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ENSAYOS
Michel de Montaigne
[ Publico este capítulo de los “Ensayos” de Montaigne estimulado por su habitual calidad y especialmente por su extraordinaria vigencia (¿quiénes son hoy los bárbaros, quiénes son los animales, quiénes son los terroristas...?), respondiendo además a la oportuna recomendación de Domenico Losurdo que figura en su magnífica obra: “CONTRAHISTORIA DEL LIBERALISMO”:
“Muy anterior a Locke y a Washington, y contemporáneo de Grozio, es Montaigne, en el cual hallamos una memorable reflexión autocrítica acerca de la expansión colonial de Occidente que en vano buscaremos en los primeros. Tal reflexión puede incluso ser comprendida como una crítica anticipada, pero puntual, del comportamiento asumido por Grozio, Locke y Washington con respecto a las poblaciones extra-europeas: en estas no hay «nada de bárbaro y salvaje»; el hecho es que «cada uno llama barbarie a aquello que no está en sus costumbres». ]
CAPÍTULO XXXI
DE LOS CANÍBALES
Cuando el rey Pirro pasó a Italia, luego que hubo reconocido la organización del ejército romano que iba a batallar contra el suyo dijo: «No sé qué clase de bárbaros serán estos (sabido es que los griegos llamaban así a todos los pueblos extranjeros), pero la disposición de los soldados que veo no es bárbara en modo alguno». Otro tanto dijeron los griegos de las tropas que Flaminio introdujo en su país, y también Filipo al contemplar desde un cerro el orden y disposición del campamento romano, bajo mandato de Publio Sulpicio Galba. Esto prueba que es bueno guardarse de abrazar las opiniones comunes, y que hay que juzgar según la razón y no por la opinión corriente.
He tenido conmigo mucho tiempo un hombre que había vivido diez o doce años en ese mundo que ha sido descubierto en nuestro siglo, en el lugar en que Villegaignon tocó tierra, al cual puso por nombre Francia Antártica. Este descubrimiento de un inmenso país bien vale la pena de ser tomado en consideración. Ignoro si en lo venidero tendrán lugar otros, en atención a que tantos y tantos hombres que valían más que nosotros no tenían ni siquiera presunción remota de lo que en nuestro tiempo ha acontecido. Yo recelo a veces que acaso tengamos los ojos más grandes que el vientre, y más curiosidad que capacidad. Lo abarcamos todo, pero solo atrapamos viento.
Platón nos muestra que Solón decía haberse informado de que según los sacerdotes de la ciudad de Saís, en Egipto, en tiempos remotísimos, antes del diluvio, existía una gran isla llamada Atlántida, a la entrada del estrecho de Gibraltar, la cual comprendía más territorio que Asia y África juntas; y que los reyes de esta región, que no solo poseían esta isla, sino que por tierra firme se extendían tan adentro que eran dueños de la anchura de África hasta Egipto, y de la longitud de Europa hasta la Toscana, quisieron llegar a Asia y subyugar todas las naciones que bordean el Mediterráneo, hasta el golfo del Mar Negro. A este fin atravesaron España, la Galia e Italia, y llegaron a Grecia, donde los atenienses los rechazaron; pero que andando el tiempo, los mismos atenienses, los habitantes de la Atlántida y la isla misma fueron sumergidos por las aguas del diluvio. Es muy probable que los destrozos que este produjo hayan ocasionado cambios extraños en las diferentes regiones de la Tierra, y algunos dicen que del diluvio data la separación de Sicilia de Italia:
Dícese que en lo antiguo estas tierras eran un mismo continente; por un empuje violento las separó el mar embravecido…
(VIRGILIO)
la de Chipre de Siria y la de la isla de Negroponto de Beocia, y que también juntó territorios que estaban antes separados, cubriendo de arena y limo los fosos intermediarios.
Una laguna, estéril mucho tiempo, que hundían los remos de la barca, conoce hoy el arado y alimenta las ciudades vecinas.
