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Vida de ANTONIO GRAMSCI
Giuseppe Fiori
(…)
02
Es Nennetta Cuba, sobre la cual hay una referencia en una carta de la cárcel, quien me habla del Gramsci niño. Tiene setenta y ocho años. Fue coetánea y amiga de Grazietta, habitaba en Ghilarza enfrente de los Gramsci y en casa de estos era como de la familia.
Nino —recuerda— no siempre había sido..., digamos..., jorobado. Al contrario, de pequeño era muy hermoso. Quizá delicado, pero hermoso, una flor... Tenía cuatro años menos que yo, bromeaba y recuerdo muy bien cómo era antes de enfermar: un muchacho guapo, normal, de pelo rizado, abundante y de color claro; tenía los ojos azules. Después, no sé por qué, empezó a salirle en la espalda una especie de nuez y él dejó de crecer, se quedó bajo, pequeñito.
La tia Peppina, la pobre, lo probaba todo para combatir el mal. Parecía siempre confusa y asustada. Lo tendía boca abajo y le hacía masajes con tintura de yodo, pero nada. La nuez era cada día mayor. Así que decidieron ir a ver al médico, en Oristano. También lo llevaron a Casería: tiu Gramsci lo hizo visitar por un especialista. Al volver, la cura que les aconsejaron consistía en suspenderlo de una viga del techo. Le habían construido una especie de corsé con anillas. Nino se ponía el corsé y tiu Gramsci o Gennaro lo colgaban del techo dejándolo suspendido en el aire. Pensaban que era el mejor modo de enderezarlo. Pero el bulto en la espalda y luego en el pecho incluso aumentó y nunca se pudo encontrar un remedio. Nino siguió siendo siempre pequeño. Ni siquiera de mayor llegó a pasar de metro y medio.
Sus familiares atribuyen la gibosidad a una caída. «He oído muchas veces a mi madre —me dice Teresina Gramsci, la última de las hermanas de Antonio— decir cómo era Nino en los primeros años: una verdadera flor. Y un día le descubrieron en la espalda una hinchazón sin que nadie llegase a entender el motivo. Nuestra madre, muy impresionada, no dejaba de pensar en ello. Llamó a la sirvienta y le dijo: “¿Se te ha caído de los brazos? Dime la verdad si así ha sido”. La mujer insistía en que no, pero acabó admitiéndolo. De nada sirvieron luego todos los remedios».
Además de la imperfección física, Antonio sufría frecuentes malestares. «Cuando era niño, a los cuatro años —escribirá—, tuve hemorragias durante tres días seguidos, acompañadas de convulsiones: me dejaron completamente exánime. Los médicos me dieron por muerto y mi madre conservó hasta finales de 1914 un ataúd pequeño y los vestidos con que tenían que enterrarme».
Y he aquí que al dolor por la deficiente salud del niño venía a sumarse ahora la humillación y la pobreza con el encarcelamiento de Ciccillo. Peppina Marcias no se hundió. El orgullo le impedía pedir ayuda a la suegra y a los cuñados, pues estos la habían acogido muy mal en la familia cuando se casó. Los hermanos de Ciccillo, todos bien situados, y la hermana, casada con un acaudalado propietario, podían haberla ayudado. Pero ella quería salir adelante por sí sola, sin la humillación de tener que pedir ayuda a parientes casi desconocidos.
