viernes, 2 de agosto de 2024

 

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LA LUCHA DE CLASES

Domenico Losurdo

 

(14)

 

 

II

 

Una lucha prolongada y no de suma cero

 

 

1. ¿«NIVELACIÓN UNIVERSAL» O «GRAN DIVERGENCIA»?

 

El Manifiesto del partido comunista teoriza la lucha de clases a partir del análisis de una sociedad burguesa que se está afianzando cada vez más en Occidente. Pero ¿el fin del antiguo régimen, articulado en estamentos estables y rígidos de nacimiento, y la aparición de un orden social caracterizado por la movilidad, no desmienten esta visión? Para Tocqueville la llegada de la sociedad industrial y democrática deja atrás las luchas que remiten a una etapa social ya superada. Su Democracia en América expresa la idea de que «las castas desaparecen (les castes disparaissent) y las clases se acercan (les classes se rapprochent)», es más, «puede decirse que ya no existen clases». Por lo menos en Occidente pertenecen al pasado o, en todo caso, las sociedades en que «los ciudadanos se dividen en castas y clases» están llamadas a desaparecer.

 

 

No es una previsión formulada mirando solo a Estados Unidos, un país sin un largo pasado feudal a la espalda. En realidad, estamos en presencia de un análisis sociológico que enlaza con una lección de filosofía de la historia. Según el liberal francés, desde el siglo XI en Occidente ha tenido lugar «una doble revolución en el estado de la sociedad». Sí, «el noble habrá bajado en la escala social y el labriego se habrá elevado; uno desciende, el otro sube. Cada medio siglo les acerca y no tardarán en codearse». Todo evoluciona de un modo convergente hacia este resultado. No solo la propiedad de la tierra, sino también la «riqueza inmobiliaria» puede «crear influencia y dar poder». Ya esto debilita los privilegios y el dominio de la aristocracia. Además de la propiedad en todas sus formas, los propios «trabajos de la inteligencia» son «fuentes de poder y de riqueza», de modo que «los descubrimientos en las artes» y los «perfeccionamientos en el comercio y en la industria» son «nuevos elementos de igualdad entre los hombres». Parece como si todos los factores del mundo moderno se hubieran puesto de acuerdo para «empobrecer a los ricos y enriquecer a los pobres». En conclusión: hay una tendencia irresistible a la «nivelación universal» (nivellement universet), una tendencia que no se puede detener ni frenar, ya que «los ricos [...] están dispersos e impotentes» y son incapaces de oponer una resistencia eficaz. No cabe duda, hay una voluntad superior que dirige todo esto:

 

 

«El desarrollo gradual de la igualdad de condiciones es un hecho providencial, pues tiene sus principales características: es universal, duradero, se sustrae todos los días al poder humano; todos los acontecimientos, así como todos los hombres, contribuyen a su desarrollo» (Tocqueville).

 

 

Los fragmentos que acabo de citar están sacados del primer y el segundo libro de La democracia en América, por lo que nos remiten respectivamente a 1835 y 1840. En los años siguientes, volviendo la mirada hacia Francia e Inglaterra, Tocqueville, traza un panorama bien distinto: «la igualdad extiende progresivamente su dominio por doquier, salvo en la industria, que cada día se organiza más de una forma aristocrática» y jerárquica; una relación de «estrecha dependencia» ata al obrero asalariado al dador de trabajo. En lo que respecta a las relaciones de poder y el reparto de la riqueza social, estamos muy lejos de la igualdad: «las fuerzas organizadas de una multitud producen a beneficio de uno solo». En una palabra, «Aquí el esclavo, allí el amo, allí la riqueza de algunos, aquí la miseria de la mayoría»; las «guerras serviles» acechan (Tocqueville). La realidad de las clases sociales, que antes no existía, de unas clases sociales dispuestas a presentar batalla, hace su ruda aparición. Pero ahora lo que sanciona una voluntad superior ya no es la igualdad sino la desigualdad, como leemos en la polémica contra «las teorías económicas y políticas» que tendían a hacer creer «que las miserias humanas eran obra de las leyes y no de la Providencia, y que se podría suprimir la pobreza cambiando de base la sociedad» (Tocqueville).

 

 

Sin embargo, cuando en febrero de 1848 Tocqueville entrega a la imprenta la duodécima edición de La democracia en América) reitera el punto de vista expresado «quince años» antes sobre el carácter irresistible y providencial de la marcha hacia la igualdad en Estados Unidos y Occidente en conjunto. Pero ¿cómo es posible compaginar la tesis del empobrecimiento de los ricos y el enriquecimiento de los pobres con la advertencia contra una polarización social tan acentuada que amenaza con desencadenar «guerras serviles»? El caso es que el liberal francés rehúsa cuestionar la idea de que en Occidente se está produciendo una «nivelación universal». La realidad de las clases y de la lucha de clases, primero ignorada y luego admitida con reservas, ahora, de alguna manera, se suprime. Pero esta supresión, claramente estimulada por la preocupación política de moderar y contener el resentimiento de las clases subalternas, suena a confirmación involuntaria.

 

 

Otro que subestima el poder persistente de la riqueza a pesar de la caída del antiguo régimen es J. S. Mill, quien en 1861 expresa una preocupación que hoy puede parecer bien extraña: teme que con la extensión del sufragio las «clases obreras», mucho más numerosas en Inglaterra (y Europa) que en Estados Unidos (por entonces todavía poco industrializado) se alcen con la mayoría electoral y la utilicen para «transferir a los pobres la influencia de clase que hoy pertenece solo a los ricos». El «gobierno de la mayoría numérica» acabaría siendo un «gobierno de clase», en el sentido de que instauraría el «despotismo colectivo», es decir, el poder irresistible de la «mayoría de los pobres» sobre «una minoría que podemos llamar de los ricos». Para conjurar este peligro Mill recomienda que se recurra al voto plural a favor de las personas más inteligentes o que en la vida desempeñan tareas más importantes, como los empresarios. Así los ricos podrían mantener su presencia, siquiera exigua, en los órganos representativos. El liberal inglés llega a la misma conclusión que Tocqueville: el rico está es una situación de aislamiento e impotencia. Por lo tanto la lucha de clases del proletariado es superflua o solo puede acarrear desastres.

