miércoles, 13 de marzo de 2024

 

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Vida de ANTONIO GRAMSCI

 

Giuseppe Fiori

 

(…)

 

 

 

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Antonio Gramsci tenía trece años. Hacía un año que había terminado la escuela elemental y estaba en Ghilarza «transportando registros» en la oficina del catastro cuando en septiembre de 1904, en Buggerru, importante centro minero de la costa sudoccidental de Cerdeña, la tropa disparó contra los obreros en huelga, matando a tres. Era la primera manifestación violenta de la larga crisis empezada (o cuya acentuación se había iniciado) unos quince años antes, aproximadamente.

 

Decir que hasta 1887 la economía sarda era floreciente, ciertamente, sería una enormidad. Sin embargo, aunque el marco general fuese de un gran retraso, el envío a los mercados franceses de los productos de la agricultura de la isla, los vinos, el aceite, el ganado bovino, había contribuido hasta entonces a impedir por lo menos la postración total. Vinieron después las grandes catástrofes bancarias: la Caja de Ahorros de Cagliari cerró sus puertas en 1886; el Crédito Agrícola Industrial Sardo conoció en 1887 grandes dificultades financieras; el Banco Agrícola Sardo se declaró en quiebra y hubo que proceder a la liquidación. La primera consecuencia tenía que ser la usura, con la ruina de muchos pequeños productores; estos eran una verdadera multitud, a causa del fenómeno de fragmentación de la propiedad de la tierra en pequeñas parcelas. Pero lo que asestó un golpe mortal a la agricultura sarda fue, sobre todo, la denuncia de los tratados comerciales con Francia en 1889 a causa de los gravámenes aduaneros introducidos por el Gobierno italiano para proteger a la gran burguesía industrial del norte. La agricultura sarda, privada de su mercado tradicional y por otras razones concurrentes, como la plaga de filoxera de aquellos años, llegó al punto más bajo de la crisis. En Cerdeña faltaban sobre todo las industrias capaces de atenuar las consecuencias del colapso agrícola y de absorber la mano de obra excedente en el campo. Las consecuencias de esto fueron: el asalto a las cuencas mineras de Sulcis-Iglesiente, donde, sin embargo, no había trabajo para todos; la intensificación del flujo migratorio; un alarmante índice de paro forzoso y de subempleo, y el recrudecimiento del bandidaje.

 

Un quinto efecto del bloqueo de las exportaciones fue la bajada del precio de la leche. Muchos fabricantes de queso napolitanos, romanos y toscanos, considerando que el fenómeno era propicio para la apertura de nuevas fábricas en Cerdeña, se instalaron en la isla. Al principio hubo concurrencia entre ellos y el precio de la leche volvió a subir. A los sardos les pareció que el pastoreo volvía a ser más remunerador que los cultivos tradicionales; así que las viñas y los campos de cereales se convirtieron en pastos. La consecuencia fue que las hortalizas, el aceite, las pastas y tantos otros artículos de consumo elemental, cuya oferta disminuía por la sustracción a la agricultura de demasiadas tierras destinadas a pastos, aumentaron de precio. Pero el aumento no redundó en beneficio de los pequeños propietarios, los cuales apenas llegaban normalmente a recoger lo necesario para la subsistencia de la familia; en cambio, perjudicó mucho a la gran masa de los habitantes de las ciudades y de las zonas mineras. Pero no tardó en comenzar para los ganaderos la espiral regresiva. A medida que los fabricantes de queso se entendían entre sí, se organizaban en corporación y descubrían nuevos mercados, el poder contractual de los pastores disminuía. Los dueños de las queserías estaban en condiciones de imponer el precio de la leche y de vender en la misma Cerdeña el queso a los elevadísimos precios del mercado internacional. En aquellos tiempos se difundió entre las clases humildes una expresión muy elocuente: Chie mandicat casu hat dentes de oro («Quien come queso tiene dientes de oro»).

 

Junto con los industriales del queso, dominaban la economía de la isla los concesionarios de las reservas mineras, la mayoría extranjeros, y los grandes propietarios de tierra (enriquecidos con la usura).

