lunes, 6 de noviembre de 2023


1074

 

EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(29)

 

 

 



IV

TRIUNFO Y MUERTE DEL MARXISMO OCCIDENTAL





2. El culto a Arendt y el olvido del nexo entre colonialismo y nazismo 


La desdeñosa renuncia a comprender lo que en Oriente estaba ocurriendo con la revolución anticolonial y el poscapitalismo venía preparando, desde hacía ya tiempo, el terreno para la capitulación ideológica. Piénsese en el culto, podría decirse que devoto, a una filósofa que, pese a partir de posiciones de extrema izquierda, terminó por tachar a Marx de enemigo de la libertad y de inspirador del totalitarismo comunista.


Me refiero a Hannah Arendt, ventajosamente comparada hoy con Rosa Luxemburgo (Haug, 2007), y uno de los autores de referencia de Imperio, el libro de mayor éxito mediático del marxismo occidental. Ya débiles, los vínculos del marxismo occidental con la revolución anticolonialista mundial terminaban por romperse del todo.


Los pueblos coloniales o de origen colonial en lucha por emanciparse hace mucho que son conscientes de la estrecha relación que existe entre el fascismo y el nazismo, por un lado, y la tradición colonialista. Un año después de la proclamación del Tercer Reich, Du Bois (1934) emparentaba el Estado racial que Hitler estaba construyendo en Alemania con el Estado racial vigente en el Sur de los Estados Unidos desde hacía mucho tiempo, y con el régimen de supremacía blanca y con el dominio colonial y racial que Occidente en su conjunto imponía a nivel mundial. Al publicar unos años después su autobiografía, el autor afroamericano reiteraba un punto esencial: «Hitler es el exponente tardío, descarnado pero consecuente, de la filosofía racial del mundo blanco»; de modo que la democracia estadounidense y occidental en general, fundada en la exclusión bien sea de las «clases inferiores», o bien, y sobre todo, de los «pueblos de color de Asia y África», no merece ninguna credibilidad (Du Bois, 1940).


Significativamente, evidenciaba el nexo entre el Tercer Reich y la tradición colonialista a sus espaldas recurriendo a veces a la categoría de «totalitarismo». En 1942-1943, aun distanciándose del método violento que se le reprochaba al movimiento comunista, un militante afroamericano de extrema izquierda (Randolph) ponía en evidencia un punto a su juicio esencial: para la Alemania nazi, para el imperio colonial y racial que Japón trataba de imponer en China y que Gran Bretaña estaba decidida a mantener en la India, al igual que para el régimen de supremacía blanca que seguía imperando en el Sur de los Estados Unidos, para todos ellos podía hablarse de «hitlerismo», de «racismo», pero también de «tiranía totalitaria». La situación internacional se caracterizaba por la lucha de las «razas de color» contra los distintos «imperialismos» y las diversas formas de «racismo» y de «tiranía totalitaria» (Kapur, 1992). «Totalitarismo» era el poder que las sedicentes razas superiores ejercían sobre los pueblos de color y sobre el mundo colonial.


Al posicionarse de esta manera, Randolph apelaba a Gandhi, líder del movimiento independentista, quien, en efecto, en una entrevista fechada el 25 de abril de 1941, había declarado: «En la India tenemos un gobierno hitleriano, por mucho que se lo camufle empleando términos más blandos» (Gandhi, 1969). Era un modo errado de argumentar, en la medida en que no le daba la suficiente importancia a las diferencias existentes entre las distintas realidades políticas enfrentadas, pero tenía la virtud de señalar un rasgo común: la idea de jerarquía racial, la idea de que los pueblos calificados como «razas inferiores» estaban destinados por la naturaleza y la Providencia a sufrir el dominio de la raza blanca o aria. Era la idea que impulsó a Hitler a edificar las «Indias germanas» según el modelo de las Indias británicas, o bien a buscar en Europa oriental un Oeste o un Far West para someterlo y colonizarlo siguiendo el modelo estadounidense.