 

 

Tocqueville, mientras profetiza una «nivelación universal» en Occidente (cayendo en flagrantes contradicciones), por otro lado advierte el abismo que se está abriendo entre Occidente y el resto del mundo. El que «varios millones de hombres», los occidentales, se hayan convertido en «los dominadores de toda su especie», es un hecho que estaba «claramente previsto en los designios de la Providencia». De un modo análogo, J. S. Mill, mientras por un lado pone en guardia contra un proceso de democratización cuyo avance impetuoso en Occidente condena a los ricos al aislamiento y la impotencia, por otro celebra el «despotismo vigoroso» que ejercen Occidente y sus clases dominantes a escala internacional. Lejos de ser algo negativo, esta relación de desigualdad extrema debe extenderse hasta abarcar todo el globo; el «despotismo directo de los pueblos adelantados» sobre los atrasados ya es «la condición ordinaria», pero debe convertirse en «general».

 

 

La relación de desigualdad extrema que se instaura a escala internacional no se limita al poder político y militar. Tocqueville  escribe:

 

 

«El descubrimiento de América abre mil caminos nuevos a la fortuna y brinda poder y riqueza al oscuro aventurero».

 

 

Con este aliciente algunos ciudadanos franceses pueden decidirse a emigrar a las colonias y en particular a Argelia:

 

 

«Para hacer que vayan habitantes a ese país es preciso, en primer lugar, darles grandes posibilidades de hacer fortuna», hay que reservarles «las tierras más fértiles, las mejor regadas» (Tocqueville).

 

 

De este modo la expansión colonial por América y Argelia estimula una prodigiosa movilidad vertical que pone la riqueza al alcance de individuos de extracción popular, lo que confirma el proceso de «nivelación universal». Pero esto es solo una cara de la moneda: el propio liberal francés reconoce que a causa del proceso de colonización, en Argelia la población árabe «se muere literalmente de hambre» y en América los indios están a punto de ser borrados de la faz de la tierra (Tocqueville). De modo que el enriquecimiento de los «aventureros» y colonos, si bien atenúa las desigualdades en la metrópoli o dentro de la comunidad blanca, abre un abismo cada vez más hondo entre los conquistadores y los pueblos sometidos. Al adoptar constante y exclusivamente el punto de vista del «mundo cristiano», es decir, de Occidente, Tocqueville no advierte la relación que existe entre estos aspectos contradictorios del mismo fenómeno, o por lo menos los soslaya para mantenerse firme en su visión de una marcha imparable de la igualdad de condiciones y la extinción no solo de las «castas», sino de las propias «clases».

 

 

Se puede decir que el Manifiesto del partido comunista replica a los dos autores liberales cuando afirma:

 

 

«La moderna sociedad burguesa, que ha salido de las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las viejas luchas por otras nuevas» (MEW).

 

 

Sí, con el acceso de las masas populares al derecho al voto y el fin de la discriminación censitaria, la riqueza pierde su significado político inmediato, pero justo a partir de este momento puede celebrar su triunfo: la miseria masiva atañe a una esfera privada en la que no tiene derecho a inmiscuirse el poder público. Es un triunfo que la burguesía capitalista también puede celebrar a escala internacional, impulsando el expansionismo colonial y esclavizando y diezmando poblaciones enteras.

 

 

Como prueba de la tendencia irresistible a la «nivelación social» y la igualdad entre el «labriego» y el «noble», Tocqueville  afirma que «la prensa brinda los mismos recursos a su inteligencia». Muy distinta es la argumentación de La ideología alemana:

 

 

«La clase que posee los medios de producción material tiene al mismo tiempo a su disposición los medios de producción intelectual, por lo que, hablando en términos generales, las ideas de quienes carecen de los medios de producción intelectual están sometidas a ella» (MEW).

 

 

En conclusión: la revolución burguesa, lejos de ser sinónimo de «nivelación social», no hace más que agravar las desigualdades en varios niveles. En el plano internacional genera lo que en nuestros días se ha llamado great divergente, la «gran divergencia» o gran separación que abre un abismo entre el próspero Occidente y el resto del planeta (Pomeranz 2004). China, con una larga historia a la espalda y una posición eminente en el desarrollo de la civilización humana durante siglos o incluso milenios, podía presumir aún en 1820 de tener el 32,4% del producto interior bruto mundial, mientras «la esperanza de vida china (y por lo tanto la nutrición) se situaba en niveles ingleses (y por lo tanto por encima de la media europea) hasta finales del siglo XVIII»; en el momento de su fundación, la República Popular China era el país más pobre, o de los más pobres, del globo. No muy distinta es la historia de la India, que también en 1820 contribuía en un 15% al PIB mundial, antes de sumirse también ella en una miseria desesperada (Davis). Es un proceso que se puede entender a partir de Marx (y del capítulo del Capital dedicado a la «acumulación originaria»), pero que está mucho más allá del horizonte de Tocqueville, quien tiende a hacer una descripción apologética del mundo en el que vive.

 

 

Por consiguiente la sociedad burguesa, lejos de haber acabado con la lucha de clases mediante la «nivelación universal», agudiza a nivel nacional e internacional unas desigualdades que solo se pueden combatir con la lucha de clases…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “La lucha de clases” ]

 

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