lunes, 15 de enero de 2024

 

1099

 

 

EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(38)

 

 

V

 

¿RECUPERACIÓN O ÚLTIMOS COLETAZOS DEL MARXISMO OCCIDENTAL?

 

 

3. Harvey y la absolutización de la «rivalidad interimperialista»

 

Vilipendiada abiertamente por Žižek, la revolución anticolonial es la gran ausente en la obra de David Harvey, otro exponente de primera fila del marxismo occidental. Es ya bastante elocuente el cuadro que esboza, partiendo del análisis de las contradicciones del capitalismo, de la primera mitad del siglo XX:

 

«Como bien previó Lenin, el resultado global fueron cincuenta años de rivalidad y de guerras interimperialistas, en cuyo curso cobraron gran relevancia los nacionalismos rivales» (Harvey, 2003)

 

 

La gran crisis histórica que comenzó en 1914 y encontró un equilibrio provisional con la derrota del Tercer Reich, ¿se caracterizaría simplemente por el choque entre potencias imperialistas enfrentadas? ¿Era una guerra imperialista la que vio a los «indígenas» de Europa oriental oponer una resistencia incansable frente al intento hitleriano de someterlos y esclavizarlos? Al igual que olvida la Gran Guerra Patriótica, Harvey silencia también la guerra de resistencia del pueblo chino contra la agresión del imperialismo japonés, por no hablar de las guerras nacionales «menores» (en Yugoslavia, Albania, Francia, en la propia Italia) que acompañaron a la Segunda Guerra Mundial y sellaron la derrota del Tercer Reich. El único conflicto al que se hace referencia es la «rivalidad y las guerras interimperialistas».

 

Harvey se equivoca cuando apela a Lenin, al que ya hemos visto invocar en 1916 las guerras nacionales, no solo en el mundo colonial clásico, sino en el corazón mismo de Europa, anticipando el escenario que iba a darse poco más de dos décadas después. El estudioso marxista británico lee, en cambio, la Segunda Guerra Mundial según un conocido esquema: de la Gran Depresión al estallido de las «rivalidades interimperialistas». Dicho con otras palabras: para superar la devastadora crisis económica que se inició en 1929, «fueron necesarias las calamidades de una guerra entre Estados capitalistas» (Harvey, 2003). Pero ¿cómo se explica que Hitler llegase al poder presentándose como el valedor de la causa de la supremacía blanca en Europa y en el mundo? Tenía muy claro que, atizada por el llamamiento de Lenin y de la Revolución de Octubre a los «esclavos de las colonias» para que se sacudieran las cadenas, ya se había iniciado la revolución anticolonialista mundial, que había que contener y hacer recular por todos los medios.

 

Harvey ignora la revolución anticolonialista, y lo mismo da que mire al pasado que al presente. Para ser precisos, hay una cierta discrepancia en lo que se refiere al presente: cuando analiza los conflictos actuales, el marxista británico los describe correctamente; sin embargo, llegado el momento de extraer conclusiones, termina subsumiendo bajo las categorías de rivalidad y de guerra interimperialista contradicciones y procesos de naturaleza bien distinta. Harvey subraya el papel de los Estados Unidos en el golpe de Estado de Chile que derroca a Allende en 1973, así como en el que destituye y arresta a Chávez durante un breve lapso en la Venezuela de 2002; no oculta su simpatía hacia la resistencia popular que, en ambos casos, se enfrenta a la arrogancia imperialista (Harvey, 2003). Por desgracia, no se pregunta de qué tipo era la contradicción subsistente entre Chile y Venezuela de un lado y los Estados Unidos del otro.