Incluso después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, la idea de la cercanía entre el régimen de white supremacy aún vigente en el Sur de los Estados Unidos y el Tercer Reich se encontraba bastante difundida entre los afroamericanos. Habla por sí solo un episodio que se produjo por aquellos años en Nueva York, y del cual, aun sin comprender todo su alcance, Arendt daba noticia a Karl Jaspers en una carta fechada el 3 de enero de 1960: 



«Se les ha encomendado una tarea a todas las clases de último curso de las escuelas medias de Nueva York: imaginar un modo de castigar a Hitler. Una chica negra ha propuesto lo siguiente: habría que ponerle una piel negra y obligarle luego a vivir en los Estados Unidos» 

(en Young-Bruehl, 1982). 



Con esa frescura e ingenuidad, la cándida chiquilla de color imaginaba una especie de ley de compensación de acuerdo con la cual los responsables de la violencia racista de la Alemania nazi se veían obligados a sufrir, como negros, las humillaciones y vejaciones del régimen de supremacía blanca que propugnaron sin descanso y pusieron en ejercicio del modo más despiadado.


Por aquellos años, los militantes de la revolución argelina y su teorizador (Fanon) comparaban el imperio colonial francés una vez más con el Tercer Reich. Y ello no solo por la feroz represión: ¿qué otra cosa eran nazismo y fascismo sino «el colonialismo en el seno de países tradicionalmente colonialistas»?; en efecto: «no hace muchos años, el nazismo transformó toda Europa en una auténtica colonia» (Fanon, 1961). Y no es una conclusión a la que hayan llegado tan solo unos pocos, sino que lo reconoce la coalición antifascista en su conjunto: en Núremberg, los dirigentes del Tercer Reich fueron condenados por llevar adelante un programa de conquistas coloniales en nombre del derecho superior de la «raza de los señores», y por haber desarrollado durante el segundo conflicto mundial un gigantesco sistema para captar y explotar a gran escala el trabajo forzado, como sucedía «en los tiempos más oscuros de la trata de esclavos» (en Heydecker, Leeb, 1985).


También Arendt, en su primera etapa, era consciente del nexo entre nazismo-fascismo y colonialismo, definiendo el primero durante la guerra como el «imperialismo más horrible que haya conocido el mundo» (Arendt, 1942). El imperialismo era descrito en aquellos años con la vista puesta siempre en su ideología racial y en la estación de destino que fue el Tercer Reich: pretendía dividir la humanidad «en razas superiores e inferiores», «en razas de amos y de esclavos, en estirpes nobles y plebeyas, en blancos y pueblos de color». El «culto a la raza» propio del imperialismo llevó a los ingleses a definirse como «blancos» y a los alemanes como «arios»; así se explican «los crímenes del imperialismo moderno» (Arendt, 1946).


La filósofa se hallaba tan alejada de la teoría de los dos totalitarismos más o menos gemelos que le reconocía a la Unión Soviética (encabezada por Stalin en aquellos momentos) el mérito de haber «acabado sin más con el antisemitismo», en el marco de «una solución justa y muy moderna de la cuestión nacional» (Arendt, 1942).


Y tres años después volvía a insistir: 


«Con relación a Rusia, tanto amigos como enemigos han pasado por alto algo en lo que debería fijarse todo movimiento político y nacional: su modo, absolutamente nuevo y exitoso, de afrontar y armonizar los conflictos nacionales, de organizar a poblaciones diferentes sobre la base de la igualdad nacional» (Arendt, 1945). 



Igual de elocuente era un texto de enero de 1946: 


«En el país que nombró a Disraeli primer ministro, el judío Karl Marx escribió El capital, un libro que en su fanático celo por la justicia alimentó la tradición hebraica con mucha mayor eficacia que el afortunado concepto de ‘hombre elegido de la raza elegida’» (Arendt, 1946). 


La contraposición entre dos figuras ideales típicas del judaísmo sonaba a una comparación indirecta entre la Unión Soviética, que no dejaba de apelar a Marx, y Gran Bretaña, que alimentó con Disraeli la ideología típica del imperialismo (y del propio nazismo).