 

 

Los que se habían rebelado contra los feudales —escribe Gamillo Bellieni—, los cavaglieri que habían seguido a Angioy y habían atizado las revueltas populares, cuando hubieron abatido el feudalismo y se hubieron adueñado de las tierras de los barones de sonoros nombres españoles, recrudecieron el sistema de exacciones y con su vigilancia agravaron la servidumbre de la gente del pueblo, aliviada durante algún tiempo por la desaparición de los señores. Eran más feroces que los superintendentes y su opresión era tan asfixiante que no permitía más reacción que la del gesto violento del bandido.

 

 

La criminalidad volvió a ser uno de los peores azotes de la isla. Cuenta Togliatti que, en los primeros años de Turín, Gramsci estimulaba a sus compañeros a reflexionar «sobre la estructura de las relaciones comerciales de la isla de Cerdeña con el continente italiano, con Francia y con otros países, y sobre las relaciones que se podían establecer entre la modificación de estas relaciones y hechos aparentemente muy alejados, como el desarrollo de la delincuencia, por ejemplo, la frecuencia de los episodios de bandidaje, la difusión de la miseria, etc.». El nexo existía realmente. Lo había demostrado estadísticamente en 1896 Francesco Pais Serra denunciando la progresión descendente de los delitos entre 1880 y 1887, es decir, los años del tráfico comercial abierto con Francia (de 255 homicidios en 1880 se pasó a 148 en 1887; de 184 raptos a 92) y la progresión ascendente después del cierre del mercado de Marsella (nuevamente 211 homicidios y 222 raptos en 1894, cinco años después de la denuncia de los tratados comerciales con Francia).

 

«La lucha de clases —escribirá en 1919 Antonio Gramsci refiriéndose a los campesinos en general, pero con palabras que reflejan lúcidamente la realidad sarda de aquellos años— se confundía con el bandidaje, con el chantaje, con el incendio de los bosques, con el desjarrete del ganado, con el rapto de niños y mujeres, con el asalto al municipio; era una forma de terrorismo elemental, sin ninguna consecuencia estable y eficaz».

 

 

Pero pocos llegaban a comprender los límites y la esterilidad intrínseca de la explosión anárquica, de la protesta individual del bandido. Un halo de leyenda rodeaba la figura del forajido. Se difundía el mito del valiente, del «vengador» intrépido; la solidaridad de hecho entre los pastores y los campesinos, siempre dispuestos a aprovisionar y a ocultar al bandido, iba acompañada de la solidaridad intelectual de los poetas y los escritores. En 1894 se publicó en L’Isola de Sassari la entrevista de Sebastiano Satta con los bandidos Derosas, Delogu y Angius, a los que había ido a ver en pleno monte. He aquí cómo veía a Derosas el poeta de Barbagia: «Tiene algunas explosiones de fiereza, una cierta ternura por todo lo que constituye su familia, cierta devoción por los amigos. El orgullo de no ser un sicario, la idea, casi diría la ilusión, de cumplir con sus terribles actos una misión de justicia le colocan a un nivel mucho más alto que el de un vulgar asesino». Era uno de aquellos bandidos «bellos, feroces, valientes» que no solo Satta tendía a idealizar. En 1897, el ensayista y novelista Enrico Costa publicaba Giovanni Tolu. Storia di un bandito sardo narraia da lui medesimo. En las primeras narraciones de Grazia Deledda se encuentran ya figuras que anuncian, hasta cierto punto, el Simone Sole de Marianna Sirca. Era una circulación continua de jugos humorales que las clases subalternas comunicaban a algunas zonas de intelectuales y que, enriquecidos con el vigor imaginativo de estos, volvían al pueblo con una carga sugestiva aumentada. Así, poco a poco, las viejas glorias nacionales sardas (nacionales en una dimensión de patria sarda) Eleonora D’Arborea, Leonardo Alagon y Giovanni Maria Angioy iban siendo sustituidas en la imaginación popular por esta otra mitología bárbara. Y aunque en la escuela de Ghilarza el maestro, el caballero Pietro Sotgiu, hiciese cantar a los alumnos (y a Gramsci entre ellos): «Fulminar el soberbio Aragón / te han visto las atónitas gentes / renovar los olvidados portentos / del romano y del greco valor», muy poca era la participación sentimental de los muchachos en estas gestas.

