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EL MARXISMO OCCIDENTAL
Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar
Domenico Losurdo
(25)
III
MARXISMO OCCIDENTAL Y REVOLUCIÓN ANTICOLONIAL:
UN ENCUENTRO FRUSTRADO
12. El 68 y el equívoco de masas del marxismo occidental
La mejor definición de la izquierda de corte marxista europea y norteamericana de los años sesenta y setenta del siglo xx sería hablar de un equívoco de masas: las grandes manifestaciones a favor de Vietnam se solapan con el homenaje a Adorno y Horkheimer, que tachaban a los movimientos de liberación nacional de retrógrados y reaccionarios, y miraban con indiferencia o —sobre todo el segundo— apoyaban abiertamente la guerra desencadenada por los Estados Unidos en Indochina.
Aparte de Vietnam, también China gozaba por aquellos años del apoyo de las masas. Pero también en este caso asistimos a una nueva comedia de equívocos, y no solo porque la República Popular, surgida de una secular lucha de liberación nacional y anticolonial, aspirase a encabezar los movimientos de liberación nacional y anticolonial (que merecen el desprecio de la «teoría crítica»).
Hay una razón de más peso. En 1966 Mao lanzaba la Revolución Cultural. En Italia el «periódico comunista» Il manifesto la saludaba en su primer número (el 28 de abril de 1971) con un artículo de K. S. Karol que expresaba su satisfacción porque «durante la Revolución Cultural se haya reducido profundamente el aparato del partido y del Estado».
Era el inicio de la realización de la utopía, ¡el primer paso en la extinción del Estado! En realidad, Mao ya se había distanciado públicamente de ese ideal tras pocos años ejerciendo el poder a escala nacional.
Estaba claro por entonces que los «órganos de nuestro Estado» iban a seguir existiendo durante un período indeterminado: «Fijémonos en los tribunales […] Aunque pasen diez mil años, seguiremos queriendo tener tribunales, pues, por mucho que se hayan eliminado las clases», las contradicciones, aun sin ser antagónicas, persistirán en el comunismo y será necesario un ordenamiento jurídico y estatal para regularlas (Mao, 1956).
En cualquier caso, por lo que se refería a la Revolución Cultural, ya en 1969, con ocasión del IX Congreso del Partido Comunista Chino, Lin Piao, por entonces el sucesor designado por Mao Tse-Tung, había dejado inequívocamente claros los objetivos que perseguían los dirigentes de Pekín:
Tal y como se subrayaba en Los 16 puntos [que marcaron el inicio de la Revolución Cultural tres años atrás]: «La Gran Revolución Cultural Proletaria constituye una poderosa fuerza motriz para el desarrollo de las fuerzas productivas sociales en nuestro país». La producción agrícola ha obtenido buenas cosechas durante muchos años consecutivos; también la producción industrial, la ciencia y la tecnología presentan un aspecto de fortaleza; el entusiasmo de las grandes masas de trabajadores por la revolución y la producción ha alcanzado un nivel sin precedentes; numerosas fábricas, minas y otras empresas han batido una vez tras otra los récords de producción, elevando sus niveles hasta cotas jamás vistas en la historia, y la revolución técnica se halla en continuo desarrollo […] «Hacer la revolución y estimular la producción», es un principio muy justo (Lin Piao, 1969).
Lin Piao insistía mucho en este punto:
Debemos […] ser firmes en la revolución y estimular con vigor la producción, cumplir y superar el nivel de desarrollo de la economía nacional. No cabe duda de que la Gran Revolución Cultural Proletaria provocará nuevos saltos adelante en el frente económico y en la causa de la edificación socialista en su conjunto.
No en vano, uno de los principales cargos contra el depuesto presidente de la República Popular China, Liu Shao-chi, era «la teoría del paso de caracol», es decir, la incomprensión del hecho de que la Revolución Cultural, a ojos de sus promotores, iba a acelerar de un modo prodigioso el desarrollo de las fuerzas productivas, llevando al país en un plazo muy breve al nivel de los países capitalistas más avanzados (Lin Piao, 1969). La Revolución cultural reemprendía el Gran Salto Adelante de 1958, mediante el cual China esperaba, gracias a la movilización y el entusiasmo de las masas en el trabajo y en la producción, quemar las etapas del desarrollo económico e industrial.
¿Qué entendía de todo esto el marxismo occidental? En Italia, incluso quienes se entusiasmaban con el nuevo curso impuesto desde Pekín a menudo saludaban un libro cuya tesis central era que la revolución socialista «suprime el trabajo. Y así es como suprime la dominación de clase. La supresión obrera del trabajo y la destrucción violenta del capital son, pues, lo mismo» (Tronti, 1966).