(HORACIO)
Mas no hay ninguna posibilidad de que esta isla sea el mundo que acabamos de descubrir, pues tocaba casi con España, y habría que suponer que la inundación había ocasionado un trastorno enorme en el globo terráqueo, apartados como se encuentran los nuevos países por más de mil doscientas leguas de nosotros. Las navegaciones modernas, además, han demostrado que no se trata de una isla, sino de un continente o tierra firme con la India oriental de un lado y las tierras que están bajo los dos polos de otro; y que, de estar separada, el estrecho es tan pequeño que no merece por ello el nombre de isla.
Parece que hay movimientos naturales y fuertes sacudidas en esos continentes y tantos ríos como agua en nuestro organismo. Cuando considero la acción que el río Dordoña ocasiona actualmente en la margen derecha de su curso, el cual se ha ensanchado tanto que ha llegado a minar los cimientos de algunos edificios, me formo una idea de aquella agitación extraordinaria que, de seguir en aumento, cambiaría la configuración del mundo; mas no acontece así, porque los accidentes y movimientos, se originen en un sitio o en otro, no suponen ya cambios significativos en la orografía. Y no hablo de las repentinas inundaciones que nos son tan conocidas. En Médoc, a lo largo del mar, mi hermano, el señor de Arsac, ha visto una de sus fincas enterrada bajo las arenas que el mar arrojó sobre ella; todavía se ven los restos de algunas construcciones; sus dominios y rentas se han convertido en miserables tierras de pastos. Los habitantes dicen que, de algún tiempo acá, el mar se les acerca tanto, que ya han perdido cuatro leguas de territorio. Las arenas que arroja son a manera de vanguardia. Se ven grandes dunas de tierra movediza, distantes media legua del océano, que van ganando el país.
El otro antiguo testimonio que pretende relacionarse con este descubrimiento lo encontramos en Aristóteles, dado que el libro de las Maravillas lo haya compuesto el filósofo. En esta obrilla se cuenta que algunos cartagineses, navegando por el océano Atlántico, fuera del estrecho de Gibraltar, bogaron largo tiempo y acabaron por descubrir una isla fértil, poblada de bosques y bañada por ríos importantes, de profundo cauce; estaba la isla muy lejos de tierra firme, de manera que los primeros navegantes y otros que los siguieron, atraídos por la bondad y la fertilidad de la tierra, llevaron consigo a sus mujeres e hijos y se aclimataron en el nuevo país. Viendo los señores de Cartago que su territorio se despoblaba poco a poco, prohibieron, bajo pena de muerte, que nadie emigrara a la isla, y arrojaron a los habitantes de esta, temiendo, según se cree, que andando el tiempo alcanzaran poderío, suplantasen a Cartago y ocasionaran su ruina. Este relato de Aristóteles tampoco se refiere al novísimo descubrimiento.
El hombre de que he hablado era sencillo y rudo, condición adecuada para ser verídico testimonio, pues los espíritus cultivados, si bien observan con mayor curiosidad y mayor número de cosas, suelen glosarlas en exceso, y a fin de poner de relieve la interpretación de que las acompañan, las adulteran; jamás muestran lo que ven al natural, siempre lo truecan y desfiguran conforme al aspecto bajo el cual lo han visto, de modo que para dar crédito a su testimonio y ser agradables, deforman de buen grado la materia, alargándola o ampliándola. Se precisa, pues, de un hombre fiel, o tan sencillo, que no tenga para qué inventar o acomodar a la verosimilitud falsas relaciones, un hombre ingenuo. Así era el mío, el cual, además, me hizo conocer en varias ocasiones marineros y comerciantes que en su viaje había visto, de suerte que a sus informes me atengo sin confrontarlos con las relaciones de los cosmógrafos. Habríamos menester de geógrafos que nos relatasen circunstanciadamente los lugares que visitaran; mas las gentes que han estado en Palestina, por ejemplo, juzgan por ello poder disfrutar el privilegio de darnos noticia del resto del mundo. Yo quisiera que cada cual escribiese sobre aquello que conoce bien, no precisamente en materia de viajes, sino en toda suerte de cosas, pues tal puede hallarse que posea particular ciencia o experiencia de la naturaleza de un río o de una fuente y que en lo demás sea absolutamente lego. Sin embargo, si le viene a las mientes escribir sobre el río o la fuente, englobará con ello toda la ciencia física. De este vicio surgen varios inconvenientes.
