sábado, 16 de abril de 2022

 

 

 

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 Karl Marx / “Miseria de la filosofía 1846-47”

 [ y 024 ]

 

 

APÉNDICES

 

 

6. PREFACIO DE ENGELS

A LA PRIMERA EDICIÓN ALEMANA

 

“ (…) Por consiguiente, el valor y el trabajo siguen careciendo de todo vínculo real, aunque el primer capítulo esté consagrado totalmente a explicar que las mercancías "cuestan trabajo", y sólo trabajo, y el porqué.

 

Rodbertus toma también el concepto de trabajo sin discernimiento, tal como figura en los economistas. Es más, si bien hace una breve alusión a las diferencias en la intensidad del trabajo, concibe éste en su aspecto más general como algo que "posee valor" y, por consiguiente, mide valor, indistintamente de que el trabajo se emplee o no en condiciones sociales medias y normales.

 

No se trata en esa obra de si los productores invierten diez días o uno solo en la fabricación de un artículo que puede ser preparado en un día, de si emplean mejores o peores instrumentos, de si aprovechan su tiempo de trabajo con el fin de producir artículos socialmente indispensables y en la cantidad necesaria para la sociedad o fabrican artículos de los que no hay demanda alguna o artículos de los que hay demanda, pero en cantidad mayor o menor de la requerida; de nada de esto se trata. El trabajo es trabajo y productos de igual cantidad de trabajo deben y cambiarse unos por otros. Rodbertus, siempre dispuesto en otras cuestiones —vengan o no a cuento— a colocarse desde el punto de vista de la nación en su conjunto y a examinar las relaciones entre los productores desde las alturas del observatorio de la sociedad general, en este caso lo evita temerosamente. Y evita hacerlo sencillamente porque desde la primera línea de su libro cae de lleno en la utopía de los bonos de trabajo, y todo análisis de la propiedad que el trabajo tiene de crear valor sembraría su camino de escollos infranqueables. En este caso, su instinto era bastante más fuerte que su poder de abstracción, poder que, dicho sea de paso, sólo se puede descubrir en Rodbertus a condición de poseer una indigencia mental muy concreta.

 

El tránsito a la utopía es obra de un instante. Las "medidas" que garantizan el cambio de las mercancías por el valor del trabajo cristalizado en ellas, como regla absoluta, no ofrecen dificultad alguna. Otros utopistas de la misma tendencia, desde Gray hasta Proudhon, se estrujaron los sesos para llegar en sus elucubraciones a idear instituciones públicas encargadas de cumplir este cometido. Al menos intentaron resolver las cuestiones económicas por vía económica, fundándose en los actos de los propios dueños de mercancías que llevan a efecto el cambio. Rodbertus resuelve el problema de un modo mucho más simple. Como verdadero prusiano, apela al estado, siendo los poderes públicos los que decretan la reforma.

 

Afortunadamente, el valor queda así "establecido", pero no la prioridad de ello, como reclamaba Rodbertus. Por el contrario, Gray y Bray —como gran cantidad de otros economistas— reiteraron mucho antes que Rodbertus esa misma idea: el deseo de que se adoptaran medidas tendientes a que los productos se cambiasen exclusivamente, siempre y en toda circunstancia, por el valor del trabajo materializado en ellos.

 

Una vez que el estado ha constituido de este modo el valor, al menos de una porción de los productos —Rodbertus es, por otra parte, modesto—, emite sus bonos de trabajo y los presta a los capitalistas industriales que pagan con ellos a los obreros, y estos últimos compran los productos con los bonos de trabajo obtenidos, reintegrando de tal manera el papel moneda a su punto de partida. Debemos escuchar al propio Rodbertus para ver cuán admirablemente se verifica todo esto:

 

"Por lo que atañe a la segunda condición, las medidas necesarias para que en la circulación sean realmente consignados los valores en los bonos, consisten en que sólo las personas que hayan proporcionado realmente productos reciban bonos con la indicación exacta de la cantidad de trabajo empleado en la fabricación de estos productos. Quien entregue un producto de dos días de trabajo, deberá recibir un bono en el que figuren dos días . Observando rigurosamente esta regla al efectuar las emisiones, se deberá cumplir indefectiblemente esta segunda condición. Como, según nuestra premisa, el valor de los productos coincide siempre con la cantidad de trabajo empleado en su fabricación, y esta cantidad de trabajo se mide por las fracciones naturales de tiempo invertido, la persona que entregue un producto en el que se hayan empleado dos días de trabajo, si recibe un bono de dos días, se hace con un certificado o una asignación de un valor que no es ni mayor ni menor que el realmente producido. Y como, además, sólo recibe ese certificado quien efectivamente ha creado un producto para la circulación, es indudable también que el valor consignado en el bono existe en realidad para la satisfacción de las necesidades de la sociedad. Si se observa estrictamente esta regla, por amplia que sea la división del trabajo, la suma de valor existente debe ser exactamente igual a la suma de valor registrada en los bonos. Y como la suma del valor certificado es, a la vez, la suma exacta de los bonos distribuidos, la última suma deberá coincidir necesariamente con la cantidad de valor existente, y todas las pretensiones serán satisfechas y liquidadas de un modo justo" (pp. 166-167).

