miércoles, 24 de enero de 2024


1102

 

 

MARX Y ENGELS

CONFERENCIAS

 

 

DAVID RIAZANOV

 

( 04 )

 

 

 

Tercera conferencia.

 

La vinculación del socialismo científico y la filosofía; El materialismo. Kant. Fichte ; Hegel; Feuerbach; El materialismo dialectico de Marx; La misión histórica del proletariado.

 

 

Nos hemos detenido en el momento en que Marx abandonó su carrera de publicista en Alemania para dirigirse al extranjero. Resumiremos ahora lo dicho últimamente. Se recordará que nos propusimos la tarea de estudiar la vida de Marx y Engels valiéndonos del método de investigación que ellos mismos crearon.

 

Hemos visto que, a pesar de todo su genio, Marx y Engels han sido hombres de una sola época determinada. Ha de recordarse cómo llegaron a la vida consciente, es decir, cómo salieron del período infantil, durante el cual las impresiones principales provienen de la familia; cómo cayeron bajo la influencia de una época histórica, cuyo carácter fue determinado principalmente por la revolución de julio en Alemania, por el desenvolvimiento de la ciencia y de la filosofía, por el desarrollo del movimiento obrero y por el avance del revolucionario. Hemos indicado igualmente que Marx y Engels no son sólo el producto de esa época histórica, sino que por su origen fueron hombres de un lugar determinado, Renania, que era entonces la provincia más industrial y más internacional de Alemania y la que más fuertemente había recibido la influencia de la revolución francesa. Hemos demostrado que en los primeros años de vida, Marx estuvo sujeto a otras influencias que las que rodearon a Engels y que fue grande en su familia el influjo de la filosofía francesa. Contrariamente, Engels estuvo sometido a la influencia de la religión en una familia casi santurrona. Así, las cuestiones relacionadas con la religión fueron siempre más angustiosas para Engels que para Marx. Finalmente, Marx y Engels, por diferentes caminos, más fácilmente el uno, con mayores dificultades el otro, llegaron a conclusiones idénticas.

 

Los hemos dejado en el momento en que han llegado a ser los representantes más radicales del pensamiento político y de la filosofía de su tiempo; en el momento en que Marx se traslada a París para formular su nuevo punto de vista. Para saber lo que Marx expone a los veinticinco años de edad de verdaderamente nuevo, nos detendremos a señalar brevemente lo que encontró en el dominio de la filosofía.

 

Deborin ha expuesto la cuestión de la conciencia, de la inteligencia, de la materia del ser, etcétera, y ha citado probablemente el nombre de algunos filósofos. Por referirnos a ellas citaré las palabras de Engels que están en el prefacio de su folleto El desarrollo del socialismo científico.

 

"Nosotros, los socialistas alemanes, escribe Engels, nos enorgullecemos de descender no sólo de Saint-Simón, Fourier y Owen, sino también de Kant, Fichte y Hegel."

 

Engels no menciona a un cuarto filósofo alemán, Feuerbach, al que dedica más tarde una obra especial. Expondremos ahora el origen filosófico del socialismo científico. No somos, como Deborin, especialistas en filosofía; solamente nos hemos ocupado en adquirir una idea de las cuestiones filosóficas fundamentales, como lo han hecho todos aquellos que se interesan por el motivo de la evolución humana.

 

La cuestión fundamental, tal como la plantea Engels, es la de saber si ha existido un principio creador que ha precedido al mundo; dicho de otra manera, si hay, como lo hemos aprendido en nuestra infancia, un dios. Este creador todopoderoso, puede revestir diferentes formas según las religiones. Puede manifestarse en la forma de un monarca celestial de poder infinito, con innumerables legiones de ángeles a sus órdenes. Puede trasmitir sus poderes a un papa, a obispos, a sacerdotes; puede, en fin, monarca bueno y esclarecido, establecer de una vez para siempre una constitución, leyes fundamentales que gobiernen a la humanidad entera y, en su infinita sabiduría, satisfacerse con el amor y el respeto a sus hijos sin inmiscuirse nunca jamás en la administración de sus asuntos. Puede, en una palabra, manifestarse en las formas más variadas, pero en el momento que se ha reconocido la existencia de este dios, se admite que hay un ser que ha existido en todos los tiempos y que, un buen día, ha dicho: ¡Que el mundo sea! y cuya palabra se ha transformado inmediatamente en realidad.

 

Así, pues, el pensamiento, el deseo, la intención de crear este mundo, existía en alguna parte, fuera del mundo mismo; dónde, no se sabe exactamente. Este suceso no ha sido descubierto todavía por ningún filósofo, ni aun por nuestros nuevos filósofos de Petrogrado.

 

Este ser eterno crea todo lo existente. Así, la conciencia, el pensamiento, determinan todo lo que existe. La idea crea a la materia, la conciencia determina al ser. En el fondo, a pesar de todos los ropajes filosóficos, esta nueva forma de manifestarse el "primer principio", no es otra cosa que la vieja concepción teológica del mundo.

