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Vida de ANTONIO GRAMSCI
Giuseppe Fiori
(…)
06
Hacia finales del tercer año de ginnasio de Antonio Gramsci, entre mayo y junio de 1906 (Gramsci tenía entonces quince años), Cerdeña fue conmovida por una «tempestad humana». Una serie de elementos diversos se confundían, dando a la isla en aquellos días un aspecto de país en tumulto constante: luchas disciplinadas de las ligas obreras; explosiones anárquicas de masas campesinas que todavía no estaban organizadas y eran, por tanto, incapaces de plantearse objetivos que no fuesen el incendio de las queserías o de las oficinas de la recaudación de impuestos; intrigas de facciones urbanas empeñadas en asaltar o en defender el poder civil; infiltraciones de vandalismo en los movimientos de protesta con el resultado de saqueos y apedreamientos de escaparates de tenderos inocentes; estallidos de furor en algunos sectores limitados contra la instalación de máquinas que lesionaban sus intereses (un ejemplo de ello eran los carreteros de Quartu, Selargius, Monserrato, en los suburbios de Cagliari, obligados, por las bajas tarifas que practicaba la compañía de tranvías para el transporte de las mercancías, a reducir sus precios y que, por lo mismo, lo primero que hacían en los días de tumulto era pegar fuego a las estaciones de tranvías y destruir los coches). Como telón de fondo, había la exasperación de las masas hambrientas. En aquellas condiciones, la más pequeña chispa, aunque la hubiesen provocado (como en el caso de Cagliari) camarillas ajenas a los intereses populares con la única finalidad de abatir a otras camarillas, provocaba naturalmente grandes llamaradas. La revuelta empezó en Cagliari y se propagó enseguida a las minas y las zonas rurales.
La región de Sulcis-Iglesiente seguía bajo el azote de una economía de pura explotación. La producción aumentaba, los niveles de salarios bajaban. En 1905 se habían extraído minerales por valor de 22.850.000 liras; el año siguiente, la producción subió a 25.609.000 liras. En el mismo periodo, los salarios habían bajado: los mineros habían visto disminuir el salario diario de 254 liras a 230; los albañiles, de 3,12 a 3; los conductores, de 3,39 a 3. A las reivindicaciones —legitimadas además por la circunstancia de que en las minas toscanas los obreros ganaban casi una lira más al día.— las compañías oponían argumentos de tono racista. La opinión del ingeniero Erminio Ferraris, consejero-delegado en la Monteponi, está consignada en las actas de la comisión parlamentaria, que había visitado la cuenca metalífera a principios de siglo para efectuar una investigación sobre las condiciones de trabajo en las minas. «El rendimiento del trabajo manual en Cerdeña —declaró— es muy inferior al promedio del continente. Contribuye a ello —argumentaba— la tendencia al ocio, el clima, la falla de iniciativa y de energía. Ciertamente, hay algunas excepciones —concluía—, pero el promedio es bajo y solo puede valorarse aproximadamente en un 60% del trabajo continental». Este y otros razonamientos propios del «hombre blanco» de las colonias, formulados únicamente para justificar unos salarios inferiores al coste del mantenimiento de un esclavo, habían de ser refutados más tarde por un estudioso sardo, el profesor Giovanni Loriga, el cual, analizando los datos del cuatrienio 1904-1907, llegó a la conclusión de que la producción por obrero en las minas sardas (con exclusión del hierro y de los combustibles sólidos) había sido de 1.665,08 liras, cantidad que superaba en 281,80 liras la producción media por obrero en las otras minas italianas del mismo tipo. De esto se puede deducir fácilmente la inconsistencia de las tesis patronales para justificar los bajos niveles salariales. Lo peor es que la mentalidad de «hombre blanco» traslucía no solo cuando se trataba de determinar las remuneraciones, sino también cuando los mineros exigían una disciplina del trabajo más humana. Un grupo de obreros de la Seddas Moddizzis fueron despedidos por haber pedido un poco de regularidad en el pago de los salarios (no cada dos o cada cuatro meses), dos días de descanso pagados al mes, la reducción de la jornada de trabajo a diez horas y un descanso desde una hora, de las doce a la una del mediodía, para comer. Los despidos llovían. La posición patronal era rígida, incluso cuando se trataba de discutir reivindicaciones mínimas. A este respecto, es reveladora la argumentación del ingeniero Ferraris sobre la cuestión del descanso dominical:
En los sitios donde ya hace años que se ha introducido el descanso dominical —dijo a la comisión parlamentaria de investigación— es rarísimo que los obreros lleguen a ahorrar algo; en cambio, son frecuentes los casos de ahorro en las minas aisladas donde el trabajo es continuo y falta, por consiguiente, la ocasión de gastar. En estas minas, el descanso de un día por cada seis de trabajo es realmente excesivo, porque lejos de los centros habitados y no sabiendo a qué dedicar el tiempo los días de descanso, muchos lo consumirían abandonándose a libaciones excesivas que comprometerían, incluso, el trabajo del día siguiente.
