sábado, 2 de diciembre de 2023

 

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EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(33)

 

 

 

IV

TRIUNFO Y MUERTE DEL MARXISMO OCCIDENTAL

 

 

6. Foucault y el olvido de los pueblos coloniales de la historia

 

Junto a Arendt, otro autor contribuía a hacer insalvable la brecha entre el marxismo occidental y la revolución anticolonial, un autor acreditado ya en los años sesenta por Althusser (Althusser y Balibar, 1965), por entonces el filósofo marxista más prestigioso. Me refiero a Michel Foucault. De su análisis de la infiltración, o bien la omnipresencia, del poder, no solo en las instituciones y las relaciones sociales, sino incluso en el dispositivo conceptual, emanaba un aura de radicalismo fascinante que le permitía arreglar cuentas con el poder y la ideocracia a la base del «socialismo real», cuya crisis se manifestaba cada vez con mayor claridad.

 

En realidad, ese radicalismo no solo era aparente, sino que se iba a transformar en su contrario. El gesto de condena de cualquier relación de poder, incluso de cualquier forma de poder, tanto en el ámbito de la sociedad como en el discurso sobre la sociedad, hacía bastante problemática o imposible aquella «negación determinada (bestimmte Negation)», aquella negación de un «contenido determinado» que, en términos hegelianos, es el presupuesto de una transformación real de la sociedad, el presupuesto de la revolución (Hegel, 1812). Además, el esfuerzo por identificar y desmitificar la dominación en todas sus formas revela sorprendentes lagunas, precisamente allí donde la dominación se manifiesta en toda su brutalidad: la atención reservada a la dominación colonial es escasa o inexistente.

 

No parece que Foucault se sumase a la protesta por la masacre de los argelinos en París que promovió Sartre y en la que también participó Pierre Boulez, amigo del primero. Más en general, no desempeñó ningún papel en la lucha contra la tortura y la feroz represión con la que el poder trataba de aplacar la lucha por la liberación nacional en Argelia.

 

Con razón se ha observado a propósito de Foucault que «su crítica del poder no se fija más que en Europa» (Taureck, 2004). Los pueblos coloniales o de origen colonial quedan fuera de sus obras incluso en el plano histórico. Así se explica la afirmación en virtud de la cual a finales del siglo XVIII habría comenzado a manifestarse, «en Europa y los Estados Unidos», la «desaparición del espectáculo del castigo» y de la «ritualización pública de la muerte» (Foucault, 1975, 1976). La periodización que allí sugiere hace referencia al suplicio infligido en 1757 a Robert-François Damiens (autor de un atentado fallido contra Luis XV) y reconstruido por Foucault (1975) con profusión de detalles espeluznantes. En realidad, si dejamos salir también a los afroamericanos en la fotografía, tenemos que decir que entre finales del siglo XIX y comienzos del XX asistimos no a la desaparición, sino al triunfo del «espectáculo del castigo» y la «ritualización pública de la muerte». Veamos de qué modo era condenado a morir en los Estados Unidos de la supremacía blanca el negro acusado (a menudo por error) de haber atentado contra la pureza sexual y racial de una mujer blanca:

 

“En los periódicos locales se publicaban anuncios del linchamiento y se añadían coches suplementarios a los trenes para los espectadores, a veces millares, procedentes de localidades situadas a kilómetros de distancia. Los niños podían tener el día libre en el colegio para asistir al linchamiento.

 

El espectáculo podía incluir la castración, el desollamiento, la hoguera, el ahorcamiento, el empleo de armas de fuego. Se vendían souvenirs que podían incluir los dedos de las manos y los pies, los dientes, los huesos e incluso los genitales de la víctima, así como postales con ilustraciones sobre el evento”

(Woodward, 1998).

 

 

Muy lejos queda la reconstrucción que hace el filósofo francés de la historia de la «economía punitiva» («en Europa y los Estados Unidos») y del «alma moderna» en cuanto tal: en las primeras décadas del siglo XIX

 

«poco a poco el castigo deja de ser una escenificación, y todo lo que pudiera tener de espectáculo recibe en adelante un juicio de valor negativo»

(Foucault, 1975).