 

Se trata, en definitiva, de saber si, en el universo donde nos movemos, en lo existente, puede acaecer algo sin la intervención de un ser desconocido, situado más allá de los límites del universo, de un ser fuera de nuestra percepción, que se llama Jehová, el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, y aun la Razón. Se le puede también designar, como en el Evangelio de San Juan, el Verbo. "En el principio era el Verbo." Este Verbo ha creado la existencia; ha creado el mundo.

Esta idea del Verbo principio de todas las cosas, fue ya combatida en el siglo XVIII por los materialistas, por los representantes de la nueva filosofía y de la nueva clase, la burguesía revolucionaria, en la medida en que atacaron al antiguo orden social, el feudalismo. La antigua concepción del mundo resultaba insuficiente para explicar el origen de los nuevos acontecimientos, de lo que distinguía su época de las precedentes.

 

La conciencia, la idea, la razón, consideradas como unas e inmutables, tenían, a sus ojos, un defecto capital. En efecto, la observación les indicaba que todo lo terrenal cambia, que el ser reviste las formas más variadas. La experiencia les enseñaba (sin hablar de los viajes y de los descubrimientos que suministraban cada día nuevos materiales) que existen gentes diferentes, diferentes Estados y diferentes ideas. Se trataba de conocer la proveniencia de toda esa diversidad, de saber cómo surgen las diferencias que existen entre los hombres y las cosas.

 

Cuanto más penetraban los filósofos en el estudio del pasado, mayor era el número de pueblos diferentes que encontraban, algunos desaparecidos, otros vivientes. Los ingleses habían atravesado distintas épocas, y lo mismo los franceses. ¿De dónde provenía esta diferencia en el tiempo y en el espacio si la causa de todo residía en un principio único, en un dios, por ejemplo? Sólo hace falta suponer que ese dios, sin que uno pueda comprender por qué, decidía hoy que hubiera una Inglaterra, mañana una Alemania, una Francia pasado mañana. Que tuviera el capricho de hacer reinar un día en Inglaterra a los Estuardos, al siguiente cortar la cabeza a Carlos I y entregar el poder a Cromwell.

A partir del siglo XVIII, y aun del XVII, a medida que la existencia, la humanidad y las relaciones entre los hombres se modifican notablemente bajo la influencia de los hombres mismos, la existencia de la Divinidad, origen de todo, suscita mayores dudas. En efecto, lo que explica todo en su diversidad, en el tiempo y en el espacio, no explica nada desde el momento que la diferencia de los acontecimientos y no lo que tienen de común, se explica por el hecho de que han surgido en condiciones diferentes, bajo la influencia de causas distintas. Cada una de esas diferencias debe ser explicada por las causas particulares, por las influencias especiales que lo han producido.

 

Los filósofos ingleses, que vivían bajo un capitalismo en rápida transformación y que poseían la experiencia de dos revoluciones, se habían preguntado si existía de veras una fuerza que independientemente de la voluntad de los hombres proveía todo y lo hacía todo. Suscitaba en ellos no menos dudas el problema de saber si todas esas diferentes ideas, que se habían manifestado y combatido entre sí en la época de la revolución inglesa, eran ideas innatas. A pesar de todos los esfuerzos para conciliarlas con las enseñanzas de la Biblia, era evidente que esas ideas llevaban el sello de la novedad.

 

Los materialistas franceses, de los cuales ya hemos hablado, planteaban la cuestión con más claridad. Para ellos esa supuesta fuerza que se encuentra fuera de nuestro mundo, esa fuerza divina que se ocupa sin cesar de la nueva Europa, que piensa en todo y contribuye a todo, no existe. Todo fenómeno, todo hecho histórico es el resultado de la acción de los hombres mismos.

Los materialistas franceses no conocían lo que determina los actos de los hombres, mas sabían que no es Dios, que no es ninguna fuerza exterior lo que hace la historia, sino que son los hombres mismos los que dirigen los acontecimientos. Pero caían en una contradicción. Sabían que los hombres proceden diferentemente porque tienen opiniones e intereses diferentes, pero no conocían lo que suscita esas divergencias de intereses, como tampoco conocían la influencia que sobre el hombre ejercen las condiciones materiales en que se forma. Al contrarío, creían que la formación misma de los hombres está determinada por tal o cual legislador que, a la manera de un dios, dispone de ellos y fija sus actos.

 

Algunos materialistas franceses habían planteado claramente otra cuestión. Cierto —replicábanles sus adversarios—, Dios no es un ser idéntico al terrible Jehová de los judíos, ni al Padre, Hijo y Espíritu Santo de la religión cristiana, pero existe un principio espiritual que ha introducido en la materia la posibilidad del pensamiento; que precede a la naturaleza. Respondían los materialistas que para eso no hay necesidad alguna de una fuerza exterior cualquiera, porque el estímulo procede de la materia misma.

