miércoles, 31 de julio de 2024

 

1190

 

Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

 

 

13

 

(…) Dos días después, el 20 de julio, Gramsci pasó por su primera experiencia carcelaria, que fue bastante breve. Un joven obrero, también encarcelado por motivos políticos, Mario Montagnana, le recuerda en una de las rotondas de la cárcel.

 

 

Vi por lo menos a una docena de guardianes que rodeaban y escuchaban religiosamente a un hombrecillo vestido de oscuro, que les hablaba sonriendo. Era Gramsci. En treinta y seis horas recluido en la celda, había conseguido conquistar, fascinar a numerosos guardianes, sardos como él, hablándoles en el dialecto nativo, con aquella manera de hablar, simple, popular, pero al mismo tiempo riquísima de sentimientos, de hechos, de ideas. De un guardián al otro se corría la voz: «¿Sabes? En el número tal hay un sardo, un político... Ve a hablar con él». Efectivamente, muchos habían ido, contraviniendo la severa disciplina... Y algunos —todos los que podían hacerlo— le acompañaban, aunque no fuese más que para gozar todavía un poco de su conversación, hasta la oficina de matriculación, orgullosos de aquel sardo tan inteligente, tan instruido y tan simpático.

 

 

A primeros de septiembre estalló lo que para sus promotores tenía que ser el comienzo del movimiento revolucionario. Los dos mil obreros de la Fiat-Brevetti eligieron a los delegados de sección; había nacido el primer consejo de fábrica. Los obreros de la Fiat-Centro les imitaron enseguida. La acción había ido precedida por una intensa campaña propagandística. Durante todo el verano, Gramsci y sus colaboradores de L’Ordine Nuovo habían insistido en la necesidad de crear junto a las instituciones tradicionales del movimiento obrero (partido y Confederación del Trabajo), «incapaces de contener en su seno una vida revolucionaria tan rica», «una red de instituciones proletarias enraizadas en la conciencia de las grandes masas», los consejos de fábrica. Habían publicado ensayos y artículos de John Reed (Cómo funciona el Soviet), de Fournière (Un esquema de Estado socialista), de Gramsci (El sóviet húngaro), de Ottavio Pastore (El problema de las comisiones internas), de Lenin (Democracia burguesa y democracia proletaria), de Andrea Viglongo (Verso nuove instituzioni). La referencia a las experiencias similares de otros países era constante: la asociación sindicalista revolucionaria de los Industrial Workers of the World (IWW), animada por el marxista norteamericano Daniel de Leon, o el movimiento inglés de los shop-stewards («De cada quince obreros eligen un delegado; la asamblea de los delegados constituye el comité obrero; todos los comités obreros de una región se reúnen para constituir un comité obrero local»). Del análisis de aquellos movimientos, del estudio de la experiencia soviética y del debate en las fábricas de Turín nacía la elaboración de esta nueva forma de autogobierno proletario, de los proletarios inscritos en el partido o «sin organizar», inscritos o no en el sindicato. La constitución de los primeros consejos de fábrica en la Fiat significaba que el principio se podía convertir perfectamente en realidad. El 5 de octubre, en Il Resto del Carlino, Georges Sorel escribía:

 

 

«La experiencia que se está realizando en las fábricas de la Fiat tiene más importancia que todos los escritos publicados bajo los auspicios de Neue Zeit».

 

 

Esta adhesión podía llevar agua al molino de los que acusaban a los «ordinovistas» de anarcosindicalismo. Gramsci salió al paso de esta intención polémica que se insinuaba en muchos distinguiendo entre Sorel, «animado por un amor demasiado sincero por la causa del proletariado como para perder el contacto con la vida, la comprensión de la historia de este», y la teoría sindicalista, «tal como la quieren presentar los discípulos y que seguramente no es la que concibió la mente del maestro». Por ello añadió:

 

 

Sorel no se ha encerrado en ninguna fórmula y hoy, conservando cuanto de vital y nuevo había en su doctrina, es decir, la firme exigencia de que el movimiento proletario se exprese con formas propias, dé vida a instituciones propias, puede seguir no solo con una mirada inteligente, sino también con ánimo comprensivo, el movimiento realizador iniciado por los obreros y los campesinos rusos y puede llamar todavía «compañeros» a los socialistas de Italia que quieren seguir aquel ejemplo.

