jueves, 27 de julio de 2023

 

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EL MARXISMO OCCIDENTAL

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(07)

 

 

 

I

 

1914 Y 1917

NACIMIENTO DEL MARXISMO OCCIDENTAL Y ORIENTAL

 

 

6. Marxismo occidental y mesianismo

 

Voy a tratar de formular una primera síntesis de la distinta configuración que adopta el marxismo en Europa y Asia.

 

Según Merleau-Ponty (1955), Marx imagina el anhelado «futuro no capitalista» como «un Otro absoluto». En realidad, esta concepción —muy presente en el marxismo occidental— no aparece en Oriente. Los países menos desarrollados, antes de echar completamente por tierra el capitalismo, necesitan y están deseosos de gozar de sus «maravillas», del prodigioso desarrollo de las fuerzas productivas que el Manifiesto comunista atribuye con razón a semejante régimen social. Así, vemos a Mao declarar en 1940 que la revolución que él encabeza, antes de lograr el socialismo, se propone «allanar el terreno para el desarrollo del capitalismo», si bien un capitalismo controlado de cerca por un poder político y un partido decididos a ir mucho más allá en la transformación revolucionaria de la sociedad existente. Para el líder comunista chino, el futuro poscapitalista no es el «Otro absoluto» del régimen cuyo lugar está llamado a ocupar; estamos ante una especie de Aufhebung hegeliana: no una negación total, sino una negación que comporta al mismo tiempo la asunción, bien que dentro de un contexto radicalmente nuevo, de la mejor herencia de aquello que se niega. Se trata de superar el capitalismo, pero sin comprometer, sino potenciando con ello, y de manera clara, la capacidad de desarrollo de las fuerzas productivas que aquel testimonia.

 

Lo que impulsa el proceso de escisión en el marxismo no es solo la diferencia en cuanto a las condiciones materiales objetivas, sino también la diferencia de tradiciones culturales. En Occidente se deja sentir el mesianismo judeocristiano, reforzado luego por el horror que suscitó la Primera Guerra Mundial: se espera que, con el final de la carnicería, venga un mundo redimido de lo negativo y del pecado. Piénsese, por ejemplo, en Bloch, que en el verano de 1918 entendía la Primera Guerra Mundial como una «cruzada» contra el «mal radical», representado por Alemania y los Imperios Centrales; una cruzada de la que sería protagonista, sin duda, la Entente, pero ante todo «la cristiandad en lucha, la ecclesia militans» (Bloch, 1918). Le hemos visto invocar, justo tras la Revolución de Octubre, la «transformación del poder en amor» y la superación de la «moral mercantil», la fuente primordial del mal y del pecado. Es verdad que, en respuesta a las previsibles objeciones, el filósofo subraya en repetidas ocasiones que la que persigue es una «utopía concreta», apoyada en una ontología que no confunde el ser con la facticidad y que nunca pierde de vista el «no-ser-aún»; ahora bien, esta categoría es tan amplia y está tan privada de referencias a los tiempos y modos de realización de ese futuro anhelado que puede englobar incluso la utopía más abstracta.

 

El mesianismo de Benjamin es declarado. En 1940, en vísperas de su suicidio, tras haber criticado el «tiempo homogéneo y vacío» en que se asienta un evolucionismo, incapaz de comprender e imaginar el salto cualitativo que únicamente puede dar la salvación, remite —en las Tesis de filosofía de la historia— al «tiempo mesiánico» de la tradición judía, un tiempo en el que «cada segundo» es «la portezuela por la cual puede entrar el Mesías» (Tesis 18). Más que por un análisis frío y racional, la espera mesiánica como alternativa a un presente que no muestra vías de escape viene sugerida por la nueva y gravísima tragedia que se abate sobre Europa, por lo desesperado de la situación.