 

A pesar de que en la época que los materialistas franceses elaboraban su filosofía, la ciencia en general y las ciencias naturales en particular habían alcanzado escaso desarrollo, ellos establecieron esa idea fundamental. Todos los que se titulan materialistas niegan que la conciencia, el pensamiento, en el sentido que nosotros damos a estas palabras, hayan precedido a la materia, a la naturaleza. Durante millones de años no existió en la tierra ningún ser viviente, organizado; en consecuencia, no existía lo que se llama pensamiento, ni lo que se denomina conciencia. El ser, la naturaleza, la materia, han precedido a la conciencia, al pensamiento, al espíritu.

 

No hay que imaginar que la materia sea necesariamente algo grosero, pesado, sucio, y la idea delicada, ligera, pura. Materialistas vulgares, a veces jóvenes materialistas, en el ardor de la discusión o para mofarse de los fariseos del idealismo que no cesan de hablar de lo grande y de lo bello al tiempo que se acomodan perfectamente con la villanía e infamia de la sociedad burguesa, subrayan a veces intencionalmente, que la materia es una cosa pesada y grosera. Por el contrario, cuando se sigue el desarrollo de las ciencias físicas se comprueba que durante los últimos cincuenta años la materia se ha transformado en algo increíblemente etéreo y extremadamente móvil. Desde que la revolución industrial cambió las bases de la vieja economía natural, todo se puso en movimiento. Cuanto dormía despertóse y todo lo que estaba inmóvil se puso en movimiento. En la materia compacta, fija al parecer, se han descubierto fuerzas nuevas y nuevas formas de movimiento.

 

El hecho siguiente nos mostrará cuán insuficientes eran los conocimientos de los materialistas franceses. Cuando Holbach, uno de los más lógicos, escribió su libro sobre El sistema de la naturaleza, ignoraba lo que ahora sabe todo buen escolar de doce años. Para él el aire era indivisible y uno de los elementos principales que constituyen la naturaleza; por otra parte, no sabía sobre el aire más de lo que sabían los griegos dos mil años atrás. Algunos años después de la publicación del libro de Holbach, la química, desarrollada sobre todo por Lavoisier, mostró que el aire se compone de ázoe y oxígeno, a los cuales están mezclados en cantidad ínfima cierto número de elementos. Y cien años más tarde, a fines del siglo XIX, la química misma descubre en el ázoe y en el oxígeno, gases como el argón y el helio, que son materia, pero extremadamente sutil.

 

Otro ejemplo aun. En la Rusia soviética es muy usada la radiotelegrafía, pues nos ha prestado servicios inmensos durante el bloqueo y la guerra civil. Sin ella hubiéramos vagado, por así decir, en las tinieblas. La radiotelegrafía sólo existe desde hace treinta años, pues en 1897 ó 1898 es cuando se descubren en la materia grosera e inanimada, sustancias tan inmateriales que, para designarlas, es preciso buscar denominaciones en la antigua teología de la India. La radiotelegrafía trasmite los sonidos. Se puede aquí, en Moscú, oír un concierto ejecutado a varios cientos de kilómetros de distancia. Y no sólo esto; últimamente hemos sabido que se puede enviar un telegrama que a más de la caligrafía del remitente reproduce su retrato, para lo que basta la adaptación de un aparato inventado por el técnico francés Belin. Y todo eso se efectúa no con la ayuda del "espíritu", sino con la de una materia extremadamente sutil y delicada, medida y dirigida por nosotros.

 

Si he citado lo precedente, ha sido para mostrar cuán atrasadas son las concepciones habituales sobre la materialidad y la inmaterialidad; lo eran aún más en el siglo XVIII. Si los materialistas de esa época hubieran dispuesto de todos los nuevos hechos, hubiesen sido menos "groseros" y las gentes "delicadas" no se habrían separado de ellos. Los filósofos alemanes contemporáneos de Kant adoptaron el punto de vista ortodoxo. Rechazaron la doctrina materialista como impía e inmoral; mas Kant no se satisfizo con una conclusión tan simple. Comprendió perfectamente toda la inconsistencia de las viejas ideas religiosas, pero no poseía ni la audacia mental ni la lógica necesaria para romper categóricamente con esas ideas.

 

En 1781 Kant publicó su obra principal, Crítica de la razón pura, en la que sostiene que no hay prueba alguna de la existencia de Dios, de la inmortalidad del alma, de las ideas eternas, y que nuestra ciencia se basa en la experiencia. Según él, no podemos conocer las cosas mismas, su esencia, sino solamente las formas bajo las cuales se manifiestan e impresionan nuestros sentidos. La esencia de las cosas, disimulada en el fenómeno, nunca nos será accesible. Así. Kant establece una especie de puente entre el materialismo y el idealismo, entre la ciencia y la religión. No niega los progresos de la ciencia ni que ella ayude a comprender las cosas, pero al propio tiempo deja una puerta abierta a la teología, permitiendo bautizar con el nombre de Dios la esencia de las cosas.

 

En su contabilidad por partida doble, en su deseo de quedar bien con la ciencia y con la fe, Kant va todavía más lejos. Escribe otra obra, la Crítica de la razón práctica, en la cual demuestra que si en la teoría puede prescindir de Dios, de la inmortalidad del alma, etcétera, en la práctica hay que reconocer todos esos principios, ya que sin ellos la actividad mismo carecería de base moral.