En cuanto a la escasa puntualidad en el pago de los salarios, cabe señalar que esta práctica arbitraria estaba en relación con la política de las compañías de recuperación de los salarios obreros mediante el sistema de cantinas: los mineros tenían que acudir a estas cuando, por carecer de dinero líquido, no tenían otra posibilidad más que procurarse mediante bonos los artículos de consumo más elementales. El sistema de recuperación de los salarios obreros variaba según la mina. Una forma consistía en pagar todo el salario o una parte de él con mercancías, que siempre se valoraban a un precio más alto que el de las tiendas de fuera. Otra forma consistía en que el mismo dueño de la mina se encargase de la administración de la cantina; el obrero, pagado con dinero líquido, tenía que aprovisionarse obligatoriamente en ella. Un tercer método era conceder la administración de la cantina a personas de confianza por cuenta de la compañía, a la cual correspondían una parte de los beneficios. Finalmente, el sistema más brutal consistía en dejar el comercio en manos de empleados o de contramaestres de la mina, con el abuso tolerado de despedir del trabajo al obrero que no frecuentase la cantina. En todos los casos, el criterio básico de la gestión era la venta a precios elevados de ropa vieja o defectuosa y, por lo mismo, pagada a bajo precio al mayorista. Los sellos, que costaban en otras partes 15 céntimos, se pagaban a 17 en la cantina; el vino pasaba de 30-35 céntimos a 40; el aceite, de 1 lira a 1,60; el queso, de 1,25 a 2; la pasta, de 50 a 60 céntimos. Y así, proporcionalmente, el resto de los artículos. El ciclo de la explotación de los recursos mineros se cerraba sin que quedasen en Cerdeña ni siquiera las migajas. No se había creado, junto a la actividad extractiva, ninguna industria de transformación. No se había propiciado la instalación de industrias mecánicas accesorias. El drenaje de los míseros salarios obreros a través de las cantinas completaba el sistema colonial instaurado por las compañías mineras. En Cerdeña no quedaban más que unos cuantos tuberculosos. Y el que no escupía sangre estaba condenado a la vejez prematura, cuando no a la muerte o a la mutilación por accidente laboral. En un solo año, 1905, hubo 2.219 accidentes de trabajo.
No era mucho mejor, en aquella época, la situación de los trabajadores agrícolas. Los pequeños propietarios estaban expuestos a todas las intemperies del cielo o del fisco: las cargas fiscales eran elevadísimas y despiadadas; menudeaban las confiscaciones de bienes (según Alberto Boscolo, la provincia de Cagliari ocupó en 1904-1905 el primer lugar en Italia por el número de contribuyentes expropiados por falta de pago de los impuestos). A su vez, los ganaderos, que ocupaban por fuerza una posición secundaria respecto a los fabricantes de queso, tenían necesidad de dinero líquido para pagar el arrendamiento de los pastos y por ello obtenían de estos el pago anticipado de la leche, pero, naturalmente, al precio y en las condiciones, siempre vejatorias, que el industrial dictaba. De este modo, los ganaderos se daban cuenta de que, en la práctica, no hacían más que trabajar para mayor gloria de los fabricantes de queso.
