lunes, 18 de septiembre de 2023

 

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Joan E. Garcés  /   “Soberanos e intervenidos”

 

 (…)

 

 

Segunda parte

ESTRATEGIAS MUNDIALES E INTERVENCIÓN

 

 

 

 

 

 

III. LATINOAMERICANOS, ESPAÑOLES Y PORTUGUESES

 

¿En qué modo nos afecta el término de la guerra fría? En el ánimo de quienes la sostuvieron el replanteamiento de la política internacional se limita a las grandes Potencias. Precisaba Henry Kissinger a Gabriel Valdés que:

 

«el eje de la historia comienza en Moscú, pasa por Bonn, cruza por Washington, y llega hasta Tokio. Lo que acaece en el Sur no cuenta».

 

En esta perspectiva Sur es la zona de influencia de una Potencia global o regional. Sur son así los pueblos hispánicos, todos se encuentran entre las primeras y mayores víctimas de la guerra fría, de sus precedentes y de sus consecuencias.

 

Nuestros pueblos ¿tienen algo que decir en un nuevo escenario internacional? La evolución histórica y la realidad de cada día muestran que sí. Con independencia de la latitud, dimensión geográfica o demográfica, su producto nacional bruto o renta per cápita. En lo que al Estado español concierne, desde el siglo XVIII ha sido norma predominante entre sus dirigentes renunciar a generar un proyecto nacional e internacional autónomo y recabar, en cambio, la protección de una u otra Potencia. Hasta tal punto que los españoles han tendido a aislarse de su mundo cultural en la Península Ibérica y América. Los intereses que derrocaron el sistema democrático-representativo en 1936-1939 han mantenido su dominación local, sin solución de continuidad en la medida que se subordinaban a las sucesivas Potencias dominantes. Si algún día en los españoles llegara a emerger la voluntad de procurarse los medios de sacudirse la intervención, hallarían que la paz en Europa y el autogobierno de los pueblos hispánicos coinciden en la necesidad de superar el legado de las políticas intervencionistas.

 

Una Europa no dividida en coaliciones bélicas debiera aumentar la libertad interna y externa de los españoles y portugueses. Pero no cabe dar la espalda a la historia ni al presente. En la medida que la guerra fría era superada y el andamiaje construido bajo su alero se tambaleaba, algunas iniciativas preparaban el momento en que EEUU retiraría sus tropas de Europa. Si un día Washington no identificara como “adversario” a quienes en otro Estado defienden sus específicos intereses nacionales y cívicos, ¿qué sería de los protegidos por la Coa­lición de la Guerra Fría? En la medida en que la realidad local y sus contradicciones tendieran a reemerger, las relaciones de dominación tratarían de articularse a través de nuevas variantes de “ejes”, de “direc­torios”. Como el que apuntaba en el horizonte entre París y Bonn a comienzos de la década de los años noventa.

 

El agua no pasa dos veces por el mismo río, pero las desigualdades en poder financiero y militar dentro de Europa son tan manifiestas que sería ilusorio pensar que los centros de dominación actuaran contra su lógica histórica, la de recuperar el Este de Europa como mercado de aprovisionamiento en materias primas y de exportación de capitales y tecnología. Que en 1988 podía hacer carrera junto al canciller Kohl un admirador de Hitler, y llegar a presidente del Bundestag, no era un secreto. Tampoco la presencia en la arena política de Francia de nostálgicos del régimen de Pétain, y en Italia del de Mussolini –en ambos casos con real incidencia electoral. En España ocupaban posiciones preminentes colaboradores que fueron de Franco, al que continuaban reivindicando. Y en Gran Bretaña gobernaban seguidores de las políticas de Churchill. Si Philipp Jenninger hubiera pronunciado en 1988 su elogio de los “gloriosos tiempos” del nacionalsocialismo en día distinto del 10 de noviembre –aniversario de la Kristallnacht, provocando la protesta de las comunidades judías– ¿hubiera sido forzado a dimitir? ¿O si se hubiera limitado a glosar los elogios de Churchill a Hitler hasta 1937?