 

El ya citado poeta alemán Heine, que fue un gran amigo de Marx, y sobre el cual éste tuvo algún tiempo una influencia considerable, ha narrado de una manera muy interesante los motivos de esa actitud de Kant. Kant tenía un viejo criado, Lampe, que estaba con él desde hacía cuarenta años y que lo rodeaba de la más afectuosa solicitud. Para Kant. Lampe personificaba el hombre común que no puede vivir sin fe. Y Heine, después de exponer brillantemente el alcance revolucionario de la Crítica de la razón pura en la lucha contra la teología, y aun contra la fe como principio puramente divino, explica por qué Kant tuvo necesidad de la Crítica de la razón práctica, en la cual reconstruye todo lo que acababa de destruir. He aquí lo que dice Heine:

 

“A la tragedia sucede la farsa. Manuel Kant ha hecho hasta aquí el papel de filósofo intransigente. Se lanzó al asalto del cielo, venció la guarnición y abatió sus armas; quedó rendido y bañado en sangre el amo del mundo; no hay misericordia, no hay providencia paternal, no hay recompensa en el otro mundo para las virtudes de éste; la inmortalidad agoniza; aquí estertores, allá gemidos. Mas el viejo Lampe está allá, el paraguas bajo el brazo, espectador afligido, cubierto el rostro de un frío sudor y bañado en lágrimas. La piedad penetra entonces en el corazón de Kant y demuestra que no es sólo un gran filósofo, sino también un hombre bueno. Después de reflexionar un instante, dice, entre benévolo e irónico: "El viejo Lampe tiene necesidad de un dios, si no no será feliz. Ahora bien, el hombre debe ser feliz en la tierra. Así habla la razón práctica. Y bien, ¡que sea así!; la razón práctica es responsable de la existencia de Dios."

 

 

Kant ha desempeñado igualmente un gran papel en la historia de la ciencia. Ha demostrado, a igual que el astrónomo francés Laplace, que la tierra no ha sido creada por Dios en un día, como se nos cuenta en la Sagrada Escritura, sino que es el resultado de una larga evolución y que, como todos los astros celestes, se ha formado por la condensación de una materia informe, extremadamente rarificada.

 

En el fondo, Kant fue un conciliador de la antigua y de la nueva filosofía, y talmente procedió en todos los aspectos de la vida práctica. Mas aunque no supo romper resueltamente con el pasado, avanzó, no obstante, considerablemente, y sus discípulos más consecuentes, como Heine, comprendieron la verdadera razón de su contabilidad por partida doble, rechazaron la Crítica de la razón práctica y extrajeron de la Crítica de la razón pura las extremas deducciones que ella comporta.

 

No me detendré mayormente en Fíchte, que Engels menciona. Fichte tuvo una influencia mucho mayor sobre Lassalle que sobre Marx. Su filosofía encierra un elemento que no fue completamente desenvuelto en el sistema de Kant y que influyó considerablemente sobre los intelectuales revolucionarios de Alemania. Si Kant fue un filósofo apacible que durante decenas de años no salió de su amado Koenigsberg, Fichte no sólo fue un filósofo, sino un hombre de acción, elemento activo que introduce en su filosofía. Al antiguo concepto de una fuerza especial que dispone de los hombres, opone uno nuevo que hace de la personalidad humana y de la actividad la fuente principal de toda la teoría y de toda la práctica.

 

La filosofía que más influencia tuvo sobre Marx y Engels fue la de Hegel, cuyo sistema total se basa en principios divergentes de los de Kant y Fichte. Entusiasmados en su juventud por la revolución francesa, en 1831, fecha de su muerte. Hegel era un profesor y un funcionario prusiano cuya filosofía contaba con la aprobación del Estado.

 

¿Cómo la filosofía de Hegel llegó a ser la fuente en la que Marx, Engels y Lassalle apagaron su sed de conocimientos? ¿Qué había en su filosofía que atrajera irresistiblemente a lo más escogido del pensamiento revolucionario y social?

 

La filosofía de Kant, en sus lineamientos fundamentales, fue elaborada antes de la gran revolución francesa. Al estallar ésta. Kant tenía setenta y cinco años, y aunque es verdad que sintió su influencia, no sacó de ella conclusiones radicales. Por tanto, en lo concerniente a la naturaleza, a la historia de nuestro planeta, se asimila la idea de evolución, pero todo su sistema se reduce a la explicación del mundo tal cual es.

