lunes, 14 de agosto de 2023

 

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EL MARXISMO OCCIDENTAL

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(12)

 

 

 

II

 

¿SOCIALISMO VS. CAPITALISMO

 

O ANTICOLONIALISMO VS. COLONIALISMO?

 

 

 

4. El dilema de Danielson y los dos marxismos

 

El problema del que nos estamos ocupando es bastante antiguo, anterior incluso a la propia Revolución de Octubre. Poco antes de su muerte, Engels señalaba que «la gestión de la guerra» era ya «una rama particular de la gran industria»; de manera que la gran industria se había «convertido en una necesidad política» para un país que no quisiese verse sometido, y la única forma de satisfacer esa necesidad «es a la manera capitalista» (mEw).

 

Estas reflexiones proceden de una carta dirigida a Nikolaj F. Danielson, responsable de la edición rusa de El capital. Este último explicaba de un modo aún más claro el dilema en que caerían los socialistas rusos una vez conquistasen el poder: ¿se comprometerían a fondo en un proceso de industrialización (dejándole un espacio más o menos amplio al capitalismo), con el fin de salvar el retraso respecto a los países más avanzados? El efecto colateral sería un agravamiento de la polarización social en el país. ¿Confiarían en un desarrollo socialista lento y gradual a partir de los mIR, las comunidades rurales, caracterizadas tradicionalmente por una estructuración más o menos igualitaria? Quizás esto hubiese evitado las desigualdades y las tragedias intrínsecas a la industrialización capitalista, pero habría agravado el atraso de Rusia y la habría dejado cada vez más «expuesta al dominio colonial por parte de una u otra de las grandes potencias mundiales» (en Kotkin). En consecuencia: ¿cuál de las dos desigualdades iba a ser prioritaria: la interna o la global y planetaria?

 

El dilema de Danielson se volvería aún más acuciante conforme la revolución encabezada por un Partido Comunista implicase a países en condiciones aún más atrasadas que las de la Rusia zarista. La lucha contra la desigualdad global y la rápida modernización se imponían como prioridad no solo para consolidar la independencia, sino para alejar de una vez por todas la amenaza de carestías recurrentes y concretar a todos los niveles el ideal de igualdad. El caso de China es ejemplar. Una vez asegurada la victoria contra el imperialismo japonés, Mao se apresuró a dejar claro que en absoluto había concluido la lucha contra el colonialismo y el neocolonialismo: la «igualdad de derechos real y auténtica» comportaba profundas transformaciones, llamadas a salvar a todos los niveles la brecha con respecto a los países más avanzados; «de otro modo, la independencia y la igualdad serán nominales y no efectivas» (Mao Tse-Tung, 1945). Anunciado ya mientras China atravesaba el período más trágico de su historia, el objetivo de «modernización» asumiría un papel cada vez más central conforme la liberación estaba más próxima. Mao (1949) definía con claridad su programa de gobierno: «únicamente la modernización» puede «salvar a China». Y modernizar significaba esforzarse por remontar el atraso con relación a los países más avanzados, de manera que se estableciese una relación de igualdad sustancial con ellos, también en el plano económico y tecnológico.

 

Ni siquiera la conquista del poder alteró la agenda política. En vísperas de la proclamación oficial de la República Popular, el líder comunista lanzaba la voz de alarma: Washington pretendía obligar a China a «vivir de la harina americana», terminando así por «convertirla en una colonia americana» (Mao Tse-Tung, 1949). Nuevamente se imponía como cuestión prioritaria la lucha contra el colonialismo y el neocolonialismo, por encima de la construcción de un nuevo orden social. Y esa lucha tenía una dimensión económica esencial: tan solo el desarrollo de las fuerzas productivas podía darle concreción a la independencia nacional y ahuyentar los fantasmas de la dependencia neocolonial.

 

Mao se enfrentó al dilema de Danielson también en el plano teórico. Subrayaba la necesidad, en su país, de que la transformación socialista fuese precedida de una fase de «nueva democracia»: Debido a su carácter social, en su primera fase o su primer paso, la revolución en una colonia o semicolonia es en esencia una revolución democrática burguesa, y su propósito es objetivamente el de preparar el terreno para el desarrollo del capitalismo; sin embargo, esta revolución ya no es como las antiguas, dirigidas por la burguesía y encaminadas a la construcción de una sociedad capitalista y un Estado dictatorial burgués, sino un nuevo tipo de revolución, dirigida por el proletariado y encaminada a la construcción, en su primera fase, de una nueva sociedad democrática y de un Estado dictatorial que congregue a las distintas clases revolucionarias. Precisamente por eso esta revolución sirve para allanar el largo camino para el desarrollo del socialismo. En su desarrollo, pasará por diversas etapas, en correlación con las transformaciones que se produzcan en el bando enemigo y en las filas de sus aliados, pero su carácter fundamental permanecerá inalterado (Mao Tse-Tung, 1940).

 

En la acepción marxiana del término, el socialismo es ya por sí mismo una fase de transición; de modo que el líder comunista chino teorizaba una suerte de transición dentro de la transición. Lejos de olvidarlo y perderlo de vista, el socialismo se convertía en un objetivo extendido, por así decir, a lo largo de un período cuya duración va a ser mucho más larga de lo inicialmente previsto; por otro lado, ese objetivo se reivindicaba y se perseguía además en nombre de la conquista y la defensa de la independencia. Ya hemos visto a Mao señalar, en 1949, que el marxismo-leninismo es la única teoría, de carácter científico, capaz de guiar al pueblo chino hacia la salvación nacional. Ocho años después, el líder chino añadía: «Solamente el socialismo puede salvar a China. El régimen socialista ha estimulado un impetuoso desarrollo de nuestras fuerzas productivas» (Mao, 1957). Más adelante, también Deng Xiaoping blandía el argumento en virtud del cual «únicamente el socialismo puede salvar a China» y «tan solo el socialismo puede traer el desarrollo a China». El socialismo estaba llamado a garantizar el desarrollo económico y tecnológico, el cual constituía el presupuesto para lograr una auténtica independencia nacional. El punto esencial seguía siendo el mismo: «Desviaos del socialismo y China retrocederá de manera inevitable al semifeudalismo y al semicolonialismo» (Deng Xiaoping, 1989 y 1979).

