lunes, 2 de octubre de 2023

 

1065

 

LA COLUMNA DE LA MUERTE

El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz

 

Francisco Espinosa Maestre

 

[ 054 ]

 

 

 

 

5

EL 14 DE AGOSTO EN BADAJOZ,

ENTRE LA HISTORIA Y LA LEYENDA

 

 

 

A vueltas con la batalla de la propaganda

 

La inexistencia de una investigación definitiva sobre el golpe del 36 en Badajoz y los profundos cambios ideológicos acaecidos tanto en España como en el resto del mundo en la década de los noventa permitieron la recuperación de ciertas líneas historiográficas que parecían ya abandonadas, al mismo tiempo que el afianzamiento de esa tendencia —hija de la transición— para la que la guerra civil fue un desastre colectivo cuyas responsabilidades debían recaer sobre toda la sociedad española. Así, a mediados de los noventa, en el contexto de los procesos de beatificación reabiertos por la Iglesia española al amparo del papa Carol Woytila, y en la senda de las publicaciones del vicario episcopal Vicente Cárcel Ortí, verá la luz la tesis de licenciatura del sacerdote falangista —exjefe territorial de la Falange extremeña— Ángel David Martín Rubio, titulado La represión roja en Badajoz, un producto híbrido entre la Causa General, los martirologios de la Iglesia de la Cruzada, las «cifras exactas» del general Salas y la escuela neofranquista representada por Ricardo de la Cierva. Martín Rubio, que dedicó la obra a la investigación sobre las víctimas de derechas, abordó a finales de los años noventa en Paz, piedad, perdón… y verdad, y en Salvar la memoria la matanza de Badajoz, pero en su obsesión por negar su existencia ni aprovechó la documentación existente ni captó, tal como se verá posteriormente, las particulares relaciones entre las fuentes disponibles para su estudio. Una visible carga ideológica y propagandística lastra estos trabajos, en los que incluso se falsean y ocultan datos para defender las tesis mantenidas.

 

Julián Chaves Palacios era ya un especialista en guerra civil-represión —destaquemos La represión en la provincia de Cáceres durante la guerra civil— cuando en 1997 publicó La guerra civil en Extremadura: operaciones militares (1936-1939). Esta obra —casi ajena a la cuestión de la matanza de Badajoz, por la que sobrevuela, y en la línea académica abierta en la década anterior desde la Universidad de Extremadura— sigue un curioso planteamiento metodológico, al estilo de Manuel Aznar o Martínez Bande, al separar las «operaciones militares» —la guerra, por así decirlo— de las operaciones de castigo mediante las que el golpe se implanta —la represión pura y dura, en la que o no se entra o se pasa de corrido.

 

 

El golpe militar más brutal de nuestra historia contemporánea quedaba reducido finalmente a una serie de «operaciones militares» dentro de una «guerra civil» con sus inevitables secuelas. Sobre este asunto ha escrito el historiador Gabriel Cardona:

 

Difícilmente podían identificarse como operaciones militares los movimientos de las columnas en Extremadura … Las columnas que partieron de Sevilla lo hicieron con dos batallones, uno de moros y otro de legionarios, lo que era un dislate técnico, pero expresaba la prisa y la confianza con que actuaban: les interesaba llegar lo más rápido posible a sus objetivos y no esperaban encontrar un enemigo bastante fuerte para desarrollar verdaderas batallas. Todo se hizo con la misma improvisación que las campañas de Marruecos, ante un enemigo del que se esperaba una inferioridad parecida a la de los rifeños.

 

El escaso tratamiento de la cuestión y la falta de interés de la universidad extremeña casi desde su creación hace poco más de veinticinco años por la matanza de Badajoz y, por extensión, por el período 1931-1945 —en general sólo cabría referirnos al grupo antes mencionado en torno al profesor Sánchez Marroyo y a un conjunto de trabajos en su mayor parte no concluidos o no publicados— han propiciado, por ejemplo, la insólita reedición de El fascismo sobre Extremadura, un folleto de carácter propagandístico fechado en diciembre de 1937 —publicado en Madrid en 1938— y que sesenta años después, en 1997, ha sido editado por la Federación Socialista de Badajoz con una introducción del Secretario Provincial del PSOE, Francisco Fuentes, y unos obligados encuadres y toques correctores de Justo Vila y de Luis Pla Ortiz de Urbina. Aunque no fuera éste el tratamiento que la matanza de Badajoz requería a finales de los noventa, hay que reconocer que gracias a esta publicación pudimos contar con las valiosas acotaciones de Luis Pla. En todo caso, el folleto —de indudable interés pese a que adolece de un fuerte desequilibrio entre información y propaganda— hubiera requerido una edición crítica.