 

Lo contrario sucedía con respecto a Hegel. Había atravesado la época de los trastornos económicos de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX y se empeñó en explicar el mundo tal cual deviene. Nada permanece inmóvil. Su idea absoluta, su razón, sólo vive y se manifiesta en un proceso continuo. Todo fluye, todo cambia, todo desaparece. El continuo movimiento, el desarrollo continuo de la idea absoluta, determina la evolución de nuestro mundo en todos sus dominios. Para comprender los fenómenos que nos rodean no basta estudiarlos tal cual existen, sino comprender cómo se han producido o desarrollado, pues todo lo que nos rodea es el resultado de un proceso anterior. Además. si bien de inmediato tal o cual cosa se nos aparece inmóvil, examinándola atentamente se comprueba que se produce en ella una lucha, que existen en ella influencias, fuerzas que la mantienen en el estado que la conocemos, y otras fuerzas, y otras influencias, que tienden a modificarla. En cada fenómeno, en cada causa, se produce una lucha de esos dos principios, la tesis y la antítesis. De esos dos principios, el uno observa, el otro destruye. La lucha de ambos, que existe en cada fenómeno, conduce a algo sintético, a su unión.

 

Para Hegel, la razón, el pensamiento, la idea, no permanecen inmóviles, inmutablemente fijos, no se estabilizan en una tesis. Al contrario, esta tesis, este pensamiento, oponiéndose a sí mismo se divide en dos contrarios: la afirmación y la negación, el sí y el no. La lucha de esos dos elementos opuestos, encerrados en la antítesis, constituye el movimiento que Hégel llama dialéctico para hacer resaltar el elemento de lucha que existe en él. En esta lucha, en esta dialéctica, ambos contrarios se equilibran mutuamente y se fusionan. La fusión de los dos contrarios produce un nuevo pensamiento: su síntesis; nuevo pensamiento, nueva idea, que se divide a su vez en dos opuestas, la tesis se transforma en antítesis y ambos se concilian en una nueva síntesis.

 

Hegel considera todo fenómeno, toda cosa, como un proceso, como algo en estado de transformación constante, de constante desenvolvimiento. Todo fenómeno no sólo es el resultado de una modificación anterior, sino que lleva en si el germen de una nueva modificación. Jamás se detiene en un punto determinado. Por el contrario, apenas ha llegado a un grado superior comienza la lucha de nuestras contradicciones. Como muy bien lo dice Hegel, la lucha de las contradicciones es el origen de todo desarrollo.

 

He aquí precisamente el aspecto revolucionario de la filosofía de Hegel. Aunque Hegel fuera idealista, aun cuando para él el principio fuera el espíritu y no la naturaleza, la idea en vez de la materia, ejerció una inmensa influencia en las ciencias históricas y sociales y aun en las naturales. Incitó al estudio de la realidad, a buscar todas las formas de desarrollo de la idea absoluta, manifestaciones de esta idea que, cuanto más variadas son, más lo es el fenómeno, el proceso donde es preciso estudiar el desenvolvimiento.

 

Para comprender mejor todavía lo que atraía a Marx, Engels y Lassalle, así como a los revolucionarios rusos Bielinski, Herzen, Bakunin y Chernichevsky hacia esta filosofía exteriormente tan árida, con su nebuloso lenguaje, léase lo que de ella dice Chernichevsky:

 

 

Mudanza eterna de la forma, destrucción eterna de la forma engendrada por un cierto contenido o aspiración, a consecuencia del esfuerzo de esta misma aspiración, del desenvolvimiento último del contenido —quien ha comprendido esta gran ley eterna y universal, quien ha aprendido a aplicarla a cada fenómeno, permanece tranquilo ante las contingencias que a los demás abaten. Repitiendo con el poeta: "He apostado cuanto tengo sobre nada, y el mundo entero me pertenece", no deplora nada de lo que ha cumplido su tiempo y dice: "Suceda lo que suceda, al fin de cuentas el triunfo será nuestro."

 

 

No me detendré a explicar otros aspectos de la filosofía hegeliana que muestran por qué ella ha impulsado fuertemente al estudio de la realidad. Cuanto más los discípulos de Hegel han estudiado la realidad a la luz y bajo la dirección del método dialéctico creado por su maestro, más se ha revelado el defecto fundamental de esta filosofía: es una filosofía idealista, pues para ella el principal motor, el creador, es la idea absoluta, la conciencia determinando el ser.

 

El punto débil de la filosofía de Hegel incitaba a la crítica. Su idea absoluta no era, en suma, podemos decirlo, más que una reedición del antiguo Dios cristiano, o de un dios purificado, incorpóreo, o los que habían creado para el pueblo filósofos como Voltaire.

 

Desde tal punto de vista aborda la filosofía de Hegel uno de sus discípulos más talentosos, Luis Feuerbach. Había comprendido y asimilado muy bien el lado revolucionario de esta filosofía, pero, inquiría, ¿puede realmente esta idea absoluta, en su desenvolvimiento, determinar el ser? A esta pregunta Feuerbach responde negativamente. Invierte la tesis fundamental de Hegel y muestra, por el contrario, que el ser es quien determina la conciencia; que hubo un tiempo en que el ser existía sin conciencia; que el pensamiento, la idea, es el producto de este mismo ser. Según él, la filosofía hegeliana es sólo el último de los sistemas teológicos, pues reemplaza a Dios por un ser —la idea absoluta— del cual deriva todo. Feuerbach prueba que todas nuestras ideas sobre Dios y los diferentes sistemas religiosos, comprendido en ellos el cristianismo, son el producto del hombre mismo, que no es Dios el creador del hombre, sino el hombre quien crea a Dios a su imagen. Basta disipar todo este mundo de fantasmas, de ángeles, de hechicerías y de otras manifestaciones de la misma esencia divina, para obtener el mundo humano. De suerte que el hombre es el principio fundamental de toda la filosofía de Feuerbach. La ley suprema para el mundo humano no es la ley de Dios, sino la del hombre mismo. Por otra parte, Feuerbach oponía al antiguo principio teológico divino, un nuevo principio, el principio antropológico.