 

 

En cada número de la revista siguieron publicándose contribuciones doctrinales, propuestas prácticas y (traducidos de la prensa obrera rusa, francesa o inglesa) documentos y testimonios sobre la vida de la fábrica y de los consejos obreros: textos de Arthur Ransome, de Bujarin, de Béla Kun, de Jules Humbert-Droz. En el otoño, el debate de preparación del congreso se mezcló con la actividad de elaboración teórica de los consejos y de comparación con los textos y las experiencias de los revolucionarios rusos y occidentales.

 

 

Las primeras elecciones políticas de la posguerra iban a celebrarse el 16 de noviembre de 1919. La reunión nacional del Partido Socialista se celebró en Bolonia una semana antes, del 5 al 8 de octubre; fue un congreso netamente orientado hacia la izquierda: incluso los proponentes de la moción de la derecha votaron la adhesión del PSI a la Tercera Internacional. Ninguna de las tres resoluciones se calificaba de reformista; Turati dijo que hablaba en nombre de la fracción «que con la nomenclatura necia y superada que utilizamos para calumniarnos recíprocamente se califica de reformista». Entonces, ¿dónde estaban las diferencias? A la extrema izquierda, un joven ingeniero, Amadeo Bordiga, que desde diciembre de 1918 dirigía en Nápoles el semanario Il Soviet, guiaba la fracción de los «abstencionistas». Estaba convencido de que el derecho concedido por la clase propietaria a los explotados de poner de vez en cuando una papeleta en la urna no solo no favorecía el avance de los trabajadores, sino que frenaba su empuje revolucionario. Solo cuando el proletariado perdiese la ilusión de avanzar a través de las instituciones representativas burguesas y se convenciese de la ineluctabilidad de la conquista violenta del poder, se decidiría a derrocar los obstáculos con todas sus fuerzas. También los maximalistas de Serrati propugnaban «el uso de la violencia para la defensa y contra las violencias burguesas, para la conquista del poder y para la consolidación de las conquistas revolucionarias», pero, al contrario de los «abstencionistas», consideraban que los órganos del Estado burgués (Parlamento, ayuntamientos, etc.) eran tribunas útiles «para la propaganda intensa de los principios comunistas». Bordiga y Serrati se diferenciaban además en otros dos puntos: en la cuestión del nombre del partido, que Bordiga quería cambiar en Partido Comunista, y en la de la unidad del partido, que Serrati defendía en contraposición a Bordiga, partidario de la expulsión de los que proclamaban «la posibilidad de la emancipación del proletariado en el ámbito del régimen democrático», repudiando «el método de la lucha armada contra la burguesía para la instauración de la dictadura proletaria». Finalmente, a la derecha se impugnaba el criterio de la abstención electoral. Para Lazzari, la abstención, en vez de demoler la institución parlamentaria, disminuiría las dificultades de la burguesía para dirigirla. También impugnaba el principio de que la violencia era la única vía para la conquista del poder. En Turín, en el debate previo al congreso, el grupo de L’Ordine Nuovo se había colocado al lado de Serrati; el secretario de la sección, Giovanni Boero, y Giovanni Parodi habían apoyado la moción «abstencionista»: Boero intervino en favor de esta en el congreso de Bolonia. La votación del congreso dio la mayoría a los «eleccionistas» de Serrati (48.411 votos); la moción «maximalista unitaria» de Lazzari obtuvo 14.880; la moción «abstencionista» solo consiguió 3.417 votos.

