lunes, 22 de enero de 2024

 

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EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(39)

 

 

V

 

¿RECUPERACIÓN O ÚLTIMOS COLETAZOS DEL MARXISMO OCCIDENTAL?

 

 

 

5. «Transformación del poder en amor», «teoría crítica», «grupo en fusión», renuncia al poder

 

La ruptura del marxismo occidental con la revolución anticolonial se traduce incluso en una negativa a hacerse cargo de los problemas con los que esta se topa al conquistar el poder. A este respecto, es notorio también el contraste entre marxismo occidental y oriental. Habituado al papel de oposición y crítica, e influenciado en distintas medidas por el mesianismo, el primero ve con suspicacia o reprobación el poder que el segundo está llamado a gestionar desde la victoria de la revolución.

 

 

Las acusaciones de Bloch tenían por objeto al poder en cuanto tal: En sí, el poder, la dominación, son malvados, pero hay que oponerles una potencia equivalente, casi un imperativo categórico a punta de pistola, cuando y hasta que no sea posible eliminarlos de otro modo, cuando y mientras lo diabólico sigua oponiéndose violentamente al amuleto de la pureza (todavía por descubrir); solo entonces será posible liberarse claramente de la dominación, del «poder», incluido el del bien; será posible librarse de la mentira, la venganza y su justicia (Bloch).

 

Si bien el joven filósofo alemán contemplaba la gestión del poder, aunque durante un breve período, otros en cambio se apartan desorienta-dos y asustados ante semejante perspectiva. Justo tras la Revolución de Octubre, quienes reivindicaban su legitimidad y su necesidad histórica hacían valer el argumento en base al cual los bolcheviques no podían renunciar al poder conquistado durante la lucha en contra de la guerra, pues el resultado sería una prolongación de tan insensata carnicería. Era un argumento que en modo alguno impresionaba a la corriente mayoritaria del Partido Socialista Italiano: Lenin «debía rechazar enérgicamente el poder» (Turati,1919). Además, en Italia era absurdo plantearse el problema de la conquista del poder:

 

«Quienes deben acabar con la guerra son los mismos que la han querido. Nosotros debemos aprovechar sus miserias para nuestra crítica, para nuestra propaganda y nuestra preparación»

(Turati, 1919).

 


Da que pensar la tendencia a situar la tarea del partido y del movimiento socialista en la «crítica» y no más bien en la lucha por la transformación de la realidad político-social (previa conquista del poder). «Crítica» se convertiría después en la palabra clave de la «teoría crítica», cuya postura iba a encontrar su formulación clásica en el perentorio incipit de la Dialéctica negativa de Adorno:

 

La filosofía, que en cierta ocasión pareció superada, sigue viva, en la medida en que se ha marrado el momento de su realización. El juicio sumario en virtud del cual se habría limitado a interpretar el mundo y se habría quedado manca a fuerza de resignarse ante la realidad no es sino derrotismo de la razón, tras fracasar la transformación del mundo […] La praxis, pospuesta sine die, ya no es la instancia a la que apelar contra la especulación autosatisfecha, sino a lo más el pretexto del que se sirven los ejecutores para ahogar, como vano, el pensamiento crítico, necesario para una praxis que transforme el mundo. (Adorno, 1966).

 

Se estaba produciendo la revolución anticolonialista y el desmantelamiento del sistema colonial-esclavista mundial, basado en la negación del concepto universal del hombre y en la reificación de la mayor parte de la humanidad; pero a ojos del exponente de la teoría crítica, la «transformación del mundo» había «fracasado» y la «filosofía» no conocía «realización» alguna, simplemente porque todo ello tenía lugar a través de un proceso sin precedentes, imprevisto y tormentoso, que además estaba muy lejos de cuestionar el poder en cuanto tal.

 

Al revés que Adorno, Sartre es un apasionado defensor de la acción, de la praxis, del compromiso político; sin embargo, el filósofo del engagement tiene algo en común con el exponente de la teoría crítica. En la Crítica de la razón dialéctica es recurrente y generalizado el motivo según el cual el «grupo en fusión» que protagoniza la revolución tiende de un modo difícil de resistir a recaer en una estructura «práctico-inerte», ella misma jerárquica y autoritaria. Solo es excitante y mágico el momento inicial de la revolución, cuando se derriba un poder que buena parte de la opinión pública considera intolerable, y no así el momento de consolidación del nuevo poder y de la construcción del nuevo orden.

 

 

El poder corrompe.