 

Más aún que su antecesor, Deng Xiaoping (1987-1988) insistía en el hecho de que «para lograr una genuina independencia política, un país debe liberarse de la pobreza». Y junto con la pobreza, era menester eliminar o reducir drásticamente el atraso tecnológico: «la brecha entre China y los demás países» era algo angustioso también en el plano de las relaciones internacionales. Sin embargo, mientras que el nuevo líder promovía su política de reformas y de apertura con el fin de acceder a la tecnología de los países capitalistas avanzados y de empezar a sortear una brecha susceptible de minar o de poner en peligro la independencia nacional, otros en Occidente cultivaban un sueño distinto y diametralmente opuesto:

 

Algunos analistas predijeron incluso que las Zonas Económicas Especiales se convertirían en una especie de colonias americanas en Asia oriental […] Los americanos creían que China se transformaría en una inmensa sucursal económica de los Estados Unidos gracias al restablecimiento del sistema de puertas abiertas a comienzos del siglo XXI, y hoy en cambio se encuentran ante un nuevo rival económico (Ferguson, 2006).

 

 

Como vemos, la lucha entre colonialismo y anticolonialismo caracteriza la historia de la República Popular China a lo largo de toda su evolución.

 

Y esta misma consideración vale asimismo para otros países, también de orientación socialista, pero de dimensiones bastante más reducidas, expuestos con mayor razón al peligro de perder su independencia. En los años sesenta el Che Guevara (1960) llamaba a la vigilancia contra la «agresión económica» e invitaba a Cuba y a los países que recientemente habían logrado la independencia a «liberarse no solo del yugo político, sino también del yugo económico imperialista». En la pequeña isla de Cuba, amenazada por la superpotencia estadounidense y por la doctrina Monroe, el nuevo poder surgido de la revolución abrazaba la causa del socialismo y del comunismo, y no obstante seguía considerando que su principal tarea era luchar contra el colonialismo y el neocolonialismo.

 

En cambio, el marxismo occidental ignoraba en amplia medida el dilema de Danielson. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial, Bloch llamaba la atención sobre las aspiraciones coloniales de la Alemania de Guillermo II, que trataba «al país de Tolstói como si fuese parte del continente negro» y recurría a la brutalidad típica de las guerras coloniales: además de anexionarse vastos territorios, «destruyó la libertad y dejó que decenas de miles de bolcheviques ucranianos se ahogasen en el asedio de Taganrog» (Bloch, 1918). Esto no le impidió al filósofo alemán denunciar al poder soviético por posponer ad calendas graecas la construcción del socialismo y la implantación de unas relaciones económico-sociales acordes con el lema de la libertad y la igualdad. No había justificación para la política adoptada por Lenin, el «zar rojo»:

 

«en el campo ruso ha existido desde siempre la vieja institución de las mIR, comunidades rurales semicomunistas; siguiendo su ejemplo, y de conformidad con la voluntad de la mayoría del pueblo ruso, sería posible realizar la política agro-proletaria deseada»

 

(Bloch, 1918).

 

 

Su actitud es parecida a la que adoptó más adelante Horkheimer, quien, con el ejército alemán a las puertas de Moscú, denunciaba la poca atención que el poder soviético le estaba prestando al problema de la extinción del Estado. Años después, Anderson argumentaba de modo similar al celebrar la infinita superioridad del marxismo occidental sobre el oriental. Un año antes había concluido la guerra de Vietnam con la huida precipitada del ejército estadounidense de Saigón: una derrota infligida a la superpotencia norteamericana, en apariencia invencible, por un pequeño pueblo y un pequeño país, guiado no obstante por un partido comunista y marxista, ayudado por países de orientación socialista y apoyado por un movimiento comunista que contribuyó a hacer impopular en el propio Occidente la guerra desencadenada por Washington.

 

Sin embargo, al igual que la desesperada resistencia del ejército y del pueblo soviético para Horkheimer, tampoco el avance victorioso del ejército popular vietnamita tenía ninguna relevancia filosófica para Anderson, quien al tiempo que desarrollaba un fino e interesante análisis  sobre la distinta configuración de la relación entre naturaleza e historia y entre objeto y sujeto en ambos marxismos, evitaba plantearse preguntas que hoy nos parecerían ineludibles: ¿qué teoría filosófica y qué línea política eran las que habían hecho posible esta nueva victoria de la revolución anticolonial, que venía a sumarse a las conseguidas en China en 1949 y en Cuba diez años después? ¿Por qué el movimiento comunista seguía guiando semejante revolución, y qué relación había entre esta y la causa de la construcción de un mundo poscapitalista? En países como China, Cuba, Vietnam, ¿había concluido definitivamente la lucha por la independencia nacional, o bien se abría una nueva fase dominada por el motivo del desarrollo económico y tecnológico? ¿De qué modo debían configurarse a partir de entonces las relaciones de producción? En ausencia de tales preguntas, la deficiente realización de las perspectivas y esperanzas de la Revolución de Octubre acabaría por interpretarse como un resultado directo de la degeneración teórica y política del marxismo oriental…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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