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EL FOLLETO JUNIOS
La crisis de la socialdemocracia
Rosa LUXEMBURGO
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VII. El espantajo de la ‘invasión’
A pesar de todo, si no hemos podido impedir el desencadenamiento de la guerra, si la guerra es ya un hecho consumado, si la nación se encuentra ante el peligro de una invasión extranjera, ¿cómo podemos dejar indefensa a la propia patria, cómo vamos a entregársela al enemigo?; ¿abandonar los alemanes su país a los rusos?; ¿los franceses y los belgas a los alemanes?; ¿los serbios a los austriacos? ¿Acaso no dice el principio socialista del derecho a la autodeterminación de las naciones que todo pueblo tiene el derecho y el deber de proteger su libertad y su independencia? Cuando la casa se quema, ¿no hay que apagarla, en primer lugar, en vez de ponerse a buscar al culpable que le prendió fuego? Este argumento de la “casa ardiendo” ha desempeñado un gran papel en la actitud de los socialistas, tanto de un lado como de otro, tanto de Alemania como de Francia. También en los países neutrales ha sentado escuela: traducido al holandés significa: cuando el barco hace agua, ¿no se debe, ante todo, intentar taponar las vías de agua?
Ciertamente, es un pueblo indigno el que capitula ante el enemigo extranjero, como el partido que capitula ante el enemigo interno. Tan sólo una cosa han olvidado los bomberos de la “casa ardiendo”:
que en la boca de los socialistas la defensa de la patria significa algo distinto a desempeñar el papel de carne de cañón bajo el mando de la burguesía imperialista.
En primer lugar, por lo que respecta a la “invasión”, ¿es realmente aquel espantajo ante el cual toda lucha de clases interna debería desaparecer como embrujada y paralizada por un poder sobrenatural? Según la teoría política del patriotismo burgués y del estado de sitio, toda lucha de clases es un crimen contra los intereses de la defensa de la patria, porque pone en peligro y debilita la fuerza defensiva de la nación. La socialdemocracia oficial se ha dejado engañar por este griterío. Y, sin embargo, la historia moderna de la sociedad burguesa muestra a cada paso que para ella la invasión extranjera no es el más abominable de los horrores como la quieren pintar hoy, sino un medio probado y utilizado con preferencia contra el “enemigo interno”.
¿Acaso no llamaron los Borbones y los aristócratas de Francia a la invasión extranjera, contra los jacobinos? ¿Acaso no llamó la contrarrevolución austriaca y clérigo-estatal en 1849 a la invasión francesa contra Roma, la rusa contra Budapest? ¿Acaso no amenazó en Francia abiertamente el “partido del orden” en 1850 con la invasión de los cosacos para acallar a la Asamblea Nacional? Y con el famoso tratado del 18 de mayo de 1871 entre Jules Favre, Thiers y compañía y Bismarck, ¿no se acordó poner en libertad a las tropas bonapartistas y llamar en su apoyo a las prusianas, con el fin de acabar con la Comuna de París?.(45) Para Carlos Marx fue suficiente esta experiencia histórica para desenmascarar, hace ya 45 años, a las “guerras nacionales” del moderno Estado burgués como un engaño. En su conocido manifiesto del Consejo General de la Internacional sobre el caso de la Comuna de París dice:
“Que después de las guerras más terribles de los tiempos modernos se alíe el ejército victorioso con el vencido para aplastar conjuntamente al proletariado, este acontecimiento inaudito no demuestra, como creía Bismarck la destrucción definitiva de la nueva sociedad ascendente, sino la descomposición total de la vieja sociedad burguesa. El más alto heroísmo de que era todavía capaz la vieja sociedad es la guerra nacional, y ésta aparece ahora como un mero engaño gubernamental que no tiene otra finalidad que la de postergar la lucha de clases, y que desaparece tan pronto como esta lucha de clases se convierte en guerra civil. La dominación de clase no es ya posible ocultarla por más tiempo bajo un uniforme nacional; ¡los gobiernos nacionales están unidos contra el proletariado!”
