jueves, 7 de diciembre de 2023

 

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EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(34)

 

 

 

IV

TRIUNFO Y MUERTE DEL MARXISMO OCCIDENTAL

 

 

 

8. … y de la biopolítica

 

No menos esotérica e igualmente rebosante de celo antirrevolucionario es la historia de la «biopolítica» que reconstruye Foucault, una categoría que por lo demás le debe su extraordinaria fortuna al filósofo francés, que se sirve de ella para explicar los horrores del siglo xx. Sintetizándolo al máximo, este es el balance histórico que hace: a partir del siglo XIX se afirma una nueva concepción y una «nueva tecnología del poder». Ya no se trata, como en el pasado, de disciplinar el cuerpo de los individuos; ahora el poder «se aplica a la vida de los hombres, o mejor: no afecta tanto al hombre-cuerpo cuanto al hombre que vive, al hombre en tanto que ser viviente», afecta «a procesos globales específicos de la vida, como el nacimiento, la muerte, la producción, la enfermedad», a la «reproducción» de la vida humana (Foucault, 1976).

 

Y así, con la irrupción de la biopolítica «el poder, en el siglo XIX, toma posesión de la vida», o al menos «se hace cargo de la vida», lo cual «equivale a decir que llega a ocupar toda la superficie que se extiende desde lo orgánico hasta lo biológico, desde el cuerpo hasta la población», hasta los «procesos biológicos globales»; ahora debe garantizar «la seguridad del conjunto en relación a los peligros internos».

 

De suyo, el giro biopolítico ya está preñado de peligros. Después aparece el racismo, o mejor dicho, el racismo de Estado y biológico, que pretende «introducir una separación: la separación entre lo que debe vivir y lo que debe morir», y transforma la biopolítica en una práctica mortal (Foucault, 1976). De aquí van a seguirse las consecuencias catastróficas que conocemos ya en la URSS estalinista y la Alemania hitleriana.

 

Al igual que sucedía con la historia del racismo, también en la historia de la biopolítica es clamoroso el silencio sobre el colonialismo, que no obstante es el lugar de origen del uno (como ya hemos visto) y de la otra (como vamos a ver de inmediato). Resulta muy ilustrativo lo sucedido en América con la llegada de los conquistadores. A menudo, los nativos eran condenados a trabajar hasta morir. Se podía disponer de un número prácticamente ilimitado de potenciales esclavos y no faltaron quienes se afanaban por incrementar su riqueza promoviendo la reproducción del ganado humano de su propiedad: Las Casas refiere que el precio de una esclava aumenta cuando está encinta, exactamente igual que pasa con las vacas.

 

«Ese hombre indigno se ufanaba, se vanagloriaba —sin mostrar ninguna vergüenza— ante un religioso, de haber hecho todo cuanto estaba en su mano por dejar encinta a muchas indias, con el fin de poder obtener un mejor precio vendiéndolas como esclavas preñadas»

(Todorov, 1982).

 

El testimonio de Las Casas hace referencia a una época en la que los pieles rojas todavía no habían sido sustituidos por los negros como fuerza servil. Cuando se produjo la sustitución, los primeros, asimilados de hecho a un lastre inútil e incómodo, se vieron destinados a desaparecer de la faz de la Tierra, y los segundos a trabajar y reproducirse como esclavos. Para reforzar y perpetuar la jerarquía racial, en las colonias inglesas de Norteamérica y luego en los Estados Unidos, se recurría a dos normas: por un lado, la prohibición de la miscegeneration, o bien de la «bastardización», es decir: la prohibición de las relaciones sexuales y matrimoniales entre miembros de la raza «superior» y miembros de la raza «inferior». De este modo, una rígida barrera legal y biopolítica separaba la raza de los señores y la raza de los esclavos, y se tenían garantías suficientes de que esta última seguiría siendo dócil y obediente. Llegado el caso se recurría a la segunda norma: una muerte infligida mediante tormentos horribles esperaba a quien diera muestras de no haber aprendido la lección. Una vez garantizado el perfecto funcionamiento de la institución de la esclavitud, el ganado humano estaba llamado a crecer y multiplicarse.

 

En 1832, Thomas R. Dew, influyente ideólogo del Sur, declaraba sin ningún empacho y no sin cierto orgullo que Virginia era un «estado dedicado a la cría de negros»: en un año exportaba hasta cinco mil.

