martes, 25 de julio de 2023

 

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EL MARXISMO OCCIDENTAL

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(06)

 

 

 

I

 

1914 Y 1917

NACIMIENTO DEL MARXISMO OCCIDENTAL Y ORIENTAL

 

 

5. La ciencia, entre guerra imperialista y revolución anticolonial

 

Volvamos otra vez al «delegado de Indochina» en el Congreso de Tours de diciembre de 1920. Le hemos visto hacer un largo viaje a Occidente.

 

¿Para qué? Nos lo explica Truong Chinh (1965), quien en 1930 participó junto con Ho Chi Minh en la fundación del Partido Comunista Indochino. Según su testimonio, el futuro líder de Vietnam permanece en Francia para aprender la cultura de aquel país, «y también la ciencia y la técnica».

 

 

De modo parecido se conducen los revolucionarios chinos, empezando por Sun Yat-Sen. Este, que reside en Europa entre 1896 y 1898, se convirtió en «uno de los visitantes más asiduos de la biblioteca del Museo Británico», tan querida para Marx. Ahora bien, para el futuro primer presidente de la República china no se trataba tanto de estudiar la economía capitalista:

 

«El interés principal de Sun fue siempre el ‘secreto’ de Occidente, esto es: la tecnología en sus distintos aspectos, y sobre todo los militares».

 

Más adelante, los intelectuales que vivían en el extranjero con programas de «Trabajo y estudio», claramente enfocados también a arrebatarle a Occidente sus secretos, contribuirían notablemente a la fundación del Partido Comunista Chino. Algunos de ellos estaban destinados a desempeñar un papel de primerísimo plano: Chu En-lai, Deng Xiaoping, Chen Yi… Todos ellos se encuentran en París en el mismo período en que residía allí Ho Chi Minh, quien contribuyó además a ponerlos «en contacto con los comunistas franceses» (Collotti Pischel).

 

Tampoco Mao Tse-Tung es ajeno a este movimiento. Más adelante, conversando con Snow, refiere su decisión final de renunciar a viajar a Europa:

 

«Consideré que no conocía lo suficiente mi propio país y que por ello me aprovecharía mucho más el tiempo en China».

 

Esto no implica desconfianza hacia quienes eligieron de otro modo. La narración de Mao prosigue en estos términos:

 

«antes de abandonar China», los estudiantes que (de acuerdo con el programa «Trabajo y estudio») marchaban a Francia «quisieron estudiar francés en Pekín». Pues bien: «Yo ayudé a organizarlo, y en el grupo que partió al extranjero había muchos estudiantes de la escuela normal de Hunan [provincia natal de Mao], la mayoría de los cuales se convertirían después en famosos revolucionarios» (en Snow, 1938).

 

Lo que tenemos aquí es una división del trabajo: al igual que Mao se queda en su patria para profundizar su conocimiento de un país que es un continente, otros jóvenes revolucionarios marchan a Francia para aprender la cultura occidental y hacer partícipes de ella a sus compatriotas. Pero unos y otros comparten la persuasión de que, para lograr la salvación nacional, China necesita asimilar críticamente la ciencia y la técnica de los países que le han impuesto el yugo colonial o semicolonial. La trayectoria de Chu En-lai es muy clarificadora: parte hacia Francia tras haberse convertido en uno de los dirigentes estudiantiles del movimiento del 4 de mayo de 1919 y haber pasado por ello un año en la cárcel (Snow, 1938). Tras haber encabezado en China grandes manifestaciones populares, la lucha anticolonialista experimenta una desviación momentánea hacia uno de los países más avanzados de Occidente, cuya ciencia y técnica es necesario aprender. Algunas décadas después Deng Xiaoping  hace un llamamiento a su país para que no pierda de vista algo esencial: «la ciencia es fundamental, y debemos reconocer su importancia».

 

Occidente no comparte la fe en la ciencia y la técnica. Bujarin, que desde 1911 se mueve entre Europa y los Estados Unidos (antes de volver a Rusia en el verano de 1917), denuncia la monstruosa hipertrofia del aparato estatal que se ha producido desde el estallido de la guerra: se trata de un «nuevo Leviatán, ante el cual la fantasía de Thomas Hobbes parece un juego de niños». Hoy «todo ha sido ‘movilizado’ y ‘militarizado’»; y a este destino, que ha arrastrado a la economía, la cultura, la moral y la religión, ni siquiera escapan «la medicina», «la química y la bacteriología». De hecho, «la descomunal máquina técnica» se ha transformado por entero en una «enorme máquina de muerte» (Bujarin, 1915-1917). Es el primer análisis, brillante por lo demás, de eso que más adelante se denominará «totalitarismo», pero da la impresión de que semejantes análisis tienden a conectar de un modo demasiado estrecho ciencia y técnica de un lado, y capitalismo, imperialismo y guerra por el otro.

 

Se trata de una tendencia recurrente en la cultura alemana de entreguerras, en el país que acaso más se implicó en el desarrollo de armas químicas y en la aplicación sistemática de la ciencia a las operaciones bélicas entre 1914 y 1918. Benjamin (1928) observa que, para los «imperialistas», el «sentido de la técnica» reside exclusivamente en el «dominio de la naturaleza» (que puede ser bastante útil en el curso de la guerra). En este sentido, «la técnica ha traicionado a la humanidad y ha transformado el lecho nupcial en un mar de sangre». Doce años después, antes de partir voluntariamente hacia la muerte para escapar de sus perseguidores, en las Tesis de filosofía de la historia Benjamin lanza la voz de alarma: los «progresos en el dominio de la naturaleza» y en la «explotación de la naturaleza» pueden ir de la mano con espantosas «regresiones de la sociedad»; la formidable máquina bélica del Tercer Reich es la más radical y trágica refutación de la ilusión, cultivada durante mucho tiempo por el movimiento obrero y socialista, según la cual ciencia y tecnología serían por sí mismas instrumentos de emancipación (Tesis 11).