La invasión y la lucha de clases no representan cosas contradictorias en la historia burguesa, tal como se dice en la leyenda oficial, sino que !a una es medio y expresión de la otra. Y si para las clases dominantes la invasión es un medio eficaz contra la lucha de clases, para las clases revolucionarias la más violenta lucha de clases ha demostrado ser el mejor medio contra la invasión. En el umbral de la era moderna la turbulenta historia de las ciudades, debido a las innumerables transformaciones internas y pugnas externas —sobre todo de las italianas, la historia de Florencia, de Milán, con su lucha secular contra la dinastía de los Hohenstaufen—, demuestra que la violencia y la impetuosidad de las luchas de clases internas no sólo no debilitaban la fuerza defensiva de las comunidades frente al exterior, sino que, por el contrario, precisamente del fuego de estas luchas salían las poderosas llamaradas que eran lo suficientemente fuertes como para oponer resistencia a todo ataque del enemigo. Pero el ejemplo clásico de todos los tiempos es la gran revolución francesa.
Si esto fue válido alguna vez, lo fue para la Francia del año 1793, para el corazón de Francia, París, ¡rodeados de enemigos! Si París y Francia no sucumbieron entonces ante la oleada de la Europa aliada, de la invasión por doquier, y si, en el curso de luchas sin par contra el creciente peligro y el ataque enemigo, llegaron a presentar una resistencia cada vez más gigantesca, aplastando toda nueva coalición del enemigo mediante nuevos prodigios del inagotable arrojo combativo, esto fue debido gracias al ilimitado desencadenamiento de las fuerzas internas de la sociedad en el gran enfrentamiento de clases. Hoy, con la perspectiva de un siglo, resulta evidente que sólo la expresión más violenta de aquel enfrentamiento, que sólo la dictadura del pueblo parisiense y su brutal radicalismo pudieron extraer del fondo de la nación medios y fuerzas suficientes para defender y consolidar la recién nacida sociedad burguesa contra un mundo lleno de enemigos: contra las intrigas de la dinastía, las maquinaciones de los aristócratas y del clero traidores a la patria, la insurrección de la Vendée, la traición de los federales, la resistencia de sesenta departamentos y capitales provinciales y contra los ejércitos y flotas unificados de la coalición monárquica de Europa. Como lo atestigua una experiencia secular, no es el estado de sitio, sino la despiadada lucha de clases la que despierta el respeto de sí mismo, el heroísmo y la fuerza moral de las masas populares, que es la mejor protección y la mejor defensa del país contra los enemigos extranjeros.
El mismo trágico malentendido comete la socialdemocracia cuando invoca el derecho a la autodeterminación de las naciones para justificar su actitud en esta guerra. Es verdad: el socialismo reconoce a todo pueblo el derecho a la independencia y a la libertad y a la libre decisión de su propio destino. Pero es un verdadero sarcasmo para el socialismo que los actuales Estados capitalistas sean presentados como la expresión del derecho a la autodeterminación de las naciones. ¿En cuál de esos Estados ha podido determinar la nación las formas y las condiciones de su existencia nacional, política o social?
Lo que significa la autodeterminación del pueblo alemán, lo que quiere, esto lo anunciaron y lo defendieron los demócratas de 1848, los combatientes pioneros del proletariado alemán, Marx, Engels y Lassalle, Bebel y Liebknecht: la república unida de todos los alemanes. Por ese ideal derramaron su sangre en la barricada los combatientes de marzo en Viena y Berlín, por la realización de ese programa quisieron Marx y Engels en 1848 obligar a Prusia a mantener una guerra con el zarismo ruso. (46) El primer requisito para el cumplimiento de ese programa nacional fue la liquidación del “montón de podredumbre organizada”, llamado monarquía de los Habsburgo, y la abolición de la monarquía militar prusiana, así como de las dos docenas de monarquías raquíticas de Alemania.