 

En realidad, por lo que se refiere a los afroamericanos, entre los siglos XIX y XX el suplicio y la muerte experimentaron una espectacularización sin precedentes y, lejos de quedar reservados para hechos excepcionales (el atentado contra un rey o un golpe de Estado), se convirtieron en una práctica casi cotidiana.

 

 

 

 

7. Foucault y la historia esotérica del racismo…

 

No se trata de un tropiezo: el filósofo francés ignora todo esto. Traza una extravagante historia del racismo, hasta el punto de resultar esotérica. En síntesis: «a mediados del siglo XIX», en contraposición con la tradición analista, empeñada en consagrar la soberanía, se abre paso en Francia un discurso completamente nuevo, antiautoritario y revolucionario, que descompone la sociedad en razas (o clases) enfrentadas e introduce «un principio de heterogeneidad: la historia de los unos no es la historia de los otros» (Foucault, 1976).

 

Sin embargo, poco tiempo después se va a producir un cambio: «la idea de la raza, con todo lo que tiene al mismo tiempo de monista, estatal y bilógico, va a ser sustituida por la idea de la lucha entre las razas». Es todo un vuelco: «El racismo representa, literalmente, el discurso revolucionario, pero invertido». Quede claro: «la raíz sigue siendo la misma» (Foucault, 1976). Así se explicarían la tragedia y los horrores del siglo XX. El Tercer Reich «retoma el tema, que se había difundido a finales del siglo XIX, de un racismo de Estado encargado de salvaguardar la raza». Por lo que se refiere al país que surgió de la Revolución de Octubre: «Lo que el discurso revolucionario designaba como enemigo de clase se convertirá en una especie de peligro biológico en el racismo de Estado soviético» (Foucault, 1976).

 

Se trata de una reconstrucción que plantea numerosos problemas. En primer lugar, ¿tan solo hay «racismo de Estado» en el siglo XX? Los abolicionistas que en el siglo XIX quemaban en las plazas la Constitución americana, considerándola un pacto con el diablo por consagrar la esclavitud racial, contribuyeron con enorme anticipación a poner en duda semejante periodización; o bien los abolicionistas que acusaban a la ley sobre esclavos fugitivos de 1850 de pretender obligar a todos los ciudadanos estadounidenses a convertirse en cazadores de hombres: no solo era susceptible de castigo quien tratase de esconder o de ayudar al negro perseguido por sus legítimos propietarios, sino también quien no contribuyese a su captura (Losurdo, 2005). Cabría decir, para justificar en parte a Foucault, que ignoraba este capítulo de la historia; pero al menos podría haber leído el comentario de Marx sobre la Fugitive Slave Law: «Parece ser que el deber constitucional del Norte era el de actuar como cazadores de esclavos por cuenta de los propietarios sudistas» (mEw). En cualquier caso, no estamos ante un racismo que se manifieste solo al nivel de la sociedad civil: en base a normas constitucionales y jurídicas explícitas, la pertenencia racial del individuo, acreditada y sancionada legalmente, decidía sobre su posición social y su destino; se trata con toda claridad de «racismo de Estado».

 

Si la tesis según la cual el «racismo de Estado» habría aparecido por primera vez en el siglo xx carece de cualquier fundamento, ¿es al menos indiscutible la afirmación según la cual la proclamación del Tercer Reich señalaría el «surgimiento de un Estado absolutamente racista» (Foucault, 1976)? Está fuera de discusión el particular horror con que se mancha la Alemania hitleriana, el horror del judaicidio; pero no se trata exactamente de eso. Leamos el comentario de un autorizado historiador estadounidense del racismo:

 

«La definición nazi de un judío nunca fue tan rígida como la norma denominada the one drop rule, empleada para la clasificación de los negros según las leyes de pureza racial vigentes en el Sur de los Estados Unidos»;

 

basándose en las leyes de Núremberg, los judíos se definían también por la pertenencia a la religión judía de tal o cual antepasado, mientras que en los Estados Unidos la religión no desempeñaba ningún papel en la definición del negro.

