lunes, 3 de junio de 2024

 

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Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

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Al regresar a Turín a principios de noviembre de 1913 para el tercer año de universidad, Antonio Gramsci todavía tenía pendientes todos los exámenes del segundo curso. Cambió nuevamente de casa, trasladándose del número 33 al 14 de la misma calle San Massimo, en el mismo edificio donde habitaba Angelo Tasca. La madre del amigo y colega de universidad, Camilla Berra, viuda, había decidido alquilar una habitación. El edificio tiene un gran patio interior con arcadas en los cuatro lados. Tiene dos entradas, una por la calle San Massimo y la otra por el número 8 de la plaza Carlina. Gramsci habitó en el último piso. Permaneció en aquella casa, como huésped único de la viuda Berra, durante casi nueve años, hasta el viaje a Rusia en mayo de 1922.

 

El estudio le fatigaba. Durante las vacaciones en Ghilarza no se había restablecido de su agotamiento nervioso. Le habría ido muy bien cambiar completamente de vida, tener otra alimentación, cuidarse y gozar de una tranquilidad absoluta. Pero todo esto era impensable sin disponer de dinero. Además, tomarse un descanso y dejar de examinarse hasta la plena recuperación de su salud significaba perder la beca de la fundación albertina, lujo que Gramsci no podía permitirse. Al precio de humillaciones y de renuncias para sí mismo y la familia, su padre conseguía mandarle a duras penas pequeñas cantidades para complementar las setenta liras mensuales de la beca. Proseguir los estudios enteramente a costa del padre era imposible. En Ghilarza los ingresos de la familia seguían siendo modestos; la única variante era que había una boca de menos. En diciembre de 1911, apenas cumplidos los dieciocho años, Mario había ingresado en el ejército como voluntario, en la especialidad de ciclista. En cuanto a los demás, Carla tenía dieciséis años y era demasiado joven todavía para aspirar a un empleo estable; el único que trabajaba fijo, Gennaro, seguía en la fábrica de hielo de los Marzullo en Cagliari y tenía que mantenerse por sí mismo, así que la ayuda que podía prestar a la familia era mínima. El señor Ciccillo se veía obligado a hacer frente a las exigencias de los cuatro hijos que tenía en casa y de Antonio en Turín con el modesto sueldo de escribiente del catastro. Por esto Antonio temía que, si no se examinaba, podía perder la beca del colegio.

 

Era obstinado, pero la voluntad no bastaba. Escribió a su padre:

 

Te escribo con la rabia y la desesperación en el corazón: hoy ha sido un día del que me acordaré durante mucho tiempo y que, desgraciadamente, todavía no ha terminado. Es inútil. Me he esforzado muchísimo desde hace algunos meses, y con verdadero ahínco en estos últimos días, pero ahora, después de una tremenda crisis, he tomado una decisión: no quiero agravar todavía más mis condiciones, no quiero perder totalmente lo que puedo aún conservar. No me examinaré, porque estoy medio loco o soy medio tonto o tonto del todo, no lo sé exactamente; no me examinaré para no perder el colegio, para no arruinar mi salud del todo... Querido padre, en un mes de estudio intenso no he conseguido más que volver a experimentar vértigos y volver a sufrir unos terribles dolores de cabeza y una forma de anemia cerebral que me priva de la memoria, que me devasta el cerebro, que me hace enloquecer, sin que llegue a encontrar tranquilidad ni paseando ni tendiéndome en la cama, ni revolcándome por el suelo, en algunos momentos, como un poseso... Ayer la patrona de la casa hizo venir a un médico, que me dio una inyección con un calmante; ahora tomo una medicina a base de opio, pero además del temblor que no me deja ni un momento, estoy siempre con la obsesión de la ruina física, que no creo que llegue a evitar. Un compañero me ha convencido; veré si consigo algo. Presentaré un certificado médico y quizá la comisión de profesores decida dejarme la beca y me conceda que pueda examinarme en marzo.

 

 

Efectivamente, se lo concedieron. El Consejo Directivo del Colegio de las Provincias se ocupó de su caso en la sesión del 19 de febrero de 1914. «Gramsci, Antonio —leemos en el acta publicada por primera vez por Domenico Zucàro—, no ha podido examinarse por enfermedad grave, comprobada por un certificado médico del doctor Allasia; de él resulta que el señor Gramsci padece una grave neurosis... El joven ha declarado en Secretaría que desea ponerse al corriente de los exámenes en la prolongación de la sesión de otoño, que tendrá lugar en marzo». Se trataba, pues, de una «grave neurosis»: la enfermedad justificaba ampliamente la no presentación en los exámenes. Pero el certificado del doctor Allasia no valió a Gramsci la plena clemencia del colegio que le subvencionaba. Le fue aplicada la «sanción de pérdida temporal de la pensión, que se le concederá por completo —precisaba el consejo directivo— si en la prolongación de la sesión de otoño supera los exámenes atrasados de Griego, Historia moderna (bienal) y de otra materia a elegir». Así, precisamente en el momento en que el descanso le era más necesario para restablecer su maltrecha salud, el joven se vio obligado a lanzarse a fondo a los libros en condiciones materiales agravadas por la pérdida temporal del subsidio mensual. «Te ruego encarecidamente —le había escrito su padre el 26 de noviembre— que no trabajes mucho, porque esta es la razón principal de tu enfermedad; piensa que estás muy lejos y que ninguno de nosotros puede ir a hacerte compañía». Con un gran esfuerzo de voluntad, Antonio consiguió superar la crisis. El 28 de marzo de 1914 se examinó de Filosofía moral, con una calificación de veinticinco; el 2 de abril pasó el examen bienal de Historia moderna (con una nota de veintisiete). Le faltaba todavía uno cuando el 4 de abril volvió a reunirse el Consejo Directivo del Colegio de las Provincias. Gramsci había solicitado que se le concediese el subsidio mensual inmediatamente después del tercer examen sin necesidad de una nueva deliberación y su petición fue acogida. El 18 de abril pudo ponerse en regla superando el examen bienal de Literatura griega con un veinticuatro. A partir de entonces volvió a percibir las setenta liras mensuales. Pero el agotamiento de aquellos meses le había dejado una dolorosa huella en la cabeza.

