miércoles, 20 de septiembre de 2023

 

1060

 

EL MARXISMO OCCIDENTAL

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(21)

 

 

 

III

 

MARXISMO OCCIDENTAL Y REVOLUCIÓN ANTICOLONIAL:

UN ENCUENTRO FRUSTRADO

 

 

 

8. El universalismo imperial de Adorno

 

Podemos constatar un elemento de involución en Horkheimer (y en Theodor W. Adorno). Refiriéndose al «fascismo», Dialéctica de la Ilustración (el libro que publicaron conjuntamente en los años cuarenta) señalaba que el «capitalismo totalitario» y el «orden totalitario», antes de propagarse y triunfar en el corazón mismo de Europa, solo habían sacudido «a pobres y salvajes» (Horkheimer y Adorno, 1944) Situaban, así, las etapas preparatorias del fascismo en la violencia perpetrada por las grandes potencias occidentales contra los pueblos coloniales, y en la violencia consumada, en el corazón mismo de la metrópoli capitalista, contra los pobres y los marginados, encerrados en esa especie de campos de concentración que eran las casas de trabajo. Se apuntaba en cierto modo al hecho de que el nazismo y el fascismo habían hecho sus primeros ensayos con el expansionismo y la dominación colonial. Y sin embargo, las víctimas eran «salvajes», y no pueblos determinados, con una cultura y una historia propias, y que exigirían constituirse en Estados nacionales independientes. Pero, en cualquier caso, exhalaban cuando menos una condena al colonialismo y un reconocimiento del nexo que ligaba el nazismo y el fascismo con el colonialismo.

 

Todo ello iba a desaparecer sin dejar rastro pocos años después, con el estallido de la Guerra Fría, cuando la revolución colonial se unió al movimiento comunista internacional y, alcanzando Oriente Medio, puso también en tela de juicio la política e incluso el Estado de Israel.

 

A partir de entonces la polémica contra las agitaciones revolucionarias del Tercer Mundo, emprendida en nombre del universalismo, se convierte en una constante. En la Dialéctica negativa Adorno tacha la categoría hegeliana del «espíritu del pueblo», y con ella la atención puesta en la cuestión nacional, de «reaccionaria» y regresiva «con relación al universal kantiano de su época, la humanidad entonces visible», por estar infectada de «nacionalismo» y de provincianismo «en la época de los conflictos mundiales y de una potencial organización mundial del mundo». Peor aún, se trataría del culto a un «fetiche», a un «sujeto colectivo» (la nación), en el cual «desaparecen sin dejar huella los sujetos [individuales]» (Adorno, 1966).

 

 

Se trata de un posicionamiento que deslegitimaba a posteriori la revolución patrocinada y dirigida por el Frente de Liberación Nacional de Argelia, un pueblo y un país indiscutiblemente más provinciano, más atrasado y menos cosmopolita que la Francia contra la que se levantaba; y deslegitimaba igualmente las revoluciones anticoloniales que, pese a ello, se producían ante sus ojos, empezando por la que encabezaba el Frente de Liberación Nacional de Vietnam. En este último caso, el juicio negativo del filósofo es inequívoco y no admite matices: En la seguridad de América, hemos podido soportar, de boca de los exiliados, las noticias sobre Auschwitz; así que no va a ser fácil creer a quien diga que la guerra de Vietnam le quita el sueño; en particular, todos los que se oponen a la guerra colonial deberían saber que el Vietcong, por su parte, emplea la tortura china (Adorno, 1969).

 

Estas declaraciones tienen fecha de 1969. El año antes se había producido la masacre de My Lai: la brigada que dirigía el teniente William Calley no dudó en asesinar a 347 civiles, ancianos, mujeres, niños y no-natos. Venía a confirmar, más allá de toda duda, las prácticas genocidas con las que se ensuciaba las manos el ejército enviado por Washington: todavía hoy, cuando han pasado cuarenta años desde el final de la guerra, son incontables los vietnamitas con el cuerpo marcado por la dioxina que la aviación estadounidense vertió a raudales sobre la población civil. Adorno lo compara todo con Auschwitz y lo reduce a nada; y esas bagatelas no le quitan el sueño, de hecho, se burla incluso de quienes lo pierden por tales pequeñeces, y no más bien por las… torturas «chinas» imputadas al Vietcong (bien mirado, a las víctimas).

 

No son páginas que honren al filósofo. Pero tampoco se trata de un caso aislado dentro de su producción. Ni siquiera en el terreno de la reconstrucción histórica y de la filosofía de la historia le presta ninguna atención, ni ve con la más mínima simpatía, a las víctimas de Occidente y de su marcha expansionista.

