jueves, 14 de septiembre de 2023

 

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EL MARXISMO OCCIDENTAL

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(20)

 

 

 

III

 

MARXISMO OCCIDENTAL Y REVOLUCIÓN ANTICOLONIAL:

UN ENCUENTRO FRUSTRADO

 

 

 

 

 

7. Horkheimer: del antiautoritarismo al filocolonialismo

 

La incomprensión y el desconocimiento de la cuestión colonial llegan al colmo en una corriente de pensamiento a la que, sin embargo, debemos brillantes y agudos análisis de los problemas sociales, políticos y morales propios de la sociedad capitalista. Me refiero a la escuela de Fráncfort. Cuando publica en 1942 El Estado autoritario, Horkheimer hace un balance del capítulo de la historia que se inicia con la Revolución de Octubre. La condena es clara y sin matices: en Rusia no se ha impuesto el socialismo, sino el «capitalismo de Estado». Sin duda, hay que reconocer que «potencia la producción» de un modo extraordinario, y esto es de enorme utilidad para «los territorios atrasados de la Tierra», que en poco tiempo pueden remontar su atraso respecto a los países más avanzados (Horkheimer, 1942).

 

¿Al menos puede considerarse este un resultado positivo? Es cierto que la Rusia gobernada con puño de hierro por los bolcheviques ha logrado tanto éxito en el desarrollo industrial y económico que se ha convertido en un modelo, pero ¿a quién puede atraer?

 

En lugar de terminar convirtiéndose en un consejo democrático, puede que el grupo [el Partido Comunista] se establezca como autoridad. El trabajo, la disciplina y el orden pueden salvar la república, pero acabar con la revolución. Si bien afirmaba que en su programa estaba la supresión de los Estados, ese partido transformó su patria, industrialmente atrasada, en el modelo secreto de las potencias industriales que padecían el parlamentarismo y no podían vivir sin el fascismo (Horkheimer, 1942).

 

Mientras Horkheimer escribía estas líneas, el ejército nazi, tras haber sometido a buena parte de Europa, estaba a las puertas de Moscú y de Leningrado, y sobre toda su población se cernía la muerte a manos de una espantosa máquina de guerra, o bien por el hambre, tras un despiadado asedio. ¿Qué sentido tiene, en tales circunstancias, apelar a la «democracia consultiva» y a continuación al ideal, o bien a la utopía de la extinción del Estado? Eran momentos en que parecía al alcance de la mano la realización del proyecto de Hitler, que aspiraba explícitamente a esclavizar a los pueblos de Europa oriental y a edificar en la región el mayor imperio colonial de tipo continental.

 

Si la Unión Soviética, sometida a la formidable presión de un gigantesco aparato militar de experimentada eficacia y brutalidad, logra resistir es gracias al desarrollo industrial a marchas forzadas que el propio Horkheimer pone de manifiesto. Sin embargo, Horkheimer no le presta ninguna atención a todo esto, considera irrelevante el hecho de que quienes se enfrentan sean, por un lado, colonialismo y esclavismo y, por el otro, anticolonialismo y antiesclavismo. A ojos del prestigioso exponente de la «teoría crítica», quien merece el juicio más severo es siempre el país surgido de la Revolución de Octubre, y que se encuentra a punto de verse reducido a la esclavitud (una vez que su población haya sido diezmada):

 

La especie más coherente del Estado autoritario, liberado de toda dependencia respecto del capital privado, es el estatalismo integral o socialismo de Estado […] En el estatalismo integral se ha decretado la socialización. Los capitalistas privados han quedado abolidos […] El estatalismo integral no significa una disminución, más bien al contrario: se potencian las energías, puede vivir sin odio racial (Horkheimer, 1942).

 

Y de nuevo se pone de manifiesto la acrisia de la teoría crítica: considera irrelevantes las diferencias entre un país empeñado en imponer un Estado racial y decidido a diezmar y esclavizar a las «razas inferiores», y a exterminar a los grupos políticos y étnicos (bolcheviques y judíos), a los que considera instigadores de la rebelión de las «razas inferiores», y un país que sabe que se encuentra entre las víctimas elegidas por ese Estado racial y que se defiende desesperadamente.

 

Horkheimer tampoco le presta mucha atención, más bien poca o ninguna, a la cuestión colonial (y racial) cuando vuelve la vista al pasado y se sitúa en el plano de la filosofía de la historia en general:

 

«La Revolución francesa era tendencialmente totalitaria» (Horkheimer, 1942)

 

Así es como ve la revolución que, en los albores de la época contemporánea, alimentó la gran sublevación de los esclavos negros en Santo Domingo, y que en París llevó a la Convención jacobina a decretar la abolición de la esclavitud en las colonias. Y sin embargo, las dos revoluciones inglesas del siglo XVII y la Revolución americana del XVIII quedan al margen de las sospechas de totalitarismo o autoritarismo, y ello aunque promovieron la institución de la esclavitud y, en el caso de la República norteamericana, significaron la primera aparición del Estado racial (no en vano fue presidido casi siempre, durante sus primeras décadas de vida, por propietarios de esclavos).