 

Las posibilidades que abría el fin de la guerra fría eran difíciles de alcanzar para españoles, portugueses y latinoamericanos en la medida que continuaban uncidos a rejuvenecidas zonas, o subzonas, de influencia. «Ne soyez pas myopes, l’Espagne est en vente», fue un eslogan de la campaña impulsada después de 1986 entre consorcios empresariales por el francés Jacques Delors, presidente de la Comunidad Económica Europea. Ni un solo responsable español le salió al paso. ¿A qué intereses últimos respondía semejante establishment? Alguien podría confortarse pensando que nuestra historia contemporánea ha conocido otras coyunturas semejantes, pero ésta se situaba en una perspectiva nueva. Dentro de diez años, decía Delors en el verano de 1988, el 80% de las decisiones sociales y económicas de los Estados de la CEE se tomarán en Bruselas. La correlación de intereses que en los órganos representativos del Estado español sería de esperar que fuera favorable a sus ciudadanos, no puede serlo en Bruselas, el peso relativo de sus empresas y lobbies es inferior al de alemanes, franceses o británicos ¿Qué destino espera a los pueblos sin Estado digno de tal nombre, gobernados desde un centro de poder que ni les responde democráticamente ni puedan controlar? La sumisión o la revuelta, con sus costes inherentes. En marzo de 1994, durante la negociación para ampliar la CEE a Austria y a los países Escandinavos, bastó que el gobierno español tratara de mantener el porcentaje hasta entonces vigente en la toma de decisiones –limitando a 23 el número de votos susceptible de bloquear una resolución del Consejo Europeo– para que Klaus Kinkel, ministro de Asuntos Exteriores alemán, afirmara que

 

«estoy dispuesto a romperle el espinazo a España».

 

Una semana después (27 de marzo), González Márquez aceptaba que la minoría de bloqueo se elevara de 23 a 27 votos.

 

¿Cabe hablar de independencia cuando el Estado es un referente nominal, del pasado? La interferencia de un Estado en otro tiene lugar en la medida que existan intereses y voluntades diferenciados, de otro modo no cabe conciencia de estar intervenidos. Es el cáncer que carcome a españoles y latinoamericanos. En el régimen de partidos de la España posfranquista las pocas personas que confeccionaron las listas cerradas y bloqueadas que dominaban el Parlamento nacieron con estipendios alemanes, y rivalizaban entre ellos por recibir más deutsche-marks. Durante los días anteriores al referéndum de 1986 sobre la extensión de la OTAN a España, el ex canciller Willy Brandt (socialdemócrata) hizo publicitar lo que los españoles debían votar, el canciller Kohl (democristiano) y el ministro de Exteriores Genscher (liberal) se sumaron a la campaña agregando que su anterior ingreso en la CEE obligaba a los españoles a subordinarse a la OTAN. A nadie en el establishment español se le oyó balbucear que los dirigentes de Alemania no podían dictar su política a los ciudadanos de otro Estado. Eso sí, los políticos españoles financiados por Alemania hicieron todos campaña a favor de la absorción de los recurso de España por el Bloque Militar.

 

La absorción en 1939 de España en la alianza germanoitaliana contra la URSS, en la de la OTAN y en una concepción federal de la CEE en 1981-1986, entrañaban potencialidades de desligitimación y desintegración del Estado comparables, mutatis mutandi, a las que derivaron del ingreso de España en la alianza europea en 1796 (Tratado de San Ildefonso). En la última década del siglo XX, el sistema político español funcionaba como la mayor parte de los latinoamericanos: sus elites dominantes razonaban conforme a la premisa de que la soberanía popular y nacional habían históricamente fenecido. En el seno de la Coalición que sostuvo la guerra fría, la función encomendada a los gobiernos era adaptar y ejecutar decisiones decididas en los centros de la Coalición, mantener el orden público interno aún a costa de la cohesión social. El final de la guerra les impulsó a pedir que se institucionalizara el legado de aquélla. Como si temieran que antes de alcanzar un punto de no retorno los ciudadanos tomaran conciencia de las consecuencias del camino seguido. La palabra “Europa” fue la invocación encantatoria para cubrir lo que se deseaba recibir de la CEE: nacionalidad, dirección económica, mando militar, directrices diplomáticas, partidos que encuadraran a los electores locales. Y se impacientaban cuando tales ansias encontraban un rechazo total o parcial en Estados que, aunque miembros de la CEE, no se consideraban en liquidación, como Dinamarca, Francia y Gran Bretaña. Lo propio cabía decir de la función ideológica que tanto en España como en América Latina cumplían los conceptos de “modernización”, “globalidad”, etc. –coberturas actualizadas de añejas relaciones de subordinación-dominación.