 

Ni siquiera tras haber analizado (correctamente) las relaciones entre Washington y Pekín se plantea la cuestión. Vamos a verlo: los Estados Unidos quieren tener la opción de «cortarles el flujo de petróleo a sus opositores» en general y a China en particular; no están dispuestos a resignarse pacíficamente a los vientos que empujan el centro de la economía hacia Asia oriental; sienten con fuerza la tentación de recurrir al poderío militar para reafirmar su tambaleante hegemonía. En síntesis, tienden a pasar del «imperio informal al imperio formal» (Harvey, 2003). Según reconoce el estudioso británico, los dirigentes chinos parecen ser plenamente conscientes de todo ello: las reformas económicas introducidas desde finales de 1979 le sirven al gigante asiático para «desarrollar la capacidad tecnológica» y «defenderse mejor contra las agresiones exteriores» (Harvey, 2005).

 

Ateniéndonos a esta descripción, esas medidas son a la vez un seguro de vida contra las pulsiones y proyectos imperialistas que cultivan las grandes potencias, responsables de imponer sobre una quinta o una cuarta parte de la población mundial un «siglo de humillaciones» bajo el signo de la opresión colonial o semicolonial. Ahora bien, la conclusión que sale del cuadro general esbozado por este exponente del marxismo occidental es completamente distinta: con el paso del siglo XX al XXI «empiezan escucharse los ecos de la competencia geopolítica que tan destructiva fue en los años treinta»; amenaza con volver a presentarse «el escenario descrito por Lenin: una violenta competición entre bloques de poder capitalistas» (Harvey, 2003).

 

La historia es la repetición de lo idéntico, la eterna rivalidad entre las potencias capitalistas e imperialistas. Personalmente, se me viene a la cabeza la conocida advertencia de Lenin, que sin embargo ignora el estudioso marxista británico: no es posible comprender adecuadamente el imperialismo si se pierde de vista la «enorme importancia de la cuestión nacional».

 

 

 

4. ¡Ay, si Badiou hubiese leído a Togliatti!

 

De entre los exponentes más recientes del marxismo occidental, Badiou parecería el mejor pertrechado para superar el límite de fondo de esta corriente de pensamiento. Ha tenido el raro coraje de hablar de 1989-1991 como de una «segunda Restauración» (Badiou, 2005). Algo particularmente evidente en el ámbito internacional. Ciertamente, el pueblo palestino no vivió el hundimiento de la Unión Soviética como un momento de liberación, viéndose expuesto desde entonces sin ninguna defensa al expansionismo colonial israelí; tampoco el pueblo cubano, que solo con grandes sacrificios ha podido defender su independencia de los intentos de Washington de volver a imponer la doctrina Monroe.

 

Desde la caída de la Unión Soviética los neoconservadores estadounidenses han soñado con imponer un imperio de dimensiones planetarias.

 

Así que hablar de los acontecimientos de 1989-1991 como de una «segunda Restauración» parecía allanar el camino para redescubrir la cuestión colonial y neocolonial. No obstante, ni siquiera Badiou llega a ese redescubrimiento. En su meritoria batalla contra el neoliberalismo y su incisiva reivindicación de medidas contra la austeridad, la miseria y la creciente desigualdad y polarización sociales formula una tesis que pretendía ser radical: «La justicia es más importante que la libertad», «la justicia es el objetivo» de la «política revolucionaria clásica», empezando por los «grandes jacobinos de 1792», «nuestros grandes antepasados jacobinos» (Badiou, 2011). Pero ¿acaso se interesaron poco los jacobinos por la causa de la libertad? A finales del siglo XVIII los «jacobinos negros» de Santo Domingo, con el apoyo de los jacobinos que gobernaban en París, protagonizan una de las mayores batallas por la libertad en la historia universal: acaban con la esclavitud y la dominación colonial, y defienden estas conquistas derrotando al poderoso ejército enviado por Napoleón. Haití surge de esta revolución, el primer país del continente americano que abolió la esclavitud, que sin embargo florece en la vecina República norteamericana, empeñada en estrangular por todos los medios al país gobernado por antiguos esclavos. Badiou tiene razón cuando define a los jacobinos como «antepasados» del movimiento comunista; en efecto, el sistema colonialista-esclavista mundial sufre dos golpes mortales: el primero a manos de los jacobinos y el segundo de los bolcheviques y los comunistas. Unos y otros deben considerarse campeones en la causa de la libertad, al menos desde este punto de vista.