Comoquiera que sea, estaba en marcha una carrera por desvelar de una vez por todas las raíces del fascismo. Había que afrontar «el problema colonial irresuelto» y el de la «supremacía blanca», así como la cuestión de la rivalidad «entre naciones imperialistas». En resumen:


«El fascismo ha sido derrotado esta vez, pero estamos muy lejos de haber extirpado el mal de fondo de nuestra época. Sus raíces siguen siendo fuertes y llevan el nombre de antisemitismo, racismo e imperialismo» (Arendt, 1945). 


La derrota infligida al Tercer Reich no era la solución definitiva del problema:


Al final de una «época imperialista», puede que nos encontremos en una fase en que los nazis parezcan burdos precursores de los métodos políticos futuros. Cada día es más difícil seguir una política no imperialista y mantenerse fieles a una doctrina no racista, pues cada día está más claro cuán pesado es para el hombre el fardo de la humanidad (Arendt, 1945).


Al año siguiente insistía con vehemencia:


El imperialismo, que entró en escena hacia el final del siglo pasado [a finales del XIX], se ha convertido hoy en el fenómeno político dominante. Una guerra de escala apocalíptica ha revelado las tendencias suicidas inherentes a cualquier política coherentemente imperialista. Y no obstante, los tres motores principales del imperialismo —el poder por el poder, la expansión por la expansión y el racismo— siguen gobernando el mundo (Arendt, 1946).


Y por último, en diciembre de 1948, con ocasión de la visita de Menahem Begin (futuro primer ministro de Israel) a los Estados Unidos, en una carta abierta al The New York Times que firmaba también Albert Einstein, 


Arendt llamaba a la movilización contra el responsable de la matanza en el pueblo árabe de Deir Yassin, señalando que el partido que dirigía, con su mezcla de «ultranacionalismo», ostentación de «superioridad racial» y violencia terrorista contra la población civil árabe, estaba «estrechamente emparentado con los partidos nacionalsocialista y fascista» 

(Arendt, 1948). 


Al promover el despiadado expansionismo colonial de una raza sedicentemente superior, Begin seguía las huellas del nazismo y el fascismo.


El nexo entre nazismo y colonialismo reaparece de cuando en cuando incluso en las dos primeras partes de Los orígenes del totalitarismo, dedicadas, respectivamente, al antisemitismo y al imperialismo. Publicado por primera vez en 1951, el libro le concedía mucho espacio a la historia ideológica y política del Imperio británico: 


ya durante la reacción contra la Revolución francesa, con Edmund Burke, apareció la tesis que elevaba «al pueblo británico en su conjunto […] al rango de aristocracia entre las naciones»; cobraban forma el racismo, la principal «arma ideológica del imperialismo», y la «eugenesia», una nueva pseudociencia decidida a perfeccionar la raza mediante la esterilización forzada de los malogrados (o recurriendo incluso a medidas más radicales). En esa línea se iba a situar Disraeli, que contraponía orgullosamente los «derechos de un inglés» frente a los denostados «derechos del hombre», y que junto con Arthur de Gobineau era uno de los más «devotos promotores de la ‘raza’»

(Arendt, 1951).


Contando con estos presupuestos ideológicos, en las colonias comenzaba a teorizarse, y a experimentarse en las carnes de los pueblos coloniales, un poder sin las limitaciones a que estaba sometido en la metrópoli capitalista. Un poder que tendía a adoptar formas cada vez más inquietantes: 


en el ámbito del Imperio británico surgió entonces la tentación de las «masacres administrativas», como instrumento para acabar con cualquier desafío al orden existente (Arendt, 1951)


Nos hallamos en el umbral de la ideología y la práctica del Tercer Reich. Arendt hacía un retrato de lord Cromer, representante del poder colonial en Egipto, no carente de analogías con el que le dedicaría luego a Eichmann (el tristemente célebre jerarca nazi): 


parece que la banalidad del mal tuvo una primera encarnación, más débil, en el «burócrata imperialista» británico, que «con fría indiferencia, con auténtica indiferencia hacia los pueblos administrados», desarrolló una «filosofía del burócrata» y «una nueva forma de gobierno»,«una forma más peligrosa aún que el despotismo y la arbitrariedad» (Arendt, 1951)


Y esa forma de gobierno, más allá del tradicional despotismo, nos lleva a pensar en el totalitarismo: también en la primera etapa de Arendt se advierte la tendencia a servirse de la categoría de totalitarismo para definir el nexo entre nazismo y colonialismo. El primer modelo de poder totalitario sería el ejercido sobre los pueblos coloniales, deshumanizados por la ideología racista, diezmados y esclavizados.