Era una mujer de mucho carácter, combativa y llena todavía de energía (tenía treinta y siete años cuando detuvieron a su marido); por ello afrontó la situación, terrible en tantos sentidos, con una gran fuerza de ánimo. Vendió las pocas tierras que había heredado de sus padres y constituyó con este dinero un fondo que, pese a su modestia, le permitió pagar a los abogados y subvenir a las necesidades de la familia. Además tenía en hospedaje a un veterinario, el doctor Vittore Nessi. Pero, sobre todo, trabajaba. «Nuestra madre —recuerda Teresina— cosía muy bien y confeccionaba camisas y otras prendas que vendía y le proporcionaban algún dinero. Nosotros éramos todos muy pequeños, así que ella tenía que ocuparse de la casa y siempre encontraba tiempo para coser renunciando a dormir». Años más tarde, refiriéndose a aquella época atormentada, Antonio Gramsci escribirá de su madre:
¿Seremos capaces de hacer lo que hizo nuestra madre hace treinta y cinco años? ¿Enfrentarse sola, pobre mujer, a una terrible tempestad y salvar a siete hijos? Su vida ha sido ejemplar para nosotros y nos ha demostrado hasta qué punto vale la constancia para superar dificultades que parecen invencibles a hombres de sólida fibra [...]. Ha trabajado para nosotros toda la vida, sacrificándose de manera inaudita; si hubiese sido otra mujer, quizá todos nosotros habríamos tenido un fin desastroso; quizá ninguno de nosotros estaría hoy vivo.
Por aquella época Antonio iba a la escuela elemental de Ghilarza. La madre, teniendo en cuenta su precaria salud, había esperado hasta los siete años y medio para enviarlo a la escuela, y a fin de que no se fatigase, encontraba incluso tiempo para seguir de cerca sus estudios. El primer año entró en una clase de cuarenta y nueve alumnos, con el maestro Ignazio Corrias; en el segundo año tuvo un nuevo maestro, Celestino Baldussi; el tercer año, otro más, Luigi Cossu. Era siempre el mejor de la clase y en aquellos primeros años las notas oscilaron siempre entre el nueve y el diez.
«El sistema escolar que seguí —sabemos por una de sus cartas— era muy atrasado; además, la casi totalidad de mis condiscípulos hablaban el italiano muy mal y con grandes dificultades y esto me colocaba en condiciones de superioridad porque el maestro había de tener en cuenta el promedio de los alumnos y saber hablar corrientemente el italiano era ya una circunstancia que facilitaba muchas cosas».
Pero también contribuía a facilitar las cosas la avidez con que el muchacho devoraba todos los escritos que caían en sus manos. «Durante semanas enteras no se le veía —me dice uno de sus compañeros de juego, Felle Toriggia— y, cuando le preguntaba el motivo, me contestaba que había pasado todos aquellos días leyendo».
Al mismo tiempo que la tendencia al estudio, empezaba a manifestarse en él el gusto por las actividades prácticas.
«Se había construido —me cuentan sus familiares— una ducha especial. Se puede describir así: un gran recipiente de hojalata colgado de un clavo de gancho. Este recipiente, un pequeño bidón, pendía del techo de la cocina. En el lado superior, Nino había practicado unos cuantos agujeros, lo llenaba de agua caliente y lo levantaba. Para darle la vuelta bastaba con tirar de un cordel y el agua salía entonces a chorro».
Gracias a esta disposición para las actividades prácticas se fabricaba él mismo los juguetes, barcas y carros. «Mi mayor éxito —leemos— fue cuando un tolaio (hojalatero) del pueblo me pidió el modelo en papel de una soberbia goleta con dos puentes para reproducirla en hojalata». Y también:
Recuerdo muy bien el patio donde jugaba con Luciano (Guiso, hijo del farmacéutico de Ghilarza) y el estanque donde hacía maniobrar mis grandes flotas de papel, de caña, de cañaheja y de corcho, destruyéndolas después a golpes de schizzaloru… Hablaba siempre de bergantines, de jabeques de tres mástiles, de goletas de batayolas y de velas de papahígo… Lo único que no me gustaba era que Luciano tenía una pesada barca de hojalata que en cuatro movimientos hundía mis mejores galeones con su complicado aparejo de puentes y velas. Sin embargo, estaba muy orgulloso de mi capacidad.
