miércoles, 5 de junio de 2024

 

1166

 

LA LUCHA DE CLASES

Domenico Losurdo

 

(09)

 

 

 

I

 

Las distintas formas de la lucha de clases

 

 

 9. LA FORMACIÓN DE LA TEORÍA DE LA LUCHA DE CLASES

 

Con tan solo 26 años, cuando aborda la cuestión obrera en el terreno del análisis histórico y social, Marx no solo ridiculiza la voz de alarma sobre la «nueva invasión de los bárbaros», sino que la vuelve contra quienes la han lanzado: es justamente de estos «bárbaros» de quienes cabe esperar la tan necesaria emancipación. El «estamento bárbaro de esclavos» contra la que pone en guardia Nietzsche (y la cultura de la época) es la clase obrera que, rompiendo las cadenas de la «esclavitud moderna» que la oprime, contribuirá decisivamente a forjar una sociedad que no esté basada en la explotación y la opresión. El paradigma racial y el del choque de civilizaciones no resisten el análisis histórico-social, que pone al descubierto la endeblez del límite entre civilización y barbarie. Esto vale no solo para las relaciones de clase dentro de la metrópoli capitalista. Esta pretende exportar la civilización al mundo colonial, cuando en realidad es justamente allí donde se aprecia con claridad «la barbarie intrínseca de la civilización burguesa»; durante la «guerra civilizadora» que es (para la ideología dominante en Occidente e incluso para Tocqueville y J. S. Mill) la guerra del opio, si acaso se puede decir que China, «el semibárbaro», es la que hace gala de respeto a los «principios de la ley moral» (MEW). En todo caso, la expansión colonial no es el triunfo, consagrado por la Providencia, de la civilización superior y la «raza europea» sobre la que fantasea (entre otros) Tocqueville; es más bien un momento esencial de la construcción burguesa del mercado mundial, un proceso que se ha llevado a cabo «chorreando sangre y lodo por todos los poros». Con su lucha de clases, la burguesía occidental impuso una división internacional del trabajo basada en la esclavización de los negros y la expropiación, deportación e incluso aniquilación de los amerindios (MEW). A todo esto daría una respuesta la lucha de clases de los pueblos oprimidos.

 

 

En su interpretación de la gran crisis histórica iniciada en 1789, Marx también hace desde el principio un análisis en el que no tienen cabida ni la raza, ni las características tópicas atribuidas a tal o cual pueblo, ni la locura. En 1850 publica Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850. La metodología enunciada tan claramente en el título también es el hilo conductor del libro publicado dos años después, El 18 de Brumario de Luis Bonaparte: se trata de explicar por qué la crisis revolucionaria, después de haber implicado de una u otra forma a «todas las clases y todos los partidos», desemboca en la dictadura de Bonaparte, ese «jefe del subproletariado» y «príncipe subproletario» (MEW). La contraposición entre Inglaterra y Estados Unidos y una Francia que supuestamente padecería una sordera incurable al valor de la libertad carece de sentido. El primero de estos países se distingue por la «prisa indecorosa» con que reconoce, antes que ningún otro, a la Francia surgida del golpe de estado de Luis Bonaparte, «divinizado» hasta la saciedad por la prensa conservadora (MEW). En cuanto a la república norteamericana, incluso si se hace abstracción de la esclavitud negra, es preciso tener en cuenta que al otro lado del Atlántico «los conflictos de clases solo se han desarrollado de un modo incompleto; de vez en cuando las colisiones de clases se camuflan con la emigración al Oeste de la superpoblación proletaria» (MEW), una emigración que implica la expropiación y deportación de los indígenas y por lo tanto una dictadura feroz contra ellos.

 

 

El distanciamiento de los paradigmas naturalistas es un momento esencial en el proceso de elaboración de la teoría de la lucha de clases. Ya en sus escritos juveniles Engels acusa a Thomas Carlyle, ese «partidario del germanismo», de caer en una condena «exagerada y unilateral del carácter nacional de los irlandeses». En vez de llamar la atención sobre la «vergonzosa opresión que ejercen los ingleses sobre este pueblo», el gran escritor comete la torpeza de tildar a los habitantes de la infeliz y sometida isla de «latinos» y «celtas», miembros de una «raza deshumanizada», netamente inferior a la «germánica» o «sajona», a la que también pertenecerían los ingleses (MEW). En este marco debe situarse también la crítica de Marx a la ideología dominante que pretende atribuir la tragedia de un pueblo a los «defectos innatos de la raza celta» (MEW); cuando lo que está en cuestión no es la presunta «naturaleza de los irlandeses» sino el «mal gobierno británico» y, por ende, la responsabilidad de las clases dominantes (MEW).