 

 

El movimiento turinés de los consejos de fábrica no había encontrado mucho eco en Bolonia, aparte de las irónicas alusiones de Turati al «significado taumatúrgico de la palabra sóviet» y al «voto atomístico de los no organizados y de los mismos esquiroles». En realidad, ni siquiera Serrati y Bordiga compartían las posiciones de L’Ordine Nuovo. El debate, que se había iniciado antes del congreso, se intensificó. Para Bordiga, con los consejos de fábrica se repetía el error de creer que «el proletariado puede emanciparse ganando terreno en las relaciones económicas, mientras el capitalismo conserva el poder político junto con el Estado». Otro error era que se contraponía un órgano esencialmente corporativo al único instrumento de liberación del proletariado, el partido de clase, el partido comunista. A su vez, Serrati calificaba de aberración el voto concedido a los «no organizados»; la extensión del derecho de voto a los «no organizados» era un crédito de capacidad revolucionaria que se concedía peligrosamente a la «masa amorfa». Serrati atribuía a Gramsci y a sus amigos «una curiosa confusión entre los sóviets, órganos políticos e instrumentos de gobierno después del triunfo de la revolución, y los comités de fábrica, órganos técnicos de la producción y de la ordenación industrial». Y concluía: «La dictadura del proletariado es la dictadura consciente del Partido Socialista».

 

 

Sin embargo, en Turín (donde el PSI había obtenido un clamoroso triunfo en las elecciones, adjudicándose once de los dieciocho escaños atribuidos a la circunscripción, sin que figurase como candidato ningún «ordinovista»), la réplica de Gramsci de que el proceso revolucionario debía llevarse a cabo en el lugar de producción, en la fábrica, y de que era utópico concebir la instauración del poder proletario como una dictadura de las secciones del partido socialista, era compartida incluso por miembros de algunas de las tendencias que, en el ámbito nacional, se oponían a los consejos de fábrica. Por ejemplo, los «abstencionistas» Boero y Parodi estaban con Gramsci.

 

 

El movimiento de los consejos se amplió. En otoño, más de treinta mil metalúrgicos, entre ellos los de la Fiat-Lingotto, de la Fiat-Diatto, de la Savigliano, de la Lancia, etc., tenían ya sus consejos de fábrica. La primera acción coordinada de los consejos se llevó a cabo el 3 de diciembre de 1919, dos semanas después de las elecciones políticas.

 

 

Por orden de la sección socialista, que concentraba en sus manos todo el mecanismo del movimiento de masas —contará más tarde Gramsci—, los consejos de fábrica movilizaron en el curso de una hora y sin ninguna preparación a ciento veinte mil obreros encuadrados por fábricas. Una hora después, el ejército proletario se precipitó como una avalancha hacia el centro de la ciudad y expulsó de las calles y de las plazas a toda la gentuza nacionalista y militarista.

 

 

No era ya un movimiento que los industriales pudiesen seguir con la misma indiferencia que al principio. La ocasión de la contraofensiva se presentó a finales de marzo de 1920.

 

 