 

Y un plantador se jactaba de que sus esclavos eran «excelentes animales de cría». Entre los propietarios de esclavos estaba muy extendido el método consistente en incrementar el capital fomentando la maternidad precoz y promoviendo los nacimientos en general: no pocas veces las chicas eran madres con trece o catorce años y con veinte ya habían traído al mundo cinco criaturas; incluso podían conseguir la emancipación después de haber incrementado el patrimonio de su patrón con diez o quince nuevos esclavos (Franklin, 1947). Esta práctica no le pasó inadvertida a Marx, quien analizaba en estos términos la situación vigente en los Estados Unidos en vísperas de la guerra de Secesión: algunos estados estaban especializados en la «cría de negros ( Negerzucht)» (mEw), o bien en la «cría de esclavos ( breeding of slaves)» (mEw); renunciando a sus «exportaciones» tradicionales, estos estados «criaban esclavos» en calidad de mercancías «exportables» (mEw).

 

Triunfaba la biopolítica. Si los conquistadores recurrieron a una biopolítica de carácter privado (pero tolerada o fomentada siempre por el poder político), ahora en cambio se trata de una biopolítica practicada según reglas y normas precisas: una biopolítica de Estado (más que un racismo de Estado). El Estado, el «poder» se ocupa de los «procesos biológicos generales», «toma posesión de la vida», y lo hace del modo más radical, imponiendo una drástica «separación entre quienes deben vivir y quienes han de morir»: la cría de negros va de la mano con la deportación y el exterminio de los nativos. Es además una separación que se reproduce entre los propios negros: los que son sospechosos de poner en peligro «la seguridad del conjunto» (por emplear el mismo lenguaje de Foucault) son considerados indignos de vivir y sentenciados a muerte, a los demás se los anima a crecer y multiplicarse como esclavos.

 

Más adelante, a comienzos del siglo XX, John A. Hobson, el honesto liberal inglés al que tantas veces se refiere Lenin en su ensayo sobre el imperialismo, sintetiza en estos términos la biopolítica del Occidente capitalista y colonialista: sobreviven (e incluso se las invita a crecer) las poblaciones que «pueden ser explotadas provechosamente por los colonizadores blancos, sus superiores», mientras que las demás «tienden a desaparecer» (o más exactamente a ser diezmadas y aniquiladas) (Hobson, 1902).

 

En la obra de Foucault no hay rastro de este capítulo central en la historia de la biopolítica, el capítulo colonialista. Pero su silencio no termina aquí. En la metrópoli capitalista comenzaba a acumularse también una población excedentaria e improductiva. Era otro lastre, y en esta medida invitaba a pensar en los indios. Unos y otros correrían la misma suerte. Benjamin Franklin expresaba con claridad esta opinión, observando a propósito de los nativos:

 

«Si entre los designios de la Providencia está el de extirpar a estos salvajes para permitir que se cultive la tierra, me parece que el ron será probablemente el instrumento apropiado. No en vano, ha aniquilado ya a todas las tribus que antes habitaban la costa.»

 

Seis años antes, Franklin advertía a un médico en estos términos:

 

«La mitad de las vidas que salváis no son dignas de ser salvadas, pues son inútiles, mientras que la otra mitad no deberían salvarse por su perfidia. ¿Acaso vuestra conciencia no os echa nunca en cara la impiedad que supone vuestra permanente guerra contra los planes de la Providencia?»

 

La biopolítica les tenía reservado un trato análogo, radical, a los lastres de dentro y fuera de la metrópoli capitalista. Al igual que ocurría con los indios propiamente dichos, también en el caso de los «indios» metropolitanos la biopolítica separaba soberanamente las vidas «dignas de salvarse» de las demás, o bien, por emplear las mismas palabras que Foucault, «a los que deben vivir de los que han de morir». Más de un siglo después de Franklin, Nietzsche se pronunciaba a favor de la «aniquilación de las razas decadentes» y de la «aniquilación de los millones de malogrados».

 

La preocupación biopolítica invade todos los aspectos de la sociedad capitalista. ¿De qué modo se iba a asegurar el capitalismo la fuerza de trabajo dócil y sumisa que necesita? Sieyès soñaba con resolver el conflicto social cruzando a los negros con simios antropomorfos: esperaba que viese así la luz una raza de esclavos por naturaleza. En términos más realistas, Jeremy Bentham proponía encerrar en «casas de trabajo» (forzado), junto a los vagabundos, también a sus hijos de tierna edad, para hacer más adelante que se apareasen y producir una «clase indígena», habituada al trabajo y a la disciplina. Sería —aseguraba el liberal inglés— «la más gentil de las revoluciones», una revolución sexual, o bien biopolítica, empleando el término que se ha impuesto actualmente. Partiendo de este trasfondo ideológico y político puede comprenderse la invención de la «eugenesia» en Inglaterra, una nueva ciencia que en Europa contaba a Nietzsche entre sus más convencidos cantores, y que en los Estados Unidos iba a conocer una difusión y una aplicación masivas (sobre todo ello cf. Losurdo, 2005; Losurdo, 2002).