 

 

«Desde hace tres años por lo menos —escribirá a su hermana Grazietta a finales de 1915— no he pasado un solo día sin dolor de cabeza, sin vértigo o sin desvanecimientos».

 

 

 

La dedicación al estudio para pasar los exámenes atrasados había provocado también, si no una desvinculación completa, por lo menos una menor relación con los escasos amigos turineses. Hasta después de los exámenes, Antonio no volvió a ver y a frecuentar más a menudo a Angelo Tasca y Palmiro Togliatti. Se había unido al grupo un estudiante que acababa de empezar los estudios de derecho, Umberto Terracini, el más joven de todos (Gramsci tenía 23 años; Tasca, 22; Togliatti, 21; Terracini, 19). De los cuatro —que cinco años más tarde, al terminar la guerra, se habían de encontrar en la redacción de L’Ordine Nuovo—, solo Tasca y Terracini tenían una actividad política regular, ambos en el fascio socialista juvenil. Gramsci, aunque menos dedicado a la acción política (al igual que Togliatti, que, como señalará Tasca, «estaba mucho más absorbido por los estudios universitarios»), se sentía muy próximo a estos casi coetáneos. Tenían en común la atención viva por Croce, antipositivista y antimetafísico, por Salvemini, que continuaba su batalla contra las degeneraciones corporativas del socialismo, y por el joven dirigente revolucionario, director del Avanti!, Benito Mussolini.

 

 

Por falta de referencias precisas, es difícil decir si en aquella época, antes de 1914, Gramsci se había inscrito ya o no en el Partido Socialista Italiano. En una carta a Alfonso Leonetti del primero de abril de 1964, Togliatti dice:

 

 

Como sabes, conocí a Antonio en el otoño de 1911 en la universidad. Durante algunos meses nuestras relaciones se redujeron a encontrarnos de vez en cuando y conversar según la costumbre de Gramsci, que tú recordarás. De nuestras conversaciones resulta, sin lugar a dudas, que él se orientaba ya firmemente hacia el socialismo. Por lo demás, esta orientación provenía del periodo de Cagliari, cuando Gramsci estuvo en contacto con la Cámara de Trabajo de aquella ciudad. Lo que no sabría precisarte es el año en que se inscribió en el PSI. Yo lo hice en 1914, pero Gramsci estaba ya inscrito.

 

 

Parecen existir, en todo caso, fundamentos para afirmar que el «nuevo» Gramsci, el Gramsci «nacional», nacía en aquellos momentos. Quedan por documentar las fases de aquel cambio intelectual, los momentos de su formación filosófica y marxista.

 

 

Tanto para Gramsci como para Togliatti —escriben Marcena y Maurizio Ferrara— el abandono del positivismo fue pronto definitivo... El único punto de referencia seguro seguía siendo Antonio Labriola. Sus textos de explicación y de profundización del marxismo, el escrito In memoria del Manifesto dei comunisti, los Saggi intorno alla concezione materialista della storia y Discorrendo di socialismo e di filosofía, eran leídos, releídos, estudiados y comentados.

 

 

Probablemente, esto no se refiere a aquella época concreta antes de la guerra. Es inevitable preguntarse si no se atribuyen a los dos jóvenes estudiantes lecturas de una época ulterior. La duda se basa en una constatación objetiva: en todos los escritos juveniles, Gramsci cita a Labriola una sola vez (¡y en 1918!). Hay otro testimonio: el del profesor Annibale Pastore, catedrático de Filosofía teórica. Se cuenta que Gramsci le fue presentado por Bartoli con estas palabras: «Abarrótale de filosofía, lo merece. Ya verás como llegará a ser alguien. Quiere profundizar en la doctrina de Marx». Aquel año (Gramsci estaba en el cuarto curso de Letras, 1914-1915), el profesor Pastore dictaba un curso sobre la interpretación crítica del marxismo. Superaba la concepción de la dialéctica hegeliana, «fija en el esquema tricotómico: tesis, antítesis, síntesis», con un «hallazgo original»: «la incubación de las condiciones materiales en el seno de la sociedad como periodo intermedio entre la tesis y la antítesis».

