martes, 9 de enero de 2024

 

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EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(37)

 

 

V

 

¿RECUPERACIÓN O ÚLTIMOS COLETAZOS DEL MARXISMO OCCIDENTAL?

 

 

 

1. El anti-anti-imperialismo de Žižek

 

El mapa ideológico actual presenta algunas variaciones con respecto a 1989 y los años inmediatamente posteriores, un período en el que el discurso sobre la muerte de Marx —al que nadie lloraba— se había convertido prácticamente en una verdad de sentido común: hoy es evidente y creciente el interés por el gran pensador y revolucionario, y los autores que de un modo u otro apelan a él gozan a veces de un considerable prestigio y popularidad. ¿Debemos hablar, entonces, de una recuperación del marxismo occidental?

 

 

Recientemente, el exponente más ilustre de lo que se quiere definir pomposamente como «marxismo occidental libertario» ha señalado 2011 como «el año del despertar de la política radical de emancipación en todo el mundo» (Žižek, 2009). Es cierto que el autor se apresuraba a llamar la atención sobre la pronta decepción. Hagamos abstracción, no obstante, de los acontecimientos posteriores y centrémonos en el año 2011, saludado en términos tan lisonjeros: en efecto, fue el año en que nuevos movimientos de protesta («Occupy Wall Street», «Indignados», etc.) parecían extenderse como una mancha de aceite, pero también el año en que la OTAN desencadenaba contra Libia una guerra que, tras provocar decenas de miles de muertos, concluía con el horrible linchamiento de Gadafi. Prestigiosos órganos de prensa occidentales reconocieron el carácter neocolonial de la agresión. Sin embargo, Hillary Clinton se permitía unas muestras de alegría tan fuera de lugar («¡Vinimos, vimos y murió!» — We came, we saw, he died! —, exclamaba triunfal la entonces secretaria de Estado) que incluso suscitaron las reservas morales de un periodista de Fox News: a sus ojos era inquietante el entusiasmo por un crimen de guerra. Desgraciadamente, la infame empresa neocolonial de la que hablo no solo no encontró ninguna resistencia relevante en el marxismo occidental, sino que en Italia la legitimó al menos una figura histórica de esta corriente de pensamiento.

 

Todavía en 2011, en Tel Aviv y otras ciudades de Israel centenares de miles de «indignados» salían a las plazas para protestar por el coste de la vida, contra unos alquileres insostenibles, etc., pero se cuidaban mucho de poner en discusión la persistente y acelerada colonización de los territorios palestinos: la «indignación» llamaba la atención sobre las crecientes dificultades de las capas populares de la comunidad judía, pero no consideraba digna de atención la interminable tragedia del pueblo sometido a ocupación militar. Una tragedia que describía así, en una prestigiosa revista estadounidense, un profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén: al menos por lo que se refiere a los territorios palestinos ocupados, Israel es una «etnocracia», y a fin de cuentas un Estado racial.

 

La colonización de las tierras expropiadas por la fuerza a los palestinos sigue adelante de forma ininterrumpida. Quienes osan protestar «son tratados con dureza, a veces encarcelados durante largos pe-ríodos, a veces hay muertos en las manifestaciones». Todo ello dentro de «una pérfida campaña empeñada en hacer la vida de los palestinos lo más miserable posible […], con la esperanza de que desaparezcan».

 

Una auténtica limpieza étnica, por mucho que se dilate en el tiempo. Se trata de una etnocracia tan dura que muchas veces recuerda los «tenebrosos precedentes históricos del pasado siglo» (Shulman, 2012). Y sin embargo, los «indignados» por el incremento del coste de la vida, pero indiferentes ante la cruel «etnocracia» impuesta a los palestinos, son celebrados por dos ilustres autores de orientación marxista como adalides de una nueva sociedad «basada en relaciones comunitarias» (Hardt y Negri, 2012).

 

Entonces, ¿es 2011 «el año del despertar de la política radical de emancipación en todo el mundo» (por citar a Žižek), o el año del despertar del ideal de una sociedad «basada en relaciones comunitarias» (empleando palabras de Hardt y Negri), o es más bien el año en que los desmanes coloniales o neocoloniales son contemplados en silencio y hasta con connivencia por los sectores tradicionales de la izquierda? Al hacer su balance abstrayéndose por completo de la suerte reservada a los pueblos coloniales, Žižek, Hardt y Negri reproducen, dilatándolo, el límite de fondo del marxismo occidental. Desde este punto de vista, el éxito del que goza actualmente sobre todo Žižek hace pensar, más que en un despertar, en el último coletazo del marxismo occidental.