 

La dictadura a la que los españoles fueron sometidos había deslegitimado el Estado y la conciencia de identificación con la Nación hasta tal grado que, fallecido el Dictador (1975), el régimen que le sucedió se protegió bajo el alero político-económico de la CEE y el militar de la OTAN. Ralph Dahrendorf ha sostenido que cuando previno a «Felipe González del altísimo precio que tendría que pagar España para entrar en la CEE si aceptaba las condiciones que Francia y Alemania le imponían [en 1985]», González le contestó que «estaba dispuesto a aceptar cualquier acuerdo». El Secretario de Estado español para la CEE replicaba a Dahrendorf que

 

había que entrar para consolidar el sistema democrático y hacer la modernización económica. Nunca hubiéramos logrado esto último por nuestro propio impulso. Las sociedades, por sí solas, pueden ser dominadas por sus demonios familiares.

 

Recordemos nosotros aquí más bien que González había sido cooptado desde el Eje París-Bonn en la operación de Suresnes de 1974, parte de un proceso en que las elites dirigentes de la Dictadura, moralmente aisladas de la sociedad, estaban siendo relevadas por equipos estipendiados. Alberto Oliart –el ministro de Defensa que suscribió la extensión de la OTAN a España en 1981–, postulaba que

 

«una Europa efectivamente unida […] podría convertirse en una gran potencia militar. […] Lo único [de soberanía nacional] que cederíamos a esa Europa sería algo que hoy ya tenemos en precario y disminuido».

 

El eco se oía en otro ángulo:

 

«La unidad europea es la garante de la ­cohesión de esa nación de naciones que es España […] si la Unión­Europea fracasase, la misma existencia de España entraría en peligro […]»; «ya no tiene nada que hacer un partido a nivel nacional. Si se rompe el proceso de unidad europea, vamos al desastre».

 

Tal proceso llevaba más bien a otro puerto:

 

«los Estados europeos van a quedar como autonomías, y nosotros los vascos no tenemos por qué estar en esa superestructura a través de la [región autónoma] que será España. Estaremos ahí como está Holanda o Bélgica»; «yo sigo mirando a Europa con mucho optimismo y, aunque nos perjudique, estoy deseando que Alemania, Francia y el Benelux creen una moneda común», «Felipe González y yo pensamos casi de la misma manera sobre Europa».

 

El analista Javier Pradera había apuntado:

 

la quiebra de las desmesuradas expectativas despertadas hace meses por [el Tratado de] Maastricht amenaza con crear una crisis de identidad a nuestra clase dirigente, que había colocado todos sus proyectos en la cesta europeísta y que podría quedarse ahora vacía de ideas y de retórica. El desconcierto oficial ante la imprevista situación desencadenada por la recesión económica y la crisis europeísta –una hipótesis no contemplada– explica tal vez las contradicciones entre los ministros y la patética comparecencia de Felipe González [en el Congreso]; porque resulta difícil encontrar el hilo del nuevo relato después de haber recitado durante tanto tiempo el cuento de la lechera.

 

¿Pueden todavía crear los latinoamericanos, españoles o portugueses proyectos nacionales? Difícilmente, si sus elites y organizaciones representativas no son endógenas. Esta es la realidad que nos rodea y domina. El experimentado economista Perpiñá Grau había concluido en 1986:

 

«nos han colonizado –en el sentido de Delaisi en Les deux Europes».

 

En efecto, la visión del francés Delaisi en 1929 nos aporta un sugestivo útil para contemplar la Europa de después de la guerra fría. Entendía aquel que la Europa A –el perímetro industrial entre Estocolmo, Budapest, Florencia, Bilbao, Glasgow y Bergen–, debía retirarse de los imperios coloniales y «regresar a Europa» para integrar al conjunto de los mercados europeos, y convertir en principal destino de sus inversiones de capital y exportación de productos manufacturados a la Europa B –el resto, Rusia incluida-reducida a principal proveedora de materias primas y mano de obra para la Europa A; y otorgar preferencia a los mercados de la Europa B sobre los que denominaba «Europa de ultramar» (EEUU, Canadá, Uruguay, El Cabo, Australia, Nueva Zelanda, Argentina, Chile)–, o los de Oriente, los intertropicales y los sometidos a dominio colonial. Seis décadas después, en 1988, Jacques Delors desde la Presidencia de la Comisión Ejecutiva de la CEE venía a proponer que viéramos en la Europa del Este un “círculo” de países con funciones equivalentes a las atribuidas por Delaisi a la Europa “B” –en órbita alrededor de los mercados de la Europa “A”, esencialmente los fundadores de la CEE (Alemania, Francia, Italia, Benelux)…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Joan E. Garcés. “Soberanos e intervenidos”  ]

 

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