Pero el cuadro cambia de forma radical cuando pasamos a la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo, claramente influenciada por el clima ideológico que sobrevino como consecuencia del estallido de la Guerra Fría. No es tan importante el juicio sobre la Unión Soviética, que gracias a la categoría de totalitarismo queda sustancialmente al mismo nivel que la Alemania hitleriana; lo decisivo es sobre todo la desaparición del vínculo que ligaba al Tercer Reich con la tradición colonialista e imperialista, cuyo consecuente heredero aspiraba a ser, además del más intransigente.


Se había producido un cambio de orientación. Cuando todavía residía en Francia, en casa de su biógrafa, antes de cruzar el Atlántico en 1941, Arendt veía el trabajo que estaba escribiendo «como una obra exhaustiva sobre el antisemitismo y el imperialismo, y una investigación histórica sobre el fenómeno que entonces denominaba ‘imperialismo racial’» (Young-Bruehl, 1982). Para ser exactos, todavía el ensayo sobre el imperialismo publicado en Commentary en febrero de 1946 iba precedido de una nota en la que se informaba al lector de que la autora estaba «escribiendo un libro sobre el imperialismo». El Tercer Reich como «imperialismo racial», como imperialismo que llevaba hasta el extremo el componente racial propio de la dominación colonial y del sometimiento impuesto a pueblos y «razas» consideradas inferiores o ancladas en un estadio primitivo del desarrollo social; el Tercer Reich como estadio supremo del imperialismo. Tal era la concepción que inspiraba a Arendt en los años de la lucha contra el nazismo y el fascismo, y que todavía se dejaba entrever en las dos primeras partes de Los orígenes del totalitarismo: 


había que partir del imperialismo y del colonialismo, de procesos políticos e ideológicos que implicaban también al Imperio británico y a otras potencias occidentales, para entender la génesis y el desarrollo del nazismo y el fascismo.


Bien mirada, la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo era un libro nuevo con respecto a las dos partes anteriores y al trabajo sobre el «imperialismo racial». En el libro originariamente programado, todavía dominado por la emoción de la lucha contra el nazismo, el centro lo ocupaba la categoría de imperialismo, el genus bajo el que se subsumían distintas species, en primer lugar el Imperio británico y el Tercer Reich (la más acabada expresión de la barbarie imperialista); y en este marco se le confería un papel positivo a la Unión Soviética, protagonista en la lucha contra el imperialismo nazi e inspiradora de los movimientos de liberación anticolonial. En la tercera parte del libro, publicado en verdad durante los momentos más difíciles de la Guerra Fría, pasaba a ocupar el centro la categoría de totalitarismo, un genus que subsumía ahora tanto a la URSS estalinista como a la Alemania hitleriana; y el nuevo marco le confería un papel positivo a Occidente, antitotalitario en su conjunto, incluidos países como Gran Bretaña y Francia, que todavía seguían siendo imperios coloniales a todos los efectos.


El carácter heterogéneo de Los orígenes del totalitarismo no iba a pasarles inadvertido a los historiadores. Al poco de su publicación, Golo Mann iba a criticar duramente el libro:


Las dos primeras partes de la obra tratan de la prehistoria del Estado total. Pero aquí el lector no va a encontrar lo que suelen ofrecerle estudios similares, es decir, una investigación sobre la historia particular de Alemania, de Italia o de Rusia […] Hannah Arendt dedica, por el contrario, dos tercios de su trabajo al antisemitismo y al imperialismo, y sobre todo al imperialismo de matriz inglesa. No consigo seguirla […] Solo en la tercera parte, con vistas a la cual se ha emprendido todo lo demás, parece que Hannah Arendt entra verdaderamente en materia 

(Mann, 1951).