 

Foucault ignora igualmente este segundo capítulo de la historia de la biopolítica, el más propiamente capitalista. De hecho, ni siquiera le presta atención al tercer capítulo, que podríamos llamar el capítulo bélico. En efecto, el término en cuestión aparece a raíz de la Primera Guerra Mundial, siendo el suizo Rudolf Kjellén el primero en utilizarlo. Es el año 1920. En el ambiente se deja percibir claramente la consternación provocada por las dimensiones de la carnicería que acaba de concluir, tanto más por cuanto la paz recién firmada les parece a muchos un simple armisticio, preludio de un nuevo pulso entre gigantes y de una nueva carnicería. Por otro lado, tras el llamamiento de la Revolución de Octubre y de Lenin a los «esclavos de las colonias» para que rompan sus cadenas, se difunde ampliamente por Occidente la angustia ante la revolución anticolonialista que se perfila en el horizonte, que incluso ha comenzado ya.

 

En semejantes circunstancias, la fecundidad de los pueblos coloniales, más que incrementar el número de esclavos o semiesclavos, amenaza con multiplicar los potenciales enemigos de Occidente y de las grandes potencias colonialistas. Se difunde entonces por los Estados Unidos y Europa la denuncia del suicidio, o mejor dicho, el «suicidio racial» hacia el que se precipitan las grandes potencias al tolerar el aborto o el descenso de la natalidad. No faltarán quienes se planteen una pregunta terrible: cuando impera la movilización total, también en el plano económico, ¿merece la pena gastar recursos para tratar a enfermos incurables que en la nueva guerra que se avecina solo pueden ser una carga?, ¿no convendría más bien emplear esos recursos en incrementar el número y en mejorar las condiciones de vida de los combatientes reales y potenciales? La política se ha convertido claramente en biopolítica.

 

Puede que los tres capítulos de los que he hablado sean distintos en el plano conceptual, pero no distan mucho en el plano cronológico.

 

Veamos qué sucede en Inglaterra en los años que preceden a la Primera Guerra Mundial. Uno de los expertos de la Comisión Real encargada de estudiar el problema de los «débiles mentales» advierte: «disminuyen el vigor general de la nación», amenazan incluso con provocar la «destrucción nacional». Este informe, que Churchill hace circular ampliamente, recomienda que se adopten medidas enérgicas: es necesario proceder a la esterilización forzada de los «débiles mentales», de los inadaptados, los presuntos delincuentes habituales; a su vez, los «vagabundos ociosos» deberán ser encerrados en campos de trabajo. Solo así se podrá afrontar adecuadamente «un peligro nacional y racial imposible de exagerar». Tiempo antes Churchill ya se había confiado a su primo en estos términos: «La mejora de la raza ( breed) británica es el objetivo político de mi vida». El estudioso que ha analizado este capítulo de la historia comenta: en cuanto Home Secretary, en 1911 Churchill era partidario de medidas «draconianas» que «le habrían conferido personalmente un poder prácticamente ilimitado sobre las vidas de los individuos» (Ponting, 1994).

 

En la obra de Foucault, que emplea el término como si lo hubiese inventado él mismo, no hay ni rastro de estos tres capítulos de la historia de la biopolítica. En realidad, bien mirado, lo ha reinventado radicalmente: la categoría de «biopolítica» viene a situarse ahora junto a la de «totalitarismo». Tanto en un caso como en el otro, de lo que se trata es de aproximar la URSS estalinista a la Alemania hitleriana, incluyendo a veces en el juicio de condena al socialismo en cuanto tal e incluso al Welfare State (Foucault, 1978-1979). Hayek procede de modo análogo, acusando de «totalitarismo» a los partidarios del socialismo en cualquiera de sus formas e incluso del Estado social.

 

Una vez más, pese a las apariencias y a sus gestos radicales, resulta que Foucault se amolda bastante bien a la ideología dominante. Y como es obvio, donde la connivencia está más clara es en su radical olvido de la historia del colonialismo…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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