 

Este modo de pensar se repite, en distintas modalidades, en no pocos exponentes del marxismo occidental. Al reconstruir su evolución, tras declarar que nunca le interesó el Tercer Mundo, el teórico del obrerismo italiano prosigue:

 

Al contrario, nos satisfacía el hecho de que los obreros del siglo xx hubiesen roto la continuidad de la gloriosa y larga historia de las clases subalternas, con sus desesperadas revueltas, sus herejías milenaristas, sus generosos y recurrentes intentos de romper las cadenas, dolorosamente reprimidos en cada ocasión

(Tronti, 2009).

 


Lejos de gestionar el poder, en este caso, las clases subalternas ni siquiera consiguieron derribar el Antiguo Régimen. Ahora bien, las repetidas derrotas no provocaron un replanteamiento, no alentaron la crítica del milenarismo, pues solo en parte fueron motivo de desdicha. Vistas desde otro ángulo, eran prueba de la ambiciosa grandeza del proyecto revolucionario y de la pureza y la nobleza de su causa. Pues el poder sigue siendo un elemento de contaminación.

 

Ahora leamos a los autores de Imperio:

 

«Desde la India a Argelia, desde Cuba a Vietnam, el Estado es el regalo envenenado de la liberación nacional». Sin duda, los palestinos cuentan con la simpatía y el apoyo del marxismo occidental; pero, desde el momento en que «se institucionalicen», no se podrá estar «a su lado».

 

El hecho es que, «desde el momento en que la nación comienza a formarse y se erige en Estado soberano, sus funciones progresistas se reducen» (Hardt y Negri, 2000). Es decir, que solo se puede simpatizar con el pueblo chino, vietnamita, palestino, etc., mientras son oprimidos, humillados y carecen de poder (mientras se encuentran sometidos al poder colonialista e imperialista); y así, solo se puede apoyar una lucha de liberación nacional en la medida en que sea derrotada. La derrota y el carácter inconcluso de un movimiento revolucionario son las premisas para que determinados exponentes del marxismo occidental puedan darse ínfulas como rebeldes que se niegan, en cualquier circunstancia, a contaminarse con el poder constituido.

 

La tendencia que estoy describiendo culmina en un libro, que ha tenido bastante éxito en el ámbito del marxismo occidental y que ya desde el título invita a «cambiar el mundo sin tomar el poder» (Holloway, 2002).

 

Renunciar al poder para centrarse en la crítica de lo dado, evitando las distracciones y compromisos que comporta inevitablemente la perspectiva de la conquista del poder. Parece un propósito noble y elevado.

 

Ahora bien, a la luz de esta nueva verdad, cuán mezquinas no van a pare-cernos, retrospectivamente, las grandes luchas emprendidas por los pueblos coloniales, las clases subalternas y las mujeres para acabar con las tres grandes discriminaciones (racial, censitaria y sexual) que excluían a estos tres grupos del disfrute de los derechos políticos, y de ejercer influencia sobre la composición y orientación de los órganos de poder. En particular, parecen mezquinas las luchas de emancipación de los pueblos coloniales, que se configuran claramente, más que el resto, como luchas por el poder. Y no menos mezquinas se presentan las luchas de emancipación actuales. Son muchos, incluso desde fuera de la izquierda, los que denuncian el hecho de que, en Occidente, la democracia se revela cada vez más claramente como una «plutocracia», donde el poder de las grandes fortunas y de las finanzas puede valerse de un sistema electoral que, empleando diversas triquiñuelas, hace bastante difícil, por no decir imposible, el acceso de las clases populares a los órganos representativos y a los cargos políticos más altos. Ahora bien, ¿qué importa todo esto cuando el problema real es el de «cambiar el mundo sin tomar el poder»?

 

 

 La plutocracia se deja sentir igualmente en el plano internacional.

 

En su época Churchill afirmaba:

 

«El gobierno del mundo debe ponerse en manos de las naciones satisfechas, que no desean para sí mismas nada más que lo que ya tienen. Si el gobierno mundial quedase en manos de naciones hambrientas, viviríamos en una situación de permanente peligro»

(en Chomsky, 1991).

 

Quienes dictan las leyes en organismos como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional son los patrones de ayer y de hoy. Y lo que pretenden es dejar a la ONU fuera de juego, reivindicando para Occidente (las «naciones satisfechas» de las que hablaba Churchill) el poder de desencadenar guerras en cualquier rincón del mundo, aun sin la autorización del Consejo de Seguridad.

 

La nueva verdad proclamada por Holloway es la verdad de las religiones. Tras la derrota de la revolución nacional judía, aplastada por el imperialismo romano, Jesús proclamaba: «Mi reino no es de este mundo». La autodisolución del marxismo occidental se presenta hoy como abandono del territorio de la política y desembarco en el de la religión.