 

 

Gramsci comprendió enseguida la novedad y vio abierta una nueva vía crítica de crisis y de revolución. Le dio un curso de lecciones particulares. Su orientación era crociana, pero ya tascaba el freno y no sabía todavía cómo y por qué dejarla... Quería comprender el proceso formativo de la cultura para los fines de la revolución: la practicidad decisiva de la teoría. Quería saber cómo hace actuar el pensamiento (técnica de la propaganda espiritual), cómo el pensamiento hace mover las manos y cómo se puede y por qué se puede actuar con las ideas. Fueron estos los primeros toques de mi concepción que le impresionaron... Otro punto importantísimo que le aproximó a mí fue mi orientación en la lógica experimental, con la invención de las técnicas, es decir, con el paso del homo sapiens al homo faber, del lógico al ingeniero, al técnico, al mecánico, al obrero que dirige las máquinas: del trabajo mental al trabajo manual. En suma, Gramsci, excepcional pragmatista, se preocupaba entonces, sobre todo, de comprender a fondo cómo las ideas se convierten en fuerzas prácticas.

 

 

¿Olvidó Gramsci más tarde a aquel profesor que le daba lecciones particulares? En sus artículos, en sus notas o en las cartas de la cárcel se encuentran a menudo recuerdos afectuosos de otros profesores, con quienes estuvo en contacto en los años de universidad: Bartoli y Cosmo. Pero no hay ninguna referencia a Annibale Pastore, cuyas lecciones tuvieron sobre la formación marxista de Gramsci una influencia quizá no muy relevante —por lo menos, no en la medida en que el testimonio que acabamos de citar quiere hacer creer— y, desde luego, no inmediata. La Città Futura, periódico publicado en 1917, demuestra que Gramsci seguía todavía anclado en el idealismo historicista crociano. La impresión de una aceleración de la formación marxista de Gramsci —quedan algunos testimonios— se debe a una retrotracción de experiencias culturales que seguramente corresponden al Gramsci maduro o menos joven.

 

Puede decirse que en los años de la universidad el desarrollo de las convicciones de Gramsci (el Gramsci «nacional» después del Gramsci «sardo») se produjo sin hiatos. Gobetti dirá de él que «había venido del campo para olvidar sus tradiciones, para sustituir la herencia enferma del anacronismo sardo por un esfuerzo cerrado e inexorable hacia la modernidad del ciudadano», y en la persona física del joven isleño verá «el signo de esta renuncia a la vida del campo y la superposición casi violenta de un programa construido y reavivado por la fuerza de la desesperación, de la necesidad espiritual de quien ha rechazado la inocencia nativa y ha renegado de ella». Sin embargo, no fue así. A diferencia de tantos intelectuales de su época, Gramsci fue el único que evitó la alternativa habitual: o quedarse encerrado para siempre en experiencias vitales, sin duda como son las del hombre atento a la realidad de su región, pero incompletas cuando no se confrontan con otras experiencias (Deledda, Satta), o evadirse de ellas asimilando los modos de vida y de pensamiento del nuevo ambiente de trabajo, convertidas prácticamente en la losa funeraria de las experiencias nativas (Salvatore Farina). Gramsci no se encerró en el sardismo de su juventud ni se limitó a absorber pasivamente la orientación política e ideológica del proletariado septentrional, desviado en aquella época por concepciones corporativistas no menos discutibles que las que dominaban en el mundo cerrado de una isla. Sentía el afán —escribirá— de «superar un modo de vida y de pensamiento atrasado como el de un sardo de principios de siglo para apropiarse un modo de vida y de pensamiento no ya regional y de aldea, sino nacional». Pero al mismo tiempo advertía que «una de las más fuertes necesidades de la cultura italiana era la de desprovincializar incluso los centros urbanos más avanzados y modernos». Es decir, al hacerse socialista, Gramsci no sepultaba su pasado. Y si desde el punto de vista socialista podía ver la ambigüedad y, más allá de esta, los límites y la inconstancia de un cierto modo de plantear la protesta sardista, desde la perspectiva del sardo podía descubrir de modo natural la insuficiencia ideológica de un corporativismo obrero que tendía a considerar el Mediodía como una «losa de plomo», un obstáculo para el desarrollo civil del país. Así que, como socialista, encontraba nuevas respuestas a las cuestiones que le sugería la experiencia sarda; pero, como sardo, consideraba que el problema del campo no se podía separar del problema de la revolución socialista. «Se trataba —escribía más tarde— de que la clase obrera superase aquel provincialismo al revés de la “losa de plomo”, que tenía sus más profundas raíces en la tradición reformista y corporativa del movimiento socialista». Esto lo entendían muy bien Tasca y los demás jóvenes del fascio, fervientes lectores de La Voce y de L’Unita de Salvemini: «Compartíamos con Gramsci —escribía Tasca— un concepto que él sostenía ardorosamente: el de la importancia del problema meridional para la política socialista y lo considerábamos, como él, uno de los ejes de su renovación»…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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