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EL MARXISMO OCCIDENTAL
Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar
Domenico Losurdo
(36)
IV
TRIUNFO Y MUERTE DEL MARXISMO OCCIDENTAL
10. Negri, Hardt y la celebración exotérica del Imperio
La historia esotérica del racismo y la biopolítica viene a ser una apología indirecta del Occidente liberal, cuyo papel como protagonista en la historia del expansionismo colonial y del racismo ligado a él es silenciado o rebajado en buena medida. En cambio, con Negri (y Hardt) cambia el panorama: la apología es ahora directa y exotérica. Al igual que enfática. Puede que parezca una acusación con ánimo polémico. Quizá sirva para refutar esa impresión una especie de experimento intelectual, o un juego si se prefiere. Vamos a comparar dos pasajes extraídos de autores muy distintos entre sí, pero ambos empeñados en contraponer en términos positivos a los Estados Unidos frente a Europa. El primero celebra la «experiencia americana», subrayando «la diferencia entre una nación concebida en libertad y consagrada al principio según el cual todos los hombres fueron creados iguales, y las naciones del viejo continente, que sin duda no fueron concebidas en libertad».
Veamos ahora el segundo pasaje:
¿Qué otra cosa era la democracia americana sino una democracia fundada en el éxodo, en valores afirmativos y no dialécticos, en el pluralismo y la libertad? Esos mismos valores —junto a la idea de la nueva frontera— ¿no alimentaban de continuo el movimiento expansivo de su fundamento democrático, más allá de las abstracciones de la nación, la etnia y la religión? […] Cuando Hannah Arendt escribía que la Revolución americana era superior a la francesa porque se entendía como una búsqueda sin fin de la libertad política, mientras que la Revolución francesa fue una lucha limitada que giró alrededor de la escasez y la desigualdad, exaltaba un ideal de libertad que los europeos habían perdido, pero que situaban en los Estados Unidos.
¿Cuál de los dos pasajes es más apologético? Resulta difícil decirlo: ambos guardan el silencio más riguroso sobre la suerte de los nativos, de los negros, sobre la doctrina Monroe, sobre el sometimiento de Filipinas y sobre la represión despiadada y a veces genocida del movimiento independentista en este país, etc. Y sin embargo, aunque la magnitud del olvido y el celo apologético dejan poco que desear en ambos casos, puede decirse que el segundo pasaje suena más inspirado, más lírico: se lo debemos a la pluma de Hardt y Negri (2000), mientras que el primero es de Leo Strauss (1952), autor de referencia del neo-conservadurismo estadounidense.
Con pocas variaciones, este experimento mental o este juego puede repetirse cuantas veces se quiera, siempre con el mismo resultado. ¿Cuál fue el auténtico significado de la revuelta contra el gobierno de Londres protagonizada por los colonos ingleses de América y que desembocó en la fundación de los Estados Unidos? Acabamos de ver el desmedido entusiasmo de dos prestigiosos representantes del marxismo occidental.
Veamos ahora qué análisis hace un estudioso norteamericano:
La Revolución americana no fue una revolución social, como la francesa, la rusa, la china, la mexicana o la cubana, fue una guerra de independencia. Y no se trató de una guerra de independencia librada por la población autóctona contra conquistadores extranjeros (como fue el caso de los indonesios en su lucha contra los holandeses o de los vietnamitas y argelinos contra los franceses), sino de la guerra de los colonos contra su país de origen. Si queremos compararla con un acontecimiento reciente, tendremos que referirnos a la revuelta de los colonos franceses de Argelia contra la República [Francesa] o bien a la actitud adoptada por los [colonos] de Rodesia frente al Reino Unido (Huntington, 1968).
Al menos por lo que se refiere a la relación con los pueblos coloniales o de origen colonial, la fundación de los Estados Unidos se parece más a una contrarrevolución que a una revolución. Lo reconoce indirectamente un autor de orientación conservadora (y una creciente y autorizada historiografía estadounidense), pero se trata de una blasfemia a ojos de los autores de Imperio.
Sigamos adelante con la comparación. En la actualidad, eminentes estudiosos estadounidenses de corte liberal describen la historia de su país como la historia de una Herrenvolk democracy, es decir, una democracia que solo vale para el Herrenvolk (es muy significativo el empleo de un lenguaje tan cercano a Hitler), para el «pueblo de los señores», y que no duda, por el lado opuesto, en esclavizar a los negros y en borrar a los pieles rojas de la faz de la Tierra.
«Solamente en los Estados Unidos se estableció un vínculo estable y directo entre la propiedad de esclavos y el poder político. Solo en los Estados Unidos los propietarios de esclavos desempeñaron un papel central en la fundación de una nación y en la creación de instituciones representativas» (Davis, 1969).
Imperio, en cambio, habla con tono compungido de la «democracia americana», que rompe con la visión «trascendente» del poder propia de la tradición europea y que —subrayan sus autores apelando a Arendt— constituye «la mayor invención de la política moderna», o bien «la afirmación de la libertad» (Hardt y Negri, 2000).
Estudiosos en absoluto sospechosos de antiamericanismo no tienen empacho en reconocer que desde «el primer día de su existencia los Estados Unidos son una potencia imperial» (Romano, 2014) y que «jamás ha habido imperialistas más seguros de sí mismos que los Padres Fundadores» de la República norteamericana (Ferguson, 2004).
Hardt y Negri, en cambio, hablan siempre de
«colonialismo europeo» y de imperialismo europeo: «El imperialismo constituía una verdadera proyección de la soberanía de los Estados-nación europeos más allá de sus fronteras. Al final, casi todos los territorios del globo quedaron re-partidos y parcelados, y el mapamundi quedó codificado según los colores europeos» (Hardt y Negri, 2000).
Para concluir vamos a fijarnos en una figura central en la historia del ascenso mundial de los Estados Unidos. Me refiero a Wilson. Entre los estudiosos de la historia y la política internacional es casi una obviedad hablar del «nacionalismo wilsoniano» (Romano, 2014). Se trata de un presidente que protagonizó un número récord de intervenciones militares en América Latina en nombre de la doctrina Monroe, siempre dispuesto a tomar partido en defensa de la supremacía blanca en el plano interno e internacional, reafirmando con ello la opresión de los pueblos coloniales y de origen colonial (Losurdo, 2016). Sin embargo, a ojos de Hardt y Negri (2000), Wilson se convierte en el paladín de la «ideología pacifista internacionalista», completamente alejada de la «ideología imperialista de corte europeo».
A uno se le viene a la cabeza la observación de Marx a propósito de Bakunin, que pese a todo su radicalismo antiestatalista terminaba eximiendo a Inglaterra, «el Estado propiamente capitalista», que constituía «la punta de lanza de la sociedad burguesa en Europa» (mEw). De igual modo, la polémica de Hardt y Negri contra el principio de soberanía estatal deja al margen a un país que se atribuye a sí mismo una soberanía monstruosamente dilatada, que lo autoriza a intervenir soberanamente en cualquier rincón del mundo, con o sin la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas; un país que, lejos de constituir una alternativa al militarismo europeo, representa —por decirlo con Sartre (1967)— al «monstruo supereuropeo»…
(continuará)
[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]
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