Se había introducido en toda Italia la hora legal. Los delegados de sección de Industrie Meccaniche, una dependencia de la Fiat, pidieron que el horario laboral siguiese adaptado a la hora solar e insistieron en que las agujas del gran reloj de la fábrica siguiesen marcando la hora antigua. Por toda respuesta, se despidió a la comisión entera. A consecuencia de ello, estalló una huelga de protesta, a la cual se asociaron enseguida, por solidaridad, todos los metalúrgicos de Turín, ocupando las fábricas. La reacción de los industriales no se hizo esperar. El 29 de marzo decidieron el lock-out y las tropas entraron en las fábricas. Y fue precisamente en el curso de las negociaciones para el arreglo de la cuestión cuando los industriales plantearon el problema de los consejos de fábrica. Se negaban a reconocerlos y estaban dispuestos a ceder en algunas reivindicaciones marginales a condición de que se pusiese fin al movimiento de los consejos. El conflicto se agudizó. Pero la dirección del PSI y la Confederación General del Trabajo no dieron a la lucha —precisamente cuando nacía de la reivindicación del derecho a mantener las nuevas instituciones del poder proletario— el apoyo decidido que los «turineses» esperaban. Era un partido en crisis; su crecimiento reciente, demasiado brusco, le había hecho perder vitalidad en vez de fortalecerlo: tenía 300.000 miembros, frente a los 50.000 de antes de la guerra; los adheridos a la Confederación General del Trabajo eran dos millones, frente al medio millón de 1914; el grupo parlamentario se había triplicado, pasando de 50 a 150 diputados. Era una expansión que suscitaba euforia y que a la vez creaba nuevos problemas de encuadramiento. Las consecuencias fueron dobles: una difusa fe revolucionaria, basada en la presunción de que la marcha del proletariado continuaría hasta desembocar finalmente en la victoria final más que en la consciencia y la puesta a punto de los medios indispensables para esta victoria; y la asunción de «tareas directivas absolutamente inadecuadas a su capacidad» por parte de «demagogos sin preparación doctrinal y sin ninguna experiencia» (según Nenni). Los hombres de mayor brillo intelectual se encontraban entre los grupos minoritarios de derecha (entre los reformistas) y de izquierda (L’Ordine Nuovo). Ambos grupos eran consecuentes: el uno, convencido de que la perspectiva revolucionaria se alejaba; el otro, firme en la persuasión de que el momento era objetivamente revolucionario y, por ello, dedicado a elaborar los medios para este fin y decidido a exigir a la totalidad del partido la adopción de estos medios. El equívoco estaba en el centro, donde la mayoría, distinguiéndose de los reformistas, llevaba hasta el paroxismo el verbalismo revolucionario, pero sin plantearse el problema —y en esto se distinguía del ala comunista— de cómo se llevaría a la práctica la perspectiva revolucionaria. El PSI parecía padecer una especie de «monomanía delirante e inofensiva» (Tasca). Se había creado en él una «psicología parasitaria, la del heredero ante un moribundo (la burguesía), cuya agonía no vale ni siquiera la pena acortar». La consecuencia inevitable de ello era, para decirlo también con una imagen de Tasca: «Mientras esperamos la herencia ya segura, la vida política italiana se transforma en un banquete permanente en el que el capital de la próxima revolución se despilfarra en orgías verbales».

 

 

Ni siquiera en Turín, donde los frentes empresarial y obrero estaban empeñados en una prueba de fuerza quizá decisiva, el PSI daba signos de querer salir de su línea vacilante, receptiva a la hipótesis revolucionaria, pero estéril en la práctica; después de la orgía de palabras, Gramsci preparó e hizo adoptar por la sección nueve puntos para el Consejo Nacional del PSI, publicados después con el título de Per un rinnovamento del Partito Socialista. No es este el momento de discutir si el documento reflejaba en sus premisas la verdadera situación italiana, declarada revolucionaria, o si, al contrario, estaba viciado por un tono abstracto que le hacía asimilar la carga revolucionaria de los trabajadores italianos a la capacidad de iniciativa del proletariado de Turín: «Los obreros industriales y agrícolas están plenamente decididos en todo el territorio nacional a plantear de modo explícito y violento la cuestión de la propiedad de los medios de producción».58 Incluso el centro «maximalista» compartía este diagnóstico, por erróneo que fuese. Solo vacilaba en sacar de él las debidas consecuencias:

 

 

El Partido Socialista asiste en plan de espectador al desarrollo de los acontecimientos, no tiene nunca una opinión que expresar en relación con las tesis revolucionarias del marxismo y de la Internacional Comunista, no lanza consignas que las masas puedan recoger, que tracen una orientación general y unifiquen y concentren la acción revolucionaria. El Partido Socialista, como organización política de la vanguardia de la clase obrera, debería desarrollar una acción global que pusiese a la clase obrera en condiciones de hacer triunfar la revolución de modo duradero.

 

 

En vez de eso: «Incluso después del congreso de Bolonia, ha seguido siendo un simple partido parlamentario, inmóvil dentro de los angostos límites de la democracia burguesa […]. No ha adquirido una figura autónoma de partido característico del proletariado revolucionario y únicamente del proletariado revolucionario». Es pasivo ante los reformistas; está desligado de la línea de la Internacional Comunista; el Avanti! y la editorial del partido ignoran las polémicas sobre la doctrina y la táctica de la Internacional y el partido permanece al margen de este «riguroso debate en el que se templan las conciencias revolucionarias y se construye la unidad espiritual y de acción de los proletarios de todos los países».

