lunes, 4 de septiembre de 2023

 

1055

 

LA COLUMNA DE LA MUERTE

El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz

 

Francisco Espinosa Maestre

 

[ 052 ]

 

 

 

 

5

EL 14 DE AGOSTO EN BADAJOZ,

ENTRE LA HISTORIA Y LA LEYENDA

 

 

Southworth y los mitos de la cruzada

 

(…) había manifestado públicamente en San Leonardo, su pueblo burgalés:

 

… y al que resista, ya sabéis lo que tenéis que hacer: a la cárcel o al paredón, lo mismo da (risas y aplausos). Nosotros nos hemos propuesto redimiros, queráis o no queráis. Necesitaros, no os necesitamos para nada, elecciones, no volverá a haber jamás, ¿para qué queremos vuestros votos? Primero vamos a redimir a los del otro lado; vamos a imponerles nuestra Civilización, ya que no quieren por las buenas, por las malas, venciéndoles de la misma manera que vencimos a los moros, cuando se resistían a aceptar nuestras carreteras, nuestros médicos y nuestras vacunas, nuestra civilización, en una palabra.

 

Este discurso nos devuelve al Yagüe de la matanza de Badajoz, un Yagüe paternalista, redentor y exterminador. De paso, este discurso lo hermana con su conmilitón Queipo cuando decía, con su desparpajo habitual y quién sabe si un tanto ebrio, que puesto que su cargo no dependía del voto de nadie no tenía por qué andar halagando a unos y otros; y también —inevitablemente les salía la comparación— con el Sanjurjo que con motivo de los sucesos de Castilblanco (Badajoz) veía a los vecinos como rifeños. La leyenda de Yagüe forma parte de la leyenda de Badajoz y en ella, como nos ha contado Alberto Reig Tapia, interviene incluso su propio hijo, Juan Yagüe Martínez del Campo, quien en 1979 —tras ver cómo José Antonio Gabriel y Galán responsabilizaba a su padre de dos mil fusilamientos en Badajoz— mantuvo públicamente que lo ocurrido en esa ciudad después de su ocupación debería recaer sobre las nuevas autoridades y no sobre su padre, de quien por supuesto refirió el inevitable discurso de abril de 1938 en pro de los vencidos, que vendría a representar lo que la salvación del exministro cedista Manuel Jiménez Fernández por parte de Queipo para sus familiares y adictos, es decir, la buena acción redentora. Sin embargo, esa responsabilidad que para el hijo de Yagüe finalizó «prácticamente a las veinticuatro horas de haber sido conquistada la ciudad», no sólo existió hasta el momento de su partida a Mérida el día 18, tras las matanzas de los días 14 y 17 —recordemos que sólo después de la salida de Yagüe se permite a la gente moverse por la ciudad a partir de las nueve de la tarde y hasta las doce de la noche— sino que no cabe disociarla del personaje que crea la situación. Además, es la propia hoja de servicios del militar golpista la que nos informa de que en los días siguientes al 14 «se procede a continuar la limpieza, organización y defensa de la Plaza de Badajoz».

 

Otra anécdota ilustrará cómo era el Yagüe anterior a la supuesta conversión. Uno de los días que estuvo en Badajoz, mientras desayunaba en la casa del doctor Pinna, apareció el obispo Alcaraz; Yagüe —quizá suponiendo el motivo de la visita— ni se inmutó.

 

«¿Qué quiere usted, sr. Obispo?», preguntó el militar. «Vengo a interceder por los hermanos Pla, que los van a fusilar», dijo el obispo. A lo que Yagüe respondió: «Para que otros como usted vivan hay que fusilar a gente como ésta».

 

Estamos ante un anecdotario que siempre favorece a los mismos, fabricado a su medida, y no faltará quien colija el carácter justiciero y ecuánime del general falangista frente a la petición del obispo, otro que acomete su buena acción en medio de aquel baño de sangre. De todo ello parece deducirse que tanto el militar como el cura hubieran deseado en su fuero interno salvar la vida de los Pla, pero que, conscientes de lo que estaba en juego, de sus sagrados deberes, supieron sacrificar sus intereses personales en pro del bien común. Como decía el fanático cura carlista Santa Cruz: «Yo perdono, pero la Causa no». Desde esta perspectiva el hecho de que Yagüe se adueñara para su uso personal del coche particular de Pla puede ser interpretado no como un vulgar robo fruto del botín de guerra —unos roban máquinas de coser y otros coches— sino como un sacrificio más de los que hubo que hacer a lo largo de la ruta antes de que su entrega a la Patria minase supuestamente su salud.