 

El olvido de la cuestión colonial forma parte de la base teórica y política del filósofo esloveno: a años luz de lo totalmente Otro deseado y soñado, el mundo existente está dominado íntegramente por el capitalismo; no tiene sentido distinguir entre las potencias imperialistas y colonialistas y los países recientemente liberados de la dominación colonial, y que ahora, a base de ensayos y errores, tratan de superar su atraso, de conseguir la plena independencia también en el plano económico, y de dotarse de instituciones políticas adecuadas a sus condiciones económico-sociales y a su situación geopolítica. Žižek no es menos hostil que Arendt a la categoría de Tercer Mundo. Es incluso más radical. Su ironía hacia los países que, apelando incluso a una ideología revolucionaria y al marxismo, enarbolan la bandera del antiimperialismo es mordaz: la lucha de clases ya no tendría como protagonistas a «los capitalistas y el proletariado de todos los países», sino que se desarrollaría en un marco internacional, enfrentando a los Estados antes bien que a las clases sociales; de este modo, la crítica marxiana al «capitalismo en cuanto tal» se reduce y se deforma en la «crítica del ‘imperialismo’», que pierde de vista lo esencial, a saber: las relaciones capitalistas de producción (Žižek, 2007).

 

Una vez se ha quitado de en medio las categorías de Tercer Mundo, imperialismo y antiimperialismo, por lo que se refiere al presente, la única distinción con sentido sería la que media entre «capitalismo autoritario» y no autoritario. China caería bajo la primera categoría (Žižek, 2009), pero no sería la única: también Vietnam e incluso la propia Cuba, tras la reciente apertura al mercado y a la economía privada (al menos tendencialmente capitalista). En cualquier caso, caerían bajo dicha categoría los países de «América Latina» caracterizados por un «capitalismo populista», tendentes al caudillismo y al autoritarismo (Žižek, 2009). Bien mirado, se reproduce en cierto modo la distinción, rechazada por el filósofo esloveno, entre Tercer Mundo, por un lado, y Occidente capitalista (con tradiciones y fuertes tendencias colonialistas), por el otro; solo que ahora la distinción se establece para glorificar al Occidente capitalista, que se convierte en el modelo al que deberían aproximarse los países del Tercer Mundo.

 

En conclusión, la visión de Žižek no es distinta de la autoconcepción de las clases dominantes de Europa y los Estados Unidos. Cierto que la constatación de esta convergencia no es por sí misma una refutación. Pero el propio filósofo esloveno se basta para refutarse. Refiere la directiva que Kissinger le dio a la CIA con el propósito de desestabilizar el Chile de Salvador Allende («Haced que la economía chille de dolor»), y subraya cómo esa política se ha seguido poniendo en práctica contra la Venezuela de Chávez (Losurdo, 2013). Sin embargo, elude una pregunta acuciante: ¿por qué la Venezuela de Chávez y Maduro debería considerarse más «autoritaria» que el país que procura desestabilizarla y someterla por todos los medios, y que pretende ejercer su dictadura sobre América Latina y el resto del mundo? Pero claro, desde el punto de vista de la autoconciencia del Occidente liberal son irrelevantes el despotismo o el autoritarismo que se ejercen contra los pueblos coloniales. Según esta lógica, en el discurso de apertura de su primer mandato presidencial Bill Clinton elogiaba a los Estados Unidos como la democracia más antigua del mundo: no le prestaba ninguna atención a la esclavización de los negros y a la expropiación, deportación y exterminio de los nativos. La abstracción que lleva a cabo Žižek es similar, igual de arbitraria: ni siquiera se pregunta si el autoritarismo de Washington no estará estimulando en alguna medida el de Caracas.