 

 

Del análisis precedente —proseguía el documento gramsciano— resulta cuál es la obra de renovación y de organización que nosotros consideramos indispensable llevar a cabo en las filas del partido. El partido debe adquirir un rostro preciso y propio: de partido parlamentario pequeñoburgués debe convertirse en partido del proletariado revolucionario […], un partido homogéneo, cohesionado, con una doctrina propia, una táctica propia, una disciplina rígida e implacable. Hay que eliminar del partido a los que no sean comunistas revolucionarios; la dirección, liberada de la preocupación de conservar la unidad y el equilibrio entre las diversas tendencias y los diversos líderes, debe dedicar toda su energía a poner las fuerzas obreras en pie de guerra […]. El partido debe lanzar un manifiesto en el que se plantee de modo explícito la conquista revolucionaria del poder político, en el que se invite al proletariado industrial y agrícola a prepararse y a armarse y en el que se delineen los elementos de las soluciones comunistas a los problemas actuales: control proletario de la producción y la distribución, desarme de los cuerpos armados mercenarios y control de los municipios por parte de las organizaciones obreras.

 

 

El eje del documento era el punto tercero, que anunciaba proféticamente la ola reaccionaria fascista:

 

 

La fase actual de la lucha de clases en Italia es la fase que precede a la conquista del poder político por parte del proletariado revolucionario [...] o una tremenda reacción por parte de la clase propietaria y la clase gubernamental. Se recurrirá a todas las formas de violencia para someter al proletariado industrial y agrícola a un trabajo servil; se intentará destruir inexorablemente los órganos de lucha política de la clase obrera (el Partido Socialista) e incorporar los órganos de resistencia económica (los sindicatos y las cooperativas) al engranaje del Estado burgués.

 

 

En el momento de la redacción de estos nueve puntos estaban en huelga, en Turín, las empresas metalúrgicas. Los industriales resistían: el poder del Estado estaba con ellos.

 

 

Hoy, Turín —señalaba Gramsci el 3 de abril de 1920 en el Avanti! turinés— es una plaza fuerte asediada: se habla de cincuenta mil soldados; en la colina se han dispuesto las baterías de cañones; en el campo esperan los refuerzos, en la ciudad, los blindados; se han montado ametralladoras sobre las casas privadas en los barrios que tienen fama de revoltosos; también hay ametralladoras en los puentes, en las encrucijadas y en las fábricas.

 

 

El Estado temía la insurrección; Gramsci estaba convencido de que los industriales querían provocarla, para reprimirla sangrientamente y destruir de una vez para siempre al movimiento obrero turinés. Gramsci intuía el propósito del frente patronal de pasar al ataque. Pero creía que todavía no habían madurado las condiciones para un choque frontal: «En nuestra ciudad se ha concentrado, se ha acumulado en estos últimos meses una gran cantidad de energías revolucionarias que tienden a expandirse a toda costa, buscando una vía de salida. Su vía de salida no debe ser, por ahora, una ruptura local, peligrosa, fatal quizá». De momento, le parecía más conveniente «aumentar la intensidad de la preparación en todo el país, ampliar las fuerzas, acelerar el proceso de desarrollo de los elementos que han de concurrir todos juntos en una obra común».

 

Sin embargo, el 13 de abril se proclamó la huelga general. ¿Era una solución adecuada si la patronal no esperaba, como creía Gramsci, más que la ocasión del choque frontal?

 

 

El rasgo más destacado de la huelga de abril, su novedad en relación con otras huelgas, económicas o de protesta contra la guerra, fue que el proletariado no se movía impulsado por el hambre o el paro forzoso, no exigía mejoras salariales o una nueva reglamentación del trabajo. La clase obrera de Turín se lanzaba a una batalla por el control de la producción a través de los consejos de fábrica. Pero era una lucha difícil, no contaba con el apoyo del resto de Italia, el proletariado turinés se encontraba aislado y, por esto, el combate no tenía perspectivas razonables de desembocar en la revolución. La ciudad «estaba inundada de policías; en torno a ella se habían dispuesto baterías de cañones y ametralladoras en puntos estratégicos». Después de diez días de resistencia, los obreros volvieron al trabajo con un acuerdo que prácticamente significaba la derrota de Gramsci y de los «ordinovistas».