El bracero, sobre el cual repercutía en grado máximo el malestar general de la agricultura, por la influencia de la crisis sobre el número de jornadas trabajadas, sobre el salario y sobre el coste de los artículos de primera necesidad, estaba realmente postrado por las escasas posibilidades de trabajo (en el mejor de los casos, doscientas jornadas cada año agrícola) y por el bajo nivel de las pagas. Refiriéndonos siempre a las cifras de los años 1905 y 1906 y prescindiendo de las puntas estacionales (porque en estas la remuneración aumentaba), el campesino percibía entre 75 céntimos y 1,25 liras diarios. Esto significaba, en relación con el precio de los artículos básicos, que con el salario más alto —1,25 liras diarias— se podía comprar como máximo un kilo de pan (30 céntimos), un kilo de patatas (15 céntimos), un kilo de pasta (50 céntimos), tres decilitros de aceite (30 céntimos) y nada más. Esclavo de unas estaciones inciertas, debilitado por la desnutrición y las enfermedades que en aquella época azotaban la isla (tuberculosis, malaria, tracoma) y, en general, analfabeto, el campesino era realmente el va-nu-pieds, el último descalzo de la Italia giolittiana.
Las masas urbanas sufrían también los efectos de la continua alza de precios. Los primeros signos de unos padecimientos que llegaban al límite mismo de la revuelta se observaron en Cagliari entre febrero y mayo de 1906. La organización en ligas de muchas categorías de obreros daba a la agitación un poco de orden y de claridad en los fines a perseguir. Empezó la liga de los trabajadores portuarios, que contaba con trescientos miembros. Los descargadores pedían la disminución de las horas de trabajo de quince a nueve y un aumento del salario de 3,50 a 5 liras diarias. Al negarse la empresa a satisfacer sus reivindicaciones, el 24 de febrero de 1906 proclamaron la huelga. Siguió la agitación de los dependientes de comercio, que reclamaban un día de descanso a la semana. Finalmente, el 6 de mayo de 1906 los comercios cerraron y no volvieron a abrirse más los días de fiesta. El día siguiente, 7 de mayo, fueron los trabajadores de las panaderías los que iniciaron la agitación. Impusieron enseguida la aceptación de su demanda de reducción del horario de trabajo de quince a doce horas, pero, en cambio, otras reivindicaciones no fueron satisfechas; una parte de los trabajadores decidió reanudar el trabajo y los otros asaltaron las panaderías. Es de señalar que la población en general, pese a deplorar las violencias inútiles, se solidarizaba con los manifestantes: los mítines eran siempre concurridísimos. Esto se debía también a la acción puntillosa y astuta que un diario interesado en fomentar el descontento, Il Paese, desarrollaba sin tregua. Detrás de Il Paese estaba un joven abogado, Umberto Cao, jefe de la facción contraria al alcalde de entonces, Ottone Baccaredda.
Sin embargo, erraríamos si diésemos un color político a los dos partidos; en todo caso, debería de tratarse de un color muy aproximado. Umberto Cao era un joven de talento, polemista brillante y con excelente sensibilidad para captar la fluctuación de los humores de la multitud. Muchos se inclinan a considerarlo un oportunista: monárquico-anarquista, social-conservador, autonomista con una punta de separatismo y, después, al cambiar el viento, permeable a la verbalización del vacío en que consistían los frenesíes nacionalistas. Gramsci no tenía de él muy buena opinión. Es Velio Spano quien refiere este episodio:
Una vez, un compañero, joven como yo, recordaba en su presencia las valerosas palabras con que el honorable Cao había replicado al primer discurso de Mussolini en la Cámara después de la marcha sobre Roma, el famoso discurso del aula «sorda y gris» y de la «acampada de manípulos».