 

En este contexto, la corriente contraria, la que suaviza, relativiza o justifica de una u otra manera la matanza de Badajoz, pasó a recuperar abiertamente —esta vez sin acotaciones— las viejas historias. Al pasado más rancio nos remonta el apartado titulado de manera significativa «La controvertida represión», que el cronista oficial de la ciudad, Alberto González Rodríguez, ofreció en 1999 en su Historia de Badajoz, compendio por lo que a esta cuestión respecta de todos los tópicos reaccionarios al uso, lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta no sólo que prescindió de toda fuente primaria sino que siguió los pasos de Martín Rubio. González establece tres corrientes sobre la represión en Badajoz: las representadas por Martín Rubio y Justo Vila, y, como «versiones intermedias de óptica general», las de Sánchez Marroyo, García Pérez y Chaves Palacios. El hecho de que ninguno de ellos haya investigado a fondo (desde 1936 hasta bien entrados los años ochenta) el Registro Civil de la ciudad parece ser un factor irrelevante para el cronista oficial.

 

Mayor importancia habrá que dar por su significación a otro pequeño trabajo publicado ese mismo año por la editorial carlista Actas con motivo del setenta aniversario del final de la guerra civil. Se trata de «Los sucesos de Badajoz: entre la realidad y la propaganda», del mencionado profesor de la Universidad de Extremadura Fernando Sánchez Marroyo.

 

Estamos una vez más en la línea académica abierta en los ochenta. Ya en la presentación de Miguel Alonso Baquer se podía leer:

 

Tiene [Sánchez Marroyo] el acierto fundamental de subrayar la diferencia entre el alcance de la represión nacional en Cáceres y el de la provincia de Badajoz, ya que este contraste devuelve el problema de las ejecuciones decididas por parte de los nacionales al contexto de la urgencia por reanudar la marcha sobre Madrid que presionó sobre el general [sic] Yagüe y sus gentes más allá de sus habituales sentimientos.

 

Ahí tenemos de nuevo a Yagüe afrontando el problema de las ejecuciones entre el contexto de urgencia y sus habituales sentimientos. En este artículo Sánchez Marroyo —quizá por haber sido su director— avala de entrada la «valiosa aportación» de Ángel David Martín Rubio en su tesis de licenciatura sobre La represión roja en Badajoz. Sánchez Marroyo —por más que parezca estar hablando de un hecho sobrenatural— reconoce la gravedad de los hechos: «A estas alturas nadie niega que la ciudad de Badajoz conoció en los primeros momentos que siguieron a su conquista el desarrollo de un brutal cuadro de violencia sobre las personas», y añade: «Obviamente no han quedado restos documentales directos, pero los testimonios son abundantes». Observemos que el sujeto agente, el que genera el brutal cuadro de violencia y el que no deja restos documentales, no ha aparecido por ahora. Pero he aquí que cuando poco después se dice que la responsabilidad «recayó sobre Yagüe», dado que «nada se hacía sin la autoridad del comandante militar», se aclara inmediatamente —para que no haya la menor duda— que «la acción represiva fue protagonizada, pasados los primeros momentos, sobre todo por los conversos, muchos de ellos deseosos de ocultar pasadas responsabilidades y nada menos que por esta vía que permitía además eliminar pruebas». Es decir, que fueron los propios rojos, ahora pasados a las filas de los sublevados, quienes llevaron a cabo la matanza de Badajoz. Y esto debido a que «los falangistas originarios, gente muy aguerrida, eran pocos», o sea, que los falangistas —el diccionario define aguerrido como valiente y esforzado— no tuvieron que ver gran cosa con la represión, que además —como ya dijo nada menos que Agustín Carande— no fue tanta, «ni siquiera llegaron a cientos». Pero no acaban aquí las sorprendentes revelaciones de Sánchez Marroyo.

