana siguiente, el personal procedió a la ocupación permanente de las mismas. Los consejos asumieron todos los poderes. En la mesa presidencial de Agnelli, en la Fiat-Centro, se sentaba un obrero socialista, Giovanni Parodi. Se decidió poner término al obstruccionismo y reanudar el trabajo bajo la dirección de los consejos de fábrica. En los talleres de la Fiat-Centro, se producían 37 automóviles diarios, contra los 67-68 de los momentos normales, y esto a pesar de la deserción de casi todos los técnicos y de muchos empleados. En todas partes —y no solo en Italia— los ojos estaban fijos en Turín.

 

 

Las jerarquías sociales —escribió el Avanti! piamontés el 5 de septiembre de 1920— se han quebrado, los valores históricos se han invertido: las clases ejecutivas, las clases instrumentales se han convertido en clases dirigentes […], han encontrado en su propio seno a los hombres representativos […], los hombres que asumen todas aquellas funciones que convierten en grupo orgánico, en criatura viva, un agregado elemental y mecánico.

 

 

El experimento era seguido con curiosidad; suscitaba, cuando no un consenso explícito, por lo menos una respetuosa atención, incluso en sectores no socialistas. En una carta a Ada Prospero, que más tarde sería su mujer, Gobetti escribió el 7 de septiembre:

 

 

Aquí estamos en plena revolución. Sigo con simpatía los esfuerzos de los obreros que construyen realmente un orden nuevo. No me siento con fuerzas para seguirlos en su obra, al menos por ahora. Pero me parece que poco a poco se va clarificando y planteando la batalla más grande del siglo. Mi lugar estará entonces entre los que dan muestras de mayor religiosidad y espíritu de sacrificio […]. Estamos ante un hecho heroico. Claro que lo pueden ahogar en sangre; pero será entonces el comienzo de la decadencia.

 

 

En aquellos días, Gramsci y los demás «ordinovistas» (el periódico había dejado de publicarse, como en la huelga de abril) iban frecuentemente a las fábricas, junto con los obreros, para orientarles, para discutir con ellos los infinitos problemas que planteaba la vida de la fábrica —especialmente después de la deserción de numerosos técnicos—, para intentar resolver las cuestiones prácticas con la colaboración de todos. El nuevo hecho había apagado las disensiones. En el momento del combate, todos volvían a encontrarse: la ola revolucionaria alineaba en un mismo frente a Tasca y al grupo gramsciano de educación comunista, a los bordiguianos (Parodi, Boero) y a los dirigentes de la sección (Togliatti, Montagnana, Terracini, etc.). Pero en algunas fábricas el extremismo de fuertes núcleos de obreros iba en una dirección que no podía dejar de preocupar a Gramsci. Había la tendencia a romper enseguida con el PSI, a separarse de él para constituir un nuevo partido, el Partido Comunista…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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