Íbamos andando por la calle XX Settembre de Roma, de noche. Gramsci se puso serio y pareció cambiar de tema para contarnos, a través de dos episodios, la vida del honorable Cao. Nos narró en primer lugar el desarrollo de la revolución de 1906 en Cagliari, explicando cómo se había realizado la vinculación entre los trabajadores del campo, los de la ciudad y los intelectuales. En sus palabras —prosigue Spano— veíamos pasar, a través de la marea de las multitudes que destruían e incendiaban, la figura de Cao, abogado-filósofo que se mezclaba con las masas sin perder nada de su «dignidad» y de su rígida frialdad de universitario. Sin transición, Gramsci se puso a analizar el folleto de Cao L’autonomia della Sardegna, con el cual había nacido para mucha gente y, sobre todo, para ciertos estratos de intelectuales, entre los que me incluyo, el «sardismo». Con la narración histórica y la crítica ideológica, sin decir ni una palabra que constituyese un juicio directo, Gramsci nos había trazado la figura del diputado sardista: un intelectual convencido de ser el ombligo del mundo, que intenta inserirse en la historia para aprovecharse de ella y queda infaliblemente fuera de la historia y de la vida.
Spano recuerda la conclusión de Antonio Gramsci: «Este hombre no ha creído en nada, salvo en sí mismo». Y señala: «Un año después, Cao se pasaba al fascismo». Es un hecho, sin embargo, que la campaña periodística de Umberto Cao en 1906 se nutría de datos verificables en la realidad. La instrumentalización del descontento consistía en que la culpa del alza de los precios, insoportable para las clases trabajadoras, se atribuía exclusivamente al alcalde Baccaredda. Así pues, la lucha se llevaba a cabo en dos niveles; por un lado, estaba el impulso popular y, por otro, sobre esta ola de fondo, estaba el juego de una facción contra otra.
El 12 de mayo de 1906 una delegación de obreras de la fábrica de tabacos pidió ser recibida por el alcalde; Baccaredda replicó a las cinco mujeres que habían acudido a exponerle la desesperación de los trabajadores por el encarecimiento de la vida: «Si el salmonete va a dos liras el kilo, lo dejo y compro bacalao». Fue cuando se supo esta frase sobre el bacalao, a la mañana siguiente, en un mitin, cuando la multitud empezó a excitarse. Una manifestación se dirigió hacia el ayuntamiento, pero, al menos por aquel día, las cosas no pasaron de ahí. Se había prometido adoptar medidas para contener los precios y la manifestación se disolvió. Mas a la mañana siguiente, al encontrar el mercado cerrado tras una disputa entre los revendedores y el asentista de abastos, la multitud se precipitó hacia la fábrica de tabacos. Los obreros salieron de la factoría, se dirigieron hacia otros establecimientos industriales, a los talleres del ferrocarril, al gasómetro, y la manifestación fue engrosándose, precedida de una obrera de la fábrica de tabacos con una bandera roja: en el asta de la bandera se había fijado, a manera de emblema, una gran hogaza de pan. La manifestación, enfurecida, atravesó el centro de Cagliari. Fueron asaltadas e incendiadas las oficinas de los arbitrios y de la Quarta Regia, en la Scafa. Después se dirigió hacia la zona de la estación del ferrocarril. Había allí una concentración de soldados. La multitud les silbó, hubo algunos choques, se lanzaron piedras, la tropa abrió fuego, veintidós manifestantes cayeron, dos de ellos muertos; todos los caídos eran obreros y pescadores, salvo uno, que era dependiente de comercio. Pero los incendios y las devastaciones no terminaron. Cagliari parecía sacudida por un movimiento insurreccional. Los cinco mil soldados —de infantería, marinos y carabineros— desembarcados entre el 16 y el 18 de mayo le dieron luego el aspecto de una ciudad sitiada.
