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EL MARXISMO OCCIDENTAL
Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar
Domenico Losurdo
(44)
VI
CÓMO PUEDE RESUCITAR EL MARXISMO EN OCCIDENTE
5. La lección de Hegel y el resurgir del marxismo en Occidente
Además de político, es un problema filosófico; se trata de asimilar la gran lección que afirma que «la filosofía es el propio tiempo aprehendido por el pensamiento» (Hegel, 1821). No en vano, el autor de esta definición, tal como refiere su biógrafo, «solía leer un ingente número de periódicos —algo que solo puede hacer en general un hombre de Estado—», y así «podía disponer siempre de una enorme masa de datos de hecho en apoyo de su tesis» (Rosenkranz, 1844).
Este testimonio arroja un rayo de luz sobre el escritorio, sobre el laboratorio, del gran filósofo. Junto a los clásicos de la filosofía y del pensamiento, salen también a la luz recortes de la prensa alemana e internacional. El sistema fue elaborado en una incesante confrontación con la propia época. Indaga con extremo cuidado en los acontecimientos políticos, sin plegarse jamás a su inmediatez: pregunta también por el significado lógico y epistemológico de las categorías a las que recurren los protagonistas de la lucha política o que están implícitas en su discurso; los acontecimientos singulares se inscriben en una amplia perspectiva. Obligada a medirse con los grandes textos de la tradición, la pasión política que se manifiesta en la lectura voraz de periódicos experimenta un proceso de decantado y adquiere profundidad histórica y teórica: política, lógica (epistemología) e historia se entrelazan con fuerza.
El escritorio de Marx no es muy distinto (aunque ahora cabalgue Hegel a la cabeza de los clásicos); no obstante, el apremio de los acontecimientos, unido al impulso que lo lleva a unir estrechamente teoría y praxis, impiden al filósofo y militante revolucionario elaborar plenamente su sistema y, sobre todo, llevar a término el proyecto que, según testimonio de Engels, cultivó durante mucho tiempo: escribir el Sumario de dialéctica, acaso llamado a reanudar y revisar la Ciencia de la lógica hegeliana (MEW). La tesis que afirma que filosofar es aprehender conceptualmente el propio tiempo adquiere ahora un nuevo significado: no se trata solo de conceptualizar y de estructurar la lectura de la propia época según un riguroso aparato categorial; se trata también, a la inversa, de localizar la presencia de un determinado tiempo histórico (con sus contradicciones y sus conflictos) en las conceptualizaciones y los sistemas filosóficos en apariencia más «abstractos».
El marxismo occidental ha perdido de vista estos dos gestos teóricos, que son el lugar donde se engendró el materialismo histórico. Sobre todo en la última fase de su existencia, en lugar de localizar las huellas de la época histórica en las elaboraciones teóricas en apariencia más abstractas de los grandes filósofos, se ha empleado con celo en borrarlas. El nexo que liga a Heidegger y Schmitt con el Tercer Reich es tan evidente como explícito; la teorización nietzscheana de la esclavitud como fundamento de la civilización remite con idéntica claridad a la toma de postura de los círculos políticos e intelectuales decimonónicos que se opusieron a la abolición de la esclavitud negra y la criticaron por todos los medios. Naturalmente, situar a un autor en su época no significa negar el excedente teórico de su pensamiento. Marx no tuvo empacho a la hora de subrayar la agudeza y profundidad de Linguet, que se pronunciaba en el siglo XVII a favor de la introducción de la esclavitud en la propia Francia, como esencia intrínseca del trabajo y fundamento ineludible de la propiedad y la civilización; pero no por ello sintió la necesidad de lavarle la cara hasta eliminar toda incrustación política e ideológica (MEW). Así es como procede, en cambio, el marxismo occidental, que prefiere la perezosa licencia de la hermenéutica de la inocencia en lugar de la fatigosa investigación histórica.
