viernes, 6 de octubre de 2023




1064

 

EL MARXISMO OCCIDENTAL 

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(24)

 

 

 

III

 

MARXISMO OCCIDENTAL Y REVOLUCIÓN ANTICOLONIAL:

UN ENCUENTRO FRUSTRADO

 

 

 

11. El 4 de agosto de la «teoría crítica» y de la «utopía concreta»

 

Si bien Vietnam es un motivo de disputa entre los filósofos de la «teoría crítica» y de la «utopía concreta» (las condenas contra los Estados Unidos se cruzan y chocan con las declaraciones de apoyo), la unidad se restablece con ocasión de la guerra de los Seis Días (del 5 al 10 de junio de 1967), que ve como Israel se impone a Egipto, Siria y Jordania. Es verdad que esta unidad está muy lejos de ser granítica. Horkheimer y Adorno se identifican casi totalmente con Israel, hasta el punto de que ni siquiera se preocupan por defenderlo de las acusaciones de colonialismo o de imperialismo que lanzan contra él los movimientos de inspiración anticolonialista y tercermundista. Al contrario, para los dos exponentes de la «teoría crítica» se trata más bien de llevar a estos últimos al banquillo de los acusados.

 

Mientras que, en el plano inmediatamente político, adopta una postura bastante parecida a la de Horkheimer y Adorno, en cambio Bloch sí que defiende a Israel frente a la acusación de colonialismo o de imperialismo: es cierto —argumenta— que se trata de un país que goza del apoyo del presidente Johnson, el mismo que está «detrás de la guerra en Vietnam» (de una guerra de carácter colonial e imperial); sin embargo, no se deben confundir cosas que son distintas. Fiel a su estilo, el filósofo de la «utopía concreta» imagina un futuro sin sombras, presidido no solo por la convivencia pacífica, sino por la «simbiosis» entre judíos y árabes; declara además que no puede identificarse con el sionismo, y se lamenta de que la fundación de Israel se produjera bajo la impronta de Herzl, «nacionalista» convencido y bastante poco inclinado a la «simbiosis con los demás pueblos que residen en el territorio». Se explica así el trato injusto que el nuevo Estado les da a los «prófugos árabes» y a la «minoría árabe que ha quedado en Israel». Las cosas habrían sido muy distintas si se hubiesen impuesto la línea y la herencia del internacionalista y «socialista Moses Hess», digno sucesor de la gran tradición de los profetas judíos. Ahora bien, se puede esperar, reactualizando un pasado glorioso, una «nueva simbiosis» entre árabes y judíos, e incluso una simbiosis —«en caso de necesidad»— que vea garantizada la «autonomía de Israel» en el ámbito de un «espacio estatal árabe infinitamente mayor» (Bloch, 1967).

 

Por desgracia, a esta evocación de un futuro radiante e incluso utópico le corresponde en el presente una orientación muy distinta: Bloch no se limita a identificarse plenamente con Israel, no se contenta con apoyar hasta el final la guerra contra el Egipto de Nasser. Va más allá: acusa a Nasser de seguir un «modelo nazi», de actuar guiado por un «odio contra los judíos tan intenso como el que inspiró la ‘solución final’»; y todo ello con la complicidad del conjunto del mundo árabe, que no se cansa de amenazar de muerte a Israel. Y la izquierda, que en cierto modo apoya la causa árabe, no hace sino «instigar el pogromo», sea o no consciente de ello (Bloch, 1967).

 

Al argumentar así, el filósofo de la «utopía concreta» acababa arre-metiendo contra el anticolonialismo y el tercermundismo en su conjunto, al igual que los dos exponentes de la «teoría crítica». No se ha de perder de vista que, aun haciendo abstracción de la tragedia palestina, en el Oriente Medio de la época seguía muy presente el colonialismo en su forma clásica, con connotaciones raciales. Poco más de una década antes, en 1956, Egipto sufrió el ataque conjunto de Israel, Gran Bretaña (que no estaba dispuesta a renunciar a su imperio) y Francia (decidida a darle una lección a Nasser, y con la vista puesta además en la consolidación de su tambaleante dominio en Argelia) por la nacionalización del canal de Suez. A pesar del desacuerdo y la rivalidad entre Washington y Londres, así como Churchill llamaba a Occidente a sostener la presencia de Inglaterra en el canal de Suez, «con el fin de prevenir una masacre contra los blancos», también Eisenhower lamentaba que con la nacionalización del canal de Suez Nasser pretendiese «descabalgar a los blancos». Está claro que, para estos dos estadistas occidentales, los árabes seguían formando parte de la población negroide (Losurdo, 2007). La exaltación de la raza blanca no era algo extraño a Hitler, bien lo sabemos, y sin embargo Bloch no vacila a la hora de situar a Nasser a su lado.