 

Conviene hacer una consideración de carácter general: resulta muy extraña una crítica del capitalismo que elude los peores aspectos de este sistema, muy evidentes, según la enseñanza de Marx, en las colonias. Una crítica del trabajo asalariado que guardase silencio sobre el trabajo forzado carecería de credibilidad; ahora bien, la historia del trabajo forzado en sus diversas formas es una parte importante de la historia de la opresión colonial. Y sin duda, está muy desencaminada una crítica del «autoritarismo» à la Žižek, que invita a pasar por alto el «autoritarismo» ejercido contra pueblos enteros, por decisión soberana de una gran potencia o de una coalición de grandes potencias, sometidos a devastadores embargos o bombardeados y bajo ocupación militar.

 

 

 

 

2. Žižek, el envilecimiento de la revolución anticolonial y la demonización de Mao

 

La escasa atención que el filósofo esloveno le presta a la lucha entre colonialismo y anticolonialismo se trasluce ya con solo ver qué capítulos de la historia son los que rememora. A propósito de la revolución de los esclavos negros de Santo Domingo/Haití observa que experimenta una «regresión a una nueva forma de dominación jerárquica» tras la muerte de Jean-Jacques Dessalines en 1806 (Žižek, 2009). La observación es justa si nos atenemos exclusivamente a la política interna. En el plano internacional, en cambio, el cuadro es muy distinto: pese a que no consiga adoptar una forma estable y superar la autocracia, el poder de los esclavos o ex esclavos sigue desempeñando una función revolucionaria; Alexandre Pétion, presidente entre 1806 y 1818, le arranca a Simón Bolívar el compromiso de liberar inmediatamente a los esclavos a cambio de su apoyo en la lucha de América Latina por la independencia de España. En cambio, la República «democrática» norteamericana defenderá obstinadamente la institución de la esclavitud, tratando de provocar mediante una política de embargo y de bloqueo naval la hambruna o la capitulación de Haití, el país que, pese al despotismo de su régimen político, encarna la causa del abolicionismo y de la libertad de los negros. Si queremos recurrir al mismo criterio que Žižek emplea para leer el presente, tendremos que decir que Haití representaba el «capitalismo autoritario», mientras que los Estados Unidos representaban el capitalismo más o menos «democrático». Sin embargo, trastocándolo todo, semejante lectura no nos permite entender demasiado bien ni el presente ni el pasado.

 

El juicio del filósofo esloveno sobre la Unión Soviética tras la muerte de Lenin no es menos unilateral. Me limito a traer aquí una frase lapidaria: «Heidegger se equivoca cuando reduce el Holocausto a la producción industrial de cadáveres; quien tal hizo fue el comunismo estalinista, no el nazismo» (Žižek, 2007). Hagamos abstracción del gusto por la provocación de un autor al que a veces parece que le gustan más los fuegos artificiales que los argumentos. No es lo esencial. Ya hemos visto a eminentes historiadores caracterizar la agresión hitleriana contra el Este como la mayor guerra colonial de todos los tiempos, una guerra colonial para la que Stalin se prepara, como sabemos, ya antes de alcanzar el poder. Pues bien, lo menos que puede decirse es que el teórico del «marxismo occidental libertario» no tiene una postura prejuiciosamente anticolonialista… Al igual que ignora el papel internacional de Haití, encarnación de la causa del abolicionismo pese a su régimen político despótico, tampoco le presta ninguna atención al papel internacional de la Unión Soviética de Stalin, que, frustrando el propósito hitleriano de reducir Europa oriental a unas «Indias germanas», condena a muerte el sistema colonialista mundial (al menos en su forma clásica).

 

Es aún más significativa la postura de Žižek frente a otro capítulo de la historia, este más reciente y relacionado con China. Con respecto a la gravísima crisis económica y la terrible carestía provocada o gravemente agudizada por el Gran Salto Adelante de 1958-1959, apunta con descuidada desenvoltura a la «despiadada decisión de Mao de hacer morir de hambre a diez millones de personas a finales de los años cincuenta» (Žižek, 2009). Cuando me topé por primera vez con semejante afirmación, me dejó sorprendido: ¿acaso la traducción italiana era imprecisa o demasiado enfática? Nada más lejos. El texto original no deja lugar a dudas, y es incluso más espeluznante: «Mao’s ruthless decission to starve tens of millions to death in the late 1950s» (Žižek, 2008).