 

 

 

 

6. La lucha contra la «frase», de Robespierre a Lenin

 

Ahora bien, la incomodidad y la desconfianza ante el poder en cuanto tal no solo se han manifestado en Occidente. En Rusia, los adversarios del marxismo acusaban a sus seguidores, incluso a los aparentemente más revolucionarios, de ser unos charlatanes incapaces de gobernar y de dirigir un país, y por ello dados a huir de la responsabilidad del poder.

 

Justo tras la Revolución de Octubre, con el propósito de convencer a sus compañeros de partido de que superasen las dudas que aún alberga-ban, Lenin se refería en un artículo a la caricatura que hacían del bolchevismo sus adversarios:

 

Pese a su jactancia, sus baladronadas y su afectada arrogancia, los bolcheviques —a excepción de algún fanático— solo son audaces de boquilla. Por iniciativa propia, jamás osarían tomar «todo el poder». Desorganizadores y destructores par excellence, en el fondo son unos seres indignos, que sienten perfectamente en la profundidad de su ánimo la propia ignorancia y el carácter efímero de sus éxitos actuales […] Irresponsables por naturaleza, anárquicos en sus métodos y procedimientos, solo se los puede entender como una de las tendencias del pensamiento político, o mejor dicho, como una de sus aberraciones (OL).

 

 

Visto en retrospectiva, este retrato nos hace hoy sonreír, pero no debemos olvidar qué es lo que tiene a sus espaldas. Durante siglos, la cultura conservadora y liberal ha denunciado la «abstracción» de los intelectuales que promovían una radical transformación político-social: quienes cultivaban utopías y sueños de palingenesia social —es un motivo recurrente en la invectiva liberal-conservadora— tan solo podían ser intelectuales sin ninguna experiencia en la gestión del poder. Es más, ni siquiera en la administración de una gran propiedad privada.

 

En la mayoría de los casos se trataba de desarrapados que se ganaban la vida con su cultura y se hallaban inmersos, por tanto, en un mundo artificial de libros, ideas y utopías que nunca se habían medido con la realidad y con la práctica; eran los «mendigos de la pluma» —como los define Burke—. ¿Cómo podían pretender que iban a gobernar un Estado y llevar a cabo una tarea totalmente por encima de sus capacidades?

 

Por interesada e imbuida de espíritu clasista que estuviese, a esta crítica no le faltaba algo de verdad. Cierto que los intelectuales propietarios que asistieron a la crisis del Antiguo Régimen tenían ya a sus espaldas una experiencia real en el ejercicio del poder. En la Revolución americana desempeñaron un papel eminente los propietarios de esclavos, que durante las primeras décadas de vida de la República norteamericana ocuparon el cargo de presidente de forma casi ininterrumpida. Antes de la fundación del nuevo Estado, no se habían limitado a disfrutar de sus esclavos como si se tratase de una «peculiar» especie de propiedad privada junto a las demás: habían ejercido sobre ellos un poder ejecutivo, legislativo y judicial; llegaron, pues, muy preparados a la cita con el ejercicio del poder político propiamente dicho. Consideraciones análogas podrían hacerse sobre la Inglaterra liberal: no faltaba la propiedad de esclavos (al otro lado del océano), pero quienes marcaron el tono en la Cámara de los Lores y de los Comunes, así como en la cultura liberal, fueron los grandes terratenientes. Dadas las relaciones sociales de la época, ejercían cierta forma de poder sobre los campesinos, hasta el punto de que a veces (como era el caso en particular de la gentry, la pequeña nobleza) desempeñaban el papel de jueces de paz, y ejercían en consecuencia el poder judicial. En conjunto, las dos revoluciones liberales a ambas orillas del Atlántico contemplaron el ascenso al poder de clases que tenían a sus espaldas una consolidada práctica en la administración y el gobierno.

 

El cuadro cambia radicalmente con la Revolución francesa (sobre todo en su fase jacobina) y con la Revolución de Octubre: quienes abolieron la esclavitud en 1794 no fueron, obviamente, los propietarios de esclavos, sino los «mendigos de la pluma», los intelectuales «abstractos», y precisamente por ello sordos a las razones y los cálculos de los propietarios de ganado humano. Y quienes animaron en 1917 a los «esclavos de las colonias» a que se sacudiesen de encima las cadenas no fueron los beneficiarios de la explotación colonial, sino sus adversarios, una vez más intelectuales «abstractos».