Volviendo a mi asunto, creo que nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones, según lo que se me ha referido; lo que ocurre es que cada cual llama «barbarie» a lo que es ajeno a sus costumbres. Como no tenemos otro punto de vista para distinguir la verdad y la razón que el ejemplo e idea de las opiniones y usos del país en que vivimos, en él tienen su asiento la perfecta religión, el gobierno más cumplido y el más irreprochable uso de todas las cosas. Así son salvajes esos pueblos como los frutos a los que aplicamos igual nombre por germinar y desarrollarse espontáneamente; en verdad creo yo que más bien deberíamos nombrar así a los que por medio de nuestro artificio hemos modificado y apartado del orden a que pertenecían; en los primeros se guardan vigorosas y vivas las propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles, las cuales hemos bastardeado en los segundos para acomodarlos al placer de nuestro gusto corrompido; y sin embargo, el sabor mismo y la delicadeza se avienen con nuestro paladar, que encuentra excelente, en comparación con los diversos frutos de aquellas regiones, que se desarrollan sin cultivo. El arte no vence a la madre naturaleza, grande y poderosa. Tanto hemos recargado la belleza y riqueza de sus obras con nuestras invenciones, que la hemos ahogado; de manera que allí donde su belleza resplandece, la naturaleza deshonra nuestras invenciones frívolas y vanas.
La hiedra crece sin cultivo; el árbol no es nunca más frondoso que cuando prospera en los abismos solitarios; el canto de las aves es más dulce sin el concurso del arte.
(PROPERCIO)
Todos nuestros esfuerzos juntos no logran siquiera edificar el nido del más insignificante pajarillo, no reproducen su belleza ni su utilidad; ni siquiera acertarían a formar el tejido de una mezquina tela de araña.
Platón dice que todas las cosas son obra de la naturaleza, de la suerte o del arte. Las más grandes y magníficas proceden de una de las dos primeras causas; las más insignificantes e imperfectas, de la última.
Esas naciones me parecen, pues, solamente bárbaras, en el sentido de que en ellas ha dominado escasamente la huella del espíritu humano, y porque permanecen todavía en los confines de su ingenuidad primitiva. Las leyes naturales dirigen su existencia muy poco bastardeadas por las nuestras, de tal suerte que, a veces, lamento que no hayan tenido noticia de tales pueblos los hombres que hubieran podido juzgarlos mejor que nosotros. Siento que Licurgo y Platón no los hayan conocido, pues se me figura que lo que por experiencia vemos en esas naciones sobrepasa no solo las pinturas con que la poesía ha embellecido la edad de oro de la humanidad, sino que todas las invenciones que los hombres pudieran imaginar para alcanzar una vida dichosa, juntas con las condiciones mismas de la filosofía, no han logrado representarse una ingenuidad tan pura y sencilla, comprable a la que vemos en esos países, ni han podido creer tampoco que una sociedad pudiera sostenerse con tan poco artificio, y, como si dijéramos, sin complicaciones humanas. Es un pueblo, le diría a Platón, en el cual no existe ninguna especie de tráfico, ningún conocimiento de las letras, ningún conocimiento de la ciencia de los números, ningún nombre de magistrado ni de otra suerte, que se aplique a ninguna superioridad política; tampoco hay ricos, ni pobres, ni contratos, ni sucesiones, ni particiones, ni más profesiones que las ociosas, ni más relaciones de parentesco que las comunes; las gentes van desnudas, no tienen agricultura ni metales, no beben vino ni cultivan los cereales. Las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, la detractación, el perdón, les son desconocidas. ¡Cuán distante hallaría Platón la república que imaginó de la perfección de estos pueblos!
