martes, 29 de agosto de 2023

 

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LA COLUMNA DE LA MUERTE

El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz

 

Francisco Espinosa Maestre

 

[ 051 ]

 

 

 

 

5

EL 14 DE AGOSTO EN BADAJOZ,

ENTRE LA HISTORIA Y LA LEYENDA

 

 

(…) Southworth y los mitos de la cruzada

 

Si queremos saber qué pasó realmente con la leyenda de Badajoz —segunda fase de esta historia—, además de a Neves, tendremos que recurrir a El mito de la cruzada de Franco, del investigador norteamericano Herbert R. Southworth, donde con la demoledora fuerza y convicción que le caracterizaba —aunque no con la extensión y profundidad que dedicó a Guernica— analizó el tratamiento dado a la matanza de Badajoz desde los primeros despachos del día 15 de agosto hasta el libro de Juan José Calleja sobre Yagüe aparecido en 1963. Southworth, para empezar, consciente de la importancia de los sucesos de Badajoz, se tomó el trabajo de localizar a los protagonistas de la historia (Mário Neves, Marcel Dany y Jay Allen), con los que pudo contactar, que le confirmaron la veracidad de sus crónicas del 36. Desde entonces cualquier investigador sabe que la leyenda de Badajoz fue un montaje destinado a ocultar la matanza ocurrida en la ciudad extremeña. Sin embargo —pese a todo y tal como era previsible—, dado el curso de los acontecimientos internacionales a partir de la derrota del fascismo, con el espaldarazo aliado a las dictaduras ibéricas a causa de la rápida transformación del antifascismo en anticomunismo, los vientos corrieron más a favor de la leyenda que de la matanza y, como el propio Southworth se encargó de destacar, la temprana negación de la segunda a base de desacreditar a los periodistas fue aceptada con el tiempo, en mayor o menor grado, por los diversos historiadores extranjeros que a partir de entonces trataron el asunto. De ese modo, una estrategia surgida en momento tan delicado para las democracias como el período 1936-1937 —consistente en amparar el golpe militar de Franco presentando sus procedimientos como simples calumnias marxistas— fue ahora convenientemente aprovechada por quienes dentro del espíritu de la guerra fría se propusieron blanquear la fachada del franquismo. Sólo así se explica que una y otra vez se siguiera recurriendo al viejo cuento de que ningún periodista extranjero estuvo realmente en Badajoz y, por tanto, todos aquellos despachos eran falsos. Las páginas que Southworth dedicó a Badajoz —como más tarde ocurriría con las que Gibson realizó sobre la Granada de Lorca— tuvieron inevitablemente el efecto negativo de poner sobre aviso a los amos de la memoria, que dispusieron de largos años para borrar en los archivos toda huella visible sobre lo ocurrido en Badajoz en 1936. En la actualidad, si nos atenemos a la documentación existente en la ciudad, parece que, además de no existir matanza alguna, no pasó prácticamente nada entre 1936 y 1945. Dada la criba documental la pregunta que surge es si el Ayuntamiento funcionó aquellos años.

 

En España, por supuesto, desde que se acallaron los ecos de la Cruzada no se hablaba de nada de lo ocurrido en Badajoz, una ciudad triste y olvidada —sin duda una ciudad maldita para el franquismo por su izquierdismo manifiesto— que había quedado simplemente como uno más de los lugares de memoria para los vencedores. Los historiadores franquistas —por ejemplo Manuel Aznar en su Historia militar de la guerra de España, con varias ediciones a cargo de la Editora Nacional a partir de 1940— pasaban por lo de Badajoz como si nada hubiese ocurrido o, en todo caso, como una meritoria operación de guerra —«truenan los cañones a la aurora …», dejó escrito Aznar— en la que el hecho militar absorbía el hecho criminal. En la Historia de la Cruzada se cita a Luis María de Lojendio, quien en sus Operaciones militares de la guerra de España (1940) había escrito:

 

«Badajoz quedó materialmente sembrado de cadáveres. De ahí arrancaba sin duda la trágica leyenda de Badajoz».

 

La propia Historia de la Cruzada aludió tímidamente a aquellos milicianos que

 

«necesitaban justificar su huida, y para ello comenzaron a inventar verdaderas leyendas de ferocidad y de terror, a fin de soliviantar los ánimos y buscar una fácil compensación a los desastres militares».

 

Pero, aunque todos la mencionaban, nadie explicaba nunca en qué consistía la leyenda.

 

Cuando Juan José Calleja realizó su biografía de Juan Yagüe Blanco en 1963 ya habían sido publicadas dos obras que traerían de cabeza durante bastante tiempo a las autoridades franquistas encargadas de controlar la memoria histórica de los españoles. Tanto La guerra civil española, de Hugh Thomas, como El laberinto español, de Gerard Brenan, ambos editados poco antes que el libro de Calleja, abordaban los sucesos de Badajoz sacando de nuevo a la luz aquellas acciones y otorgándoles una gravedad nunca reconocida por los franquistas. Ambos autores extrajeron sus conclusiones de algo que, a diferencia de toda la documentación interna, los servicios de información de la dictadura no podían controlar: las crónicas de los periodistas extranjeros que siguieron de cerca los acontecimientos. Relatos muy duros que, libres de una censura de prensa todavía por desarrollar cuando se redactaron, exponían crudamente los métodos empleados por los golpistas. Leer en 1962, veinticinco años después de los acontecimientos, que