 

La condena de la Revolución francesa no tiene límites:

 

«El ‘Jesús sans-culotte’ anuncia al Cristo nórdico»

(Horkheimer, 1942)

 

La figura que enarbolan las corrientes más radicales de la Revolución francesa, con el fin de derribar para siempre la barrera casi natural con que el Antiguo Régimen separaba a las clases populares de las élites, se asimila a la figura fraguada por la cultura reaccionaria que desemboca en el nazismo, encaminada a restablecer la barrera natural entre pueblos y «razas», esa barrera que derribaron la épica sublevación de los jacobinos negros de Santo Domingo/Haití y la abolición de la esclavitud negra que sancionó Robespierre en París.

 

Liquidadas la Revolución francesa y la Revolución de Octubre, ya no queda más que inclinarse ante un liberalismo míticamente transformado e identificado así con la afirmación y la defensa de la «autonomía individual» (Horkheimer, 1970). Esta transfiguración afecta también a Locke, que es leído como el paladín del principio en virtud del cual todos los hombres serían «libres, iguales e independientes» (Horkheimer, 1967). Y una vez más, como por arte de magia, desaparecen la esclavitud y la defensa de la esclavitud negra en la pluma de un filósofo que es beneficiario en el plano material de dicha institución, siendo como es accionista de la Royal African Company, esto es, la sociedad que gestionaba el tráfico de ganado humano.

 

Partiendo de estos presupuestos, no es de extrañar la poca atención, la desconfianza y la hostilidad con que Horkheimer contempla la revolución anticolonialista mundial que se estaba desarrollando en su época.

 

Lee la historia que se desarrolla a su alrededor como una confrontación entre «Estados civilizados» y «Estados totalitarios». Y esto vale igualmente para los años de la Guerra Fría:

 

«Debo decir que si los Estados civilizados no gastasen enormes sumas en armamento, hace tiempo que nos hallaríamos bajo el dominio de las potencias totalitarias. Cuando uno critica, ha de saber que a veces aquellos a quienes critica no pueden actuar de otro modo» (Horkheimer, 1970).

 

Estamos en 1970: la guerra contra Vietnam es más dura que nunca, y su carácter colonial y las prácticas genocidas a las que se recurre están a la vista de todos. Y aun así, al exponente más autorizado de la teoría crítica no le caben dudas:

 

¡el Occidente «civilizado» debe defenderse de los bárbaros de Oriente!

 

Ni siquiera la lucha de los afroamericanos contra el pertinaz régimen supremacista en el Sur de los Estados Unidos pone en entredicho las certezas de Horkheimer. Es verdad que apunta a la «difícil situación en que se encuentran hoy día las race relations al otro lado del Atlántico», pero pone el acento en el «terrorismo de los activistas negros frente a los demás negros, mucho más grave de lo que se cree»; «el negro medio teme más a los negros» que a los blancos (Horkheimer, 1968). En conjunto, la revolución anticolonialista mundial es, cuando menos, inútil: «la cuestión de los negros americanos» podría resolverse rápidamente «si no existiesen diferencias entre Oriente y Occidente» ni conflictos con «las partes atrasadas del mundo» (Horkheimer, 1968). Le atribuye a la Guerra Fría y a la propia revolución anticolonial las discriminaciones que combaten los afroamericanos, como se pone de manifiesto con la crítica al «terrorismo de los activistas negros» en los Estados Unidos y al papel del Tercer Mundo.

 

En realidad los hechos dicen exactamente lo contrario. En diciembre de 1952 la Corte Suprema declaraba inconstitucional la segregación racial en las escuelas públicas, pero solo tras las advertencias del ministro de Justicia: una sentencia distinta habría radicalizado a las «razas de color» y habría favorecido el movimiento comunista en el Tercer Mundo y en los propios Estados Unidos . Y de la desconfianza a la hostilidad no hay más que un paso:

 

Nuestra más reciente teoría crítica nunca se ha batido por la revolución, pues la revolución, tras la caída del nazismo en los países occidentales, habría conducido a un nuevo terrorismo, a una situación terrible. Se trata en cambio de preservar aquello que tiene un valor positivo, por ejemplo la autonomía, la importancia del individuo, su psicología diferenciada, algunos momentos de la cultura, sin detener el progreso (Horkheimer, 1970).

 

No parece que estas declaraciones hagan diferencias entre Occidente y el Tercer Mundo, de modo que también la revolución anticolonial que se desarrollaba entonces en Vietnam o la que salía victoriosa unos años antes en Argelia se asimilan o se aproximan a un «nuevo terrorismo».

 

Y esta declaración ulterior es aún más general:

 

La teoría crítica tiene la función de expresar lo que habitualmente no se expresa. Debe poner el acento, pues, en los costes del progreso, en el peligro de que, como consecuencia, acabe por disolverse incluso la idea del sujeto autónomo, la idea del alma, por parecer irrelevante frente al universo […] Queremos un mundo unificado, que el Tercer Mundo no padezca hambre, o que no se vea obligado a vivir amenazado por hambrunas. Pero para alcanzar esta meta, habrá que pagar el precio de una sociedad precisamente bajo la forma de un mundo administrado […] Lo que Marx imaginaba como socialismo es en realidad el mundo administrado (Horkheimer, 1970).

 

Junto al socialismo y a la revolución anticolonial propiamente dicha, la condena de Horkheimer se extiende también al desarrollo económico de los pueblos que se han liberado o que están a punto de liberarse del yugo colonial. La alternativa es terrible: o bien resignarse a la miseria masiva que impera fuera de Occidente, o bien caer en el horror del mundo administrado. Y, al menos para la teoría crítica, la segunda opción es bastante peor que la primera…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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