 

 

Entonces, se hizo más agudo el conflicto entre el grupo que rodeaba a Gramsci, por un lado, y las jerarquías sindicales y la dirección del PSI, por otro, acusadas estas de «estrechez mental». Hubo una polémica entre el Avanti! de Milán, que reflejaba la posición de la mayoría del PSI, y el Avanti! piamontés, abierto a la influencia de los «ordinovistas», cuyas tesis compartía el redactor en jefe Ottavio Pastore. Serrati acusó a los dirigentes socialistas de Turín de haber caído en la provocación del frente patronal en un momento equivocado y de haber buscado, en el último instante, la ayuda de los demás proletarios de Italia «menos fuertes» y «menos preparados». El argumento se podía volver del revés (por la responsabilidad que tenían Serrati y la mayoría del PSI en aquella «menor fuerza» y en aquella «menor preparación»). Pero era incontestable en la práctica. El Avanti! piamontés replicó: «El proletariado de Turín ha sido derrotado localmente, pero ha vencido en el plano nacional porque su causa se ha convertido en la causa de todo el proletariado de la nación». Con palabras diferentes se repetía la frase final del último boletín publicado por el comité de huelga: «Esta batalla ha terminado, la guerra continúa».

 

 

Pero la crisis interna del PSI iba mucho más allá; no se trataba solo de que las diversas tendencias, la reformista, la maximalista y la comunista, fuesen irreconciliables en el terreno práctico. También faltaba cohesión entre los grupos comunistas (Il Soviet de Bordiga y L’Ordine Nuovo); y dentro del propio grupo «ordinovista», por un lado, empezaba a hacerse evidente la ruptura con Tasca y, por el otro, las posiciones de Gramsci empezaban a diferenciarse de las de Terracini y Togliatti, hasta el alejamiento total.

 

 

Aparte de la común aversión por los reformistas, Gramsci disentía de Bordiga en casi todos los temas del momento: los consejos de fábrica, el problema del partido revolucionario, la actitud de los socialistas ante las elecciones. Para Bordiga, anclarse en el esquema de los consejos significaba preocuparse más de la creación de las instituciones del poder socialista que de la conquista del poder. Era erróneo, escribía Il Soviet, «tratar de la cuestión del poder en la fábrica antes de la cuestión del poder político central». Sobre la cuestión del partido revolucionario, Il Soviet sostenía desde febrero de 1920: «A nuestro parecer, nada vale lo que una buena escisión. Ante todo, cada cual en el lugar que le corresponde. Se sabe exactamente si fulano es comunista o no, no hay modo de equivocarse. Con una buena escisión se hace la luz. Los comunistas, a un lado; los oportunistas de todo orden, al otro». En cambio a Gramsci le parecía que la escisión a la izquierda no era la línea justa y que los grupos comunistas existentes en el PSI tenían que expandirse dentro del partido hasta conquistar la dirección.

 

 

Otra divergencia entre la fracción de Bordiga y los «ordinovistas» venía provocada por la actitud abstencionista de aquella. Según Bordiga, la recusación de la democracia burguesa y de sus instituciones tenía que ser total: ni un solo socialista había de acudir a las urnas. El 8 de mayo de 1920, Gramsci se trasladó a Florencia, invitado como observador a una conferencia de los «abstencionistas», que se estaban organizando a escala nacional: durante la reunión propuso inútilmente el abandono del prejuicio abstencionista, «No puede constituirse un partido político —dijo— sobre la base restringida del abstencionismo. Es necesario un amplio contacto con las masas, que solo puede conseguirse a través de otras formas de organización» (y el consejo de fábrica era una de estas). La propuesta fue rechazada y Gramsci no tardó en expresar secamente su opinión al respecto.