No mejor suerte ha corrido el segundo gesto teórico del marxismo histórico —no el que invita a sorprender la presencia del momento histórico incluso en la elaboración más abstracta, sino el que impone recurrir al concepto y al trabajo conceptual para comprender hasta el más inmediato presente—. Podemos empezar diciendo que en general el escritorio de los exponentes del marxismo occidental es muy distinto del de Hegel y Marx. Presumiblemente, en 1942 Horkheimer no disponía de un «inmenso número de periódicos», o quizás no tenía ni tiempo ni ganas de leerlos. La única razón que le permitía expresar su desacuerdo o su indignación porque los dirigentes de Moscú acallasen el ideal de la extinción del Estado es por lo mal informado que estaba de la situación real: la Wehrmacht estaba a punto de llevar a cabo la transformación de la Unión Soviética en una inmensa colonia, llamada a proporcionarle al Tercer Reich una cantidad inagotable de materias primas y de esclavos. Horkheimer carecía de elementos esenciales del conocimiento histórico, de modo que su conceptualización se levantaba sobre el vacío: más que un filósofo consagrado a pensar y a promover un proyecto, incluso radical, de transformación del mundo a partir de las contradicciones y los conflictos del presente, era un profeta consumido por la nostalgia y el amor a un mundo absolutamente nuevo y sin relación con la gigantesca batalla que se estaba librando entonces entre emancipación y anti-emancipación. Solo así puede comprenderse la postura de Horkheimer. En otro caso, tendríamos que interpretarla como una caricatura, como la demostración de los efectos cómicos que se producen cuando la pedantería del deber se lleva al extremo.
La lectura de Imperio de Hardt y Negri nos lleva a conclusiones análogas. Los hemos visto anunciar la desaparición del imperialismo y el advenimiento de una «paz perpetua y universal» mientras a su alrededor, envalentonados por la conclusión triunfal de la guerra contra Yugoslavia y por ver demostrada la posibilidad, para Occidente y el país que lo encabeza, de desencadenar guerras soberanamente en cualquier rincón del mundo, periodistas, ideólogos y filósofos de éxito re-habilitaban explícitamente el colonialismo y el imperialismo e invocaban y legitimaban por adelantado las guerras necesarias para silenciar a quienes osasen desafiar la pax americana. De nuevo tenemos que preguntarnos: ¿qué periódicos había sobre el escritorio de Hardt y Negri cuando proclamaron que se había realizado ya la utopía de un mundo sin guerras?
El de Marcuse es un caso particularmente interesante. Le hemos visto explicar con precisión las razones por las cuales un país todavía poco desarrollado que trata de escapar del sometimiento neocolonial necesita un Estado fuerte en el plano económico y político. Sin embargo, los sueños y aspiraciones subjetivas terminan derrotando a la lucidez analítica. Y entonces suspira Marcuse: ¡«la transformación cuantitativa debería volverse siempre cualitativa, desapareciendo el Estado» (Marcuse, 1964)! O bien: «en algunas luchas de liberación del Tercer Mundo» se esbozan novedades aún más importantes, se perfila una «nueva antropología». Una noticia vaga y a primera vista irrelevante va a dar alas a tan enfáticas esperanzas —según confesaba el filósofo, no sin ciertas dudas—:
He leído una noticia en un informe detallado y preciso sobre Vietnam del Norte que, dado mi incorregible y sentimental romanticismo, me ha conmovido infinitamente. Es la siguiente: en los bancos de los parques de Hanói pueden sentarse tan solo dos personas, de modo que queda técnicamente eliminada la posibilidad de que las moleste un tercero.
(Marcuse, 1967).
Uno se queda perplejo, y no solo por la prodigiosa capacidad de regeneración antropológica atribuida a los bancos vietnamitas: para dar con la «nueva antropología» de las efusiones amatorias apacibles, ¿de verdad que era lo más sensato irse a buscar bancos respetuosos con la intimidad a un país expuesto a los bombardeos masivos y generalizados de la aviación estadounidense? Una vez más, el profeta trata de arrebatarle el puesto al filósofo.
Y esta misma tendencia puede leerse también en el desprecio de Žižek hacia la lucha antiimperialista, acusada de ser una distracción en la tarea de derribar el capitalismo. Cuando se libraba la guerra de Secesión, Marx se vio obligado a luchar contra quienes, en nombre de la lucha por el socialismo, predicaban el indiferentismo político: en los Estados Unidos, tanto en el Norte como en el Sur, el poder está en manos de capitalistas y está vigente la esclavitud, ya sea la esclavitud asalariada (que el propio Marx denunciaba) o la esclavitud negra (Losurdo, 2013). Quienes argumentaban así no comprendían la gigantesca emancipación implícita en la abolición de la esclavitud propiamente dicha. Frente a ese modo de argumentar, muy difundido en el marxismo occidental, hay que oponer la lección hegeliana, según la cual el universal siempre asume una forma concreta y determinada; o bien la lección marxiana, que considera insensata la pretensión de tachar de «menudencias» las «luchas reales»; o bien la de Lenin, que nos enseña que quienes buscan «una revolución social ‘pura’ jamás la verán»…
(continuará)
[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]
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