 

Ahora bien, los méritos de esta figura social no deben hacernos perder de vista sus límites. Robespierre (1792) se vio obligado a polemizar contra los defensores de la exportación de la revolución, que pensaban que podrían obtener una victoria definitiva «sobre el despotismo y la aristocracia universal» desde la «tribuna» de oradores, empleando para ello un pensamiento «sublime» y algunas «figuras retóricas». Negándose a suscribir la humillante Paz de Brest-Litovsk, impuesta por el imperialismo alemán de Guillermo II, y que le arrebataba a Rusia una parte considerable de su territorio nacional, una importante facción del partido bolchevique, sin tener en cuenta la extrema debilidad de la Rusia soviética, soñaba con una «guerra revolucionaria» europea que lo habría resuelto todo y habría evitado tomar decisiones difíciles. La ironía de Lenin era lacerante: no se puede combatir a un enemigo inmensamente poderoso empleando solo «magníficos lemas, atractivos, embriagadores, y sin ningún fundamento que los sustente»; no tenía sentido «dejarse acunar por palabras, declamaciones y juramentos»; había que «mirar de frente a la verdad» y hacer un análisis concreto de las relaciones de fuerza. Por desgracia, «los héroes de la frase revolucionaria» desprecian este trabajo; en efecto, la «frase revolucionaria» es un eslogan que no expresa más que «sentimientos, deseos, cólera, indignación» (OL).

 

Por su parte, quienes veían una abdicación de las razones de la revolución y de la moral en cualquier compromiso que se alcanzase con el imperialismo replicaban:

 

«Consideramos oportuno, en interés de la revolución internacional, que se admita la posibilidad de perder el poder soviético, que se ha vuelto puramente formal».

 

Palabras extrañas y monstruosas a ojos de Lenin (OL), que denunciaba en semejante postura el empecinamiento de los intelectuales, empeñados en ver en el poder (con los compromisos que inevitablemente comporta) una fuente de contaminación moral, y proclives en consecuencia a preferir el papel de eterna oposición, «crítica» pero sustancialmente veleidosa, como habían insinuado, no sin cierta razón, los círculos liberales o conservadores en vísperas de la Revolución de Octubre.

 

Por consiguiente, en el momento de la formación de la Internacional comunista, la abstracción de los intelectuales revolucionarios se percibía tanto en el Este como en el Oeste, si bien se manifestaba una discrepancia en cierto punto. En el Este, donde habían alcanzado el poder, los intelectuales o ex intelectuales se vieron obligados a emprender un fatigoso proceso de aprendizaje. En marzo de 1920 Lenin invitaba a los cuadros del partido y del Estado a que aprendiesen todo lo necesario para que la contrarrevolución no los barriese del mapa:

 

«el arte de la administración» no cae «del cielo», ni es «un don del Espíritu Santo»

(OL).

 

La evolución en el Oeste fue muy diferente: las esperanzas mesiánicas en la «transformación del poder en amor» no se realizaron; pero no por ello cesó la actitud de desconfianza frente al poder, que se sentía como fuente de contaminación intelectual y moral. La escisión entre marxistas orientales y marxistas occidentales adoptaba así la forma de una contraposición entre los marxistas que ejercían el poder y los marxistas en la oposición, cada vez más centrados en la «teoría crítica», en la «deconstrucción», incluso en la denuncia del poder y las relaciones de poder en cuanto tales. Así adquiría forma un «marxismo occidental» que situaba en su lejanía respecto del poder la condición privilegiada o exclusiva para redescubrir el «auténtico» marxismo, que no se reducía a ideología de Estado.

 

¿Está justificada semejante pretensión? En realidad, si bien puede, por una parte, incrementar la lucidez de la mirada, por otra parte, la lejanía respecto del poder y el desprecio hacia él también pueden nublar la vista. No hay duda de que la presión que imponen las tareas propias de la dirección de un país ayudó mucho a Lenin, Mao y otros líderes, al marxismo oriental en su conjunto, a la hora de desembarazarse de las esperanzas mesiánicas y de madurar una visión más realista del proceso de construcción de una sociedad pos-capitalista. En el ángulo opuesto, con su irredento apego por la «frase», el marxismo occidental ha terminado encarnando dos de las figuras que más censura Hegel: en la medida en que se da por satisfecho con la crítica y encuentra en ella su razón de ser, sin plantearse el problema de formular alternativas viables y de construir un bloque histórico alternativo al dominante, es ilustración de la pedantería del deber ser; y cuando después se complace en la lejanía del poder, como condición de la propia pureza, encarna la figura del alma bella…

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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