El fracaso de la revolución alemana y la traición de la burguesía alemana a sus propios ideales democráticos condujeron al gobierno de Bismarck y a su creación: la actual Gran Prusia con sus veinte patrias bajo un solo casco militar, que se llama el Reich alemán. La Alemania actual ha sido erigida sobre la tumba de la revolución de marzo, sobre los escombros del derecho a la autodeterminación nacional del pueblo alemán. La guerra actual, que, junto a la conservación de Turquía, tiene por objeto la conservación de la monarquía de los Habsburgo y el fortalecimiento de la monarquía militar prusiana, es un nuevo entierro de los caídos en marzo y del programa nacional de Alemania. Y es un verdadero chiste diabólico de la historia el que los socialdemócratas, herederos de los patriotas alemanes de 1848, enarbolen en esta guerra... ¡la bandera del “derecho a la autodeterminación de las naciones”! ¿O está acaso este derecho en el imperio británico con la India y la dominación sudafricana de un millón de blancos sobre cinco millones de gentes de color? ¿O acaso en Turquía o en el imperio zarista? Sólo para un político burgués, para el que las razas dominantes representan la humanidad, y las clases dominantes representan la nación, puede hablarse en los Estados coloniales de una “autodeterminación nacional”. En el sentido socialista de ese concepto no puede haber ninguna nación libre cuando su existencia estatal se basa en la esclavización de otros pueblos, pues también los pueblos colonizados se cuentan como pueblos y como miembros del Estado.
El socialismo internacional reconoce el derecho de las naciones a ser libres, independientes e iguales, pero sólo él puede crear tales naciones, sólo él puede realizar el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Esta consigna del socialismo no es, al igual que todas las demás, una canonización de lo existente, sino una orientación y un estímulo para la política revolucionaria, transformadora y activa del proletariado. Mientras existan los Estados capitalistas, mientras la política mundial imperialista determine y configure la vida interna y externa de los Estados, el derecho a la autodeterminación nacional no tendrá nada que ver con su práctica, ni en la guerra, ni en la paz.
Más aún: en el ‘milieu’ (47) imperialista actual no puede existir en modo alguno ninguna guerra de defensa nacional, y toda política socialista que haga abstracción de ese determinado medio histórico, que quiera guiar en medio de este torbellino mundial sólo por los puntos de vista unilaterales de su país, no será desde un principio otra cosa que un castillo de naipes.
Hemos intentado anteriormente señalar el trasfondo del enfrentamiento actual de Alemania con sus enemigos. Fue necesario iluminar con más precisión las verdaderas fuerzas motrices y los nexos causales internos de la guerra actual, porque en la toma de posición de nuestra fracción del Reichstag y de nuestra prensa desempeñó un papel decisivo la defensa de la existencia, de la libertad y de la cultura de Alemania. Frente a esto hay que poner de relieve la verdad histórica de que se trata de una guerra preventiva preparada desde hace años por el imperialismo alemán, provocada por sus objetivos político-mundiales y desencadenada premeditadamente en el verano de 1914 por la diplomacia alemana y austriaca. Además, en la valoración general de la guerra mundial y de su importancia para la política de clases del proletariado carece completamente de importancia la cuestión de la defensa y el ataque, la búsqueda del “culpable”. Si Alemania es la que menos está a la defensiva, tampoco lo están Francia e Inglaterra, pues lo que “defienden” no es su posición nacional, sino su posición político-mundial, sus antiguas posesiones imperialistas, amenazadas ahora por los ataques del advenedizo alemán.
Si las campañas del imperialismo alemán y austriaco en Oriente desencadenaron, sin duda alguna, la conflagración mundial, el imperialismo francés, al apoderarse de Marruecos, el inglés, al prepararse para el saqueo de Mesopotamia y Arabia, así como todas las medidas destinadas a consolidar su dominación en la India, y el ruso, con su política balcánica dirigida contra Constantinopla, acarrearon y amontonaron el combustible para esa conflagración. Los preparativos militares desempeñaron un papel esencial como motores para el desencadenamiento de la catástrofe, pero en realidad se trataba de una competición en la que participaron todos los Estados. Y si Alemania puso la primera piedra para la carrera armamentista europea con la política de Bismarck en 1870, esta política había sido favorecida antes con el Segundo Imperio y después con la política aventurera militar y colonial de la Tercera República, a través de su expansión en Asia oriental y en África.
En sus ilusiones sobre la “defensa nacional”, los socialistas franceses fueron impulsados, sobre todo, por el hecho de que tanto el gobierno francés como el pueblo no tenían las menores intenciones bélicas en julio de 1914.