 

La sangre lo decidía todo, incluso una sola gota de sangre (Fredrickson, 2002). Si nos referimos además a los Estados Unidos de antes de la guerra de Secesión, nos vemos más que forzados a extraer una conclusión: la realidad del Estado racial emerge aquí con más claridad que en el Tercer Reich; Hitler no poseía esclavos (ni negros ni judíos), mientras que, como sabemos, durante las primeras décadas de historia de la República norteamericana casi todos sus presidentes fueron propietarios de esclavos (negros). Sin embargo, en la historia del racismo que delinea Foucault no tienen cabida los afroamericanos, ni siquiera los pueblos coloniales o de origen colonial en su conjunto. La comprensión del nazismo queda así comprometida: vamos a ver al principal ideólogo del nazismo (Alfred Rosenberg) apelar, tres años antes del ascenso de Hitler al poder, al «Estado racial» vigente en los Estados Unidos (en el Sur) como modelo para la edificación del Estado racial en Alemania.

 

Más en general: el olvido del colonialismo hace imposible una adecuada comprensión del capitalismo. Si analizamos los países capitalistas junto con las colonias que poseen, fácilmente nos daremos cuenta de que estamos ante una doble legislación: una para la raza de los conquistadores y otra para la raza de los conquistados. En este sentido, el Estado racial o el «racismo de Estado» (en la terminología de Foucault) acompaña como una sombra a la historia del colonialismo (y del capitalismo); solo que en los Estados Unidos este fenómeno se muestra con mayor evidencia debido a la contigüidad espacial en que viven las distintas «razas».

 

Por desgracia, cuando reconstruye la historia del racismo, el filósofo francés no solo hace abstracción de la tradición colonial, sino también de la historia político-social en cuanto tal. No parte del encuentro-choque entre distintas culturas y de la relación que establece Occidente con lo que progresivamente se convertirá en el mundo colonial o semicolonial. Se contenta con un capítulo de la historia de las ideas por entero interno a Occidente e incluso a Francia. No se trata del país (metrópoli y colonias) en el que surgió, durante la revolución, la condena del régimen esclavista y racista vigente en Santo Domingo (al igual que en la vecina República norteamericana), basado en el dominio, legalmente sancionado, de una «aristocracia de la epidermis» o una «nobleza de la piel». No se trata del país en el que se produjo el primer enfrentamiento épico entre defensores y detractores de la esclavitud negra y del Estado racial.

 

No. En el centro de la historia del racismo delineada por Foucault se sitúa otra Francia. Aunque en unos términos bastante vagos, y sin mencionar textos ni autores determinados, hace referencia al discurso, que se hizo imperante durante la revolución, que leía en términos raciales el conflicto político-social no en el Imperio francés en su conjunto, sino en la Francia metropolitana (haciendo abstracción de las colonias): cuando Boulainvilliers defendía los privilegios de los nobles por ser herederos de los francos victoriosos, autores como Sieyès y Thierry le replicaban reivindicando el derecho de los galo-romanos (o bien del Tercer Estado) a sacudirse de encima la dominación impuesta por los francos.

 

Salta a la vista de nuevo el singular modo de proceder de Foucault, que en lugar de poner el punto de partida en Boulainvilliers, lo pone en sus adversarios: los primeros en leer el conflicto político-social en términos raciales habrían sido los revolucionarios. Pero hagamos abstracción de ello: los críticos de Boulainvilliers ¿realmente eran racistas?, ¿pretendían establecer una «heterogeneidad» natural e insuperable entre los sujetos político-sociales en lucha? Por mucho que hablase de razas o de pueblos en lucha y en guerra, Sieyès discutía la posición de absoluto privilegio que reivindicaban los defensores de la aristocracia, quienes «llegaban incluso a considerarse otra especie de hombres», una especie superior (Sieyès, 1788). Como lo demuestra la apelación a la común humanidad, estamos más bien ante una crítica del racismo, no ante su teorización. En verdad, ¿no es «la historia de los unos también la de los otros»?