 

Incluso un autor como Lukács, en sus años de juventud y durante el período en que el horror y la indignación por la guerra no han encontrado todavía una respuesta política articulada, parece influenciado por el clima que vengo describiendo. Marianne Weber lo ve animado por «esperanzas escatológicas» y concentrado en el «objetivo final» de la «redención del mundo», que se lograría tras la «lucha final entre Dios y Lucifer». Si bien se trata de una descripción tendenciosa, no obstante, da que pensar el hecho de que en 1916, cuando arreciaba la carnicería de la guerra, Lukács hable de su tiempo —haciendo suyas las palabras de Fichte— como una «época de absoluta pecaminosidad». Más adelante será el propio filósofo húngaro quien le reproche a Fichte el haber contrapuesto, frente a esa «época de absoluta pecaminosidad», un «futuro considerado de manera utópica»; una crítica que suena a autocrítica y a toma de distancias respecto del tono apocalíptico que adoptara en su juventud (Losurdo, 1997).

 

Evidentemente, sería vano ir a buscar en China, en Indochina y en el marxismo oriental en general apelaciones a la «iglesia militante» y al «Mesías», o una visión que le confíe a la revolución la tarea de acabar con el «mal radical», con la «absoluta pecaminosidad», la «moral mercantil» y el «poder» en cuanto tal. Ya he señalado que la tradición china es bien distinta. Es verdad que, a mediados del siglo XIX, estalló en aquel país la revuelta de los Taiping, que aspiraba a un orden radicalmente nuevo, al «Reino celestial de la Paz», rompiendo así con la tradición confucionista; no en vano, el protagonista de tan gigantesca sublevación popular estaba convencido de ser el hermano pequeño de Jesucristo, y en cualquier caso estaba profundamente influido por el cristianismo y el mesianismo cristiano. Es muy posible que el trágico triunfo de la revuelta de los Taiping, que vertió ríos de sangre y acabó por acelerar la ruina del país y, en consecuencia, su sometimiento colonial o neocolonial, inmunizara después a la cultura china respecto de la tentación mesiánica, lo cual pudo contribuir a una recepción más «pragmática» de la teoría de Marx. En Europa y en Occidente, en cambio, la gran crisis histórica (los dos conflictos mundiales y, entre ambos, la Gran Depresión y el ascenso del fascismo y el nazismo) hallaba su epicentro, y estallaba de un modo particularmente traumático, justo después de la belle époque y de la Paz de los Cien Años (1814-1914). Todo ello, junto con la influencia de la tradición judeocristiana, fomentó la lectura en clave mesiánica de las tragedias de aquellas décadas.

 

Esto no explica, sin embargo, lo prolongado de la tendencia mesiánica y utópica del marxismo occidental, que reacciona con irritación cuando Lukács (1967) hace autocrítica por el «utopismo mesiánico», «el sectarismo mesiánico» y las «perspectivas mesiánicas» presentes en Historia y conciencia de clase, por la tendencia a representarse el poscapitalismo como algo que comporta, «en todos los ámbitos, una ruptura total con todas las instituciones y las formas de vida derivadas del mundo burgués». Todavía en los años sesenta del siglo xx conoce una difusión masiva, y en ocasiones radical, el ideal (abrazado por Herbert Marcuse) de una sociedad basada en una liberación sustancial respecto del trabajo y en el triunfo definitivo del eros sobre cualquier forma de dominación (e incluso de poder). El principal exponente del «obrerismo» italiano, Mario Tronti, llama explícitamente a la «supresión del trabajo», proclamando orgulloso algunas décadas después su cercanía a las «herejías milenaristas» de los «obreros del siglo XX».

 

Más elocuente aún es el extraordinario éxito que alcanzó un libro publicado por primera vez en el año 2000. Concluye evocando un futuro de regeneración universal tan extraordinario que no remite ya a la revolución de raigambre marxiana, sino a la apocatástasis de la que hablaban algunos teólogos particularmente entusiastas en los primeros siglos del cristianismo, y que marca la llegada de la reconciliación final, no solo del hombre con el hombre, sino también del hombre con la naturaleza y de las especies animales entre sí. Nos lleva a pensar en autores como Orígenes o Juan Escoto Erígena, profetas de la apocatástasis: he aquí por fin

 

«a los animales, la hermana luna y el hermano sol, los pájaros del campo, los explotados y los pobres, todos juntos contra la voluntad de poder y la corrupción […] El biopoder y el comunismo, la cooperación y la revolución se unen sin más en el amor, y lo hacen con inocencia» (Hardt y Negri, 2000)…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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