“Hoy en día en Francia todos están por la paz, sincera y honradamente, de manera incondicional y sin reserva alguna”,
señalaba Jaurés en el último discurso de su vida, en vísperas de la guerra, en la casa del pueblo de Bruselas. El hecho es completamente cierto, y puede explicar psicológicamente la indignación que se apoderó de los socialistas franceses ante la guerra criminal impuesta por la fuerza a su país. Pero ese hecho no es suficiente para enjuiciar la guerra mundial como un fenómeno histórico y para que la política proletaria pueda tomar posición ante ella. La historia de la que nació la guerra actual no comenzó en julio de 1914, sino que se remonta a décadas anteriores, durante las cuales fue tejida hilo a hilo con la necesidad de una ley natural, hasta que la malla espesa de la política mundial imperialista envolvió a cinco continentes: un gigantesco complejo histórico de fenómenos, cuyas raíces penetran hasta las profundidades plutónicas del devenir económico, y cuyas ramas más altas apuntan en la dirección de un mundo nuevo que comienza a vislumbrarse; fenómenos que por su magnitud hacen palidecer totalmente los conceptos de crimen y castigo, de defensa y ataque.
La política imperialista no es la obra de un Estado cualquiera o de varios Estados, sino que es el producto de un determinado grado de maduración en el desarrollo mundial del capital, un fenómeno internacional por naturaleza, un todo indivisible que sólo se puede reconocer en todas sus relaciones cambiantes y del cual ningún Estado puede sustraerse.
Sólo desde este punto de vista puede valorarse correctamente la cuestión de la “defensa nacional” en la guerra actual. El Estado nacional, la unidad nacional y la independencia; tales eran el escudo ideológico bajo el que se constituían los grandes Estados burgueses en la Europa central del siglo pasado. El capitalismo no es compatible con la dispersión estatal, con la desmembración económica y política; necesita para su desarrollo un territorio lo más extenso y unido posible y una cultura espiritual, sin los cuales no pueden elevarse las necesidades de la sociedad al nivel exigido por la producción mercantil capitalista ni puede hacer funcionar el mecanismo del moderno poder de clase burgués. Antes de que el capitalismo pudiese convertirse en una economía mundial que abarcara a toda la tierra, trató de crearse un territorio unido en los límites nacionales de un Estado. Ese programa —ya que sólo podía llevarse a cabo por vía revolucionaria sobre el tablero de ajedrez político y nacional que nos dejó el Medioevo feudal— sólo fue realizado en Francia durante la gran revolución. En el resto de Europa se quedó a medias, y, como la revolución burguesa en general, se detuvo a mitad del camino. El Reich alemán y la Italia actual, la continuidad hasta hoy de Austria-Hungría y de Turquía, del Imperio ruso y del Imperio mundial británico, son vivas pruebas al respecto. El programa nacional sólo ha desempeñado un papel histórico como expresión ideológica de la burguesía en ascenso y que buscaba el poder en el Estado, hasta que la dominación de clase de la burguesía quedó, mal que bien, instalada en los grandes Estados de la Europa central y creó los instrumentos y las condiciones indispensables para desarrollar su política.
Desde entonces el imperialismo ha enterrado completamente el viejo programa democrático burgués; la expansión más allá de las fronteras nacionales (cualesquiera que fuesen las condiciones nacionales de los países anexionados) se convirtió en la plataforma de la burguesía de todos los países. Si el término “nacional” permaneció, su contenido real y su función se han convertido en su contrario; actúa sólo como mísera tapadera de las aspiraciones imperialistas y como grito de batalla de sus rivalidades, como único y último medio ideológico para lograr la adhesión de las masas populares y desempeñar su papel de carne de cañón en las guerras imperialistas.
La tendencia general de la actual política capitalista domina como ley ciega y todopoderosa los diversos Estados, como las leyes de la competencia económica determinan imperiosamente las condiciones de producción del empresario aislado…
(continuará)
NOTAS
(45) Se refiere al Tratado de paz del 10 de mayo de 1871, firmado en Frankfurt.
(46) Véase nota 9.
(47) En francés en el original.
[ Fragmento de: Rosa LUXEMBURGO. “La crisis de la socialdemocracia” ]
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