Según parece, «contra lo que se ha dicho tradicionalmente, los militares, aunque por su propia debilidad inicial dejaban hacer, se plantearon desde el principio llevar a cabo un control estricto de la acción represiva», lo que según el profesor de la UNEX «no fue posible hasta que la situación no estuvo suficientemente consolidada». ¿Qué situación? ¿Se refiere al golpe militar? ¿Quiere decir que el propio golpe militar, supremo ejercicio represivo, les impedía controlar la represión? En Badajoz —dice— hubo «arbitrariedad y violencia» fruto del bando de guerra, pero «se explican en función de la propia debilidad numérica de los atacantes, obligados además a una marcha contra reloj». Es decir, que todo tenía su porqué. Ya lo reconoció el mismo Yagüe, afirma Sánchez Marroyo. Además, ¿cómo seguir adelante dejando allí aquella masa de rojos? Hubo una posibilidad pero no se pudo llevar a efecto:

 

Un escrupuloso y auténtico ejercicio penal hubiese debido seleccionar cuidadosamente, a fin de exigir las máximas responsabilidades, a los que tenían delitos de sangre. Pero no había tiempo y era preciso, además, imponerse por el terror, lo que explica la exposición pública de los cadáveres en los primeros momentos.

 

Cualquiera diría que se están justificando las acciones de Yagüe: hubiese debido, era preciso, explica… Así que los golpistas pudieron hacer las cosas mejor y limitarse a castigar a los verdaderos culpables, pero no pudieron por las prisas y porque eran pocos, viéndose pues obligados a imponerse por el terror y a hacer cosas como dejar los cadáveres al aire libre. Si hubieran dispuesto de más tiempo y hubieran sido más, habrían podido efectuar un ejercicio penal escrupuloso y auténtico. ¿Y quién era Yagüe, fuera de la ley desde el 17 de julio, para exigir responsabilidades a nadie o para decidir sobre la vida de las personas? ¿O qué ejercicio penal cabía esperar de unos militares golpistas lanzados por la pendiente de la violencia y del terror desde el primer momento?

 

Según Sánchez Marroyo, quien mantiene que el número de víctimas inscritas en el Registro Civil entre 1936 y 1945 es de 518, «los estudios más rigurosos sobre otros ámbitos territoriales consideran que a lo más las cifras registrales suponen un tercio de las ejecuciones realizadas en los meses del verano del 36», de forma que para Badajoz habría que hablar de «un mínimo de 1500 personas». Todas estas víctimas serían «ejecutadas» o «fusiladas», destacando la represión sobre los militares, ya que «a los pocos días de tomada la ciudad se habían pues depurado las responsabilidades de los miembros de las fuerzas armadas adictos al Gobierno de la República». Aquí otra vez se está justificando a Yagüe y a su camarilla. ¿Desde cuándo unos militares golpistas depuran responsabilidades de quienes se mantienen fieles a la legalidad? ¿Qué responsabilidades cabían en quienes no habían hecho sino acatar las órdenes del Gobierno legal? Seguro que debe haber otra manera de decirlo en la que se perciba quiénes eran las víctimas y quiénes los verdugos. ¿Por qué cuando se trata del «destacado falangista» Feliciano Sánchez Barriga y de las otras diez víctimas de los días rojos nuestro autor habla claramente de asesinatos y sin embargo cuando se refiere al coronel Cantero, o al diputado Nicolás de Pablo, o a los alcaldes Madroñero y Rodríguez Machin, habla de ejecuciones o fusilamientos? Los que están fuera de la ley ¿ejecutan, fusilan o asesinan? Para Sánchez Marroyo estas «ejecuciones» de los dirigentes políticos de Badajoz tienen lugar «es de suponer tras consejo de guerra sumarísimo», o sea que no debemos pensar que fueron ejecuciones «incontroladas» sino ajustadas a la ley, es decir, dentro —esta vez sí— de un «escrupuloso y auténtico ejercicio penal». En esta ceremonia de confusión todas las palabras están marcadas y todas llevan la dirección indicada en la presentación: justificar los sucesos de Badajoz en el «contexto de urgencia por reanudar la marcha sobre Madrid que presionó sobre Yagüe y sobre sus gentes más allá de sus habituales sentimientos». Desde luego, nunca la línea académica que representa Sánchez Marroyo —la «versión intermedia», como diría el cronista de Badajoz— se había expresado tan claramente sobre el golpe militar de julio del 36 y sobre la matanza de Badajoz. Curiosamente viene coincidir en lo esencial con Martín Rubio.