 

«Recuerdo —escribe Antonio Gramsci— que no conseguíamos imaginar aquellas “atónitas gentes” por el heroísmo del marqués de Zuri; nos gustaba más Giovanni Tolu y también Derosas; los sentíamos más sardos que la gran Eleonora».

 

 

El hecho es que al faltar entonces en Cerdeña un tipo de organización política capaz de disciplinar a la rebelión y de indicarle objetivos claros, la explosión anárquica del bandido, por insensata, bestial y estéril que fuese, era la única posible en aquella situación histórica. Los partidos solo existían como clientelas, ideológicamente confusas, de poderosos distribuidores de beneficios. La masonería excitaba los ánimos, pero no hacía nada más que enmascarar el gran juego burgués. El radicalismo podía llevar a las masas al delirio, y cuando Felipe Cavallotti fue a Cerdeña por primera vez en enero-febrero de 1891 y después en noviembre de 1896, y comparó el despilfarro de dinero de Crispi en las aventuras africanas con el abandono en que se encontraba la isla, sus discursos encontraron una entusiástica acogida en las plazas. Pero, cuando se fue, todo continuó igual que antes. A su vez, el socialismo (en 1896 no había más que 128 inscritos en el partido en toda la isla) daba sus primeros y fatigosos pasos, en la mayoría de los casos vaciado de contenido —salvo en Sulcis-Iglesiente— por un proceso de decoloración local. En Templo, escribe Gamillo Bellieni, «el socialismo significaba sobre todo la lucha por el triunfo del librepensamiento y la prohibición absoluta a sus partidarios de bautizar a la prole». En otros puntos —en el mismo Cagliari, por ejemplo— no era más que un poco de barricadismo y de espíritu del 48, cada 17 de febrero, aniversario de la quema de Giordano Bruno, cuando se iba en procesión a colocar flores ante su busto. El «sol rojo» apenas había comenzado a despuntar. Los vehículos de las nuevas ideas eran hombres que pasaban por Cerdeña ocasionalmente.

 

Así ocurrió también en Ghilarza. Como todos los pueblos sardos, fue hasta 1870 una isla dentro de la isla (esto se debía a las notables distancias entre pueblo y pueblo, a las escasas y pésimas carreteras, parecidas a menudo a cañadas, a la insuficiencia de las comunicaciones, realizadas exclusivamente con diligencias de caballos, y a un tipo de economía familiar que reducía el ya escaso comercio entre la aldea y la ciudad). Por ello Ghilarza tuvo durante mucho tiempo una situación excéntrica respecto al mundo moderno. Solo tenía relaciones con los pueblos vecinos. Eran muy raros los forasteros que se instalaban en el pueblo. «En el cementerio —leemos en el diccionario escrito a mediados de siglo por Angius— no se entierran más forasteros que los que mueren en las cárceles». Solo al cabo de unos años, cuando se construyó el ferrocarril (que pasa por Abbasanta, unida hoy a Ghilarza), el pueblo empezó a salir del aislamiento. Pero solo se insertó efectivamente en la historia de la época en 1899 con la llegada de los agentes del catastro, importante grupo de técnicos y empleados, jóvenes la mayoría, que el Gobierno había enviado a los pueblos de Cerdeña para la revisión de los viejos mapas. Muchos procedían de las regiones septentrionales. Con ellos entró en Ghilarza una ráfaga de ideas nuevas. Otros hábitos de vida, aspiraciones más modernas, irrumpían en el aire cerrado del pueblo. Y los jóvenes de Ghilarza reclutados para el trabajo en el catastro tenían, finalmente, nuevos modelos en los que inspirarse, otros periódicos que leer, libros que antes no circulaban en aquellos parajes. El mayor de los hermanos Gramsci, Gennaro, descubrió el Avanti! y encontró gusto en aquel periodismo de denuncia. Escuchaba a los que recordaban la matanza de Milán en 1899, con centenares de trabajadores inermes asesinados por los gendarmes de Bava-Beccaris; supo también que el rey Humberto había concedido enseguida y personalmente la cruz de gran oficial de la orden militar de Saboya al general asesino… Seguía todo esto con curiosidad de muchacho. Tenía entonces, en 1900, dieciséis años y fue su iniciación a las nuevas ideas.