 

Al leer a nuestros viejos críticos y publicistas Orobroliubof y Chernichevsky se advierte que su concepción del mundo se asienta sobre el principio antropológico, o sea, que el punto de partida es el hombre con sus necesidades. Para instaurar la verdadera comunidad humana no basta ocuparse del espíritu, sino también del cuerpo; es necesario satisfacer todas las necesidades del hombre, crear condiciones de vida en las cuales el hombre pueda desenvolver todas sus facultades. A estas conclusiones llegaron con el auxilio de Feuerbach, lo mismo Marx y Engels y todos los intelectuales avanzados de su época. Esto constituye un hecho del más alto interés. Basta comparar las obras de Marx y Engels anteriores a 1845 con las de Herzen, Bielinsk y, Drobroliubof y Chernichevsky, para comprobar la analogía de ideas y puntos de vista de la exposición, analogía mayor cuanto más los escritores rusos se alejaban de Hegel para aproximarse a Feuerbach. Pero sabernos que ni Chernichevsky, ni Drobroliubof, ni, por razones más poderosas. Herzen, fueron marxistas o comunistas, aunque fuesen socialistas. Todos se detenían en un punto determinado, aun Chernichevsky, que iba más lejos que los demás por el camino en que lo había colocado el estudio de Feuerbach.

 

Sólo Marx introduce algo semejante nuevo en la filosofía de Feuerbach y extrae nuevas deducciones; pero para comprender lo que Marx ha innovado en la filosofía alemana nos será preciso retroceder un poco.

 

Al hablar de la juventud de Marx he señalado un pequeño hecho característico. En una de sus composiciones de colegial, Marx demostró que existe, aún antes del nacimiento del hombre, una serie de condiciones que determina fatalmente su modalidad futura. Así, ya en el colegio Marx conocía la idea que se deduce lógicamente de la filosofía materialista del siglo XVIII. El hombre es el producto del medio, de las circunstancias, lo que le impide ser completamente libre para seguir sus convicciones; no puede ser el artífice de su dicha. En esta tesis, como he manifestado ya, no hay nada de nuevo, nada que pertenezca propiamente a Marx, sólo que formuló, es verdad, lo que había leído muchas veces en las obras de los filósofos favoritos de su padre de un modo bastante original. Al entrar en la universidad y hallarse en un medio intelectual nuevo, en el que dominaba la filosofía clásica alemana, Marx le opone de inmediato al idealismo una concepción acentuadamente materialista. Por eso extrajo rápidamente de la filosofía hegeliana todas las conclusiones radicales que comporta y aclamó la Esencia del cristianismo de Feuerbach. En su crítica del cristianismo este último llega a las mismas conclusiones que los materialistas radicales del siglo XVIII, con la diferencia de que donde éstos sólo vieron engaño y superstición. Feuerbach, discípulo de Hegel, ve una frase necesaria de la civilización humana; mas también para él el hombre es una figura tan abstracta corno para los materialistas franceses del siglo XVIII.

 

Bastaba ahondar en el análisis del hombre y del medio para observar que el hombre mismo constituye una diversidad extrema, que existe bajo diversas apariencias y se recubre de los ropajes más distintos. El rey de Prusia y el superintendente de Renania son hombres a igual título que los campesinos del Mosela y que los obreros de las fábricas con quienes Marx mantenía relaciones. Todos poseen los mismos órganos, la misma cabeza, las mismas piernas y los mismos brazos. Fisiológica y anatómicamente no existen diferencias esenciales entre el campesino del Mosela y el junker prusiano; y, sin embargo, existe entre ambos una diferencia inmensa desde el punto de vista de su situación social.

 

Pero los hombres se distinguen los unos de los otros no sólo en el espacio sino también en el tiempo; los hombres del siglo XVII se distinguen de los del XII. ¿De dónde provienen tales diferencias si el hombre mismo no cambia y es sólo producto de la naturaleza? En tal dirección trabaja el espíritu de Marx. No basta decir que el hombre es el producto del medio, que el medio forma al hombre. Para formar hombres tan diferentes el medio mismo debe ser diferente y contener elementos diversos. En efecto, el medio no es simplemente una aglomeración de seres, sino un medio social en el que las gentes están vinculadas por determinadas relaciones y pertenecen a diferentes grupos sociales.