También se construyó aparatos de gimnasia. Desde niño le caracterizó una voluntad casi férrea y estaba resuelto a corregir de todos los modos posibles su imperfección física; por ello, y con gran aplicación, se dedicaba cada día a levantar pesas. En el patio de la casa donde habita actualmente Teresina veo algunas esferas de piedra. Teresina me explica:
Servían de pesas. El propio Nino las había hecho de piedras muy grandes con la ayuda de sus hermanos. Las desbastaban juntos y después él pasaba horas y horas puliéndolas hasta darles una forma esférica. Había hecho seis bolas de piedra para tres pesas de dimensiones distintas. Las piedras estaban unidas con bastones, con mangos de escoba. El hierro era entonces muy caro y no podía poner un asta metálica. Pero con el asta de madera, las pesas servían muy bien. Todas las mañanas, con regularidad, Nino hacía sus ejercicios. Quería fortalecerse, tener más músculo en los brazos, y empeñándose al máximo levantaba los pesos hasta que las energías le abandonaban. Recuerdo que una vez llegó a hacer dieciséis flexiones seguidas...
Teresina se enternece al evocar el episodio. Era la predilecta de las tres hermanas, era la que más se parecía a Antonio por su vivacidad intelectual. Tiene setenta años y desde hace mucho tiempo es viuda del encargado de la oficina de correos Paolo Paulesu. Su figura es blanca y amable, la compostura tiene algo de otros tiempos, el vestido, negro, está confeccionado a la antigua. Es discreta, esquiva; su mirada se recubre de un velo de tristeza cada vez que recuerda aquellos tiempos difíciles; parece salida de una ilustración de libro antiguo. También ella trabajaba, como el marido, en la oficina de correos de Ghilarza: tuvo el retiro en 1960 y desde entonces vive encerrada en casa, de donde sale poquísimo. «Seguro —continúa— que su forma de ser, su inferioridad física, pudo haber influido en la formación del carácter de Nino. Era un poco retraído, se apartaba de los demás... Pero sin ser expansivo, porque desde luego no lo era, tenía con nosotros muchas muestras de ternura: yo tenía cuatro años menos que él y siempre me mimaba, se gastaba el poco dinero de que disponía para comprarme historietas…».
Son las mismas palabras que, con escasas variantes, me han repetido sus compañeros de juego y de escuela. Nennetta Cuba lo recuerda «reservado pero no desabrido». Felle Toriggia dice:
Era un muchacho melancólico. Pero si alguien le demostraba amistad, se expansionaba, bromeaba... Un año, debió de ser en 1900-1901, fuimos a bañarnos juntos a Bosa Marina. Entonces viajábamos en carros de bueyes. Durante el tiempo que pasamos juntos, primero en el carro y después en la playa, no puedo decir que Nino Gramsci fuese un muchacho cerrado y hosco. La compañía le alegraba y en algunos momentos reía a carcajadas.
Sin embargo, se sentía apartado de un cierto tipo de juegos al aire libre, concretamente de los juegos de gran movimiento y de tipo guerrero. Un compañero de la escuela elemental, Chicchinu Mameli, recuerda:
Tenía el cuerpo que usted ya sabe y naturalmente la deformidad le impedía participar en algunos de nuestros juegos. Los muchachos, ahora y siempre, luchan, se desafían; nuestros juegos preferidos eran los combates de valentía física y de resistencia y él, Nino, lo más que podía hacer era contemplarlos. Por eso salía raramente con nosotros. En general, se quedaba en casa leyendo, dibujando, construyendo figuras de madera, jugando en el patio. O bien se iba a pasear por el campo. Lo veía a menudo con Mario. De los demás hermanos, Gennaro era demasiado mayor, tenía siete años más que él y por esto no le podía hacer compañía; Carlo era demasiado pequeño, tenía seis años menos.
Son los años de las correrías entre el valle del Tirso, debajo de San Serafino, y los huertos y los arroyos de Canzola y la casa de tía Maria Domenica Corrias, en Abbasanta. Siendo muy pequeño, había leído Robinson Crusoe; lo había encontrado en la biblioteca que una tal señora Mazzacurati, esposa del recaudador de impuestos, le había dejado como donación cuando tuvo que trasladarse a otro lugar, y la impresión le duró mucho tiempo:
«No salía de casa —escribirá— sin llevar en el bolsillo granos de trigo y cerillas envueltas en trozos de tela encerada, por si iba a parar a una isla desierta y me veía abandonado a mis propias fuerzas».