 

 

Son los años en que los irlandeses, que en Gran Bretaña ocupan los segmentos inferiores del mercado del trabajo, aparecen a los ojos de Carlyle no solo como «latinos» y «celtas», sino peor aún, como «negros», miembros de una raza cuya esclavitud justifica el escritor británico, con la vista puesta sobre todo en Estados Unidos. Lamentablemente se trata de una opinión compartida por los obreros ingleses, quienes —observa Marx en 1870— tienden a adoptar frente a los irlandeses una actitud parecida a la que, en el Sur de Estados Unidos, exhiben los blancos pobres contra los niggers, contra los negros a quienes desprecian y odian (MEW). Sin embargo todo esto tiene poco que ver con una «raza». En una sociedad como la del Sur de Estados Unidos, donde, incluso tras la abolición formal de la institución de la esclavitud, la oligarquía dominante ostenta con orgullo su otium y endosa «todo el trabajo productivo» a los negros, la arrogancia social se expresa como arrogancia racial y el desprecio por el «trabajo productivo» es al mismo tiempo desprecio por la raza servil o semiservil obligada a desempeñarlo.

 

 

Además de Carlyle, la polémica de los dos filósofos y militantes revolucionarios apunta a François Guizot quien, tras la rebelión obrera de junio de 1848, a semejanza de Tocqueville y probablemente en su estela, compara Inglaterra con Francia: la primera sabe compaginar el amor a la libertad con un fuerte sentido práctico, mientras la segunda está poseída por una agitación fanática y sin sentido del límite. Así que —ironiza Marx— todo se explicaría recurriendo a la «inteligencia superior de los ingleses». La lucha de clases, el conflicto social que siempre está determinado históricamente, ha cedido el puesto a una naturaleza mítica, más o menos eterna, de pueblos con distinto grado de sentido práctico y sentido de la realidad. Quien argumenta así se olvida del radicalismo y la guerra civil que caracterizan la primera revolución inglesa, la revolución puritana. Aunque Guizot atribuye esta revolución a la irrupción de unos «fanáticos» y «malvados» que no se conforman con la «libertad moderada» (MEW). El paradigma etnológico, que se ceba en los franceses, da paso aquí al paradigma psicopatológico, que va a la caza de fanáticos y locos en todas las latitudes. Sea como fuere, se abandona el terreno de la «comprensión histórica» (MEW). Marx y Engels encuentran tan ridículo este modo de argumentar, que tal forma de aferrarse al paradigma etnológico y psicopatológico es para ellos la demostración de una pérdida de «capacidad de la burguesía»: aterrorizada por el fantasma de la revolución proletaria, es ya incapaz de leer el conflicto social en términos históricos (MEW).

 

 

De un modo directo o indirecto, la polémica de los teóricos de la lucha de clases acaba implicando a no pocos de los grandes autores del siglo XIX. Según Tocqueville, el vehículo de la «enfermedad de la revolución francesa» y del «virus de una especie nueva y desconocida» es «una raza nueva de revolucionarios»: «siempre estamos en presencia de los mismos hombres, aunque las circunstancias sean distintas». Da la impresión de que en 1851 el liberal francés responde a Engels cuando este ironiza sobre la «superstición» que «reduce la revolución a la maldad de un puñado de agitadores» (MEW).

 

 

Mientras que los liberales del siglo XIX, cuando denuncian el estallido de la locura revolucionaria, se ensañan especialmente con Francia, Nietzsche, al comprobar la larga duración del ciclo revolucionario, invita a un definitivo ajuste de cuentas con «el mundo de manicomio de milenios enteros» y con las «enfermedades mentales» que se recrudecen a partir del «cristianismo» (El Anticristo). Aunque Nietzsche radicaliza al máximo el paradigma psicopatológico, reconoce la deuda contraída con la tradición y declara que ha «pasado por la escuela de Tocqueville y Taine» (Losurdo 2002). En la vertiente contraria, Engels se burla de «Taine y Tocqueville divinizados por el filisteo» (MEW).

 

 

Los exponentes de la cultura dominante en el siglo XIX, de todos modos, están de acuerdo en que la Francia del largo ciclo revolucionario es el ejemplo más claro del horror al que puede conducir la locura revolucionaria. En cambio, en 1885 Engels afirma que Francia «es el país donde las luchas de clases de la historia se llevaron, más que en ningún otro lugar, hasta sus últimas consecuencias» (MEW). Marx, por su parte, expresa todo su desprecio por el paradigma psicopatológico señalando (en 1867) que es la Rusia autocrática y feudal la que lo agita: Nicolás I explica la propagación por Europa de la crisis revolucionaria de 1848 en términos de «peste francesa», «delirio» revolucionario francés y metástasis del «tumor canceroso de una filosofía vergonzosa» que ataca las «partes sanas del cuerpo social europeo» (MEW)…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Domenico Losurdo. “La lucha de clases” ]

 

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