 

Por eso Marx no se satisface con la crítica de la religión de Feuerbach. Este explicaba la esencia de la religión por la esencia del hombre; pero la esencia del hombre no es algo abstracto, exclusivo del hombre como individuo. El hombre mismo representa una suma, un conjunto de relaciones sociales determinadas. No existe el hombre aislado. Pero las relaciones naturales existentes entre los hombres son de menor importancia que las sociales establecidas entre ellos en el curso del desenvolvimiento histórico. Por eso el sentimiento religioso no es una cosa natural, es un producto social.

 

De igual manera, no basta decir que el hombre es el punto de arranque de una nueva filosofía. Es preciso agregar que este hombre social, producto de una evolución histórica determinada, se forma y se desarrolla sobre el terreno de una determinada sociedad, que se diferencia de un modo determinado. Ahondando se comprueba que esa diferenciación del medio en clases diversas no es primordial, natural, sino el resultado de un largo desenvolvimiento histórico. Si se estudia la forma de efectuarse tal desenvolvimiento, llégase a ver que es siempre el resultado de la lucha de contradicciones, de oposiciones que surgen en un estado dado del desarrollo social.

 

Marx no se limita a la crítica del aspecto religioso, sino que la emprende con otras tesis filosóficas de Feuerbach. En la filosofía puramente teórica, contemplativa, introduce un nuevo elemento: la acción práctica revolucionaria fundada sobre la crítica de la realidad.

 

Como los materialistas franceses, Feuerbach enseña que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, de la reacción del ser sobre la conciencia. Parecía así que, tal cual es, con cabeza, brazos, piernas, el hombre, distinto del resto del mundo animal, es sólo un mecanismo sensible de una especie particular que ha recibido la influencia de la naturaleza ambiente. Todos sus pensamientos, todas sus ideas, son el reflejo de esta naturaleza. De manera, pues, según Feuerbach, que el hombre es un elemento pasivo que registra dócilmente todas las impulsiones que recibe de la naturaleza. A esta aserción Marx opone otra: todo lo que se realiza en el hombre, todas las modificaciones del hombre mismo, no son sólo el resultado de la acción de la naturaleza sobre él, sino también, en un sentido más extenso, de su acción sobre la naturaleza. Todo el desenvolvimiento de la humanidad consiste en que el antropomorfo primitivo no se limita, en su lucha continua por la existencia, a sufrir pasivamente la influencia de la naturaleza; obra él mismo sobre la naturaleza y, transformándola, transforma las condiciones de su existencia y al mismo tiempo se transforma él mismo.

 

Así, pues, Marx introduce en la filosofía pasiva de Feuerbach el elemento revolucionario, el elemento de acción. La obra de la filosofía —dice, contrariamente a Feuerbach— no consiste sólo en explicar el mundo, sino también en modificarlo. La teoría se completa con la práctica; la crítica de la realidad, del mundo que nos rodea, su negación, complétase por el trabajo positivo, por la acción práctica. De esta suerte Marx introduce en la filosofía materialista el principio revolucionario, de tal modo transforma la filosofía contemplativa de Feuerbach en una filosofía de la acción. Por la práctica de su pensamiento, de su programa. Cuanto más se aplica a la acción práctica, más rápidamente encarna la realidad y prueba mejor que esta misma realidad contiene ya todos los elementos necesarios para cumplir la tarea que él se ha asignado, para la realización del programa por él mismo elaborado. Muy pronto formula Marx en líneas generales esta crítica de Feuerbach. Si se sigue con atención el curso de su pensamiento, es fácil comprender de qué modo llega a su idea fundamental, cuya elaboración lo lleva al socialismo científico.Marx, por su origen, pertenecía al medio intelectual alemán, y es con los intelectuales con quienes entra en discusión para convencerlos de la inconsistencia de sus viejos principios. Desde luego estamos de acuerdo, decía, en reconocer que la Alemania actual, que Prusia, donde la vida es tan difícil, sin libertad de prensa ni de enseñanza, que todo este mundo es bien poco atrayente. No cabe duda de que debe ser cambiado si no queremos que el pueblo alemán se hunda completamente en este horrible pantano. ¿Pero de qué manera puede ser cambiado?, pregunta Marx. Sólo puede serlo si en la sociedad alemana hay un grupo, una categoría de hombres interesados por todas las condiciones de su existencia en cambiarlo.

 

Marx examina sucesivamente los diferentes grupos existentes en la sociedad alemana: la nobleza, los funcionarios, la burguesía. Llega a la conclusión de que esta última, contrariamente a la burguesía francesa, que desempeñó un papel revolucionario considerable, no se halla en estado de asumir la función de clase emancipadora capaz de mudar todo el régimen social. Pero, entonces, ¿qué otra clase puede asumir esa función?; Y Marx, que en esa época estudiaba atentamente la historia y la situación de Inglaterra y de Francia concluye que esta clase no puede ser otra que el proletariado.

