jueves, 9 de noviembre de 2023

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EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(30)

 

 

 



IV

TRIUNFO Y MUERTE DEL MARXISMO OCCIDENTAL





3. El Tercer Reich: de la historia del colonialismo a la historia de la locura


En el planteamiento originario de la filósofa estaba claro también el nexo entre imperialismo y antisemitismo y entre antisemitismo y anticomunismo: los «imperialistas raciales» fueron inducidos a ver en los judíos un cuerpo extraño, al que se acusaba de estar «organizado en el plano internacional y de tener vínculos de sangre entre sí» (Arendt, 1946); se los acusaba de ser «representantes étnicos de la Internacional comunista», tachada a su vez de instrumento de la «conspiración judía mundial de los Sabios de Sion» (Arendt, 1945).


Por aquellos años Arendt (1942) comparaba desventajosamente a Herzl con otra gran figura de la cultura judía: Lazare. A diferencia del primero, este último no trató de promover la emancipación de los judíos arrancándoles a las grandes potencias de la época alguna concesión colonial, sino uniendo en un proyecto revolucionario global de corte anticolonialista y antimperialista la lucha de los judíos y la de los demás pueblos oprimidos, la lucha contra el antisemitismo y la lucha contra el racismo colonial. En el ángulo opuesto, Hitler era el enemigo irreductible tanto de la revolución anticolonial como de la emancipación de los judíos.


El crimen más monstruoso del Tercer Reich, el judaicidio, se situaba también bajo esta óptica. El imperialismo se caracterizaba por la pretensión de hacer valer la «‘ley natural’ del derecho del más fuerte» y por la tendencia a «exterminar ‘las razas inferiores que no son dignas de sobrevivir’» (Arendt, 1945). No se podía olvidar que el «exterminio de los indígenas» estaba «prácticamente a la orden del día» cuando de lo que se trataba era de establecer «nuevos asentamientos coloniales en América, Australia y África» (Arendt, 1950). Por mucho que no tuviera precedentes debido a la sistematicidad con que se ejecutó, no obstante el judaicidio hundía sus raíces en una historia plagada de genocidios: la historia del colonialismo y el imperialismo.


Una historia —podemos añadir— en la que no solo se ponía en práctica el exterminio, sino que además se lo teorizaba explícitamente. A finales del siglo XIX, con la vista puesta en la inquietud que comenzaba a advertirse entre los pueblos coloniales, hubo personalidades y círculos importantes que empezaron a acariciar la tentación del genocidio. Theodore Roosevelt (1894/1951) escribía: si «una de las razas inferiores» agrediese a la «raza superior», esta solo podría reaccionar con una «guerra de exterminio ( war of extermination)»; a guisa de «cruzados», los soldados blancos tendrían la obligación de «matar a hombres, mujeres y niños». No hay duda de que se alzarían voces de protesta, pero si el poder o el «control blanco» estuviesen en peligro, serían fáciles de acallar.


En efecto, pocos años después, el movimiento independentista de Filipinas, que se había convertido en una colonia estadounidense tras la victoriosa guerra contra España, se combatió mediante la destrucción sistemática de las cosechas y el ganado, encerrando en masa a la población en campos de concentración con una elevada tasa de mortandad e incluso con el asesinato de todos los varones mayores de diez años (Losurdo, 2015). La afirmación de Roosevelt suscita una pregunta: ¿qué suerte aguardaba a quienes indujeron a las «razas inferiores» a rebelarse contra el poder o el «control blanco»?


Este problema se puso de actualidad con la Revolución de Octubre y su llamamiento para que los «esclavos de las colonias» rompiesen sus cadenas. En 1923, cuando saltaron todas las alarmas debido al peligro mortal que, dadas la agitación bolchevique y la revuelta de los pueblos de color, se cernía sobre la civilización y la supremacía blancas a nivel planetario, un autor estadounidense, por entonces célebre a ambas orillas del Atlántico, Lothorp Stoddard, subrayaba la adelantada posición de los judíos «en el ‘cuerpo de oficiales’ de la revuelta» bolchevique y anticolonial. En efecto, a partir de Marx habían desempeñado un papel de primer plano en el «movimiento revolucionario»; su «crítica destructiva» los convertía en «excelentes líderes revolucionarios», como se vio confirmado de un modo particular con la Revolución de Octubre y el surgimiento del «régimen judeo-bolchevique de la Rusia soviética» (Stoddard, 1923). Antes incluso que Hitler, el teórico estadounidense de la supremacía blanca consideraba que el enemigo al que había que liquidar de una vez por todas era el «régimen judeo-bolchevique de la Rusia soviética».