 

Obviamente, la ideología dominante procede de un modo por completo distinto. A comienzos de la Guerra Fría Isaiah Berlin se deshacía en alabanzas a Occidente: si bien siguen existiendo zonas de miseria que obstaculizan la «libertad positiva» (el acceso a la instrucción, a la salud, al tiempo libre, etc.), la «libertad negativa» está garantizada para todos, la libertad liberal propiamente dicha, la esfera de autonomía inviolable del individuo.

 

Se expresaba así en un ensayo publicado en 1949 mientras decenas de estados de la Unión vetaban por ley la contaminación sexual y matrimonial de la raza blanca con las demás. Berlin no tenía en cuenta estas medidas, encaminadas a confinar a los pueblos de origen colonial en una casta servil, así como no tenía en cuenta el sistema colonialista mundial: ¿gozaban al menos de «libertad negativa» los pueblos sometidos a dominación colonial y expuestos al poder tiránico y arbitrario de sus gobernantes? Claramente, Berlin hacía abstracción de la suerte que Occidente imponía a los pueblos coloniales y de origen colonial, y no se daba cuenta de que la prohibición de las relaciones sexuales y matrimoniales interraciales, aunque apuntaba a la permanente segregación de las razas consideradas inferiores, terminaba por afectar poderosamente a la libertad negativa de los propios miembros de la privilegiada comunidad blanca. Fueron comunistas los que promovieron la libertad negativa para todos, situados en primera línea de la lucha contra la segregación y la discriminación racial, y expuestos, precisamente por ello, a terribles persecuciones en el Sur de los Estados Unidos en el momento en que Berlin cantaba loas al Occidente liberal (Losurdo, 2007).

 

Sin embargo, y aunque resulte paradójico, Badiou acaba suscribiendo la abstracción arbitraria respecto de la suerte reservada a los pueblos coloniales o de origen colonial. De otro modo, ¿cómo explicar la afirmación según la cual los protagonistas de la sublevación contra el sistema colonialista-esclavista mundial estarían más interesados en la causa de la «justicia» que en la de la «libertad»? Con independencia de que el signo de sus respectivos juicios sea distinto y contrapuesto, Berlin y Badiou comparten la tesis en virtud de la cual los liberales serían los teóricos y custodios de la «libertad negativa»: los dos olvidan las terribles cláusulas de exclusión que caracterizan al discurso liberal sobre la «libertad negativa».

 

Argumentando de este modo, el filósofo francés hace suyo un lugar común del marxismo occidental de las décadas anteriores. Pensemos en la crítica que Crawford B. Macpherson le dirigía en su momento al liberalismo, sinónimo de «individualismo posesivo» o «propietario». Su definición erraba tanto el sustantivo como el adjetivo (a no ser, se entiende, que olvidemos la cuestión colonial). Empecemos por el sustantivo: en la República norteamericana y en las colonias europeas, la suerte de un individuo venía determinada de un extremo a otro por su pertenencia racial, que erigía una barrera insuperable entre la raza blanca de los señores y los pueblos coloniales de color. El mérito de un individuo no desempeñaba ningún papel, o uno muy reducido: ¡nada más lejos del individualismo! Por lo que se refiere al adjetivo, el culto supersticioso de la burguesía capitalista por la propiedad no se extiende a la propiedad de los pueblos coloniales. Marx insiste con vehemencia sobre este punto:

 

Los burgueses defienden la propiedad; pero ¿qué partido revolucionario ha provocado alteraciones tan graves en las relaciones de propiedad del suelo como las acaecidas en Bengala, Madrás y Bombay? […] Mientras que en Europa predicaban la santidad inviolable de la deuda pública, ¿no confiscaban en la India los dividendos de los rajás que habían invertido sus ahorros en acciones de la Compañía? (mEw).