Tales fueron las primitivas leyes de la naturaleza.
(VIRGILIO)
Viven en un lugar del país pintoresco y tan sano que, según atestiguan los que lo vieron, es muy raro encontrar un hombre enfermo, legañoso, desdentado o encorvado por la vejez. Están situados a lo largo del océano, defendidos del lado de la tierra por grandes y elevadas montañas, que distan del mar unas cien leguas aproximadamente. Tienen gran abundancia de carne y pescados, que en nada se asemejan a los nuestros, y que comen cocidos, sin aliño alguno. El primer hombre que vieron montado a caballo, aunque ya había tenido con ellos relaciones en anteriores viajes, les causó tanto horror que le mataron a flechazos antes de reconocerlo. Sus edificios son muy largos, capaces de contener doscientas o trescientas almas; los cubren con la corteza de grandes árboles, están fijos al suelo por un extremo y se apoyan unos sobre otros por los lados, a la manera de algunas de nuestras granjas; la parte que los guarece llega hasta el suelo y les sirve de flanco. Tienen madera tan dura que la emplean para cortar, y con ella hacen espadas y parrillas para asar la carne. Sus lechos son de un tejido de algodón, y están suspendidos del techo como los de nuestros navíos; cada cual ocupa el suyo; las mujeres duermen separadas de sus maridos. Se levantan cuando amanece, y comen, luego de haberse levantado, y les vale para todo el día, pues hacen una sola comida; y en esta no beben; así dice Suidas que hacen algunos pueblos de Oriente: solo beben fuera de la comida varias veces al día y abundantemente; preparan el líquido con ciertas raíces, tiene el color del vino claro y no lo toman sino tibio. Este brebaje, que no se conserva más que dos o tres días, es algo picante, pero no se sube a la cabeza; es saludable al estómago y sirve de laxante a los que no tienen costumbre de beberlo, pero a los que están habituados les es muy grato. En lugar de pan comen una sustancia blanca como harina azucarada; yo la he probado, y tiene el gusto dulce y algo desabrido. Pasan todo el día bailando. Los más jóvenes van a la caza de montería armados de arcos. Una parte de las mujeres se ocupa en calentar el brebaje, que es su principal oficio. Siempre hay algún anciano que por las mañanas, antes de la comida, predica a todos los que viven en una granjería, paseándose de un extremo a otro y repitiendo muchas veces la misma exhortación hasta que acaba de recorrer el recinto, que tiene unos cien pasos de longitud. No les recomienda sino dos cosas el anciano: valor contra los enemigos y buen trato con sus mujeres, y a esta segunda recomendación añade siempre que ellas son las que les suministran la bebida templada y en sazón. En varios lugares pueden verse, yo tengo algunos de estos objetos en mi casa, la forma de sus lechos, cordones, espadas, brazaletes de madera con que se preservan los puños en los combates, y grandes bastones con una abertura por un extremo, con los que dirigen la cadencia de sus danzas. Llevan el pelo cortado al rape, y se afeitan mejor que nosotros, sin otro utensilio que una navaja de madera o piedra. Creen en la inmortalidad del alma, y que las que lo han merecido van a reposar al cielo de los dioses donde el sol nace, y que las malditas van al sitio donde el sol se pone.
Tienen unos sacerdotes y profetas que se presentan muy poco ante el pueblo, y que viven en las montañas. A la llegada de ellos se celebra una fiesta y una asamblea solemne, en la que toman parte varias granjas; cada una de estas, según queda descrita, forma un pueblo, y se encuentran situados a una legua francesa de distancia. Los sacerdotes les hablan en público, los exhortan a la virtud y al deber, y toda su ciencia moral se encuentra comprendida en dos artículos, que son la proeza en la guerra y el afecto hacia sus mujeres. Los mismos sacerdotes les pronostican el porvenir y el resultado que deben esperar en sus empresas, encaminándolos o apartándolos de la guerra. Mas si son malos adivinos, si predicen lo contrario de lo que acontece, se les corta y tritura en mil pedazos, caso de atraparlos, acusados de falsos profetas. Por esta razón, aquel que se equivoca una vez desaparece luego para siempre.