El lema que andando el tiempo presidiría la cruzada genocida del Tercer Reich apareció por primera vez en un libro publicado diez años antes del ascenso de Hitler al poder. Su autor se hizo famoso en Occidente gracias a un libro de 1921 que, ya desde el título, llamaba a la lucha en defensa de la «supremacía blanca mundial» frente a la «marea en ascenso de los pueblos de color» (Stoddard, 1921). No se cansaba de repetir que contra el under man, contra el «infrahombre» (los pueblos coloniales rebeldes y sus agitadores bolcheviques y judíos), era inevitable recurrir a las medidas más radicales. No había que quedarse a medio camino: «en la mayoría de los casos» —señalaba con la vista puesta claramente en los judíos— «los bolcheviques nacen, no se hacen»; «es imposible convertir al infrahombre», «la naturaleza misma lo ha declarado inapto para la civilización»; llegado el caso, se podía proceder a «extirpar por completo» a los enemigos conjurados de la civilización (Stoddard, 1923).


La guerra del Tercer Reich contra el «régimen judeo-bolchevique de la Rusia soviética», denunciado ya por Stoddard, daba comienzo, por un lado, al judaicidio y, por otro, a la liquidación sistemática de los cuadros del Partido Comunista y del Estado soviético, y a la reducción de millones de rusos a la condición de esclavos coloniales, destinados de antemano a morir debido a la miseria, el hambre y las enfermedades ligadas a todo ello. Se impone una conclusión: el judaicidio forma parte de la cruzada contra el judeo-bolchevismo y de la contrarrevolución colonialista, que tiene en el Tercer Reich a su principal protagonista, pero que se inició fuera de Alemania y antes de la llegada de Hitler al poder.


Arendt (1945) apuntaba a este capítulo de la historia cuando observaba: a finales de los años veinte «el Partido Nacionalsocialista se convirtió en una organización internacional, cuya dirección residía en Alemania» y cuyo objetivo era restablecer la «supremacía blanca».


Todo esto desaparecía en la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo, y más aún si tenemos en cuenta el deslizamiento metodológico que comportó el paso de la categoría de «imperialismo racial» a la de «totalitarismo». El totalitarismo se leía ahora en clave psicológica y psicopatológica. Se caracterizaría por la «locura», por el «desprecio totalitario hacia la realidad y la facticidad». Según nos adentramos en la Alemania hitleriana y en la «sociedad totalitaria», más nos da la impresión de estar entrando en un mundo de locos. No solo porque «el castigo se inflija sin relación alguna con un delito». Hay más:


La explotación practicada sin obtener beneficio y el trabajo que no da producto demarcan un lugar en el que cotidianamente se crea insensatez […]


A la vez que destruye todas las conexiones de sentido con las que normal-mente se calcula y se actúa, el régimen impone una especie de supersentido


[…] El sentido común educado por el razonamiento utilitario es impotente contra el supersentido ideológico desde el instante en que el régimen logra crear con él un mundo que realmente funciona.


La propia política exterior del Tercer Reich no responde ni a la lógica ni al cálculo. No desencadena sus guerras por «afán de poder», «ni por un ansia expansiva, ni por ánimo de lucro, sino exclusivamente por razones ideológicas: para demostrar a escala mundial que la propia ideología tiene razón, para edificar un mundo ficticio coherente que no se vea importunado más por la facticidad» 

(Arendt, 1951)