 

El clima ideológico descrito acaba por influir incluso a un autor vinculado orgánicamente al movimiento comunista: Historia y conciencia de clase parece identificar la «creciente mecanización» con la «desespiritualización» y la «reificación» (Lukács, 1922). En cierto modo —se ha observado con justicia—, el autor de esta obra da muestras de «hostilidad […] hacia las ciencias naturales», y este es «un elemento completamente extraño al marxismo anterior» (Anderson, 1976), al marxismo que todavía no ha atravesado los horrores de la aplicación de la ciencia y la tecnología a las operaciones militares.

 

Con independencia de la guerra, además, la devastadora crisis de 1929 y el consiguiente paro masivo fueron vistos en Occidente como una demostración de que el progreso tecnológico se halla muy lejos de ser sinónimo de emancipación. Dejando atrás su inicial simpatía por Marx, Simone Weil (1934) escribe:

 

«[sea cual sea el sistema político-social en que opere,] el actual régimen productivo, esto es, la gran industria, reduce al trabajador a poco más que un engranaje de la fábrica, a un simple instrumento en manos de quienes lo dirigen»;

 

las esperanzas puestas en el «progreso técnico» son vanas y desencaminadas. Ocho años después, en referencia a la Gran Depresión, Horkheimer (1942) observa:

 

«Las máquinas se han convertido en medios de destrucción, y no solo en sentido literal [como sucedió durante la Primera Guerra Mundial]; en lugar de hacer superfluo el trabajo, han vuelto superfluos a los trabajadores»,

 

como ocurrió con la crisis desatada en 1929. En conjunto, puede decirse que entre las dos guerras regresa a Occidente uno de los mantras del anarquismo. Leamos a Bakunin (1869):

 

¿Dónde reside hoy, principalmente, el poder de los Estados? En la ciencia […] Sobre todo la ciencia militar, con todas sus armas perfeccionadas y esos temibles instrumentos de destrucción que «hacen maravillas»; ciencia del genio, que creó los barcos a vapor, el ferrocarril y el telégrafo; vías ferroviarias que, en manos de la estrategia militar, decuplican el poder ofensivo y defensivo de los Estados; los telégrafos, que transforman cualquier gobierno en un Briareo con cientos, miles de brazos, proporcionándole la posibilidad de estar presente, de actuar y golpear dondequiera que sea, crean la más formidable centralización política que jamás haya existido en el mundo.

 

A ojos del líder anarquista, ciencia y técnica se muestran equivalentes a dominio y opresión, y no solo en los campos de batalla, sino también en las fábricas:

 

«me basta aducir el ejemplo de las máquinas para que cualquier obrero y cualquier partidario sincero de la emancipación del trabajo me den la razón». En consecuencia, la «ciencia burguesa» será rechazada y combatida de igual modo que la «riqueza burguesa», tanto más por cuanto «los progresos modernos de la ciencia y de las artes» son la causa de un agravamiento de la «esclavitud intelectual», amén de la «material»

(Bakunin, 1869)

 

Desarmado en su momento por Marx, este balance histórico (que reniega de la ciencia, la técnica y la Modernidad en su conjunto) se toma la revancha (en Occidente) con la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión. Se comprende entonces el punto de vista expuesto por dos ilustres filósofos a mediados del siglo xx: el «imperialismo» y la guerra a él ligada son la «forma más terrible de la ratio», pero no la única.

 

«El orden totalitario le otorga todos sus derechos al pensamiento calculador, y se atiene a la ciencia en cuanto tal. Su canon es la cruda eficacia»

(Horkheimer y Adorno, 1944).

 

Si bien celebra sus triunfos antes que nada en el campo de batalla, la ciencia hace que sus efectos devastadores se sientan a todos los niveles.

 

Llegados a este punto, podemos sintetizar en estos términos el contraste que se manifiesta a propósito de la ciencia y de la técnica: en Occidente, la ciencia y la técnica son partes integrantes del «nuevo Leviatán» (por emplear las palabras de Bujarin), utilizadas por la burguesía capitalista bien para incrementar el beneficio arrancado a la fuerza de trabajo asalariada, bien para aprestar la «máquina técnica» y la «máquina de muerte» con la cual se afronta la lucha por la hegemonía mundial; en Oriente, la ciencia y la técnica son esenciales para desarrollar la resistencia contra la política de sometimiento y opresión ejercida, por otra parte, por el «nuevo Leviatán». Si en Occidente la Gran Guerra, la Gran Depresión, el ascenso del fascismo y del nazismo, y la Segunda Guerra Mundial vuelven a darle cancha y credibilidad al relato anarquista, en Oriente, en cambio, goza de escasa fortuna. Aquí, el objetivismo de las ciencias naturales, que Historia y lucha de clases pone en estrecha relación con la lógica del cálculo y la explotación inherentes todavía debe conquistarse con el propósito de promover un aparato industrial moderno, y escapar del subdesarrollo y la dependencia colonial o semicolonial; y esta conquista implica con frecuencia el conflicto con cosmovisiones animistas y premodernas que obstaculizan la aplicación de la ciencia y la tecnología sobre la naturaleza…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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