La chispa seguía, sin embargo, encendida y el fuego de la revuelta se extendió a los campos y a las minas. Por todas partes, se formaba un torbellino de hombres lanzados con furia devastadora a saquear las cantinas y a incendiar las queserías. Los soldados disparaban. Y el Avanti! escribió el 24 de mayo: «¿Por qué el Gobierno publica siempre comunicados oficiales en los que se habla de fuerza pública agredida, cuando los muertos se encuentran siempre entre los manifestantes?». Dos cayeron en Gonnesa, dos en Villasalto, con más de doce heridos, uno en Bonorva, uno en Nebida. Pero la sangre excitaba en vez de intimidar. Las queserías de Ittiri y de Terranova (hoy Olbia) fueron destruidas. La multitud asaltó las queserías y la oficina de recaudación de contribuciones de Macomer. En Abbasanta la multitud asaltó también la oficina de recaudación de impuestos. Aumentaba gradualmente la violencia de la «tempestad humana». «Los excesos bestiales de las masas —telegrafió para la edición del primero de julio el enviado de Il Secolo de Milán, Luigi Lucatelli— corresponden perfectamente a la irrazonable presión a que se ven sometidas». A primeros de julio, una vez aplacado el huracán, empezaba la represión.
Fueron encarcelados centenares de campesinos, de obreros, de intelectuales (entre estos, el abogado Efisio Orano, dirigente socialista en Cagliari). En las minas, los despidos llovían implacablemente. Sin embargo, la opinión pública estaba al lado de las víctimas de las represalias. De los barcos que hacían el servicio regular entre la isla y la península descendieron decenas de magistrados y de escribanos enviados a Cerdeña para la gran ola de procesos. En Cagliari los revoltosos que habían de ser juzgados eran ciento setenta y hubo necesidad de abrir una iglesia cerrada al culto, la de Santa Restituta, para que cupiesen todos, testigos y acusados. Los procesos duraron del 6 de mayo al 12 de junio de 1907 y los periódicos dieron gran relieve a las razones aducidas por los abogados defensores. Gramsci tenía entonces dieciséis años y medio; estaba en el cuarto año de ginnasio en Santulussurgiu.
El irredentismo regionalista de los sardos encontró un nuevo alimento en la ola represiva. En aquellos años, la separación entre el norte y el sur se había agravado. El régimen de protección aduanera de las industrias lesionaba la economía del Mediodía y de las islas; las fábricas del norte, favorecidas por las elevadas tarifas, se expandían y se creaban otras nuevas. Paralelamente al boom de los primeros años del siglo, beneficioso incluso para las cajas del erario público, parecía que se perpetuaba una especie de separatismo al revés: el Estado italiano se separaba de Cerdeña. Luigi Lucatelli, periodista de Il Secolo, enviado a Cerdeña con ocasión de las revueltas, escribía el 29 de mayo de 1906:
Por lo que se refiere a su lado odioso —sobre todo, el lado fiscal—, no cabe duda de que las leyes son completas... Pero los derechos no. En Cerdeña las tarifas ferroviarias son las mismas que en Italia, cuando no más elevadas, pero se viaja con una lentitud y una incomodidad intolerables; los ciudadanos pagan los mismos impuestos que en Roma, Milán o Turín, pero cuando un funcionario demuestra ser bestial o deshonesto, lo regalan a los sardos, para que en el ejercicio de sus funciones ponga no solo la deficiencia o la culpabilidad constatadas, sino también el rencor del castigo.
Así que en la opinión de las gentes el Estado no era más que una entidad hostil, un aparato monstruoso que solo sabía hacer proliferar regimientos para la represión de las huelgas, recaudadores de impuestos, prefectos y funcionarios de policía, buenos comensales de los concesionarios de las minas. El «sardismo» se convirtió en el sentimiento de la época. El mismo Antonio Gramsci llegó a compartirlo: «Pensaba por entonces —escribirá— que había que luchar por la independencia nacional de la región. ¡Al mar los continentales! ¡Cuántas veces habré repetido estas palabras!»…
(continuará)
[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]
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