La adivinación es solo don de Dios, y por eso debería ser castigado como impostor el que de ella abusa. Entre los escitas, cuando los adivinos se equivocaban, se les tendía, amarrados con cadenas los pies y las manos, en carros llenos de retama, tirados por bueyes, y así se los quemaba. Los que rigen la conducta de los hombres son excusables de hacer para lograr su misión lo que pueden; pero a esos otros que nos vienen engañando con las seguridades de una facultad extraordinaria, cuyo fundamento reside fuera de los límites de nuestro conocimiento, ¿por qué no castigarlos a causa de que no mantienen el efecto de sus promesas, al par que por lo temerario de sus imposturas?
Los pueblos de los que voy hablando hacen la guerra contra las naciones que viven del otro lado de las montañas, más adentro de la tierra firme. En estas luchas todos van desnudos; no llevan otras armas que arcos, o espadas de madera afiladas por un extremo, parecido a la hoja de un venablo. Es cosa sorprendente el considerar estos combates que siempre acaban con la matanza y derramamiento de sangre, pues la derrota y el pánico son desconocidos en aquellas tierras. Cada cual lleva como trofeo la cabeza del enemigo que ha matado y la coloca a la entrada de su vivienda. A los prisioneros, después de haberles dado buen trato durante algún tiempo y de haberlos favorecido con todas las comodidades que imaginan, el jefe congrega a sus amigos en una asamblea, sujeta con una cuerda uno de los brazos del cautivo, y por el extremo de ella le mantiene a algunos pasos, a fin de no ser herido; el otro brazo lo sostiene de igual modo el mejor amigo del jefe; en esta disposición, le destrozan a espadazos. Hecho esto, le asan, se lo comen entre todos y envían algunos trozos a los amigos ausentes. Y no se lo comen para alimentarse, como antiguamente hacían los escitas, sino para conducir la venganza hasta el último límite; y así es en efecto, pues tras advertir que los portugueses que se unieron a sus adversarios ponían en práctica otra clase de muerte contra ellos cuando los cogían, que consistía en enterrarlos hasta la cintura y lanzarles luego en la parte descubierta gran número de flechas para después ahorcarlos, creyeron que estos hombres del otro mundo, igual que habían sembrado su territorio con el conocimiento de muchos vicios, estaban más ejercitados que ellos en todo género de malicia, y que no realizaban sin motivo aquel género de venganza, de manera que desde entonces la consideraron una muerte más cruel que la suya; así que abandonaron su antigua práctica por la nueva de los portugueses. No dejo de reconocer la barbarie y el horror que supone comerse al enemigo, mas sí me sorprende que comprendamos y veamos sus faltas y seamos ciegos para reconocer las nuestras. Creo que es más bárbaro comerse a un hombre vivo que comérselo muerto; desgarrar por medio de suplicios y tormentos un cuerpo todavía lleno de vida, asarlo lentamente, y echarlo luego a los perros o a los cerdos; esto, no solo lo hemos leído, sino que lo hemos visto recientemente, y no es que se tratara de antiguos enemigos, sino de vecinos y conciudadanos, con la agravante circunstancia de que para la comisión de tal horror sirvieron de pretexto la piedad y la religión. Esto es más bárbaro que asar el cuerpo de un hombre y comérselo después de muerto.
Crisipo y Zenón, maestros de la secta estoica, opinaban que no había inconveniente alguno en servirse de nuestros despojos para cualquier cosa que nos fuera útil, ni tampoco en servirse de ellos como alimento. Sitiados nuestros antepasados por César en la ciudad de Alesia, determinaron, para no morirse de hambre, alimentarse con los cuerpos de los ancianos, mujeres y demás personas inútiles para el combate.
Se cuenta que los vascones prolongaron su vida nutriéndose con carne humana.