 

El original no habla de «diez millones de personas», sino de «decenas de millones». Probablemente el traductor haya tratado de salvaguardar el prestigio del autor al que traducía, recalibrando su disparate. Comoquiera que sea, no hay que perder de vista que el exponente más famoso del «marxismo occidental libertario» se hace eco sin la más mínima distancia crítica del motivo recurrente de una campaña encaminada a demonizar, junto al líder que ejerció el poder en Pekín durante más de un cuarto de siglo, a la República Popular China en cuanto tal, la república surgida de la mayor revolución anticolonial de la historia.

 

Ahora bien, dicha acusación no recibe ningún crédito entre los autores más serios. Incluso “El libro negro del comunismo”, que no deja de insistir en las proporciones colosales del desastre, reconoce que el «propósito de Mao no era asesinar en masa a sus compatriotas» (Margolin, 1997). También hay eminentes estadistas occidentales que se niegan a subirse al carro de la incipiente guerra fría contra el gigante asiático. En una intervención en el semanario Die Zeit, el ex canciller alemán Helmut Schmidt (2012) se cuida de subrayar el carácter no intencionado de la tragedia que acabó siendo en su momento el Gran Salto Adelante.

 

Kissinger argumenta de modo análogo (2011): sin duda, se trató de «una de las peores carestías de la historia humana». Y sin embargo, Mao pretendía acelerar al máximo «el desarrollo industrial y agrícola» de China, quería alcanzar lo antes posible a Occidente y lograr así una situación de bienestar generalizado. En resumen: según el ilustre estudioso y político estadounidense, Mao «llamó de nuevo al pueblo chino a mover montañas, pero en esta ocasión las montañas no se movieron».

 

Aunque marcadas por la honestidad intelectual y la seriedad, las posturas que acabo de referir siguen teniendo sin embargo un límite: ignoran el contexto histórico en que se da el Gran Salto Adelante y que remite a la larga lucha entre colonialismo y anticolonialismo. Ya conocemos las preocupaciones que manifestaba Mao desde el instante mismo en que se proclamó la República Popular China: a pesar de la gloriosa lucha de liberación nacional a sus espaldas, corría el riesgo de depender económicamente de los Estados Unidos y convertirse, por consiguiente, en una semicolonia.

 

En efecto, las directivas de la administración Truman eran a la vez claras y despiadadas: encontrándose ya en condiciones desesperadas debido a las décadas de guerra y de guerra civil a sus espaldas, la República Popular China, a la que no se admitió en la ONU y que se encontraba rodeada y amenazada en el plano militar, debía verse sometida a una guerra económica que la conduciría a una «situación económica catastrófica», «al desastre» y el «colapso». Esto habría provocado también la derrota política del Partido Comunista Chino, que hasta entonces solamente había gobernado áreas rurales más o menos extensas, y que en consecuencia adolecía de una total «inexperiencia» por cuanto se refería al «campo de la economía urbana». Mao trataba de escapar de esta situación de extrema fragilidad económica y de potencial caída o recaída en una condición de dependencia semicolonial, y para ello apelaba a una movilización masiva de tipo militar de decenas de millones de campesinos, que, pese a ser semianalfabetos, le habrían impreso una prodigiosa aceleración al desarrollo económico gracias a su entusiasmo revolucionario.

 

En realidad, debido a su impaciencia y su inexperiencia en el «campo de la economía urbana», el líder chino acabó cayendo en la telaraña de sus enemigos. El resultado fue catastrófico. Sin embargo, hay un hecho que da que pensar: a comienzos de los años sesenta un colaborador de la administración Kennedy, Walt W. Rostow, se jactaba del triunfo logrado por los Estados Unidos, que habían conseguido retrasar por «décadas» el desarrollo económico de China. Es decir: la espantosa carestía que siguió al Gran Salto Adelante de 1958-1959 no se atribuía a la presunta furia homicida de Mao, sino a la maquiavélica astucia de la política adoptada por Washington (Losurdo, 2015).

 

En conclusión, Margolin, Schmidt y Kissinger estaban equivocados en la medida en que no terminaban de situar el desastroso experimento utópico de Mao en el marco histórico de la tragedia colonial que se inició con las guerras del Opio y que seguía desarrollándose durante los años del Gran Salto Adelante. Por su parte, olvidando la lucha entre colonialismo y anticolonialismo, y la angustiosa carrera de Mao por huir de la desesperada miseria de masas a que habían dado lugar la agresión y el dominio colonial, Žižek lo atribuye todo a la locura homicida del líder chino…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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