 

Hasta las invasiones de los conquistadores de México y Perú, que debieron de parecerles invasiones de otro planeta, contribuyeron sangrientamente —de un modo irracional para aztecas e incas— a la difusión de la sociedad racional en el sentido burgués, hasta llegar a la concepción de one world teológicamente inherente al principio de dicha sociedad (Adorno, 1966).

 

 

¿Ha contribuido el expansionismo colonial a acercar al género humano, a realizar un mundo finalmente unificado, aunque solo lo haya hecho de modo objetivo e «irracional»? Pero este one world es el «sujeto colectivo» en el que los sujetos individuales y hasta los pueblos «desaparecen sin dejar rastro», recogiendo la crítica que Adorno le dirigía a Hegel. En cualquier caso, debemos preguntar: el expansionismo colonial ¿no ha abierto más bien una brecha insalvable entre los pueblos, confiriéndole a la raza superior de los señores el derecho a esclavizar y sacrificar en masa a los under men o Untermenschen?”

 

El cuadro no cambia un ápice entre el descubrimiento-conquista de América y la Revolución francesa:

 

La particular miseria, al menos de las masas parisinas, debió desencadenar el movimiento, mientras que en otros países donde no era tan aguda, el proceso de emancipación de la burguesía se produjo sin revolución y sin afectar a la forma de dominio, más o menos absolutista (Adorno, 1966).

 

Por lo que hace al inicio de la Modernidad, la comparación entre los distintos países no tiene en consideración la cuestión colonial. «La forma de dominio más o menos absolutista» hace referencia a la monarquía borbónica y al jacobinismo en Francia, pero en ningún caso al poder que los patrones blancos ejercían sobre los esclavos negros (y recordemos que los primeros asumieron regularmente el cargo de presidente durante las primeras décadas de vida de los Estados Unidos).

 

Dándole la vuelta en sentido polémico al gran dictum hegeliano (1969) según el cual «lo verdadero es el todo», Adorno afirma: «El todo es lo falso» ( Minima moralia). Sin embargo, en su idealización del país a la cabeza de Occidente y de Occidente en cuanto tal, Adorno confirma la validez del aforismo de la Fenomenología del espíritu frente al que él mismo proclama en Minima moralia. Hegel explica con enorme lucidez que «la vía de escape de la colonización» desempeñó un papel importante en la atenuación del conflicto social en la otra orilla del Atlántico. Al prestar atención a la totalidad, el gran teórico de la dialéctica era capaz de comprender el nexo entre la libertad de la comunidad blanca, por un lado, y la absoluta falta de libertad de los nativos, por el otro, sometidos a un despiadado proceso de expropiación, deportación y aniquilación. Algo que se le escapa a una visión que, enfatizando y absolutizando un aspecto particular de la realidad que investiga, acaba por perder de vista la totalidad.

 

Una última consideración: la apelación a Kant por parte de Adorno es cualquier cosa menos convincente. La paz perpetua, a la que remite por alusiones la Dialéctica negativa, contiene una memorable denuncia no solo de la esclavitud colonial y del colonialismo en cuanto tal, sino también de la «monarquía universal», sinónimo de un «despotismo sin alma» que se asentaría sobre la opresión de las naciones, y precisamente por ello destinada a sucumbir: «La naturaleza separa sabiamente a los pueblos»; concurre a ello la «diversidad de las lenguas y de las religiones»; la tentación de unificar el mundo bajo el signo de despotismo internacional chocaría, pues, con la resistencia de los pueblos y produciría a lo sumo la «anarquía» (Kant, 1795). En otra ocasión, haciendo un balance histórico y filosófico de la Revolución francesa, Kant observa: si el patriotismo conlleva el peligro de desembocar en exclusivismo y perder de vista el universal, el amor abstracto a la humanidad «es una inclinación que se diluye a causa de su propia universalidad, excesivamente amplia», y corre así el peligro de ir a parar en declamaciones hueras; se trata entonces de conciliar el «patriotismo mundial (Weltpa-triotismus)» con el «patriotismo local  (Localpatriotismus)», o bien con el «amor a la patria»; y quien es auténticamente universalista «debe sentirse inclinado a promover el bien del mundo entero en el apego por su propio país» (Kant, 1793-1794). Bien mirado, Adorno apela a un filósofo que lo ha criticado y refutado avant la lettre

 

(continuará)

 

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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