 

Pero el caldo de cultivo efectivo del socialismo fue Sulcis-Iglesiente. Un septentrional de origen humilde, Giuseppe Cavallera, que se había trasladado a Cagliari apenas cumplidos los veinte años para huir de las persecuciones policiacas en el Piamonte y que al año siguiente, 1896, se había licenciado en medicina, divulgaba la doctrina socialista entre los mineros.

 

¿Quiénes eran estos mineros? ¿Cómo vivían? La gran crisis del campo había impulsado a millares de campesinos y de pastores a buscar trabajo en la única industria capaz entonces en Cerdeña de absorber a una parte de los braceros agrícolas en paro: la industria extractiva. Las condiciones de trabajo no eran muy distintas a las de los esclavos ad inetalla, en la época de Roma, o las de las compagnie delle fosse, que trabajaban para los ricos pisanos. Había cambiado el patrono, representado ahora por el capital, predominantemente extranjero, francés o belga; la explotación esclavista del obrero no había cambiado. Los campesinos y pastores que habían entrado a trabajar en las minas, gens taillables et corvéables à merci, sentían en su propia carne los estigmas que deja un cierto modo de aplicar la ley del beneficio.

 

«En las numerosas autopsias que he hecho he encontrado los pulmones de los mineros completamente ennegrecidos por el carbón y las glándulas peribronquiales completamente infiltradas de humo de vela y de aceite».

 

Son palabras de un médico interrogado por la comisión parlamentaria de investigación, llegada a Cerdeña a principios de siglo. Otro médico declaró: «Los obreros escupen negro». Otro fragmento de las actas de la comisión de investigación dice:

 

«En la planta de lavado de Seddas Moddizzis se trabaja once horas consecutivas, desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde, y el obrero se ve obligado a comer un trozo de pan negro mientras trabaja, sin más condumio que el polvo de calamina».

 

Los médicos internos, a sueldo de las compañías mineras, tenían interés en colaborar con estas y no admitían demasiadas enfermedades contraídas en el trabajo. La comisión parlamentaria recogió testimonios como el siguiente:

 

«Cuando enfermé, el médico me declaró alcohólico e intentó darme la quinina disuelta que él creía que rechazaría, para poderme suspender y, en vez de esto, la tomé de buena gana porque sabía cómo me encontraba; la enfermedad cambió y me quedó un gran atropello en la cabeza».

 

 

En estas condiciones infrahumanas vivían cerca de quince mil campesinos y pastores convertidos en mineros, a caballo entre el viejo y el nuevo siglo: con jornadas de trabajo espantosamente largas y fatigosas, sin un solo día de descanso semanal, sin derecho a fiestas ni vacaciones, privados del salario los días que faltaban al trabajo por enfermedad, pagados a voluntad del concesionario tanto en lo que se refiere a la cantidad como a la periodicidad (cada dos o cuatro meses) y dependientes, por tanto, de las cantinas que las compañías mineras administraban directamente o dejaban en manos de personal de confianza, alojados en dormitorios y casuchas parecidos a establos y obligados, además, a ocultar la tuberculosis para no ser despedidos. Entre estos hombres, Giuseppe Cavallera llevaba a cabo su labor de organización.

 

 

Era una labor difícil, porque tenía que cubrir dos frentes. En primer lugar, la antigua máxima socialista «el Estado no es más que una junta que administra los negocios comunes de la clase burguesa» no tenía en aquella época nada de metáfora sectaria. En segundo lugar, los mineros de Sulcis-Iglesiente constituían, en realidad, un subproletariado rural incorporado desde hacía poco a las zonas industriales y, por lo mismo, caracterizado todavía por todos los rasgos típicos del mundo campesino de entonces: el individualismo (la resistencia a la unión, aunque fuese para la defensa común) y la pasividad resignada frente al mal por miedo a algo peor (la pérdida del empleo, por ejemplo). La alternativa a la resignación podía llegar a ser, en todo caso, la conmoción violenta, no la lucha paciente y disciplinada. [ Velio Spano recordará la indignación de Gramsci por «el abstractismo facilón que equipara a un minero de Montevecchio con un obrero de la Fiat» ].