 

«la famosa matanza de Badajoz fue simplemente el acto culminante de un ritual que había sido representado en cada ciudad y pueblo del suroeste de España»,

 

tal como escribió Brenan —quien aludía además a un dossier de prensa portuguesa que probaba lo que decía—, enervaba sobremanera a los propagandistas del régimen franquista, que no veían la manera de quitarse de encima la matanza de Badajoz. Es lógico por ello que Calleja, en 1963, acabara su capítulo dedicado a la hazaña de Yagüe con estas palabras:

 

 

Allí, al igual que en otros lugares y por ambos lados, al principio de la guerra no pudieron evitarse represiones, de las que se hicieron eco, con pasión u objetividad —según criterios— los corresponsales de prensa y radio extranjeros que se personaron en la limítrofe ciudad portuguesa de Elvas a la busca de noticias, las cuales se basaban, generalmente, en los informes que les suministraban los republicanos huidos de Badajoz. Así se explica que todos los despachos informativos fueran fechados en Elvas.

 

Falseando el hecho, desgraciadamente cierto, de la represión —triste secuela de toda guerra civil— la propaganda roja prefabricó a su antojo en España e hizo circular una calumniosa versión que presentaba al castellano presidiendo en la plaza de toros un acto horrendo …

 

 

Nótense los síntomas del cambio de los tiempos en el reconocimiento del fenómeno represivo «por ambos lados» y en la aceptación —por más que fuera como «triste secuela de toda guerra civil»— de que en Badajoz habían ocurrido hechos muy graves. Por otra parte, el invento de la fiesta sangrienta —como era previsible— acababa volviéndose contra sus autores, permitiendo ahora a los franquistas negar el todo por la parte. La intención fue clara: lo ocurrido en Badajoz era un hecho bélico lamentable del que no cabía responsabilizar a nadie y ésa debía ser su consideración:

 

Está fuera de duda que, en aquellos confusos momentos, de haber podido evitar los primeros excesos —durante su breve estancia en Badajoz— Yagüe lo hubiera hecho con la misma energía y humanitarismo con que cortó ensañamientos y saqueos, pero, desgraciadamente, no estuvo en su mano el poder impedirlo.

 

 

En este caso vemos a Calleja reaprovechando las viejas mentiras. Una, la de que Yagüe cortó los ensañamientos, la había sacado de algún sitio ignorado Hugh Thomas, con su táctica habitual de dar una de cal y otra de arena, al afirmar en nota a pie de página que el militar, aunque no impidió la matanza, «por orden de Franco, generalmente prohibió a los moros que castraran los cadáveres de sus víctimas (un rito de guerra moro)». «Lo mejor, sin duda, era el generalmente». Lo que quizá preocupara a Franco y a su Servicio de Propaganda desde que sus fuerzas africanas iniciaron su actuación el 17 de julio era la posibilidad de que empezaran a circular por el mundo fotografías de rojos castrados y de moros mostrando sus trofeos. La otra mentira, la de que acabó con los saqueos, es una muestra perfecta de hasta dónde puede llegar la manipulación histórica. Efectivamente Yagüe, antes de partir de Badajoz, dictó un bando por el que se ordenaba la devolución de géneros robados, pero lo que no exponía el bando era que dichos géneros habían sido robados por sus hombres y vendidos a aquellos vecinos que se prestaron a comprarlos en calles y plazas en los días previos a la partida de moros y legionarios. Ésos eran los méritos de Yagüe.

 

No obstante, el espacio dedicado al asunto mostraba que aquella vieja historia heroica —al igual que el asesinato de Federico García Lorca o el bombardeo de Guernica, hechos nunca admitidos por el franquismo— seguía formando parte de la guerra de propaganda surgida al mismo tiempo que el golpe militar, pero de mucha más larga vida que la guerra y la dictadura que le siguió. Paralelamente a esto, la lucha propagandística que se libraba también abarcó al carnicero de Badajoz, al general Juan Yagüe Blanco, sobre el que muy pronto surgió una leyenda, que también llega a nuestros días y que —lejos del militar africanista y fascista que debería de constituir nuestro punto de partida— nos lo presenta como un falangista crítico, rebelde e incómodo para la jerarquía militar golpista y como hombre bueno y generoso en el fondo que hasta se permite tener gestos para con los rojos, por quienes se preocupa; un hombre que, con el tiempo, incluso siente «lo de Badajoz». A ello ha contribuido no poco la entrada correspondiente al personaje en el conocido Diccionario de la Guerra Civil Española de Manuel Rubio Cabeza, donde se dedica más espacio —nada menos que una cuarta parte del artículo— a las declaraciones de abril de 1938 que a los tres hitos de la carrera militar del personaje: Asturias (1934), Badajoz (1936) y Barcelona (1939). Realmente, no Parece muy coherente abogar por esos rojos —«españoles y por tanto valientes», decía en el inevitable tono patriotero y machote— en abril de 1938 cuando solamente seis meses antes, con motivo de la onomástica de Franco…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Francisco Espinosa Maestre. “La columna de la muerte” ]

 

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