 

 

Si hasta aquí Rodbertus ha tenido la desventura de llegar siempre tarde con sus descubrimientos, esta vez, al menos, se le puede atribuir el mérito de una cierta originalidad: ninguno de sus competidores se había atrevido a expresar en una forma tan infantilmente ingenua, tan nítida y, por así decirlo, tan verdaderamente pomeraniana toda la estolidez de la utopía de los bonos de trabajo. Como cada bono corresponde a un objeto representativo de valor y, a su vez, cada objeto de valor es entregado previa presentación del respectivo bono, la suma de bonos debe ser cubierta constantemente por la suma de objetos de valor; las cuentas se ajustan sin que haya lugar al menor remanente, la coincidencia es hasta de segundos de trabajo y ni un solo contador de la caja, central de la hacienda pública que haya encanecido tras largos años de servicio podrá descubrir el menor error de cálculo. ¿Qué más se puede pedir?

 

En la moderna sociedad burguesa cada capitalista industrial produce por su cuenta y riesgo lo que quiere, como quiere y cuando quiere. Pero ignora completamente las necesidades sociales, tanto con respecto a la calidad y el género de los artículos que se necesitan, como en cuanto a su cantidad.

 

Lo que hoy no puede ser producido con la celeridad debida, mañana puede ser ofrecido en cantidades muy superiores a las necesarias. Sin embargo, de uno y otro modo, bien o mal, las necesidades son satisfechas en definitiva y la producción se encarrila en general hacia los artículos que se precisan. ¿Cómo se resuelve esta contradicción? Por medio de la competencia. ¿Y cómo consigue resolverla la competencia? Obligando simple y llanamente a que los precios de las mercancías no adecuadas en un momento dado por su clase o por su cantidad a las necesidades de la sociedad desciendan por debajo del valor del trabajo materializado en ellas; la competencia hace sentir a los productores, por esta vía indirecta, que sus artículos no son necesarios o que lo son pero que han sido producidos en una cantidad superior a la requerida, en demasía. De aquí se derivan dos deducciones:

 

Primero: que las continuas desviaciones de los precios de las mercancías con respecto a sus valores constituyen la condición necesaria en virtud de la cual, y sólo por ella, puede manifestarse el propio valor de la mercancía. Sólo gracias a las oscilaciones de la competencia, y por ello de los precios de las mercancías, se abre paso la ley del valor de la producción mercantil y se transforma en una realidad la determinación del valor de la mercancía por el tiempo de trabajo socialmente indispensable. Y aun cuando la forma de manifestación del valor —el precio— sea por lo común algo distinta del valor que ella manifiesta, en tal caso el valor sigue la suerte de la mayoría de las relaciones sociales. También el monarca es la mayor parte de las veces completamente distinto de la monarquía que él representa. Por eso, en una sociedad de productores que intercambian sus mercancías, querer establecer la determinación del valor por el tiempo de trabajo, prohibiendo que la competencia realice esta determinación del valor mediante la presión sobre los precios, es decir, por el único camino por el que puede ser logrado, sólo significa demostrar que, al menos en este terreno, se adolece del habitual menosprecio de los utopistas por las leyes económicas.

 

Segundo: en una sociedad de productores que intercambian sus mercancías, la competencia pone en acción la ley del valor inherente a la producción mercantil, instaurando así una organización y un orden de la producción social que son los únicos posibles en las circunstancias dadas. Sólo la desvalorización y el encarecimiento excesivo de los productos muestran de modo tangible a los diferentes productores qué y cuánto se necesita para la sociedad y qué no se necesita. Pues bien, este regulador único es precisamente el que la utopía representada también por Rodbertus quiere suprimir. Y si preguntamos ahora qué garantías hay de que cada artículo será producido en la cantidad necesaria y no en una cantidad mayor, qué garantías hay de que no habremos de sentir necesidad de pan y de carne mientras nos vemos aplastados por montones de azúcar de remolacha y nadando en torrentes de aguardiente de patata, o de que no sufriremos escasez de pantalones para cubrir nuestras desnudeces, mientras abundan a millones los botones para tales prendas, Rodbertus nos remitirá solemne a su famoso ajuste de cuentas, el cual indica que por cada libra sobrante de azúcar, por cada barril de aguardiente no vendido, por cada botón no cosido a los pantalones, se ha entregado un bono exacto, ajuste de cuentas en el que todo coincide a la perfección y merced al cual "todas las pretensiones serán satisfechas y liquidadas de un modo justo". Y quien no lo crea puede dirigirse al contable x de la caja central de la hacienda pública de Pomerania, que ha comprobado las cuentas, las ha encontrado en regla y merece plena confianza como hombre que ni una sola vez incurrió en un error de caja.

