martes, 4 de julio de 2023

 

 

1018

 

EL MARXISMO OCCIDENTAL

Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar

 

Domenico Losurdo

 

(01)

 

 

 

 

Prefacio

 

 

 

¿QUÉ ES EL «MARXISMO OCCIDENTAL»?

 

La expresión que da título a este trabajo le debe su suerte a un libro con el que en 1976 un filósofo inglés, marxista y comunista militante (trotskista), invitaba al «marxismo occidental» a declarar por fin su total extrañeza e independencia con respecto a la caricatura del marxismo de los países oficialmente socialistas y marxistas, todos ellos situados al Este. Apuntaba en particular a la Unión Soviética. Allí, a pesar de la Revolución de Octubre y de la lección de Lenin, el marxismo era ya «un recuerdo del pasado»; Stalin y «la colectivización» habían «acabado con cualquier trabajo teórico serio». Tampoco la «China Popular» salía mucho mejor parada: considerarla como un «modelo alternativo» equivalía a afirmar su «heteronomía política respecto del marxismo occidental». La condena afectaba también a los propios partidos comunistas occidentales, caracterizados por una «fidelidad absoluta a las posiciones soviéticas» y, en consecuencia, orientales de facto u orientalizantes (Anderson, 1979).

 

Esta acusación ni siquiera eximía al partido que, con Gramsci y Togliatti, había conjugado siempre la afirmación del valor universal de la Revolución de Octubre con la insistencia en las profundas diferencias políticas y culturales entre Este y Oeste; y en consecuencia con la teorización de la necesidad de desarrollar una vía nacional hacia el socialismo, adecuada a las exigencias de un país firmemente asentado en Occidente. El filósofo inglés era implacable:

 

Mientras no se los invite a formar parte del grupo dirigente, los intelectuales (y, por consiguiente, también los trabajadores) afiliados a un partido comunista de masas no se pueden permitir ni la más mínima opinión personal sobre los problemas políticos decisivos. […] Gramsci se ha convertido en el icono ideológico oficial del Partido Comunista Italiano. Es verdad que lo invocan a la más mínima oportunidad, pero a costa de manipular e ignorar sus textos (Anderson, 1976)

 

 

Era todo un misterio cómo los obtusos guardianes de un espantoso desierto cultural consiguieron cautivar a legiones de aguerridos y sofisticados intelectuales; por qué ejercieron una influencia hegemónica sobre la cultura italiana y gozaron de tanto prestigio en el plano internacional.

 

Perry Anderson no era el primero en señalar la disociación que estaba produciéndose entre marxismo occidental y oriental. El eminente filósofo francés Maurice Merleau-Ponty, en un texto que data de los primeros años de la Guerra Fría, observaba:

 

La política revolucionaria, que desde la perspectiva de 1917 debía suceder históricamente a la política «liberal» —bajo la presión de graves problemas de organización, defensa y rendimiento—, se convirtió cada vez más, en cambio, en una política de países nuevos, en el modo de transitar desde economías semicoloniales (o desde civilizaciones paralizadas durante siglos) a los modos de producción modernos. En el preciso momento en que su enorme aparato, con sus reglas y privilegios, se demostró eficaz para implantar una industria o para poner a trabajar a un proletariado todavía virgen, debilitó la posición de ese mismo proletariado como clase dirigente y dejó sin descendencia el misterio civilizatorio que, según Marx, aquel llevaba [consigo] (Merleau-Ponty, 1955).

 

Un año antes, en Dien Bien Phu, el poderoso y experimentado ejército de la Francia colonial fue sonoramente derrotado por el movimiento y el ejército popular vietnamita, dirigidos por el Partido Comunista. En toda Asia se escuchaban los ecos de la estratégica victoria del anticolonialismo que condujo a la fundación de la República Popular China. El comunismo se revelaba como la fuerza directriz de las revoluciones anticoloniales y, una vez conquistado el poder, del acelerado desarrollo que tan urgentemente necesitaban las «economías semicoloniales». Se trataba de resultados y acontecimientos innegables, pero —se preguntaba el filósofo francés— ¿qué ocurría con el comunismo que debía edificar el «proletariado occidental», al menos a ojos de Marx y del «marxismo occidental»? (Merleau-Ponty, 1955).

 

Encontramos aquí, por primera vez, la expresión «marxismo occidental», que, no obstante, no se contraponía en términos positivos al oriental. Al menos en el contexto de una crítica global de Marx y del comunismo, el blanco principal era precisamente el marxismo «occidental». Una vez desvanecidas las esperanzas iniciales de una sociedad radicalmente nueva y de la «disolución del aparato de Estado», se imponía una conclusión: «el comunismo choca hoy día con el progresismo», y el progresismo no podía ignorar las condiciones concretas del país o la región donde se produce la acción política. Una vez abandonada la perspectiva mesiánica de una regeneración total de la humanidad, había que orientarse en cada caso: 

 

«Allí donde se ha de elegir entre el hambre y el aparato comunista, la decisión está tomada de antemano [a favor de este último]»; 

 

y es posible que para el filósofo francés también estuviese tomada de antemano la decisión cuando de lo que se trataba era de elegir entre sometimiento colonial y revolución anticolonial (dirigida a menudo por los comunistas). Occidente, en cambio, ofrecía un panorama muy distinto: 

 

¿la revolución comunista era realmente necesaria y beneficiosa? y ¿cuáles iban a ser sus resultados concretos? (Merleau-Ponty, 1955).

 

Esta postura adolecía de muchas debilidades. Decidido a refutarla hasta el fondo, el filósofo francés acentuaba la tendencia mesiánica presente en Marx y Engels. No reparaba en que unas veces hablaban de la «extinción del Estado» en cuanto tal y otras de su «extinción en el sentido político actual», ni en que solo la primera fórmula puede ser tachada de mesianismo (y de anarquismo) (Losurdo, 1997). En segundo lugar, Merleau-Ponty eludía preguntarse por la posible relación entre la liquidación del colonialismo en todas sus formas y la construcción de la sociedad poscapitalista. En tercer lugar, y ante todo: ¿podemos considerar la lucha anticolonial como un problema exclusivo de Oriente? Sería inadmisible apoyar la lucha contra el sometimiento colonial o neocolonial al tiempo que se absuelve a los responsables de semejante política. Y no solo por razones éticas: las dos guerras mundiales habían demostrado que el expansionismo colonial desembocaba en una ruinosa rivalidad entre imperios con un impacto global; el incendio que prendió Hitler unos pocos años antes con su intento de construir en Europa oriental el imperio colonial alemán acabó por extenderse también a Occidente y a la propia Alemania.

 

Una vez expuestas estas críticas, hay que reconocerle a Merleau-Ponty el mérito de haber sido el primero en identificar las razones político-sociales objetivas que alimentaban la disociación entre ambos marxismos. En Oriente, y en prácticamente todos los países donde los comunistas conquistaron el poder, el problema prioritario para los dirigentes políticos no era el de promover la «disolución del aparato de Estado», sino uno bien distinto: 

 

¿cómo evitar el peligro de sometimiento colonial o neocolonial y, por consiguiente, cómo salvar el retraso con respecto a los países industriales más avanzados?

 

Merleau-Ponty estaba muy lejos de una excomunión del marxismo oriental en nombre del occidental. Si queremos encontrar un precedente para la postura de Anderson, debemos mirar en una dirección completamente distinta. Con anterioridad al filósofo británico y al francés, fue Max Horkheimer quien en 1942 llamó la atención sobre el giro que se había producido en el país de la Revolución de Octubre: los comunistas soviéticos habían abandonado la perspectiva de la «supresión del Estado» para centrarse en el problema del desarrollo acelerado de la «patria industrialmente atrasada». Era una observación acertada, formulada por desgracia en tono de desprecio y como condena. La Wehrmacht estaba a las puertas de Moscú, y lamentarse o indignarse por el hecho de que el líder soviético no se preocupase de realizar el ideal de la extinción del Estado resultaba algo grotesco (a su manera, Hitler habría compartido ese mismo lamento y esa misma indignación). El filósofo alemán no se daba cuenta de que la actitud que él denunciaba era precisamente lo que permitía a la Unión Soviética eludir el sometimiento colonial y esclavista que pretendía imponerle el Tercer Reich. La desesperada lucha que se libraba en Oriente para resistir una guerra colonial de exterminio y esclavización resultaba irrelevante en Occidente a ojos de un filósofo que apreciaba en Marx, no el programa de transformación revolucionaria de la existencia, sino tan solo la persecución, en un futuro remoto, del ideal de una sociedad libre de contradicciones y conflictos y, consecuentemente, sin necesidad de un aparato estatal.

 

Más de un cuarto de siglo después, Horkheimer (1968) agitaba de nuevo el tema de la extinción del Estado, remitiendo esta vez no ya a los autores del ‘Manifiesto comunista’, sino a Schopenhauer.

 

Mientras que, por un lado, elogiaba a Marx («ha llegado el momento de hacer por fin de la doctrina marxiana, en Occidente, una de las principales materias de enseñanza»), por otro lado, expresaba su consternación por el hecho de que «en muchos países orientales sirva como ideología útil para remontar la ventaja que lograra Occidente en la producción industrial». La «doctrina marxiana» celebrada en estas líneas no tenía ninguna relación con el problema del desarrollo de las fuerzas productivas, que se imponía, en cambio, por ejemplo, en Vietnam del Norte, decidido a defenderse de una agresión bárbara, dispuesta a recurrir incluso a armas químicas y, no obstante, contemplada con indulgencia e incluso apoyada por Horkheimer. Al igual que en 1942, también en 1968 la utopía miraba con desdén las dramáticas luchas que se libraban en Oriente y que no eran el resultado de una elección subjetiva, sino más que nada de una situación objetiva. Aunque no recurriese a esta expresión, el marxismo occidental le había dado la espalda al oriental.

 

Estamos obligados a plantearnos algunas preguntas: ¿Cuándo comenzó a manifestarse la escisión entre ambos marxismos? ¿Con la llegada de la autocracia de Stalin, como sostiene Anderson? ¿Y si, por el contrario, se hubiese delineado ya desde los decisivos días de 1917? ¿Y si las primeras grietas hubiesen surgido ya en el momento en que más sólida parecía la unidad, cimentada como estaba por la indignación unánime ante la inmunda carnicería de la Primera Guerra Mundial y ante el sistema capitalista-imperialista, acusado de provocarla? ¿Y si las grietas y el consiguiente alejamiento, en lugar de responder a la diversidad de las situaciones objetivas y de las tradiciones culturales, obedeciesen en primer lugar a los límites teóricos y políticos del marxismo occidental, precisamente el más sofisticado y mejor pertrechado en el plano académico?

 

 


El manifiesto con el que Anderson proclamaba la excelencia del marxismo occidental, liberado por fin del asfixiante abrazo del marxismo oriental, tiene un largo camino a sus espaldas. Parecía que para el primero se perfilaba en el horizonte una vida nueva y brillante; en realidad eran los preparativos de su suicidio. Nos las vamos a ver con importantes capítulos de la historia política y filosófica; capítulos en buena medida ignorados. Trataré de reconstruirlos para preguntarme además por las perspectivas de un renacer, sobre bases nuevas, del marxismo occidental…

 

(continuará)

 

 

 

[ Fragmento de: Losurdo, Domenico. “El marxismo occidental. Cómo nació, como murió y cómo puede resucitar” ]

 

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