Así pues, las páginas dedicadas al antisemitismo y al imperialismo estarían sustancialmente fuera de lugar; y sin embargo, se trataba de explicar la génesis de un régimen, el hitleriano, que ambicionaba declaradamente construirse en Europa central y oriental un gran imperio colonial fundado sobre la dominación de una raza blanca y aria pura.


Mann no conseguía explicarse la acusación contra el Imperio británico. En su crítica a Arendt trataba de incluir igualmente a Jaspers, al que preguntaba de manera apremiante: 


«¿Cree [también usted] que el imperialismo inglés, en particular lord Cromer en Egipto, tiene algo que ver con el Estado totalitario?» (Mann, 1986). 


El historiador alemán consideraba una traición al mundo libre el que se arrojase una sombra de duda sobre el país que mejor encarnaba la tradición liberal. Habría hecho bien en leer la descripción que a mediados del siglo XIX hacía un ilustre historiador, liberal y británico (Thomas B. Macaulay), del régimen impuesto en la India por el gobierno de Londres en situaciones de crisis: 


era un «reino de terror», con respecto al cual «todas las injusticias de los antiguos opresores, asiáticos y europeos, parecían ser una bendición». 


Una vez más, a pesar de la indignación filistea de los ideólogos de la Guerra Fría, las prácticas de gobierno vigentes en las colonias del Occidente liberal nos llevan derechos al totalitarismo.


También otros historiadores reconocían el carácter heterogéneo de Los orígenes del totalitarismo, llamando la atención sobre el artificioso esfuerzo por hacer del «comunismo soviético el equivalente totalitario del nazismo», inventándose, por ejemplo, un paneslavismo bolchevique que sería el pendant del pangermanismo nazi (H. Stuart Hughes, en Gleason, 1995); en conjunto, «el libro es menos satisfactorio en lo referente al estalinismo», haciéndose evidente entonces la ausencia de una «teoría clara» de los «sistemas totalitarios» (Kershaw, 1985). Para ser más precisos: 


«en numerosos pasajes, el análisis de la Unión Soviética parece asimilarse mecánicamente al de Alemania, como si lo hubiese introducido después por motivos de simetría» (Gleason, 1995). 


En realidad, el libro de Arendt sobre el totalitarismo «es esencialmente una explicación de la llegada del nazismo al poder, y los temas abordados en las dos primeras partes —respectivamente, el antisemitismo y el imperialismo— tienen poco que ver con la naturaleza del poder soviético»; conviene despedirse de la categoría de «totalitarismo», que tan solo aspira a acabar con la URSS mediante una «comparación» artificiosa pero «mortífera» con la Alemania hitleriana (Kershaw, 2015)


Establecida la heterogeneidad del libro, si bien para Golo Mann estaban fuera de lugar las dos primeras partes, que no solo cargaban contra el colonialismo y el imperialismo, sino también contra el antisemitismo, en cambio, para los historiadores a los que he citado después, de lo que había que tomar nota era del carácter impostado e ideológico de la tercera parte, que se afanaba, adaptándose a las exigencias ideológicas y prácticas de la Guerra Fría, por asimilar la Unión Soviética al Tercer Reich. 


Y ahora leamos Imperio, un texto clave del marxismo occidental: 


«Es una trágica ironía del destino que, en Europa, el socialismo nacionalista acabe por asemejarse al nacionalsocialismo» 

(Hardt y Negri, 2000).


Al hacer balance de la primera mitad del siglo xx, los autores hacían abstracción del enfrentamiento entre colonialismo y anticolonialismo, o bien entre reafirmación y abolición de la esclavitud colonial, y se plegaban a los postulados de los paladines occidentales de la Guerra Fría, decididos a criminalizar el comunismo a la vez que absolvían o minimizaban el colonialismo y el imperialismo…


(continuará)




[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar”]


*


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por comentar