 

En el fondo, cuando Thierry describía en 1853 la historia del Tercer Estado, si bien partía de la lucha entre francos y galos, sin embargo terminaba celebrando la progresiva «fusión de las razas», la progresiva desaparición de la «distinción entre las razas» y de las «consecuencias legales de la diversidad de orígenes», y ello como resultado de una lucha en la que los siervos de la gleba y los excluidos en general polemizaban en estos términos con los señores: «Somos hombres, como ellos» (Thierry, 1853). ¿Es este un discurso racista, o su crítica?

 

Incluso si hablamos de Boulainvilliers, es cierto que justificaba los privilegios de su clase apelando a un conflicto entre distintas «razas», pero se trataba en cualquier caso de razas occidentales; comparaba al Tercer Estado con los galo-romanos, derrotados, sí, pero no extraños al mundo civilizado; no los comparaba con los negros de las colonias, es decir, con una «raza» considerada inferior por naturaleza y de la que solo puede sacarse trabajo servil. Con su teoría, Boulainvilliers no se proponía someter a esclavitud o someter colonialmente a la burguesía, que había experimentado un notable ascenso social en Francia; lo que se proponía era reafirmar el carácter exclusivo de los privilegios aristocráticos. El proceso de auténtica racialización afectaba en primer lugar, en cambio, a los pueblos coloniales (y secundariamente a las clases populares de la metrópoli, asimiladas a menudo a los salvajes de las colonias), y el estrato superior del Tercer Estado, que solo agitaba el tema de la común humanidad para luchar contra los privilegios de la aristocracia, era copartícipe de ese proceso.

 

Todo esto queda fuera del marco histórico-conceptual de Foucault. En él no tienen cabida procesos seculares de racialización y deshumanización que afectaban a los pueblos coloniales, al igual que no hay espacio para las grandes luchas por el reconocimiento, empezando por la que conduce, con la radicalización de la Revolución francesa, a la abolición de la esclavitud en las colonias. Esto me lleva a plantearme la siguiente pregunta: ¿de veras, de cara a explicar la historia del racismo en Occidente, el debate que se produjo en Francia en torno a los francos y los galo-romanos, con la participación de un escaso número de intelectuales, es más importante que las guerras de conquista contra pueblos que empezaban a ser considerados una masa de homúnculos privados de auténtica dignidad humana y destinados, en consecuencia, a ser esclavizados o aniquilados, como sucedió en el marco del que se ha definido en ocasiones, debido a sus dimensiones, como el «mayor genocidio de la historia humana» (Todorov, 1982), el que se consumó a raíz del descubrimiento-conquista de América? Y por lo que hace a Francia, el capítulo de la historia de las ideas en el que Foucault centra su atención ¿es más significativo que la revolución y la guerra que estallaron en Santo Domingo a propósito del mantenimiento o la abolición de la esclavitud negra? Se trató de un gigantesco enfrentamiento, que implicó a grandes masas humanas y que constituye un capítulo central de la historia mundial. Sin embargo, todo esto está demasiado impregnado de elementos materiales (las cadenas de la esclavitud real, los beneficios obtenidos en el mercado de esclavos y con los bienes producidos por ellos) y es demasiado conocido como para suscitar el interés de Foucault, empeñado en demostrar que revolución y racismo van de la mano y en buscar una originalidad rayana en el esoterismo.

 

El celo antirrevolucionario y el culto por el esoterismo llegan al colmo con la lectura de los treinta años de estalinismo como un régimen presidido por el racismo estatal y biológico. La teoría tradicional sobre el totalitarismo aproxima y equipara de un modo más o menos radical la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin. Sin embargo, siempre se mantiene una gran distancia e incluso una antítesis clara en el plano ideológico: el primero proclama abiertamente su pretensión de edificar un imperio colonial basado en la supremacía blanca y aria; el segundo en cambio se erige en campeón de la lucha contra el colonialismo y el racismo. No obstante, Foucault se empeña en una operación que les habría parecido demasiado osada a los defensores de la habitual teoría del totalitarismo: asimila a Hitler y Stalin también en el plano ideológico, como dos defensores del «racismo biológico». Sin duda se trata una tesis novedosa. Ahora bien, ¿se sustenta en alguna demostración o en algún argumento que al menos parezca una demostración?