 

Recientemente —una vez más desde fuera de los centros encargados de la transmisión de la memoria—, como una prueba más del ansia de saber sobre aquella historia, han aparecido los trabajos de Francisco Pilo Ortiz sobre la toma de Badajoz y la represión posterior, muy desiguales pero con sobrados elementos de interés para el conocimiento de algunas cuestiones. Entre ellos habría que destacar los valiosos testimonios orales que el autor ha podido reunir sobre el 14 de agosto y, sobre todo, de la represión.

 

Lugar aparte merece sin duda la obra de Alberto Reig Tapia Memoria de la Guerra Civil, en la que se dedica un capítulo a la matanza, titulado «Los mitos de la sangre: la Plaza de Badajoz». El trabajo de este experto en mitología franquista es el fruto de largos años de reflexión. No en vano realizó su primera aportación sobre la represión franquista veinte años antes, a finales de los años setenta. Dos fueron los principales problemas, ambos estrechamente relacionados, que afrontó Reig Tapia para profundizar en el mito: la falta de verdaderas investigaciones y el inevitable recurso a datos y dichos carentes de fundamento alguno que han ido pasando de trabajo en trabajo hasta la actualidad (las 40 víctimas derechistas de Almendralejo, los 600 izquierdistas fusilados en Talavera la Real, el sacrificio de la 16.ª Compañía, las 285 bajas de las fuerzas de Yagüe, etc.). Sin embargo, el estudio de Reig, al que hay que agradecer su retorno a las fuentes, es tan rico y sugerente que sin duda alguna merecería ser considerado como heredero de los métodos de Herbert Southworth. Reig va directamente a las claves de la historia: las noticias de la matanza y la creación de la leyenda.

 

Sus conclusiones son incontrovertibles:

 

1) la represión se cebó en Badajoz;

 

2) durante veinticuatro horas los ocupantes actuaron a capricho y sin testigos;

 

3) se permitió el saqueo de la ciudad;

 

4 y 5) hubo fusilamientos (asesinatos) masivos y sin instrucción de causa;

 

6) se quemaron cadáveres que acabaron en fosas comunes;

 

7) a la represión militar siguió otra paramilitar; y

 

8) se ha intentado negar, ocultar y silenciar la matanza con la «leyenda».

 

Efectivamente, como dice Reig Tapia, «la auténtica leyenda de Badajoz no es otra que la puesta en circulación por la propaganda franquista y su pretendida historiografía».

 

Hasta el momento éste es el panorama sobre la matanza de Badajoz. Ignoramos, sin embargo, lo principal: el proceso de ocultación, cómo y cuándo se destruyó o dónde se encuentra actualmente la documentación generada por los diversos organismos civiles y militares que tuvieron relación con los hechos en un momento u otro a partir de agosto del 36 y hasta el final de la dictadura. Sabemos que las delegaciones de Orden Público, la Guardia Civil y los Servicios de Investigación y Vigilancia de Falange —verdaderas fábricas de informes— contaron con información completa y detallada de todo lo relativo a la represión; lo que ignoramos en el caso de Badajoz es si esa documentación se destruyó durante el franquismo, en la transición o si permanece dormida en los sótanos de alguna dependencia militar o de un ministerio. Puede pasar como con el Archivo del Movimiento de Huelva, que apareció en el Museo Arqueológico de la ciudad o quién sabe si serán los archivos eclesiásticos los que nos descubrirán la realidad de la represión. Conocemos por otras ciudades, por ejemplo, que en los cementerios se anotaba minuciosamente el movimiento de la fosa común, pero en Badajoz no consta documento alguno. Sin embargo, algún rastro debe quedar en alguna parte. Aunque lo normal es que todo fuera destruido, no hay que perder la esperanza de que en cualquier momento aparezca documentación, pública o privada, de interés. Sería el caso de los fondos de la Auditoría de Guerra de la II División, conservados milagrosamente gracias a que, por motivos de espacio, fueron alejados del alcance de quienes acabaron con el Archivo de la II División. Mientras tanto tal cosa ocurra, deberemos conformarnos con lo que hay…

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Francisco Espinosa Maestre. “La columna de la muerte” ]

 

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