Se distraía atrapando lagartijas o tirando piedras por el gusto de verlas rebotar tres o cuatro veces sobre el agua y oírlas silbar. Le divertían especialmente los momentos pasados espiando la vida de los animales.
Una tarde de otoño, cuando ya había oscurecido pero la luna resplandecía, fui con otro chico amigo mío a un campo lleno de árboles frutales, de manzanos en especial. Nos refugiamos del viento tras un matorral. Al cabo de un rato aparecieron los erizos: eran cinco, dos grandes y tres pequeños. Se dirigieron en fila india hacia los manzanos, rondaron un poco por la hierba y se pusieron a trabajar: ayudándose con los morros y las patas, hacían rodar las manzanas que el viento había hecho caer de los árboles y las reunían en un claro, muy juntas. Pero parece que no les bastaban las manzanas caídas en el suelo: el erizo mayor, con el morro en el aire, dio una ojeada a su alrededor, eligió un árbol muy curvado y subió a él con su hembra. Se instalaron en una rama muy cargada y empezaron a balancearse rítmicamente; sus movimientos se comunicaron a la rama, que empezó a oscilar con sacudidas bruscas y muchas manzanas cayeron a tierra. Las reunieron con las otras y todos los erizos, grandes y pequeños, se enrollaron con las púas enhiestas y empezaron a ensartar frutas: los pequeños ensartaron pocas, pero el padre y la madre consiguieron ensartar siete u ocho cada uno. Cuando volvían a su madriguera, salimos de nuestro escondite, los metimos en un saco y nos los llevamos a casa. Yo me quedé con el padre y dos erizos pequeños y los tuve durante muchos meses en el patio, en libertad.
También hay otro recuerdo:
Con mis hermanos, fuimos un día al campo de una tía nuestra, donde había dos enormes encinas y algunos árboles frutales; teníamos que recoger bellotas para dar de comer a un cerdo. El campo no estaba lejos del pueblo, pero estaba desierto y había que descender a un valle. Apenas entramos en el campo, vimos que debajo de un árbol se había sentado tranquilamente una zorra grande, con su bella cola levantada como una bandera. No se asustó en absoluto; nos enseñó los dientes, pero parecía reír y no amenazarnos. A nosotros nos encolerizaba mucho que la zorra no nos tuviese miedo; mas la verdad es que no lo tenía en absoluto. Le tiramos piedras, pero apenas se movía y seguía mirándonos como si se burlase de nosotros. Cogíamos bastones, los apoyábamos en el hombro a modo de fusiles y hacíamos todos a la vez «¡Bum!»; pero la zorra nos enseñaba los dientes sin inquietarse mucho. De pronto, se oyó un disparo de verdad, hecho por alguien allí cerca. La zorra pegó un salto y huyó rápidamente. Todavía me parece verla, con su pelo amarillento, corriendo como un relámpago sobre el muro, siempre con la cola levantada y desapareciendo tras un matorral.
Recuerda también la feria del pueblo, las carreras de caballos en torno a la iglesia de Sèdilo por la fiesta de Santu Antine, los tenderetes de dulces, iluminados con débiles lámparas de carburo, los palcos levantados para los concursos poéticos dialectales. En la cárcel escribirá a la madre:
Cuando puedas envíame algunas de las canciones sardas que cantan por las calles los descendientes de Pirisi Pirione de Bolotana; y si se celebran los concursos poéticos con motivo de alguna fiesta, dime cuáles son los temas cantados. ¿Se conmemoran todavía la fiesta de San Costantino, en Sèdilo, y la de San Palmerio? ¿Tienen importancia? ¿Se celebra todavía tanto la fiesta de San Isidoro? ¿Pasean todavía la bandera de los cuatro moros y existen todavía los capitanes que se disfrazan de milicianos antiguos? Ya sabes que estas cosas siempre me han interesado mucho; escríbemelo, pues, y no creas que se trate de tonterías sin pies ni cabeza.