(JUVENAL)
Los mismos médicos no tienen inconveniente en emplear los restos humanos para las operaciones que practican en los cuerpos vivos, y los aplican, ya interior, ya exteriormente. Jamás se vio en aquellos países opinión tan relajada que disculpase la traición, la deslealtad, la tiranía y la crueldad, que son nuestros pecados ordinarios. Podemos, pues, llamarlos bárbaros en función de los preceptos que la sana razón dicta, mas no si los comparamos con nosotros, que los sobrepasamos en todo género de barbarie. Sus guerras son completamente nobles y generosas; son tan excusables y abundan en acciones tan hermosas como esta enfermedad humana puede admitir. No luchan por la conquista de nuevos territorios, pues gozan de una fertilidad tan natural que pueden alimentarse sin trabajo ni fatigas cuanto les es preciso, y de manera tan abundante que les sería inútil ensanchar sus límites. Se encuentran en la situación dichosa de no codiciar sino aquello que sus naturales necesidades les ordenan; todo lo que a estas sobrepasa es superfluo para ellos. Generalmente los de una misma edad se llaman hermanos, hijos los menores, y los ancianos se consideran como padres de todos. Estos últimos dejan a sus herederos la plena posesión de sus bienes en común, sin más títulos que el que la naturaleza da a las criaturas al echarlas al mundo. Si sus vecinos trasponen las montañas para sitiarlos y logran vencerlos, el botín del triunfo consiste únicamente en la gloria y superioridad de haberlos sobrepasado en valor y en virtud, pues de nada les servirían las riquezas de los vencidos. Regresan a sus países, donde nada de lo preciso les falta, y donde saben además acomodarse a su condición y vivir contentos con ella. Igual virtud adorna a los del bando contrario. A los prisioneros no les exigen otro rescate que la confesión y el reconocimiento de haber sido vencidos; pero no se ve ni uno solo en todo el transcurso de un siglo que no prefiera antes la muerte que mostrarse cobarde ni de palabra ni de obra; ninguno pierde un adarme de su invencible esfuerzo, ni se ve ninguno tampoco que no prefiera morir y ser devorado antes que solicitar el perdón. Los tratan con entera libertad a fin de que la vida les sea más grata, y les hablan de las amenazas de una muerte próxima, de los tormentos que sufrirán, de los preparativos que se disponen a este efecto, del magullamiento de sus miembros y del festín que se celebrará a sus expensas. De todo se echa mano con el propósito de arrancar de sus labios alguna palabra blanda o alguna bajeza, y también para hacerlos entrar en deseos de huir para de este modo poder vanagloriarse de haberles metido miedo y quebrantado su firmeza, pues consideradas las cosas rectamente, solo en esto reside la victoria verdadera:
La sola victoria verdadera es la que fuerza al enemigo a declararse vencido.
(CLAUDIANO)
Los húngaros, combatientes belicosísimos, no iban tampoco en la persecución de sus enemigos más allá de ese punto de reducirlos a pedir clemencia. En cuanto alcanzaban semejante confesión, los dejaban libres, sin ofenderlos ni pedirles rescate; lo más a que llegaban las exigencias de los vencedores era a obtener la promesa de que en lo sucesivo no se levantarían en armas contra ellos. Bastantes ventajas alcanzamos sobre nuestros enemigos, que no son comúnmente sino prestadas y no peculiares nuestras. Más propio es de un mozo de cuerda que de la fortaleza de ánimo el tener los brazos y las piernas duros y resistentes; la buena disposición para la lucha es una cualidad estéril y corporal; de la fortuna depende que venzamos a nuestro enemigo, y que nos impongamos. Se trata de habilidad y destreza, y puede estar al alcance de un cobarde o de un mentecato ser un consumado maestro de la esgrima. La estimación y la valía de un hombre