 

Cavallera pudo comprobar enseguida la dureza del primer frente. Tras la matanza de 1898 en Milán, había contribuido, con algún dinero recogido en Carloforte, a una suscripción abierta por el Avanti! en favor de las familias de los muertos. Le acusaron de delito de cuestación ilícita y le condenaron a seis días de cárcel (en apelación, el tribunal de Cagliari le absolvió). En septiembre de 1897 había constituido en Carloforte una liga entre los bateleros que transportaban el mineral extraído en Buggerru (liga disuelta por la autoridad en junio de 1898, después de la matanza de Milán, y reconstituida poco después). En agosto de 1900 le detuvieron junto con otros dieciocho compañeros, bajo las siguientes y asombrosas acusaciones: por haberse reunido en una liga convertida —nada menos— en asociación criminal; las cuotas pagadas por los socios eran pretextos para ocultar deudas fraudulentas y apropiaciones indebidas; el hecho de haber aconsejado la asociación y el pago de cuotas se calificaba también de extorsión. Por encima de todas estas acusaciones, no podía faltar la de excitación del odio entre clases. El proceso duró desde el 17 de julio al 3 de agosto de 1901. El increíble montaje estaba destinado a derrumbarse. Pero Cavallera fue condenado, a pesar de todo, a siete meses, seis de los cuales le fueron condonados (pero ya había pasado once meses en la cárcel, en espera del juicio). No se rindió. En el fondo, la reducción de las prefecturas de la policía y del ejército a instrumentos de clase tenía que darse por descontada. También entraba en la lógica de las cosas que la magistratura, formada entonces casi enteramente por elementos procedentes de la clase propietaria, conservase la ideología de esta. Por ello no se desanimó. Al salir de la cárcel tenía veintisiete años y le movía el ímpetu inflexible de quien cree firmemente en algo. Su compatriota Giolitti (ambos eran de Dronero) lo definirá como una «paloma zurita». Pero era todo lo contrario: un joven apacible, lúcido siempre en la distinción entre lo deseable y lo posible, entre el precio que es necesario pagar por una conquista probable y la imposición a los trabajadores de sacrificios, sin esperanza de resultados positivos. Constituyó la primera liga de mineros en Buggerru en 1903 (parece que la dirigió Alcibiade Battelli). Por su iniciativa, no tardaron en aparecer otras. Había fundado un periódico, La Lega, cuya dirección confió en un primer momento a Efisio Orano y después a un joven estudiante de derecho, Jago Siotto. En 1904 estaba al frente de la federación regional de los mineros, con sede en Iglesias. El 4 de septiembre de aquel mismo año tuvo lugar la matanza de Buggerru.

 


Los obreros estaban en huelga desde hacía cinco días: se oponían a la introducción de un nuevo horario de trabajo, que consideraban inadmisible; nada hacía presagiar la tempestad. Desde el primer día, Cavallera y Battelli discutieron las bases de un arreglo con el director de la compañía francesa Malfidano, el ingeniero Achule Giorgiades, un turco naturalizado griego, y con su ayudante, Steiner, un suizo. Mientras estaban en curso las negociaciones, llegó la tropa a Buggerru: en este sentido, las cosas no habían cambiado mucho en Italia desde los años de Di Rudini y de Pelloux. Cuando los soldados hubieron terminado de concentrarse alrededor de las oficinas de la compañía, se ordenó a algunos obreros que preparasen un almacén para alojarlos. Obedecieron, pero otros obreros consideraron que con ello se convertían en esquiroles. Se lanzaron algunas piedras. La tropa disparó y tres mineros cayeron muertos y once, heridos.

 

Fue la primera sangre vertida en la isla por causa de luchas sociales. En toda Italia se proclamó la huelga general, la primera de estas dimensiones en la historia del movimiento obrero italiano. En Cerdeña, por debilidad de las organizaciones, todas ellas todavía en estado larval, y no porque las masas urbanas y campesinas y el semiproletariado minero no compartiesen el sentimiento por la tragedia de Buggerru, el movimiento de protesta no tuvo ecos. Sin embargo, se había producido un cambio. La muerte de tres mineros, escribe Angelo Corsi, había «conmovido y despertado la atención» de la población sarda. Señalaba el comienzo del paso de la rebelión anárquica del bandido a un método más justo de lucha colectiva y la sangre vertida podía ser el elemento de consagración de este inicio de cambio. Desde luego, se abría un nuevo capítulo de la historia…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]

 

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