 

El más problemático, en lo que se refiere a la guerra de 1967, parece ser Marcuse. Su postura «no implica la aceptación completa ni de las tesis de Israel, ni de las de sus adversarios». Por un lado:

 

 La fundación de Israel como Estado autónomo puede calificarse de ilegítima en la medida en que se produjo, gracias a un acuerdo internacional, en suelo extranjero y sin tener en cuenta a la población local […] Admito que Israel ha sumado otras injusticias a esta inicial. El trato que le ha dado a la población árabe ha sido cuando menos reprobable, si no peor. La política israelí tiene tintes racistas y nacionalistas que los judíos, precisamente, deberíamos ser los primeros en rechazar […] Una tercera injusticia […] reside en el hecho, a mi juicio indiscutible, de que desde la fundación del Estado la política israelí ha seguido pasivamente las directrices marcadas por la política americana. Jamás, en ninguna ocasión, el representante o los representantes de Israel en las Naciones Unidas se han posicionado a favor de la lucha de liberación del Tercer Mundo contra el imperialismo (Marcuse, 1967).

 

Por otro lado:

 

La injusticia [inicial] no puede repararse con una segunda injusticia. El Estado de Israel existe, y hay que encontrar un espacio de entendimiento y comprensión con el mundo hostil que lo rodea […] En segundo lugar, hay que tener en cuenta también los repetidos intentos de acuerdo por parte de Israel, rechazados siempre por los representantes del mundo árabe. Y en tercer lugar, hay que tener también en cuenta las declaraciones, en absoluto genéricas, sino claras y contundentes, en las que los portavoces árabes afirman que quieren emprender una guerra de exterminio contra Israel.

 

Parecería que un cálculo tan pausado de los aciertos y errores debiera suscitar dudas e incertidumbre. En cambio, la conclusión es rotunda:

 

«En semejantes circunstancias puede y debe comprenderse y justificarse la guerra preventiva (como de hecho lo fue la guerra contra Egipto, Jordania y Siria)»(Marcuse,1967). 

 

Una conclusión que se basa por completo en el supuesto de que los países árabes tendrían verdaderamente, como se los acusa, la intención de emprender una «guerra de exterminio».

 

Un supuesto que se asienta sobre el terrible recuerdo de la «solución final», y que sin embargo, no solo no se demuestra, sino que ni siquiera se explica con precisión su significado. No es raro en la historia el fenómeno de la «aniquilación» de un Estado o un país: piénsese en Polonia a finales del siglo XVIII, repartida entre Rusia, Austria y Prusia; en los Estados o pequeños Estados absorbidos por una entidad estatal superior durante los procesos de unificación nacional de Italia y Alemania; en la disolución de la Confederación sudista al final de la guerra civil americana; en la desaparición de la Unión Soviética en el siglo XX (o el Imperio del Mal, en palabras de su implacable enemigo Ronald Reagan). O bien piénsese en la transformación de la vieja Sudáfrica, que se fundó en base a la supremacía blanca, en una Sudáfrica completamente nueva.

 

En todos estos casos, la «aniquilación» política de un Estado, por arbitraria e injusta que pueda ser, no comportó la aniquilación física de sus habitantes. Marcuse pasa por alto todo esto, aunque sus certezas no tardarán en revelarse bastante frágiles:

 

En las izquierdas [estadounidenses] existe una propensión bastante acusada y del todo comprensible a identificarse con Israel. Por otra parte, en particular la izquierda marxista, no puede fingir que ignora que el mundo árabe coincide en parte con el bando antiimperialista. En este caso, está claro que la solidaridad emocional y la solidaridad conceptual se encuentran objetivamente alejadas, incluso enfrentadas.

 

¿Por qué anteponer la «solidaridad emocional» a la «solidaridad conceptual»? Al menos para un filósofo debería suceder al contrario. Marcuse (1967) se justifica remitiendo a su ascendencia judía: 

 

«Comprenderán ustedes que me sienta solidario y me identifique con Israel, por razones muy personales, y no solo personales». 

 

Ahora bien, dejarse arrastrar por la «solidaridad emocional» fruto de los vínculos nacionales y étnicos, ¿no fue la actitud que adoptó la socialdemocracia alemana cuando votó, el 4 de agosto de 1914, a favor de los créditos de guerra para la Alemania de Guillermo II? Junio de 1967 sería así el 4 de agosto de la «teoría crítica» y de la «utopía concreta» (y en parte también del propio Marcuse)…

 

(continuará)

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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