residen en el corazón y en la voluntad; allí reside el verdadero honor. La valentía es la firmeza, no de las piernas ni de los brazos, sino del vigor y del alma. No consiste en el valor de nuestro caballo ni en la solidez de nuestra armadura, sino en el temple de nuestro pecho. El que cae lleno de ánimo en el combate, «si cae en tierra combate de rodillas» (SENECA); el que desafiando todos los peligros ve la muerte cercana y por ello no disminuye un punto en su fortaleza; quien al exhalar el último suspiro mira todavía a su enemigo con altivez y desdén, son derrotados no por nosotros, sino por la mala fortuna; muertos pueden estar, mas no vencidos. Los más valientes son a veces los más infortunados, así que puede decirse que hay pérdidas triunfantes que equivalen a las victorias. Ni siquiera aquellas cuatro hermanas, las más hermosas que el sol haya alumbrado sobre la tierra, las de Salamina, Platea, Micala y Sicilia, podrán jamás oponer toda su gloria a la derrota del rey Leónidas y de los suyos en el desfiladero de las Termópilas. ¿Quién corrió nunca con gloria más viva ni ambiciosa pese a vencer en el combate que el capitán Iscolas en su derrota? ¿Quién logró con su salvación más fama que él de su ruina? Estaba encargado de defender cierto paso del Peloponeso contra los arcadios, y como se sintiera incapaz de cumplir su misión a causa de la naturaleza del lugar y de la desigualdad de fuerzas, convencido de que todo cuanto los enemigos quisieran hacer lo harían, y por otra parte, considerando indigno de su propio esfuerzo y magnanimidad, así como también del nombre Lacedemonio el ser derrotado, adoptó la determinación siguiente: a los más jóvenes y mejor dispuestos de su ejército los reservó para la defensa y servicio de su país, y les ordenó que partieran; con aquellos cuya muerte era de menor trascendencia decidió defender el desfiladero, y con la muerte de todos hacer pagar cara a los enemigos la entrada, como sucedió efectivamente, pues viéndose de pronto rodeado por todas partes por los arcadios, entre quienes hizo una atroz carnicería, él y los suyos fueron luego pasados a cuchillo. ¿Existe algún trofeo asignado a los vencedores que no pudiera aplicarse mejor a estos vencidos? El vencer verdadero tiene por carácter no tanto preservar la vida, sino el batallar, y el honor reside más en combatir que el derrotar.
Volviendo a los caníbales, diré que, lejos de rendirse los prisioneros por las amenazas que se les hacen, ocurre lo contrario; durante los dos o tres meses que permanecen en tierra enemiga están alegres, y meten prisa a sus amos para que se apresuren a darles la muerte, desafiándolos, injuriándolos, y echándoles en cara la cobardía y el número de batallas que perdieron contra los suyos. Guardo una canción compuesta por uno de aquellos, en que se advierten los rasgos siguientes:
«Que vengan resueltamente todos cuanto antes, que se reúnan para comer mi carne, y comerán al mismo tiempo la de sus padres y la de sus abuelos, que antaño sirvieron de alimento a mi cuerpo; estos músculos, estas carnes y estas venas son los vuestros, pobres locos; no reconocéis que la sustancia de los miembros de vuestros antepasados reside todavía en mi cuerpo; saboreadlos bien, y encontraréis el gusto de vuestra propia carne».
En nada se asemeja esta canción a las de los salvajes. Los que los pintan moribundos y los representan cuando se los sacrifica, muestran al prisionero escupiendo en el rostro a los que le matan y haciéndoles gestos. Hasta que exhalan el último suspiro no cesan de desafiarlos de palabra y por obras. ¿Son aquellos hombres, que no conocen la mentira, completamente salvajes comparados con nosotros? Preciso es que lo sean a sabiendas o que lo seamos nosotros. Hay una distancia enorme entre su manera de ser y la nuestra.