En otros términos: el totalitarismo es la locura que quiere la locura. De este modo, la filósofa olvida la observación que hiciera pocos años antes, según la cual en la historia del colonialismo los «nuevos asentamientos coloniales en América, Australia y África» van ligados al «exterminio de los indígenas», a la orden del día igualmente en la colonización de Europa oriental. Es verdad que la violencia genocida se cebaba con los judíos de un modo muy particular. A este propósito se me viene a la memoria otra observación de Arendt: a ojos de los nazis, los judíos eran los «representantes étnicos de la Internacional comunista»; junto a los bolcheviques, y sin que sea fácil distinguirlos, eran los enemigos más peligrosos de la «supremacía blanca», que había que defender y reivindicar a toda costa. Desde la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo, si todo es locura, y una locura cuyo método es inútil investigar, no tiene sentido vincular el Tercer Reich con la tradición colonial, caracterizada de manera indiscutible por el «ansia de poder», el ánimo de «lucro» y el cálculo utilitario.


No puedo dejar de señalar que el método o la falta de método a la que se atiene Arendt a este propósito encuentra muy poco crédito en la historiografía. No me refiero solamente a los historiadores que, criticándola explícitamente, subrayan los «fines utilitaristas» que perseguía el Tercer Reich (Aly y Heim, 2004). Acaso más significativos son los autores que, sin siquiera mencionar a la filósofa, llaman la atención sobre algunos puntos esenciales: con sus guerras de exterminio y esclavización en el Este, Hitler puso en marcha la trata de esclavos a gran escala, que servía ante todo para alimentar la producción de bienes y armas para la Alemania en guerra; con el propósito de erigir su imperio continental en Europa oriental, el Führer desencadenó la mayor guerra colonial de la historia; se trató de una guerra en la que no solo se recurría a los ejércitos, sino también a oleadas de colonos procedentes de Alemania y otros países, llamados a seguir la huella de los blancos, a menudo emigrados de Europa a Norteamérica, que protagonizaron la colonización del Oeste y el Lejano Oeste. La política del Tercer Reich no es expresión de pura locura, al igual que tampoco lo son la trata de esclavos propiamente dicha, la expansión de la República norteamericana de un océano al otro o las guerras coloniales en general.


La última Arendt se coloca bajo la órbita de una tradición de pensamiento que habla explícitamente de manicomio a propósito de la Revolución de 1848 (Tocqueville) o de la Comuna de París (Taine), que lee las grandes crisis históricas como accesos de locura y pone así el orden existente a resguardo de las críticas radicales, que considera expresión de falta de juicio y de un alejamiento patológico de la realidad (Losurdo, 2012).


En efecto, el paradigma psicopatológico le permite a Arendt aligerar la posición del colonialismo y maquillar al Occidente liberal, considerados uno y otro ajenos al horror de la «solución final». Por su parte, y tras haber subrayado que la campaña hitleriana contra el judeo-bolchevismo identifica y arremete conjuntamente, aunque lo haga de distinta manera, contra judíos y comunistas, la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo tiende a hacer del comunismo del siglo XX el hermano gemelo del nazismo. La verdad es que, una vez arribados al paradigma psicopatológico, solo se puede recurrir a la «paranoia» como explicación del totalitarismo, y al engorroso juego de comparar a un «paranoico» con otro, calificados como tales ambos en base a un diagnóstico que se sustrae a cualquier verificación, y en consecuencia por decisión soberana y arbitraria del intérprete.


El marxismo occidental no supo oponer resistencia frente a esta operación ideológica. Y así es como se ha representado el contraste con el marxismo oriental que hemos visto manifestarse en los momentos decisivos de la historia del siglo xx. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, los exponentes del marxismo oriental en formación insistían en el hecho de que los horrores del capitalismo-imperialismo no habían esperado a agosto de 1914 para manifestarse en las colonias. El contraste que se pone de manifiesto durante la Segunda Guerra Mundial es análogo. El marxismo occidental fechaba erróneamente su inicio en 1939, el año en que irrumpía en Europa el expansionismo imperialista que desde hacía años arreciaba sobre las colonias. Por último, plegándose a los postulados de la última Arendt, el marxismo occidental ya moribundo iba de nuevo a la zaga de la ideología dominante, y desarrollaba su discurso sobre el poder y las instituciones totales haciendo completa abstracción del mundo colonial…


(continuará)



[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]


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