 

 

Siempre hemos considerado —escribió el 3 de julio en L’Ordine Nuovo— que el deber de los núcleos comunistas del partido no es caer en las alucinaciones particularistas (el problema del abstencionismo, el problema de la constitución de un partido verdaderamente comunista), sino laborar para crear las condiciones de masas que permitan resolver todos los problemas particulares como problemas del desarrollo orgánico de la revolución comunista.

 

 

El abstencionismo y el propósito de Bordiga de constituir un partido «verdaderamente» comunista con una ruptura izquierdista que separase del PSI a una minoría de revolucionarios «puros» no eran, pues, para Gramsci, más que «alucinaciones particularistas».

 

 

El enfrentamiento entre Gramsci y Tasca se debía a la cuestión de los consejos, por la tendencia de Tasca, tenazmente combatida por Gramsci, de englobar el movimiento en el ámbito sindical bajo la tutela de la Confederación General del Trabajo (dirigida por los reformistas). Muchos años después, Tasca dirá, recordando su época de aprendizaje junto a Bruno Buozzi y los demás dirigentes de la FIOM en la huelga de los obreros de la industria automovilística, durante el invierno de 1911-1912:

 

 

Allí se formaron mi experiencia directa de las luchas obreras y mis vínculos con la organización sindical, de la cual se mantuvieron alejados, naturalmente, los demás redactores futuros de L’Ordine Nuovo. Esto creó entre nosotros una disparidad que, cualquiera que sea el juicio que sobre ella se forme, fue el origen de la disensión que nos dividió y determinó la casi ruptura de 1920.

 

 

Esta «casi ruptura» se evidenció claramente en la polémica, siempre viva y a veces violenta, que se desarrolló en las páginas de L’Ordine Nuovo desde junio hasta agosto.

 

 

En aquel momento, Gramsci tendía a diferenciarse también de Terracini y Togliatti. La comisión ejecutiva de la sección socialista de Turín (que comprendía desde febrero a «ordinovistas» y «abstencionistas») había entrado en crisis por la actitud de los «abstencionistas», que habían dimitido en julio para acelerar el proceso de escisión del PSI y para intentar imponer la tesis de la no participación de los socialistas en las inminentes elecciones administrativas, convocadas para el 31 de octubre y el 7 de noviembre de 1920. Así que había que elegir la nueva comisión ejecutiva: Gramsci no quiso entrar en la misma lista que Terracini y Togliatti. Ni que decir tiene que era partidario, como estos, de la participación de los socialistas en las elecciones y rechazaba secamente el prejuicio de Bordiga. Pero al mismo tiempo le parecía que el electoralismo y el abstencionismo eran «programas ficticios» y que la querella entre electoralismo y abstencionismo no hacía más que ahondar las disensiones entre los grupos comunistas del PSI, abandonando la labor en el terreno de la acción de masas, la labor de educación revolucionaria, la única que realmente valía la pena. Pensando en esto, creó un grupo de educación comunista, intermedio entre las dos fracciones. Se proponía dejar al margen del debate las tácticas opuestas sobre las elecciones y, en cambio, «imponer en las asambleas del partido, con energía infatigable y paciente, la discusión de los problemas fundamentales de la clase obrera y de la revolución comunista». También quería conseguir que la sección laborase útilmente «para preparar los cuadros de la revolución y de la organización social que deberá ser expresión concreta de aquella y que, por consiguiente, a través del impulso de las masas, dé una orientación precisa a los sindicatos y a la Cámara de Trabajo». Pocos fueron los que le siguieron. En el grupo de educación comunista entraron apenas diecisiete compañeros (entre ellos, Battista Santhià, Vincenzo Bianco y Andrea Viglongo). El aislamiento de Gramsci se puso claramente de relieve en las votaciones para la elección de la nueva comisión ejecutiva. Los «electoralistas», de quienes Gramsci se había separado (Togliatti, Montagnana, Terracini, Roveda, etc.) obtuvieron la mayoría con 466-465 votos. Los candidatos «abstencionistas», (Boero, Parodi, etc.) obtuvieron 186-185. Las papeletas en blanco, que Gramsci había solicitado, fueron 31. Togliatti fue nombrado (agosto de 1920) secretario de la sección…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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