 

Cuando se trataba de los campesinos irlandeses y escoceses, de las poblaciones coloniales o semicoloniales de Europa, el gobierno de Londres no dudaba a la hora de perpetrar una «impúdica profanación del ‘sagrado derecho de propiedad’» (mEw).

 

Podría objetarse que ya hemos dejado atrás el colonialismo. Sin embargo, basta con mirar a Palestina: un poder arbitrario puede dictar la expropiación, la cárcel, la ejecución extrajudicial; no hay ningún ámbito de la vida pública y privada de los miembros de un pueblo colonial que escape al control, a la intervención, a la prepotencia de las fuerzas de ocupación. Es verdad que en la actualidad el colonialismo clásico es más bien la excepción que la regla. Pero no olvidemos que las ejecuciones extrajudiciales decretadas semanalmente, como informaba The New York Times el 30 de mayo de 2012, por el presidente de los Estados Unidos y ejecutadas en cualquier rincón del globo, casi siempre acaban con la vida de ciudadanos del Tercer Mundo, y que las víctimas colaterales que con frecuencia provocan esas ejecuciones extrajudiciales son también ciudadanos del Tercer Mundo. Pero no es todo: ¿de qué libertad y de qué seguridad respecto de la propiedad gozan los ciudadanos de un país que puede ser bombardeado, invadido, condenado a pasar hambre, por decisión soberana de Occidente y sobre todo del país que lo encabeza, sin siquiera esperar la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas? Según informan autorizados medios de prensa occidentales, cuando los servicios secretos estadounidenses (o británicos, o franceses) se empeñan en desestabilizar un país considerado rebelde, la primera operación que llevan a cabo es la siguiente: amenazan con llevar ante la Corte Penal Internacional a los funcionarios que no se pasen a su bando, la cual puede privarlos de libertad para el resto de su vida. Y la Corte Penal Internacional se encuentra tan escasamente por encima de las partes que, si bien puede investigar al jefe de un Estado agredido y derrotado, no puede hacerlo ni siquiera sobre el último de los soldados o contratis-tas estadounidenses, sean cuales sean los crímenes que haya cometido o que se le imputen. La doble legislación es un elemento constitutivo de la tradición colonial, y la lucha entre colonialismo y neocolonialismo, por un lado, y anticolonialismo del otro, si bien ha adoptado nuevas formas, está muy lejos de concluir. Lo cual significa que, aún hoy, luchando contra el colonialismo y el neocolonialismo, los marxistas pueden promover la causa de la libertad negativa, entendida en sentido universalista (respecto de todo esto cf. Losurdo, 2014).

 

Lo que define, antes que nada, la naturaleza intolerablemente inhumana de la sociedad capitalista no es el carácter «propietario» de su «individualismo» (Macpherson) o la prioridad que le concede a la «libertad» por encima de la «justicia» (Badiou), sino el despotismo y el terror que despliega en las colonias (Marx), o bien la «bárbara discriminación entre las criaturas humanas» de la que hablaba Togliatti apoyándose en las enseñanzas de Marx y Lenin. El líder del Partido Comunista Italiano, desterrado por Anderson y muchos otros antes que él al marxismo oriental, tiene el mérito de haber rechazado cualquier contraposición entre «libertad» y «justicia».

 

Sin duda, para promover una u otra hay que tener en cuenta las condiciones objetivas: incluso para los clásicos del liberalismo, una situación de guerra o de guerra civil provoca que la seguridad se ponga por delante de la libertad. Togliatti (1954) ve en el comunismo, sin ninguna duda, el movimiento que lucha por los «derechos sociales», pero al mismo tiempo —rechazando la «bárbara discriminación entre las criaturas humanas»— demuestra que se toma los «derechos de la libertad» mucho más en serio que la tradición liberal, y precisamente por ello los considera «patrimonio de nuestro movimiento», del movimiento comunista. Dan ganas de suspirar: ¡Ay, si Badiou hubiese leído a Togliatti!...

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

*

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar