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EL FOLLETO JUNIOS
La crisis de la socialdemocracia
Rosa LUXEMBURGO
[ y 17 ]
VIII. Lo que la guerra puede dar al proletariado
A pesar de la dictadura militar y de la censura de prensa, del fracaso de la socialdemocracia y de la guerra fratricida, de la “Unión Sagrada” surge con violencia la lucha de clases, y de los vapores sangrientos de los campos de batalla, la solidaridad internacional de los obreros. No en los débiles intentos de reanimar artificialmente a la vieja Internacional, no en las renovadas promesas de aquí y de allá de volverse a unir inmediatamente después de la guerra; ¡no!, durante la guerra, a partir de la guerra, surge con nueva fuerza y vigor el hecho de que los proletarios de todos los países tienen un único y mismo interés. La guerra mundial refuta por sí misma la ilusión que creó.
¿Victoria o derrota? Tal es la consigna del militarismo dominante en cada uno de los países beligerantes, y, como un eco, la han adoptado los dirigentes socialdemócratas. Para los proletarios de Alemania, de Francia, de Inglaterra y de Rusia, como para las clases dominantes de estos países, ahora está en juego únicamente la victoria o la derrota en los campos de batalla. Mientras que retumban los cañones, todo proletario debe pensar en la victoria de su propio país, es decir, en la derrota de los otros. Veamos pues, lo que puede acarrear la victoria del proletariado.
Según la versión oficial, aceptada sin crítica por los dirigentes de la socialdemocracia, la victoria significa para Alemania la perspectiva de un ilimitado crecimiento económico, sin obstáculos, y la derrota, la ruina económica. Esta concepción se apoya en el esquema de la guerra de 1870. Pero el florecimiento capitalista, que siguió en Alemania a la guerra de 1870, no fue debido a la guerra, sino a la unificación política, aun cuando ésta se presentara bajo la figura deformada del Reich alemán creado por Bismarck. El auge económico fue un efecto de la unificación, a pesar de la guerra y de los múltiples frenos reaccionarios que entrañaba. Lo que aportó la guerra victoriosa fue el fortalecimiento de la monarquía militar en Alemania y del régimen feudal prusiano, mientras la derrota contribuyó en Francia a liquidar el Imperio y a instaurar la República.
Hoy el problema se presenta de forma distinta en todos los Estados implicados. La guerra no actúa hoy como un método dinámico para ayudar al joven capitalismo naciente a crear las indispensables premisas políticas de su desarrollo “nacional”. La guerra puede poseer este carácter todo lo más en Serbia y, aún aquí, considerada aisladamente. Reducida a su sentido histórico objetivo, la actual guerra mundial es, en su globalidad, una lucha competitiva del capitalismo llegado a su plena madurez por el poderío mundial, por la explotación de los últimos restos de las zonas mundiales no capitalistas. De esto resulta un carácter completamente distinto de la guerra y de sus repercusiones. El alto grado de desarrollo económico mundial de la producción capitalista se manifiesta tanto en una técnica extraordinariamente elevada, es decir, de la fuerza destructora de los armamentos, como en el nivel equilibrado de todos los países beligerantes. La organización internacional de la industria de guerra se refleja actualmente en el equilibrio militar que se restablece incesantemente a través de decisiones parciales y oscilaciones de los platillos de la balanza, y que posterga una y, otra vez una decisión general. A su vez, la indecisión de los resultados militares de la guerra trae como consecuencia que sean enviadas continuamente reservas procedentes tanto de las masas de población de los países beligerantes como de los hasta ahora neutrales. La guerra encuentra en todas partes el material acumulado por los apetitos y contradicciones imperialistas, creando otros nuevos y propagándose como un incendio en la estepa. Pero cuanto mayores sean las masas y mayor sea el número de países implicados en la guerra mundial, tanto mayor será su duración. De todo este conjunto de factores resultado de la guerra aparece, antes de cualquier decisión militar sobre la victoria o la derrota, un fenómeno desconocido para las guerras anteriores a la era contemporánea: la ruina económica de todos los países participantes, y también, en creciente medida, de los formalmente no implicados. Cada mes que pasa se confirma y aumenta este resultado, y la posibilidad de recoger los frutos de una victoria militar se aleja diez años. Ni la victoria ni la derrota pueden cambiar, a fin de cuentas, en nada este resultado; lo que hace dudosa, por el contrario, una decisión puramente militar, y conduce, con mayor probabilidad, a la conclusión final de que la guerra terminará debido al agotamiento general.
En estas condiciones, una Alemania victoriosa —incluso si los autores de la guerra imperialista lograran llevar el genocidio hasta el aplastamiento total de sus enemigos, y se cumplieran sus más ardientes deseos— sólo conseguirían una victoria pírrica. Sus trofeos serían algunos territorios anexionados, despoblados y empobrecidos, y la ruina bajo su propio techo, que aparecerá tan pronto desaparezcan los bastidores de la economía financiera, con sus créditos bélicos, y los pueblos de Potemkin del “inquebrantable bienestar popular” (53) mantenidos en actividad por los suministros de la guerra. Hasta para el observador más superficial es evidente que ni siquiera el Estado más victorioso puede pensar hoy en recibir indemnizaciones por concepto de guerra que puedan restañarle, ni remotamente, las heridas recibidas. A modo de compensación y para completar su victoria, Alemania asistiría a la ruina económica, todavía mayor del enemigo derrotado: Francia e Inglaterra, es decir, de los países con los que Alemania se encuentra más íntimamente ligada por relaciones económicas y de cuyo bienestar depende fundamentalmente su propio resurgimiento económico. Tal es el cuadro con el que se encontraría el pueblo alemán después de la guerra —entiéndase bien, después de una guerra “victoriosa”—; los costos de la guerra, “aprobados” anticipadamente por la representación popular patriótica, se cubren en realidad ulteriormente, es decir, el único fruto palpable de la “victoria” que el pueblo cargaría sobre sus hombros sería el peso de una serie interminable de impuestos junto a una reacción militar fortalecida.
Si procuramos imaginarnos las peores consecuencias de una derrota, nos encontramos —excepción hecha de las anexiones imperialistas— que son exactamente iguales a los resultados inevitables de la victoria: las repercusiones de la guerra poseen hoy un carácter tan profundo y tan amplio que el resultado militar poco puede influir.
Pero supongámonos, por un momento, que el Estado victorioso pudiera sustraerse a la ruina y descargársela al enemigo derrotado, estrangulando su desarrollo económico por medio de todo tipo de impedimentos. ¿Podría avanzar con éxito la clase obrera alemana, en su lucha sindical de posguerra, si las acciones sindicales de los obreros franceses, ingleses, belgas e italianos fueran paralizadas por el retroceso económico? Hasta 1870 el movimiento obrero de cada país avanzó de manera independiente, y hasta en las ciudades aisladas se tomaban muchas de sus decisiones. Fue en París, en sus calles, donde se libraron y decidieron las batallas del proletariado. El actual movimiento obrero, su penosa lucha económica diaria y su organización de masas están basadas en la cooperación de todos los países de producción capitalista.
Si es cierto que la causa del proletariado sólo prospera sobre la base de una vida económica sana y vigorosa, esto no concierne únicamente a Alemania, sino también a Francia, a Inglaterra, Bélgica, Rusia e Italia. Y si el movimiento obrero se estanca en todos los Estados capitalistas de Europa, si dominan bajos salarios, sindicatos débiles y menor resistencia de los explotados, entonces será imposible que el movimiento sindical florezca en Alemania. Desde este punto de vista, el daño es, a fin de cuentas, exactamente el mismo para la lucha económica del proletariado si el capitalismo alemán se refuerza a expensas del capitalismo francés, que si el capitalismo inglés se desarrolla a expensas del capitalismo alemán.
Dirijamos ahora nuestra atención a los resultados políticos de la guerra. Aquí la diferenciación tendría que ser más fácil que en el terreno económico. Desde siempre las simpatías y el apoyo de los socialistas se han dirigido hacia el beligerante que defiende el progreso histórico contra la reacción. En la actual guerra mundial, ¿qué campo defiende el progreso y cuál la reacción? Está claro que esta cuestión no se puede enjuiciar por las características exteriores de los Estados beligerantes, como “democracia” o “absolutismo”, sino por las tendencias objetivas de la posición político-mundial defendida por cada parte. Antes de que podamos enjuiciar las ventajas que produciría al proletariado alemán una victoria alemana, hemos de tener presente cómo actuaría sobre el conjunto de las relaciones políticas de Europa. La victoria decisiva de Alemania provocaría como resultado inmediato la anexión de Bélgica así como, posiblemente, algunos otros territorios en el Este y en el Oeste y una parte de las colonias francesas; la conservación de la monarquía de los Habsburgo y su enriquecimiento con nuevos territorios, y, finalmente, la conservación de una “integridad” ficticia de Turquía bajo protectorado alemán, es decir, la transformación inmediata del Asia Menor y de Mesopotamia en provincias alemanas bajo una u otra forma. Consecuencia ulterior sería la efectiva hegemonía militar y económica de Alemania en Europa.
Todos estos resultados, producto de la completa victoria militar alemana, no los esperamos porque respondan a los deseos de los vocingleros imperialistas de la guerra actual, sino porque se desprenden como consecuencias inevitables de la posición político-mundial adoptada por Alemania, de los enfrentamientos con Inglaterra, con Francia y con Rusia, y que, en el curso de la guerra, aumentan increíblemente muy por encima de sus dimensiones iniciales. Pero es suficiente tener presente esos resultados para ver que de ningún modo producirían un equilibrio político mundial que fuese de alguna forma duradero. Independientemente de la ruina que significara la guerra para todos los participantes y quizá, más aún, para los vencidos, los preparativos para una nueva guerra mundial bajo la dirección de Inglaterra comenzarían al día siguiente de haberse firmado el tratado de paz, para sacudirse el yugo del militarismo prusiano-alemán, que oprimiría a Europa y al Próximo Oriente. Una victoria de Alemania significaría el preludio de una inmediata segunda guerra mundial, y sólo una señal para un nuevo y febril rearme militar, así como para el desencadenamiento de la más negra reacción en todos los países, y en Alemania misma en primer lugar. De otra parte, la victoria de Inglaterra y de Francia significaría para Alemania, muy probablemente, la pérdida, al menos, de una parte de las colonias y de los territorios del Reich y, can toda seguridad, la bancarrota de la posición político-mundial del imperialismo alemán. Pero esto significa: la desmembración de Austria-Hungría y la completa liquidación de Turquía. La estructura archirreaccionaria de ambos Estados y la necesidad de su destrucción exigida por el desarrollo del progreso, la desaparición de la monarquía de los Habsburgo y de Turquía no podrían conducir, en el actual y concreto medio político mundial, sino a la venta de sus países y pueblos a Rusia, Inglaterra, Francia e Italia. A este fabuloso reparto mundial, y a este cambio de correlación de fuerzas en los Balcanes y en el Mediterráneo se añadiría un nuevo reparto y un nuevo cambio en Asia: la liquidación de Persia y una nueva desmembración de China.
Pasarían a primer plano de la política mundial los conflictos anglo-rusos y anglo-japoneses, lo que quizá, como inmediata continuidad de la actual guerra mundial, acarrearía una nueva guerra mundial, en torno a Constantinopla, por ejemplo; en todo caso, convertiría esta guerra en una perspectiva inevitable. También desde este punto de vista la guerra conduciría a un nuevo y febril rearme de todos los Estados —la Alemania vencida, a la cabeza, naturalmente— y, por consiguiente, a una era de dominio absoluto del militarismo y de la reacción en toda Europa, cuyo objetivo final sería una nueva guerra mundial.
De esta forma, la política proletaria, si ha de pronunciarse en la guerra actual por uno u otro campo, desde el punto de vista del progreso y de la democracia, tomando en consideración globalmente la política mundial y sus perspectivas ulteriores, se encuentra entre Scilla y Caribdis, y la alternativa: victoria o derrota, tanto en el terreno político como en el económico, implica para la clase obrera europea, en tales circunstancias, una elección desesperada entre dos palizas. Por eso, no es más que una funesta locura que los socialistas franceses opinen que mediante el aplastamiento militar de Alemania se cortaría la cabeza al militarismo alemán, o al imperialismo mismo, y se abriría al mundo un nuevo camino hacia la democracia pacífica. Al imperialismo y al militarismo a su servicio le salen muy bien las cuentas de cada victoria y derrota de esta guerra, a menos que el proletariado internacional, con su intervención revolucionaria, desbaratara sus proyectos.
La lección más importante que el proletariado puede extraer para su política de la guerra actual es la absoluta certeza de que, ni en Alemania ni en Francia; ni en Inglaterra ni en Rusia, puede convertirse en un eco obediente de la consigna victoria o derrota, consigna que sólo desde el punto de vista del imperialismo tiene un contenido real y que equivale, para cada gran Estado, a la cuestión: adquisición o pérdida de la posición político-mundial de poder (anexiones, colonias y hegemonía militar). Para el proletariado europeo en su conjunto; la victoria o la derrota de cualquier bando beligerante son igualmente funestas desde su punto de vista de clase. Se trata de la guerra como tal; y cualquiera que sea su resultado militar, que implica la mayor derrota imaginable para el proletariado europeo, sólo el combatir la guerra e implantar lo más rápidamente posible la paz “por la lucha internacional del proletariado”, puede acarrear la única victoria para la causa proletaria. Y sólo esa victoria puede acarrear, al mismo tiempo, la salvación real de Bélgica y de la democracia en Europa.
En la guerra actual el proletariado con conciencia de clase no puede identificar su causa a la de ningún bando militar. ¿Se deduce de esto, acaso, que la política proletaria exige el mantenimiento del statu quo, que no tenemos otro programa de acción más que el deseo de que todo se quede como era antes de la guerra? Pero el estado de cosas existente nunca ha sido nuestro ideal, nunca ha sido la expresión de la autodeterminación de los pueblos. Y más aún: el estado de cosas anterior ya no puede ser salvado, ya no existe, aun cuando permanezcan los anteriores límites estatales. La guerra, antes de finalizar formalmente sus resultados, ha provocado un gigantesco cambio de las relaciones de poder, y en las mutuas apreciaciones de fuerzas, en las alianzas y en los enfrentamientos, ha sometido las relaciones de los Estados entre sí y de las clases en el seno de la sociedad a una revisión tan profunda, ha destruido tantas viejas ilusiones y potencias, ha creado tantos nuevos impulsos y tareas que resulta ya completamente imposible un retroceso a la vieja Europa, tal como era antes del 4 de agosto de 1914, como resulta imposible el retorno a las condiciones prerrevolucionarias aun en el caso de que la revolución sea aplastada. La política del proletariado no conoce “retroceso”, sólo puede avanzar, debe ir siempre más allá, por encima de lo existente y lo recién creado. Solamente en este sentido puede enfrentarse con su política propia a los dos bandos de la guerra mundial imperialista.
Pero esa política no puede consistir en que los partidos socialdemócratas, cada uno de por sí o todos juntos en conferencias internacionales, rivalicen en hacer proyectos y presentar recetas para indicarle a la diplomacia burguesa cómo ha de firmar la paz y posibilitarle el desarrollo ulterior pacífico y democrático. Todas las reivindicaciones que tiendan hacia el “desarme” total o parcial, hacia la abolición de la diplomacia secreta, hacia la destrucción de todos los grandes Estados y su transformación en Estados pequeños, como todas las reivindicaciones semejantes, son totalmente utópicas sin excepción mientras subsista la denominación de clase capitalista. Tanto más cuanto ésta, dado el actual curso imperialista, no puede renunciar al militarismo actual, a la diplomacia secreta y al gran Estado multinacional centralista, de forma que los referidos postulados se reducen más consecuentemente a la simple “reivindicación”: abolición del Estado capitalista de clase.
No es con consejos y proyectos utópicos sobre cómo se podría suavizar, domar y amortiguar al imperialismo en el marco del Estado burgués mediante reformas parciales, con lo que la política proletaria reconquistará el puesto que le corresponde. El problema real que plantea la guerra mundial a los partidos socialistas, y de cuya solución depende el destino del movimiento obrero, es el de la capacidad de acción de las masas proletarias en su lucha contra el imperialismo. El proletariado internacional no carece de postulados, programas y consignas, sino de hechos, de resistencia eficaz, de capacidad de atacar al imperialismo en el momento decisivo, justamente durante la guerra, y llevar a la práctica la vieja consigna “guerra a la guerra”. Este es el Ródano que hay que saltar, aquí está el nudo gordiano de la política proletaria y de su futuro lejano.
El imperialismo, con toda su brutal política de violencia y la cadena de incesantes catástrofes sociales que provoca, es una necesidad histórica para las clases dominantes del actual mundo capitalista. Nada sería más funesto para el proletariado al salir de la guerra actual que concebir la menor ilusión y esperanza sobre la posibilidad de una evolución ulterior idílica y pacífica del capitalismo. La conclusión para la política proletaria de la necesidad histórica del imperialismo no es que deba capitular ante él para roer a sus pies los huesos que éste le conceda graciosamente después de sus victorias.
La dialéctica histórica progresa a través de contradicciones, en toda cosa necesaria coloca su contrario en el mundo. El poder de clase burgués es sin duda alguna una necesidad histórica, pero también lo es la insurrección de la clase obrera en contra; el capital es una necesidad histórica, pero también lo es su enterrador, el proletario socialista; el poderío mundial del imperialismo es una necesidad histórica, pero también lo es su derrocamiento por la internacional proletaria. A cada paso nos encontramos con dos necesidades históricas que se enfrentan mutuamente, y la nuestra, la necesidad del socialismo, tiene mayor aliento. Nuestra necesidad está plenamente justificada desde el momento en que la otra, la dominación de la clase burguesa, cesa de ser portadora del progreso histórico, desde el momento en que se convierte en freno, en un peligro para el desarrollo ulterior de la sociedad.
La actual guerra mundial ha desenmascarado el orden social capitalista. El empuje de expansión imperialista del capitalismo, como expresión de su más elevada madurez y del último período de su vida, tiende a transformar desde el punto de vista económico todo el planeta en un mundo productor capitalista, aniquilando todas las formas productoras y sociales atrasadas y precapitalistas, a convertir en capital todas las riquezas de la tierra y todos los medios de producción, a transformar a las masas populares trabajadoras de todos los países en esclavos asalariados. En África y en Asia, desde el cabo Norte al cabo de Hornos y hasta los mares del Sur, los restos de las viejas comunidades del comunismo primitivo, las relaciones feudales de dominio, las economías campesinas patriarcales y las antiquísimas producciones artesanales son destruidas y pisoteadas por el capitalismo, que aniquila pueblos enteros y borra del mapa viejas culturas, para colocar en su lugar la producción de beneficio en su forma más moderna. Esta brutal marcha triunfal del capital en el mundo, iniciada y acompañada por todos los medios: la violencia, el robo y la infamia, tenía su lado bueno: creó las condiciones para su ruina definitiva, creó el dominio mundial capitalista al que debe seguir la revolución mundial socialista. Este fue el único aspecto cultural y progresista de la llamada gran obra cultural en los países primitivos. Para los economistas y políticos burgueses los ferrocarriles, las cerillas suecas, el alcantarillado y las tiendas representan “progreso” y “cultura”. Estas obras por sí mismas, implantadas sobre condiciones económicas primitivas, no representan ni civilización ni progreso, pues se pagan al precio de la ruina económica y cultural de los pueblos, que han sufrido a un tiempo todos los padecimientos y horrores de dos épocas: la de las lecciones de poder tradicionales de la economía natural y de la más moderna y sutil explotación capitalista. Sólo como condición material de la supresión de la dominación del capital y de la supresión de la sociedad de clases, las obras producto de la marcha triunfal del capitalismo en el mundo llevan el sello del progreso, entendido en amplio sentido histórico. En ese sentido, el imperialismo trabaja, en última instancia, para nosotros.
La actual guerra mundial representa un giro en la trayectoria del capitalismo. Por primera vez, las fieras que la Europa capitalista había soltado sobre otros continentes irrumpieron, de un solo salto, en su centro. Un grito de espanto recorrió el mundo cuando Bélgica, esta pequeña joya valiosa de la cultura europea, y los monumentos culturales más venerados del norte de Francia caían hechos pedazos ante el ataque de una ciega fuerza destructora. El “mundo civilizado”, que había observado impasible cómo el mismo imperialismo llevaba a la más espantosa muerte a diez mil hombres y llenaba el desierto de Kalahari con los gritos desesperados de los que morían de sed y con los huesos de los moribundos; cómo en Putumayo, en el lapso de diez años, eran martirizadas hasta la muerte cuarenta mil personas por una banda de señores de la industria europea, convirtiendo en inválidos al resto de un pueblo; cómo China, una civilización antiquísima, era entregada, a sangre y fuego, por la soldadesca europea, a todos los horrores de la destrucción y de la anarquía; cómo Persia era estrangulada impotente por el lazo cada vez más apretado de la dominación extranjera; cómo en Trípoli los árabes eran sometidos por el fuego y la espada al yugo del capital, y su civilización y sus ciudades borradas del mapa; este “mundo civilizado” acaba apenas de darse cuenta que la mordedura de la fiera imperialista es mortal, que su aliento es pérfido. Y se dio cuenta sólo cuando las fieras hundieron sus afiladas garras en el propio seno materno, en la cultura burguesa europea. Y aun este conocimiento se abre paso bajo la desfigurada versión de la hipocresía burguesa, según la cual cada pueblo sólo reconoce la infamia en el uniforme nacional de su adversario. “¡Los bárbaros alemanes!”: como si todo pueblo que se prepara para la muerte organizada no se convirtiera en ese mismo momento en una horda de bárbaros. “¡Los horrores de los cosacos!”: como si la guerra no fuese el horror de los horrores, ¡como si el hecho de ensalzar la matanza como algo heroico en un periódico de la juventud socialista no fuera puro espíritu cosaco!
Pero la actual furia de la bestialidad imperialista en los campos de Europa produce, además, otra consecuencia que deja al “mundo civilizado” completamente indiferente: la desaparición masiva del proletariado europeo. Jamás una guerra había exterminado en tales proporciones a capas enteras de la población; jamás una guerra, por lo menos desde hacía un siglo, había abarcado a tantos civilizados y antiguos países europeos. Millones de vidas humanas son aniquiladas en los Vosgos, en las Ardenas, en Bélgica, en Polonia, en los Cárpatos, en el Save, millones de hombres se convierten en inválidos.
Pero de estos millones, las nueve décimas partes las constituye el pueblo trabajador de la ciudad y del campo. Es nuestra fuerza y nuestra esperanza la que es segada diariamente, hilera tras hilera, como la hierba bajo la hoz. Son las mejores, las más inteligentes, las más preparadas fuerzas del socialismo internacional los portadores de las más sagradas tradiciones y del más audaz heroísmo del moderno movimiento obrero, las vanguardias de todo el proletariado mundial: los obreros de Inglaterra, de Francia, de Bélgica, de Alemania y de Rusia los que ahora son amordazados y asesinados en masa. Y estos obreros de los países capitalistas dirigentes de Europa son, precisamente, los que tienen la misión histórica de llevar a cabo la transformación socialista. Sólo desde Europa, desde los países capitalistas más antiguos, podrá darse la señal, cuando haya llegado la hora, para la revolución social que liberará a la humanidad. Sólo los obreros ingleses, franceses, belgas, alemanes, rusos e italianos juntos podrán dirigir a los ejércitos de los explotados y oprimidos de los cinco continentes. Sólo ellos podrán, cuando haya llegado la hora, exigir cuentas y aplicar el merecido castigo al capitalismo por sus crímenes seculares cometidos en todos los pueblos primitivos, por su obra de exterminio en todo el globo. Pero para que el socialismo pueda avanzar y triunfe es necesario un proletariado fuerte, capaz de actuar e instruido, son necesarias masas cuyo poder radica tanto en su nivel cultural como en su número. Son justamente estas masas las que son diezmadas en la guerra mundial. Centenares de miles de personas en la flor de su edad y su juventud, cuya preparación socialista necesitó décadas de trabajo, instrucción política y agitación en Inglaterra y en Francia, en Bélgica, en Alemania y en Rusia, y otros centenares de miles de personas que mañana podían ser ganadas para el socialismo caen y mueren en los campos de batalla. El fruto obtenido por generaciones en un largo, penoso y sacrificado trabajo de décadas es destruido en pocas semanas, las tropas de choque del proletariado internacional son diezmadas.
La sangría de la carnicería de junio había paralizado el movimiento obrero francés durante quince años. El derramamiento de sangre producido por la hecatombe de la Comuna lo hizo retroceder diez años más. Lo que ocurre ahora es una carnicería masiva sin precedentes, que reduce cada vez más la población obrera adulta de todos los países civilizados que están en guerra, que ha quedado reducida a mujeres, ancianos e inválidos, una sangría que amenaza con desangrar al movimiento obrero europeo. Una guerra mundial más de este tipo, y serán enterradas bajo las ruinas amontonadas por la barbarie imperialista las esperanzas del socialismo. Es mucho más grave que la atroz destrucción de Lovaina y de la catedral de Reims. Es un atentado no ya a la cultura burguesa del pasado, sino a la cultura socialista del futuro, un golpe mortal contra la fuerza que lleva en su seno el futuro de la humanidad y que puede salvar todos los valiosos tesoros del pasado en una sociedad mejor. Aquí el capitalismo descubre su cabeza cadavérica, aquí confiesa que ha caducado su derecho histórico a la existencia, que su dominación ya no es compatible con el progreso de la humanidad.
Aquí se confirma que la actual guerra mundial no es solamente un asesinato, sino también un suicidio de la clase obrera europea. Pues son los soldados del socialismo los proletarios de Inglaterra, de Francia, Alemania, Bélgica y Rusia, los que se matan entre sí desde hace meses por orden del capital, los que se hunden en el corazón el frío hierro mortal, los que, estrechados en un abrazo mortal, se arrastran juntos a la tumba.
¡Alemania, Alemania por encima de todo! ¡Viva la democracia! ¡Viva el zar y el eslavismo! ¡Diez mil tiendas de campaña, garantía estándar! ¡Cien mil kilos de manteca, de sucedáneos de café, a entregar inmediatamente...! Los dividendos suben y los proletarios caen. Y con cada uno de ellos cae un combatiente del futuro, un soldado de la revolución, un salvador de la humanidad del yugo del capitalismo.
La locura cesará y el fantasma sangriento del infierno desaparecerá cuando los obreros de Alemania y de Francia, de Inglaterra y de Rusia despierten una vez de su delirio, se tiendan las manos fraternalmente y acallen el coro bestial de los factores imperialistas de la guerra y el ronco bramido de las hienas capitalistas, con el viejo y poderoso grito de batalla de los obreros:
¡Proletarios de todos los países, uníos!
NOTAS
(53) Se refiere a las aldeas ficticias que el ministro Potemkin “creaba” para satisfacción de la zarina, cuando ésta iba de viaje.
[ Fragmento de: Rosa LUXEMBURGO. “La crisis de la socialdemocracia” ]
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