 

Por lo que se refiere a la relación con el enemigo exterior, el jefe de filas del revisionismo histórico, Nolte, observa que durante la Segunda Guerra Mundial la representación «racista» de Alemania estaba muy presente en el Oeste, con «una suerte de réplica» de la lectura del conflicto «más afín al nacionalsocialismo», mas no en la Unión Soviética, que se atenía a una «representación histórica». En efecto, no fue Stalin, sino Roosevelt quien acarició un proyecto de solución biológica:

 

«Debemos castrar al pueblo alemán o tratarlo de tal modo que no pueda seguir reproduciendo gente dispuesta a comportarse como en el pasado».

 

No es casualidad que al finalizar la Segunda Guerra Mundial, al criticar esta postura, Benedetto Croce subrayaba que la «esterilización» invocada seguía el «ejemplo de los propios nazis». En efecto, en los años del Tercer Reich la «solución final» estuvo precedida por programas recurrentes o por la sugerencia de «esterilizar en masa a los judíos». Por lo demás, Croce ignoraba que a su vez el Tercer Reich había aprendido mucho de la tradición eugenésica y racista de los Estados Unidos, como se pone de manifiesto a partir de las propias declaraciones de Rosenberg y Hitler. Sobra decir que, con su puntual observación, el filósofo liberal refutaba de antemano la fantasiosa historia del racismo delineada por Foucault.

 

Por lo que se refiere al enemigo interno, citando unas declaraciones de Stalin según las cuales «el hijo no responde del padre», a finales de 1935 Pravda anunciaba la superación de las discriminaciones que impedían a los hijos de las clases privilegiadas acceder a la universidad. Habla por sí sola la obsesión pedagógica que, como reconoce una historiadora estadounidense de probada fe anticomunista (Anne Applebaum), caracterizaba al gulag:

 

hasta el último momento, cuando arreciaba la guerra hitleriana de aniquilación y el país entero se encontraba en una situación absolutamente trágica, se afanaba por encontrar e invertir «tiempo y dinero» en «propaganda, manifiestos y reuniones de adoctrinamiento político» de los detenidos. Obviamente, esto no desmiente el carácter terrorista de la dictadura y el horror del gulag, pero ¿dónde está la biología? Hay que distinguir la despeciación (la exclusión de la comunidad humana y civil) político-moral, que preside las guerras de religión y las guerras ideológicas, y que le permite a la víctima la vía de escape de la conversión, de la despeciación racial, naturalmente infranqueable*. Uno puede sentir toda la repugnancia del mundo hacia la cruzada contra los albigenses y la noche de San Bartolomé, pero no conozco a ningún historiador o filósofo que incluya estos dos acontecimientos dentro de la historia del racismo biológico.

 

Una última consideración: cuando Foucault impartía en el Collège de France el curso que estamos analizando —en 1976— todavía estaba muy vivo el régimen de apartheid de la Sudáfrica racista. Por otra parte, una década antes Arendt llamó la atención sobre la prohibición que seguía afectando en Israel a los matrimonios interraciales y sobre otras normas de inspiración análoga, paradójicamente próximas a las «infames leyes de Núremberg de 1935» (Arendt, 1963]). Sin embargo, cuando el autor francés se pone a buscar otra realidad comparable al Tercer Reich en cuanto al «racismo de Estado», solo consigue encontrarla en la Unión Soviética, un país que desde su fundación desempeñó un papel decisivo en promover la emancipación de los pueblos coloniales y que, todavía en 1976, ocupaba un papel de primer plano en la denuncia de la política antinegra y antiárabe seguida, respectivamente, por Sudáfrica e Israel…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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