Los varones tienen allí varias mujeres, en tanto mayor número cuanta mayor es la fama que gozan de valientes. Es cosa hermosa y digna de notarse en los matrimonios, en lugar de los celos a los que recurren nuestras mujeres para impedirnos comunicación y trato con las demás, las suyas ponen cuanto está de su parte para que ocurra lo contrario. Abrigando mayor interés por el honor de sus maridos que por todo lo demás, emplean la mayor solicitud de que son capaces en recabar el mayor número posible de compañeras, puesto que tal circunstancia prueba la virtud de sus esposos. Las nuestras tendrán esta costumbre por absurda mas no lo es en modo alguno, sino más bien una buena prenda matrimonial, de la cualidad más relevante. Algunas mujeres de la Biblia: Lía, Raquel, Sara y las de Jacob, entre otras, facilitaron a sus maridos sus hermosas sirvientes. Livia secundó los deseos de Augusto en perjuicio propio. Estratonicia, esposa del rey Dejotaro, procuró a su marido no ya solo una hermosísima camarera que la servía, sino que además educó con diligencia suma los hijos que nacieron de la unión, y los ayudó a que heredaran el trono de su marido. Y para que no vaya a creerse que esta costumbre se practica por obligación servil o por autoridad ciega hacia el hombre, sin reflexión ni juicio, o por torpeza de alma, mostraré aquí algunos ejemplos de la inteligencia de aquellas gentes. Además de la canción guerrera antes citada, tengo noticia de otra amorosa, que comienza así:
«Detente, culebra; detente, a fin de que mi hermana copie de tus hermosos colores el modelo de un rico cordón que yo pueda ofrecer a mi amada; que tu belleza sea siempre preferida a la de todas las demás serpientes».
Esta primera copla es el estribillo de la canción, y yo creo haber mantenido suficiente trato con los poetas para juzgar de ella, que no solo nada tiene de bárbara, sino que se asemeja a las de Anacreonte. El idioma de aquellos pueblos es dulce y agradable, y las palabras terminan de un modo semejante a las de la lengua griega.
Tres hombres de aquellos países, desconociendo lo costoso que sería un día para su tranquilidad y dicha el conocimiento de la corrupción del nuestro, y que su comercio con nosotros engendraría su ruina, como supongo que habrá ya acontecido, por la locura de haberse dejado engañar por el deseo de novedades, y por haber abandonado la dulzura de su cielo para ver el nuestro, vinieron a Rouen cuando el rey Carlos IX residía en esta ciudad. El soberano les habló largo tiempo; les mostraron nuestras maneras, nuestros lujos, y cuantas cosas encierra una gran ciudad. Luego, alguien quiso saber la opinión que se habían formado, y deseosos de conocer lo que les había parecido más admirable, respondieron que tres cosas (de ellas olvidé una y estoy bien pesaroso, pero dos las recuerdo bien): dijeron que encontraban muy raro que tantos hombres barbudos, de elevada estatura, fuertes y bien armados como rodeaban al rey (acaso se referían a los suizos de su guardia) se sometieran a la obediencia de un muchachillo, y no eligieran mejor uno de entre ellos para que los mandara. En segundo lugar (según ellos la mitad de los hombres vale por lo menos como la otra mitad), observaron que había entre nosotros muchas personas llenas y ahítas de toda suerte de comodidades y riquezas; y que los otros mendigaban a sus puertas, descarnados de hambre y miseria, y que les parecía también singular que los segundos pudieran soportar injusticia semejante y que no estrangularan a los primeros, o no prendieran fuego a sus casas.
Yo hablé a mi vez largo tiempo con uno de ellos, pero tuve un intérprete tan torpe e inhábil para entenderme, que fue poquísimo el placer que recibí. Preguntándole qué ventajas alcanzaba de la superioridad con la que su capitán se hallaba investido entre los suyos, pues nuestros marinos le llamaban rey, me dijo que la de ir a la cabeza en la guerra. Interrogado sobre el número de hombres que le seguían, me mostró un lugar para significarme que tantos como podía contener el sitio que señalaba (cuatro o cinco mil). Tras preguntarle si después de la guerra mantenía su autoridad, contestó que gozaba del privilegio, al visitar los pueblos que dependían de su mando, de que le abriesen senderos a través de las malezas y arbustos, por donde pudiera pasar a gusto. Todo lo dicho en nada se asemeja a la insensatez ni a la barbarie. El problema es que estas personas no gastan calzones ni coletos.
[ Fragmento de: Michel de Montaigne. “Ensayos” ]
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