 

Para terminar con la hagiografía de Calleja bastará con reproducir el final del capítulo dedicado a la toma de la ciudad extremeña, texto que cobra todo su valor si tenemos en cuenta que fue escrito cuando ya se había iniciado el éxodo de más de un millón de extremeños:

 

Hoy, al cabo de un cuarto de siglo y en tanto se prepara una total y ambiciosa reforma agraria, florecen en Badajoz, como un hermoso y cristiano símbolo, los ubérrimos frutos de la paz en las bajas vegas del Guadiana, otrora sedientas y resecas, donde comienzan a cantar un himno de ilusión, de trabajo y de riqueza el susurro cristalino de los regatos, los copos blancos de los algodonales, las hojas verdiolorosas de los tabacales y de los alfalfares y nuevos poblados de albas y risueñas casas, habitadas por una nueva generación, que quiere el olvido, la paz, el amor y la justicia, sublimes ideales que Yagüe y su ejército defendieron al precio de la vida y de la sangre.

 

Finalmente, como una muestra más del tratamiento que el franquismo permitía dar a la matanza de Badajoz en los años sesenta, es interesante —frente a la actividad exterior de la editorial Ruedo Ibérico— la reedición en 1966 de Historia de la guerra de España, de Brasillach y Bardèche, lanzada, como se reconocía en el prólogo del traductor, Adolfo Porcar Gil, frente al

 

parcialísimo modo de ver y enjuiciar de algunos de quienes se llaman historiadores de nuestra contienda y que, bajo mal falseada capa de neutralidad e imparcialidad, deslizan tan hipócrita como cobardemente la insidia y el error.

 

La alusión a las obras de Ruedo Ibérico —todas prohibidas en España— era evidente. La cuestión de Badajoz se resolvía de la siguiente manera:

 

En veinticuatro horas, los últimos núcleos de resistencia son reducidos. Los coroneles Pastor Palacios y Cantero, y el comandante Alonso fueron juzgados sumarísimamente. Fue con este motivo que se lanzaron las primeras campañas internacionales contra la represión organizada por los nacionales y, concretamente, por los Regulares. Es una de las razones por las que cobra importancia esta jornada del 14 de agosto. Se contó que los milicianos apresados con las armas fueron ejecutados sin juicio, y que los moros saquearon la ciudad sin consideraciones a mujeres ni a niños … ¿Qué ocurrió en realidad? Si se examinan los hechos con desapasionamiento se ve cómo los relatos de las atrocidades de Badajoz fueron publicados al tiempo que los periódicos nacionales relataban con minuciosidad de detalles las atrocidades, desgraciadamente ciertas, de los marxistas en Madrid y Barcelona. Era, ante todo, un contraataque diplomático.

 


Una vez más, treinta años después, se recurría al mayor MacNeill-Moss y a su vieja historia de que todos los periodistas mintieron. Pero incluso en este caso se notaba el cambio de los tiempos:

 

Ciertamente, las pérdidas fueron grandes, particularmente en los combates habidos en las calles. La ciudad era un reducto que hubo que tomar casa por casa en lucha particularmente violenta. Los juicios sumarísimos que siguieron condenaron a hombres culpables de abuso de poder, de asesinatos, de ejecuciones arbitrarias …

 

Lejos del fragor del combate, de la rudeza de los frentes y de la severidad de los juicios sumarísimos, estaban las matanzas crueles, a sangre fría, de las que hablaban los despachos de prensa extranjera procedentes de Barcelona y Valencia.

 

Se pretendía reducir la matanza de Badajoz a los resultados del combate callejero y a los «juicios sumarísimos». La matanza nunca había existido; sólo la leyenda creada en lejanos despachos de prensa. La edición de la obra de Brasillach y Bardèche, veintisiete años después de su aparición en Francia, mostraba el enorme retraso que llevaba el franquismo, dispuesto a recurrir ahora a una obra que en su momento no fue de su agrado. Ya señaló Southworth que esta obra era algo más que mera propaganda. En su conclusión, por ejemplo, se leía:

 

España tiene también necesidad de paz consigo misma, para acallar los odios, reconciliar a los hermanos separados, impedir las luchas entre las diversas facciones de los vencedores, y es en ella misma donde deben buscarse los medios y los remedios.

 

Pues bien, ni siquiera este mensaje tan básico, de carácter conciliador y procedente de un profranquista declarado como Brasillach, pudo ser asimilado por la dictadura veintisiete años después. La frase desapareció, siendo sustituida por otra que decía:

 

Todos se reconciliaron en el amor a España, quienes eran partidarios de la verdad y quienes profesaban en el error. Quedaba ahora a España la paz por construir. Es preciso que ahora prosiga la unión ante el peligro…

 

(continuará)

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Francisco Espinosa Maestre. “La columna de la muerte” ]

 

*

 

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