 

Fijemos ahora la atención en la ingenuidad con que Rodbertus piensa suprimir con su utopía las crisis comerciales e industriales. Cuando la producción mercantil alcanza las dimensiones del mercado universal, la correspondencia entre la producción de los diferentes productores, guiados por sus cálculos particulares, y el mercado, para el cual producen, más o menos desconocido para ellos en lo que respecta a la cantidad y a la calidad de las necesidades del mismo, se establece por medio de una tempestad en el mercado mundial, por medio de la crisis comercial.

 

Impedir que la competencia haga saber a los diferentes productores el estado del mercado mundial mediante el alza y el descenso de los precios, equivale a cerrarle los ojos. Organizar la producción de mercancías de modo que los productores no puedan conocer en absoluto la situación del mercado para el que producen, es, desde luego, una panacea para la enfermedad de las crisis que podría envidiar a Rodbertus el propio doctor Eisenbart.

 

Ahora, se comprende por qué Rodbertus determina el valor de la mercancía simplemente por el "trabajo", admitiendo cuanto más distintos grados de intensidad del mismo. Si hubiese investigado por medio de qué y cómo el trabajo crea y, por lo tanto, determina y mide el valor, habría llegado al trabajo socialmente indispensable: indispensable para cada producto tanto en relación con otros productos de la misma clase como respecto a la demanda de toda la sociedad. Esto le habría conducido a examinar cómo se adapta la producción de los diferentes productores de mercancías a toda la demanda social y, a la vez, habría hecho imposible su utopía. Esta vez ha preferido realmente "abstraerse", y "abstraerse" ni más ni menos que apartándose de la esencia misma del problema.

 

Pasemos por último al punto en que Rodbertus nos ofrece algo efectivamente nuevo, algo que le distingue de todos sus numerosos correligionarios, partidarios de organizar la economía mercantil con ayuda de los bonos de trabajo. Todos ellos preconizan esta organización del intercambio con el fin de abolir la explotación del trabajo asalariado por el capital. Cada productor debe recibir íntegramente el valor del trabajo materializado en su producto. En esto están de acuerdo todos, desde Gray hasta Proudhon. Pero Rodbertus replica: el trabajo asalariado y la explotación del mismo deben seguir subsistiendo.

 

 

En primer término, cualquiera que sea la sociedad que concibamos, el obrero no puede recibir para el consumo el valor íntegro de su producto; el fondo producido deberá subvenir siempre a los gastos de diversas funciones improductivas en el sentido económico pero necesarias, y, por consiguiente, a los gastos de mantenimiento de las personas encargadas de dichas funciones. Esto es cierto únicamente mientras exista la actual división del trabajo.

 

En una sociedad en la que se entronice el trabajo productivo obligatorio para todos —y una sociedad así es también "concebible"—, eso ya no cuenta. Pero continuarán siendo, necesarios un fondo social de reserva y un fondo de acumulación, por lo que entonces los trabajadores, es decir, todos los miembros de la sociedad, poseerán y disfrutarán ciertamente todo su producto, pero cada uno por separado no disfrutará el "producto íntegro del trabajo". Otros utopistas de los bonos de trabajo tampoco han perdido de vista los gastos a descontar del producto del trabajo para las funciones económicamente improductivas.

 

Pero dejan al arbitrio de los mismos obreros la autoimposición, de las cargas fiscales para este fin siguiendo los procedimientos democráticos habituales, en tanto que Rodbertus, que ideó su reforma social en 1842 ajustándose estrictamente al estado, prusiano de entonces, confía esta tarea a la burocracia, que desde las alturas determina y concede benevolente al obrero la parte que le corresponde de su propio producto.