Llegaba así a su punto álgido esta comedia de equívocos. Ya en 1937, en su ensayo Sobre la praxis, Mao subrayaba la centralidad de la «actividad productiva material» con el fin de incrementar, no solo la riqueza social, sino también el «conocimiento humano». En efecto, «la producción a una escala reducida limitaba el horizonte de las personas»; la actividad productiva material, en virtud de esta función pedagógica que tiene, no está destinada a desaparecer, ni siquiera «en la sociedad sin clases», en el comunismo (Mao Tse-Tung, 1937). En Occidente, en cambio, la celebración del líder de la revolución china podía conjugarse perfectamente con la perspectiva de la desaparición del trabajo; con frecuencia se citaba el ensayo Sobre la praxis, pero tan solo para remitir a la lucha de clases, y dejando así de lado tanto la lucha por la producción como la lucha por la «experimentación científica». Aparte del lema principal de la Revolución Cultural («Hacer la revolución y estimular la producción»), el marxismo occidental mutilaba también el pensamiento de Mao, a la vez que lo homenajeaba en no pocas ocasiones. Por otra parte, el motivo de la «supresión obrera del trabajo» rompía de facto también con Marx y con el escenario poscapitalista que bosquejó. Según el Manifiesto comunista, «el proletariado se valdrá de su poder político» y del control de los medios de producción en primer lugar «para incrementar, a la mayor velocidad posible, la masa de las fuerzas productivas» (mEw).
Esta tesis de carácter general tenía una importancia muy particular en Oriente. Tras haberse sacudido de encima el yugo colonial, los países y pueblos que acababan de conquistar su independencia estaban decididos a consolidarla en el plano económico: no querían seguir dependiendo de la limosna o del arbitrio de sus antiguos patrones; de forma que consideraban esencial acabar con el monopolio de los países más poderosos (que todavía lo conservan, aunque en una medida decreciente) sobre la tecnología más avanzada.
Mao, que ponía en guardia ya en 1949 contra el peligro de que la Re-pública Popular «se convierta en una colonia americana» en el plano económico, se sentía profundamente comprometido con la supresión de dos tipos de desigualdades: la que seguía existiendo dentro de China, pero también, y quizás más aún, la que alejaba a China de los países más avanzados. Acelerando poderosamente el desarrollo de las fuerzas productivas, la superación de la primera contradicción agilizaría también la superación de la segunda; de este modo, la nación china se mantendría en pie de modo estable y la larga lucha por el reconocimiento, necesaria debido a la opresión y la humillación impuestas por el imperialismo, acabaría coronada por un éxito completo. Gracias a una revolución política, llamada a promover la igualdad tanto en el plano internacional como en el interno, y gracias a la vez a un enorme desarrollo de las fuerzas productivas, el gigante asiático se convertiría en un modelo irresistible para la revolución anticolonialista mundial (y para la construcción del socialismo).
La postura de los comunistas vietnamitas no era muy distinta. Mientras estaba en curso la guerra por la independencia y por la unidad nacional, el ahora primer secretario del Partido de los Trabajadores de Vietnam del Norte declaraba que, una vez conquistado el poder, la tarea más importante consistía en la «revolución técnica». A partir de ese momento «las fuerzas productivas desempeñan el papel decisivo»; se trataba, pues, de consagrarse para «alcanzar una productividad más elevada, estimulando la construcción de la economía y el desarrollo de la producción» (Le Duan).
En las grandes transformaciones que se estaban produciendo en Asia (y en el Tercer Mundo), el marxismo occidental tan solo percibía el aspecto de revuelta, y de revuelta contra el capitalismo más bien que contra el imperialismo (se le concedía muy poca atención a las luchas de liberación nacional), sobre todo el aspecto de revuelta contra el poder en general. En este sentido se interpretaba la consigna («¡Rebelarse es justo!») con la que Mao trataba de desembarazarse de los adversarios que todavía ocupaban posiciones de poder relevantes en el Partido Comunista. Si en China se invocaba la rebelión para darle curso libre al entusiasmo de las masas en el trabajo y en el crecimiento de la riqueza social, en Occidente la rebelión contra el poder en cuanto tal hacía imposible edificar un orden social alternativo al existente, y comportaba la reducción del marxismo a (impotente) «teoría crítica», o bien, en la mejor de las hipótesis, a espera mesiánica.
En conjunto, en China la anarquía fue el resultado objetivo e imprevisto de la Revolución Cultural, y la intervención del ejército tuvo por objeto ponerle fin. En Occidente, por el contrario, el llamamiento a la rebelión (contra el poder en cuanto tal, en la sociedad y en el puesto de trabajo) servía para darle nuevas alas al anarquismo también en el plano teórico. Laboriosamente derrotado por el marxismo en la época de la Segunda Internacional, el anarquismo conseguía una sonora revancha en el movimiento del 68 y en sectores relevantes del marxismo occidental de aquella época…
(continuará)
[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]
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