 

De modo que ya en 1844 Marx formula esta tesis fundamental: la clase que puede y debe asumir la misión de emancipar al pueblo alemán y efectuar la transformación del régimen social, sólo puede ser el proletariado. ¿Por qué? Porque es la clase en cuyas condiciones de existencia se encarna todo el mal de la sociedad burguesa contemporánea, y no hay otra clase que esté situada más bajo en la escala social y sobre la que pese mayormente todo el resto de la sociedad. Mientras la existencia de las demás clases se basa sobre la propiedad individual, el proletariado está privado de esa propiedad y no tiene interés alguno en mantener la sociedad existente. Sólo le falta la conciencia de su misión, la ciencia, la filosofía; y constituirá el eje de todo el movimiento emancipador si llega a penetrarse de esta conciencia, de esta filosofía, si comprende el gran papel que le corresponde.

 

He ahí el punto de vista propio y fundamental de Marx. Los grandes utopistas, Saint-Simón, Fourier, Owen, en particular este último, habían fijado su atención sobre "la clase más numerosa y más desheredada", sobre los proletarios; mas todos ellos compartían el parecer de que el proletariado es la clase más miserable, la que más sufre, y que, por lo tanto, es preciso ocuparse de ella, tarea que corresponde a las clases superiores, cultas. En la condición miserable del proletariado sólo veían la miseria, y no señalaban el factor revolucionario que se oculta en la miseria, producto de la descomposición de la sociedad burguesa.

 

Marx es el primero en revelar que el proletariado no es sólo una clase doliente, sino también un elemento activo de lucha contra la sociedad burguesa; la clase que por sus condiciones de existencia, llegará a ser fatalmente la única revolucionaria de la sociedad burguesa. Esta idea, que había expuesto a comienzos de 1844, la desenvuelve en una obra que escribió en colaboración con Engels. Esta obra, titulada La sagrada familia, está dedicada a sus antiguos compañeros de armas, a los hermanos Bauer. Hoy ha envejecido, apareció en 1845, pero no más que algunas obras de Plejánov y aun de Lenin. Tómese un libro cualquiera de Plejánov aparecido en 1883, o de Lenin en 1903, y el lector joven no comprende casi nada sin un buen comentario. Los de mi edad recuerdan perfectamente el período de 1890, conocen al dedillo a los representantes de las corrientes literarias y revolucionarias aun de las más ínfimas, de aquel tiempo. Pero quienes ignoran casi todos esos nombres y desconocen completamente la lucha que desarrollaron los primeros marxistas, leen con indiferencia, con fastidio a veces, las páginas que en nosotros despiertan el más vivo interés.

 

En ese sentido La sagrada familia, escrita principalmente por Marx, ha envejecido; pero es de un interés palpitante para todos aquellos que tienen una idea clara de la Alemania de 1840 a 1850, con las luchas enconadas de las distintas corrientes intelectuales y sociales. Marx ridiculiza en ella todas las tentativas de los intelectuales alemanes por apartarse del proletariado o contentarse con las sociedades de beneficencia destinadas a lograr la felicidad de esta misma clase; explica a los intelectuales la importancia revolucionaria del proletariado, que algunos meses antes, representado por los tejedores de Silesia, demostró que para defender su interés debe llegar hasta la insurrección.

 

En esta obra Marx da los primeros pasos del desarrollo ulterior de su nueva filosofía. El proletariado es una clase aparte, porque la sociedad en que vive es una sociedad de clases. Al proletariado se opone la burguesía; El Capitalismo explota al obrero, y entonces surge una nueva cuestión. ¿De dónde provienen los capitalistas? ¿Cuáles son las causas que engendran la explotación del trabajo por El Capital? Hay que estudiar la sociedad, las leyes fundamentales de su existencia y desarrollo. Igualmente en este aspecto Marx aventaja a Feuerbach, interesado poco en el desarrollo de las relaciones sociales, y en tal dominio por debajo de su maestro Hegel, el cual estudió cuidadosamente desde el punto de vista idealista las leyes del desenvolvimiento de la sociedad burguesa.

 

En La sagrada familia Marx advierte que es imposible comprender nada de la historia de su tiempo si no se conoce el estado de la industria, las condiciones directas de la producción, las condiciones materiales de la vida del hombre y las relaciones que se establecen entre los hombres en el proceso de satisfacción de sus necesidades materiales. Marx empieza entonces a trabajar con toda energía en este problema. Más adelante veremos las conclusiones a que llega en el transcurso de los dos años siguientes, antes de la revolución de 1848.

 

Se engolfa en el estudio de la economía política para comprender mejor el mecanismo de las relaciones económicas de la sociedad contemporánea. Pero Marx no era solamente un filósofo ansioso de explicar el mundo, era también un revolucionario que quería cambiarlo. En él el trabajo teórico se aparejaba al trabajo práctico.

 

En la próxima conferencia veremos cómo, en menos de tres años y en medio de la más implacable lucha de facciones, Marx crea, con Engels, la organización de la Liga de los comunistas, para la cual se le encarga escribir el Manifiesto Comunista

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: RIAZANOV. “Marx y Engels conferencias” ]

 

*

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar