miércoles, 3 de mayo de 2023

 

977

 

EL FOLLETO JUNIOS

La crisis de la socialdemocracia

 

Rosa LUXEMBURGO

 

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VII. El espantajo de la ‘invasión’

 

 

(…) De manera distinta entendían la defensa de la patria los maestros del proletariado internacional. Cuando el proletariado tomó el poder, en el París de 1871, sitiado por los prusianos, escribía Marx, entusiasmado por su acción:

 

“París, centro y sede del viejo poder gubernamental y, al mismo tiempo, centro de gravedad social de la clase obrera francesa, se ha levantado en armas contra el intento del señor Thiers y de sus terratenientes de restablecer y eternizar este viejo poder gubernamental heredado del Imperio. París sólo pudo resistir porque el mismo estado de sitio lo había librado del ejército, reemplazándolo por una guardia nacional integrada principalmente por obreros. Ahora había que convertir este hecho en una institución permanente. El primer decreto de la Comuna fue, por eso, la supresión del ejército permanente y su sustitución por el pueblo en armas... Si la Comuna era, pues, la verdadera representante de todos los elementos sanos de la sociedad francesa, y en consecuencia el verdadero gobierno nacional, como gobierno obrero, como audaz promotor de liberación del trabajo, era al mismo tiempo, en el más amplio sentido de la palabra, internacional. Bajo la mirada del ejército prusiano, que había anexionado a Alemania dos provincias francesas, la Comuna anexionaba a Francia a los obreros de todo el mundo” (Manifiesto del Consejo General de la Internacional).

 

Y ¿cómo concebían nuestros viejos maestros el papel de la socialdemocracia en una guerra como la actual? Federico Engels escribía en 1892 como sigue las líneas fundamentales de la política que el partido del proletariado debe adoptar en una gran guerra:

 

“Una guerra, en la que rusos y franceses invadieron Alemania, significaría para ésta una lucha a vida o muerte, en la que sólo podría asegurar su existencia nacional recurriendo a medidas revolucionarias.

 

El gobierno actual, si no es obligado, no desencadenará, ciertamente, la revolución. Pero tenemos un fuerte partido que puede obligarlo a ello o reemplazarlo si es necesario: el partido socialdemócrata.

 

No hemos olvidado el gran ejemplo que nos dio la Francia de 1793. Se acerca el centenario de 1793. Y si el ansia de conquista del zar y la impaciencia chauvinista de la burguesía francesa detuvieran el avance victorioso, pero pacífico de los socialistas alemanes, éstos —podéis confiar en ello — están dispuestos a demostrar al mundo que los proletarios alemanes de hoy no son indignos de los ‘descamisados’ franceses, y que 1893 estaría a la altura de 1793. Y si los soldados del señor Constant invadieran el territorio alemán, serían saludados con las palabras de La Marsellesa:

 

“Quoi? ces cohortes étrangères

Feraient la loi dans nos foyers?” (50)

 

En una palabra: la paz garantiza la victoria del Partido Socialdemócrata Alemán en unos diez años. La guerra le traerá la victoria en dos o tres años o la ruina completa por lo menos en quince o veinte años”.

 

Cuando escribía esto, Engels pensaba en una situación completamente distinta a la actual. Todavía tenía ante sus ojos al viejo imperio zarista, mientras que nosotros, desde entonces, hemos vivido la gran revolución rusa. Pensaba en una verdadera guerra de defensa nacional de Alemania, atacada simultáneamente por el Este y por el Oeste. Finalmente, sobrevaloraba la madurez de las condiciones en Alemania y las perspectivas de una revolución social, cayendo, como es frecuente en los verdaderos combatientes, en un juicio demasiado optimista del ritmo de la evolución histórica. Pero, a pesar de todo, lo que se destaca con claridad en sus exposiciones es que Engels no entendía por defensa nacional, en el espíritu de la política socialdemócrata, el apoyo al gobierno militar prusiano y feudal y a su estado mayor, sino una acción revolucionaria, siguiendo el ejemplo de los jacobinos franceses.

 

Sí, los socialdemócratas están obligados a defender a su patria en una gran crisis histórica. Y precisamente ahí radica la grave culpa de la fracción socialdemócrata del Reich, cuando manifiesta solemnemente en su declaración del 4 de agosto de 1914: “En la hora del peligro no dejaremos a la patria en la estacada”, renegando de sus propias palabras en el mismo instante. La socialdemocracia ha dejado a la patria en la estacada en el momento de mayor peligro. Pues su primer deber ante la patria era, en ese momento, mostrar el verdadero trasfondo de esta guerra imperialista, desenmarañar la trama de mentiras diplomáticas y patrióticas que encubren este atentado contra la patria; decir clara y terminantemente que tanto la victoria como la derrota en esta guerra serían igualmente funestas para el pueblo alemán; oponerse enérgicamente al amordazamiento de la patria mediante el estado de sitio; proclamar la necesidad de armar inmediatamente al pueblo y de que éste decidiese sobre la guerra y la paz; exigir con la máxima energía que la representación popular se reuniera en sesión permanente mientras durase la guerra, para asegurar el vigilante control sobre el gobierno por parte de la representación popular y sobre la representación popular por el pueblo; abolición inmediata de toda supresión de derechos políticos, puesto que sólo un pueblo libre puede defender eficazmente a su patria; finalmente, oponerse al programa de guerra imperialista que tiende a la conservación de Austria y de Turquía, es decir, de la reacción en Europa y en Alemania; defender el viejo programa verdaderamente nacional de los patriotas y demócratas de 1848, el programa de Marx, Engels y Lassalle: la consigna de una gran  república alemana. Esta era la bandera que debía haberse desplegado ante el país, que habría sido verdaderamente nacional y libertadora, y hubiera estado de acuerdo tanto con las mejores tradiciones de Alemania como con la política de clase internacional del proletariado.

 

El gran momento histórico de la guerra mundial exigía, manifiestamente, una decidida dirección política, tomar una posición de amplias perspectivas, una orientación superior del país que sólo la socialdemocracia estaba llamada a proponer. En su lugar, la representación parlamentaria de la clase obrera, que tenía la palabra en esos momentos, fracasó inaudita y lamentablemente. La socialdemocracia —gracias a sus dirigentes— no ha emprendido una política falsa, sino que no ha adoptado ninguna, se ha anulado completamente a sí misma como partido de clase, y con una peculiar concepción del mundo abandonó al país, sin oposición, a los horrores de la guerra imperialista en el exterior y a la dictadura del sable en el interior, rehusando desde un principio la responsabilidad de la guerra.

 

Todo lo contrario: la socialdemocracia no necesitaba aprobar los medios para esta “defensa”, es decir, para la matanza imperialista por los ejércitos de la monarquía militar. puesto que su utilización no dependía de la aprobación de la socialdemocracia; estaba en minoría, frente a una compacta mayoría que representaba las tres cuartas partes del Reichstag burgués. Con su aprobación voluntaria, la fracción socialdemócrata sólo logró una cosa: la demostración de la unidad de todo el pueblo en la guerra, la proclamación de la Unión Sagrada, es decir, la paralización de la lucha de clases, la interrupción de la política de oposición de la socialdemocracia en el curso de la guerra. Con su aprobación voluntaria de los créditos ha otorgado a esta guerra el carácter de defensa democrática de la patria, ha apoyado y refrendado la confusión de las masas sobre las verdaderas condiciones y tareas de la defensa de la patria.


Así, el gran dilema entre los intereses patrióticos y la solidaridad internacional del proletariado, el trágico conflicto que hizo que nuestros parlamentarios se pusieran “con el corazón acongojado” al lado de la guerra imperialista, es pura imaginación, simple ficción burguesa nacionalista. Entre los intereses nacionales y los intereses de clase de la Internacional proletaria existe, más bien, total armonía, tanto en la guerra como en la paz; ambos exigen el más enérgico desarrollo de la lucha de clases y la más enérgica defensa del programa socialdemócrata.

 

¿Pero qué debía hacer nuestro partido para fortalecer su oposición contra la guerra y sus reivindicaciones? ¿Debía proclamar la huelga de masas? ¿O llamar a sus soldados a la deserción? Así era planteada habitualmente la cuestión. Una respuesta afirmativa a tales preguntas sería tan ridícula como si el partido afirmara, por ejemplo: “cuando estalle la guerra haremos la revolución”. Las revoluciones no se “hacen”, y los grandes movimientos del pueblo no se llevan a la práctica con recetas técnicas sacadas de los bolsillos de las instancias del partido. Los pequeños círculos de conspiradores pueden “preparar” un putsch para un día determinado y una hora determinada, pueden dar la señal de “ataque” a su par de docenas de miembros en el momento necesario. Los movimientos de masas en los grandes momentos históricos no pueden ser dirigidos con medios primitivos. La huelga de masas “mejor preparada” puede fracasar lamentablemente bajo determinadas circunstancias, justamente cuando la dirección de un partido da “la señal”, o derrumbarse después de iniciada. Que grandes manifestaciones populares y acciones de masa, bajo esta o aquella forma, tengan lugar, dependen de un gran número de factores económicos, políticos y síquicos; las tensiones correspondientes a la lucha de clases, el grado de educación política, la madurez del espíritu combativo de las masas; factores que son imprevisibles y que ningún partido puede producir artificialmente. Esta es la diferencia entre las grandes crisis de la historia y las pequeñas acciones efectistas que un partido bien disciplinado puede realizar tranquilamente en tiempos de paz bajo la batuta de las “instancias”. El momento histórico exige en cada caso formas adecuadas al movimiento popular y crea otras nuevas, improvisa medios de lucha desconocidos hasta entonces, escoge y enriquece el arsenal del pueblo sin tener en cuenta todas las prescripciones de los partidos.

 

Lo que los dirigentes de la socialdemocracia, como vanguardia del proletariado con conciencia de clase, debían haber propuesto no eran ridículas prescripciones y recetas de carácter técnico, sino dar la consigna política, formular con claridad las tareas políticas y los intereses del proletariado en la guerra. Para todo movimiento de masa es válido lo que se puede decir de las huelgas de masas en la revolución rusa:

 

“Si la dirección de la huelga de masas, en lo que se refiere al momento de su surgimiento y al cálculo y pago de sus costos, es algo que incumbe al mismo periodo revolucionario, desde otro punto de vista, la dirección de la huelga de masas recae sobre la socialdemocracia y sus organismos ejecutivos. En lugar de romperse la cabeza con la parte técnica, con el mecanismo de la huelga de masas, la socialdemocracia está llamada a hacerse cargo de la dirección política aún en medio de un periodo revolucionario. La consigna, señalar la orientación de la lucha, fijar la táctica de la lucha política de tal forma que en cada fase y en cada momento se movilice toda la fuerza actual, activa y desencadenada del proletariado, para que se manifieste en la actitud combativa del partido, en que la táctica de la socialdemocracia, por su decisión y agudeza, no se encuentre nunca por debajo del nivel de las relaciones de fuerza existentes, sino que, al contrario, se sitúe por encima de este nivel; esta es la tarea más importante de la “dirección” en el periodo de las huelgas de masas. Y esa dirección se transforma por sí misma, en cierta medida, en dirección técnica. Una táctica consecuente, decidida y de vanguardia por parte de la socialdemocracia despierta en las masas un sentimiento de seguridad, de confianza en sí mismas, elevando además el espíritu combativo; una táctica vacilante, débil, basada en la subestimación del proletariado, paraliza y confunde a las masas. En el primer caso, las huelgas de masas se desencadenan “solas” y siempre “a tiempo”; en el segundo, incluso fracasan los llamamientos directos de la dirección a la huelga de masas. De ambos casos ofrece la revolución rusa elocuentes ejemplos”. (51)

 

La prueba de que no se trata de la forma exterior, técnica, de la acción sino de su contenido político, lo demuestra el hecho de que, por ejemplo, precisamente las tribunas parlamentarias, las únicas libres, con gran audiencia nacional e internacional, pueden convertirse en poderosos instrumentos de movilización popular si fueran utilizadas por la representación socialdemócrata para formular clara y tajantemente los intereses, las tareas y las reivindicaciones de la clase obrera en esta crisis.

 

Cabe preguntarse si las masas habrían apoyado con su conducta enérgica las consignas de la socialdemocracia. Nadie puede decir esto con seguridad. Pero tampoco ésta es la cuestión decisiva. Nuestros parlamentarios han dejado partir “confiadamente” a la guerra a los generales del ejército prusiano-alemán sin exigirles, previamente a la aprobación de los créditos, la garantía de una victoria ni excluir la posibilidad de una derrota. Lo que vale para los ejércitos militaristas vale también para los ejércitos revolucionarios: unos y otros entran en combate sin que se les exija previamente la seguridad del triunfo. En el peor de los casos, la voz del partido no hubiera tenido, al principio, una repercusión visible. Las mayores persecuciones hubieran sido probablemente la recompensa a la varonil actitud de nuestro partido, como lo fueron en 1870 para Bebel y Liebknecht. “¿Pero qué otra cosa cabe hacer? —opinaba sencillamente Ignaz Auer en su discurso de la conmemoración de Sedan de 1895—; un partido que quiera conquistar el mundo ha de mantener bien en alto sus principios, sin tener en consideración los peligros que esto encierra; estaría perdido... si actuara de otro modo.

 

“No es fácil nadar contra la comente —escribía el viejo Liebknecht—, y cuando la corriente se precipita con la rapidez arrolladora y la violencia de un Niágara, no es fácil ni sencillo.

 

Los camaradas de más edad recuerdan todavía la cacería de socialistas del año de la más profunda ignominia nacional: la vergonzosa ley contra los socialistas de 1878. Millones de personas veían entonces en cada socialdemócrata a un asesino o a un delincuente común, como en 1870 veían a un traidor a la patria o a un enemigo mortal. Tales explosiones del ‘alma popular’ tienen algo de sorprendente, ensordecedor y opresivo en su increíble fuerza elemental. Uno se siente impotente ante un poder superior, ante una verdadera force majeure (52) que no vacila. No existe ningún enemigo concreto. Es como una epidemia... está en los hombres, en el aire, en todas partes.

 

Pero la explosión de 1878 no fue comparable en fuerza y salvajismo a la de 1870. No fue solamente un huracán de pasiones humanas que doblega, abate y destruye todo lo que toca, sino el terrible aparato del militarismo en plena y terrible actividad, y nosotros, entre el zumbido atronador de los engranajes de acero, cuyo contacto significaba la muerte, y pasando por entre los brazos de hierro, que giraban chirriantes en torno nuestro y que podían apresarnos en cualquier momento; junto a las fuerzas naturales desencadenadas por el genio del mecanismo más perfecto del crimen que vio nunca el mundo. Y todo esto en medio de un trabajo desesperado; todas las calderas a punto de estallar. ¿A qué se reduce, entonces, la fuerza aislada, la voluntad individual? Sobre todo cuando se sabe que se pertenece a una ínfima minoría y que se carece de un punto seguro de apoyo en el pueblo.

 

Nuestro partido se encontraba en formación. Pasábamos por la más dura e inimaginable prueba antes de haber creado la necesaria organización. Cuando llegó la cacería de socialistas, en el año de la vergüenza para nuestros enemigos, y de la gloria para la socialdemocracia, poseíamos ya una organización tan fuerte y extendida que cada uno de nosotros se veía fortalecido por la conciencia de tener un potente respaldo y por la certeza de que nadie que estuviese en su sano juicio podía creer en la extinción del partido. No era, entonces, fácil nadar contra la corriente. Pero ¿qué se podía hacer? Lo que tenía que suceder, tenía que suceder. Esto significaba que había que apretar los dientes y resistir pasase lo que pasase: No era el momento de sentir miedo... Pues bien, Bebel y yo... no nos preocupamos ni un segundo de las advertencias. No podíamos dejar libre el campo, teníamos que permanecer en nuestro puesto pasara lo que pasara”.

 

Permanecieron en sus puestos, y la socialdemocracia vivió durante cuarenta años de la fuerza moral de aquellos camaradas, que había empleado entonces contra un mundo de enemigos.

 

Así debería haber sucedido también esta vez. En el primer momento tal vez no se hubiera logrado más que salvar el honor del proletariado alemán, que los miles y miles de proletarios que ahora caen en las trincheras hundidos en la noche y la tiniebla no murieran cegados por la confusión espiritual, sino con la diáfana convicción de que lo que les fue más querido en la vida: la socialdemocracia internacional y liberadora de los pueblos, no fue un engañoso espejismo. Pero al menos la voz audaz de nuestro partido hubiera podido actuar como un poderoso amortiguador ante el delirio chauvinista y el desvarío de la multitud, hubiera protegido del delirio a los círculos políticamente educados del pueblo, hubiera dificultado a los imperialistas la tarea de envenenar y embrutecer al pueblo. Precisamente la cruzada contra la socialdemocracia hubiera hecho volver en sí más rápidamente a las masas populares. Y entonces, en el curso ulterior de la guerra, en la medida en que aumentara en todos los países el lamento por las innumerables y horrorosas matanzas humanas, en la medida en que se desenmascarara cada vez más claramente el carácter imperialista de la guerra y en que se hiciera más insolente el griterío de feria de la especulación sanguinaria, todo lo que hay de vivo, honrado, humano y progresista se hubiera agrupado bajo la bandera de la socialdemocracia. Y, sobre todo: en el torbellino general, la ruina y la destrucción, la socialdemocracia alemana hubiera permanecido como una roca sobre un mar rugiente, como el gran faro de la Internacional por el que se hubieran orientado inmediatamente todos los demás partidos obreros. La enorme autoridad moral de que gozaba la socialdemocracia alemana en todo el mundo proletario hasta el 4 de agosto de 1914 habría provocado, sin duda alguna, en poco tiempo, un cambio en medio de la confusión general. Con ello habrían aumentado las ansias de paz y la presión de las masas populares por obtenerla en todos los países, se habría acelerado el fin del genocidio, habría disminuido el número de sus víctimas. El proletariado alemán habría seguido siendo el centinela del socialismo y de la liberación de la humanidad; y esta obra patriótica no hubiera sido indigna de los discípulos de Marx, Engels y Lassalle…

 

(continuará)

 

 

 

NOTAS

 

(50) ¿Pues qué? ¿Estas cohortes extranjeras / impondrán la ley en nuestros hogares?

 

(51) Luxemburgo, R., Huelga de masas, partido y sindicatos. Madrid, Fundación Federico Engels, 2003, Págs. 64 y 65.

 

(52) En francés en el texto: “fuerza mayor”.

 

 

 

 

 

[ Fragmento de: Rosa LUXEMBURGO. “La crisis de la socialdemocracia” ]

 

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