 

En segundo término, la renta de la tierra y la ganancia deben quedar igualmente intactas. Pues, como dicen, los terratenientes y los capitalistas industriales también cumplen determinadas funciones socialmente útiles y hasta necesarias, aunque desde el punto de vista económico sean improductivas, y bajo la forma de renta de la tierra y de ganancia reciben por ello una especie de retribución. Como se sabe, este criterio no era nuevo ni siquiera en 1842. Propiamente hablando, los terratenientes y los capitalistas industriales reciben hoy demasiado por lo poco que hacen, que además hacen bastante mal, pero Rodbertus necesita una clase privilegiada por lo menos para los próximos quinientos años, razón por la cual la presente tasa de plusvalor, hablando con exactitud, debe subsistir pero no aumentar. Rodbertus fija esta tasa moderna de plusvalor en el 200%, es decir, por un trabajo diario de doce horas se les entregará a los obreros ya no bonos de doce horas sino tan solo de cuatro, y el valor producido en las ocho horas restantes deberá repartirse entre el propietario territorial y el capitalista. Por consiguiente, los bonos de trabajo de Rodbertus son un engaño. Es preciso ser dueño de fincas señoriales en Pomerania para pensar que la clase obrera pueda conformarse con trabajar doce horas y recibir bonos por cuatro horas. Traduciendo el truco de la producción capitalista a este lenguaje ingenuo, aparece como un robo descarado y se hace imposible. Cada bono entregado al obrero seria un llamamiento directo a la insurrección y quedaría incurso en el artículo 110 del código penal del imperio germano. Hace falta ser un hombre que no haya visto jamás otro proletariado que los jornaleros semisiervos de las posesiones señoriales de Pomerania, donde reinan el látigo y el palo y donde todas las mujeres hermosas de la aldea forman parte del harén del señor, para pensar que se puede hacer a los obreros estas cínicas propuestas. Nuestros conservadores son cabalmente nuestros mayores revolucionarios.

 

Mas si nuestros obreros son lo suficientemente dóciles como para dejarse convencer de que en doce horas de ruda labor no han trabajado en realidad más que cuatro horas, en recompensa se les garantiza por los siglos de los siglos que su participación en su propio producto nunca será inferior a un tercio. Esto no es otra cosa que música del futuro, interpretada con una trompeta de juguete y de la que no vale la pena ocuparse. Así, pues, todo lo nuevo que Rodbertus ha aportado a la utopía del cambio mediante los bonos de trabajo, es infantilismo puro y por su significación queda muy por debajo de todo lo que han escrito sus numerosos colegas antes y después de él.

 

En el momento en que vio la luz el trabajo de Rodbertus Zur Erkenntnis, etc., fue sin duda un libro notable. Su desarrollo de la teoría ricardiana del valor constituía, en un sentido, un comienzo muy prometedor. Aunque ese desarrollo sólo era nuevo para él y para Alemania, en general está a la misma altura que las obras de sus mejores predecesores ingleses. Pero esto no era sino el comienzo, a partir del cual se podía contribuir con un aporte efectivo a la teoría únicamente a base de un ulterior trabajo fundamental y crítico. Esta vía posterior se la cerró él mismo, cuando desde el primer momento se dedicó a desarrollar la teoría de Ricardo en otro sentido, en el de la ausencia de un criterio preconcebido. Antes había trabajado sin ataduras que le ligasen a un objetivo trazado previamente, pero luego se convirtió en un economista tendencioso. Una vez prisionero de su utopía, se privó de toda posibilidad de progreso científico. Desde 1842 hasta el fin de sus días, Rodbertus no hace otra cosa que dar vueltas y más vueltas en torno a lo mismo, repite sin cesar las mismas ideas expresadas o apuntadas ya en su primera obra, se siente incomprendido, se ve saqueado donde nada había que saquear y, por último, no sin intención, se niega a comprender que ha vuelto a descubrir lo que en realidad estaba ya descubierto hacía mucho tiempo.

 

En algunos lugares, la traducción alemana se diferencia del original francés impreso. Esto obedece a las enmiendas hechas por Marx de su puño y letra, enmiendas que también serán introducidas en la nueva edición francesa.

 

No es preciso llamar la atención de los lectores sobre el hecho de que los términos empleados en esta obra no coinciden del todo con la terminología de El capital. Por ejemplo, en vez de fuerza de trabajo (Arbeitskraft), en este libro se habla todavía de trabajo (Arbeit) como mercancía, de la compra y venta de trabajo.

 

Como complemento de la presente edición [alemana] figuran: 1] un fragmento de la obra de Marx Contribución a la crítica de la economía política, Berlín, 1859, sobre la primera utopía del intercambio mediante bonos de trabajo, ideada por John Gray, y 2] la traducción del discurso de Marx sobre el libre intercambio, pronunciado en Bruselas (1848), que se remonta al mismo periodo del desarrollo de Marx al que pertenece la Miseria.

 

Londres, 23 de octubre de 1884.

FRIEDRICH ENGELS

 

[Fragmento de: Karl MARX. “Miseria de la filosofía”]

 

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