Pero estas imágenes que pueden dar la idea de una vida irreflexiva son muy parciales. A Antonio le inquietaba profundamente —además de la deformidad física— la terrible miseria en que vivía la familia después de la detención del padre; en él había influido mucho la repercusión psicológica del drama padecido. Al principio, solo se puso al corriente de la desgracia a Gennaro, que ya era mayor. Por lo demás, habría sido muy difícil ocultar a un muchacho de aquella edad la verdadera situación del padre. Las mentiras piadosas, los subterfugios, las historias inventadas para explicar la larga ausencia podían valer para los demás hijos. Así que Peppina Marcias procuró hasta el fin ocultar el drama al resto de la familia. Francesco Gramsci estaba encarcelado en Gaeta, a pocos centenares de metros de la casa donde vivía su madre. La señora Peppina hacía que su marido enviara cartas que luego, con el sello de Ghilarza, reexpedía a la suegra. A los niños les decía que papá había ido a Gaeta a visitar a Teresa Gonzales. Ahora bien, en aquel ambiente reducido y cerrado de Ghilarza, el castillo de fantásticas justificaciones de la ausencia tenía que derrumbarse tarde o temprano; dada la notoriedad del episodio, era imposible que los pequeños Gramsci no llegasen a entrever, aunque fuese confusamente, las auténticas razones de la larga ausencia del padre por alguna insinuación, alguna frase oída al vuelo, alguna palabra oblicua. Treinta años más tarde se le planteó a Antonio una situación parecida, en cierto sentido, y escribió desde la cárcel a Tatiana:
No entiendo por qué se ha ocultado a Delio que estoy en la cárcel, sin pensar que podía haberlo sabido indirectamente, es decir, de la manera más desagradable para un muchacho que empieza a dudar de la veracidad de sus educadores, a pensar por cuenta propia y a hacer vida aparte: esto es lo que me ocurría de niño, lo recuerdo perfectamente… Por esto hay que convencer (a Giulia) de que no es justo, ni útil en última instancia, ocultar a los niños que estoy en la cárcel. Es posible que la primera noticia provoque en ellos reacciones desagradables, pero debe elegirse bien el modo de informarles. Yo creo que se debe tratar a los niños como seres razonables con los que se habla en serio de las cosas más serias; esto les produce una impresión muy profunda, refuerza su carácter y, especialmente, evita que la formación del muchacho quede a merced de las impresiones del ambiente y de la mecanicidad de los encuentros fortuitos. Es realmente extraño que los mayores olviden que han sido niños y no tengan en cuenta las propias experiencias; por lo que a mí respecta, recuerdo que me ofendía, y tendía a encerrarme en mí mismo y a hacer vida aparte, cada vez que descubría un subterfugio para ocultarme las cosas, aunque fuesen cosas que pudiesen causarme dolor. Hacia los diez años era yo una verdadera tortura para mi madre y sentía tanto fanatismo por la franqueza y la verdad en las relaciones recíprocas que provocaba verdaderos escándalos.
El niño Antonio Gramsci descubrió la verdad de la peor manera, indirectamente. La impresión fue tremenda. Sufrió un trauma que marcó para siempre las relaciones con el padre, hasta el fin de sus días. Hubo incomprensiones, asperezas, largos silencios. Era un golpe de los que dejan huellas profundas. Ya de mayor, dirá:
«Si ella (la madre) supiese que sé todo lo que sé y que aquellos hechos me han dejado cicatrices, se envenenarían los años que le quedan de vida».
Es cierto que Gramsci, de adulto, sentía una gran ternura por la madre, por «las desgracias mucho más graves y las amarguras mucho más profundas» que había experimentado en aquella misma época, cuando estaba prisionera en casa por la humillación y solo salía de noche, por la puerta del patio, oculta con un velo negro, evitando la calle para dirigirse a la vecina parroquia y allí, en un ángulo, rezar durante largo tiempo hasta estallar en sollozos…
(continuará)
[ Fragmento de: Giuseppe Fiori. “Antonio Gramsci” ]
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