jueves, 13 de enero de 2022


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LA VERDAD SOBRE LA REALIDAD

Y SUS MENTIRAS EN LA SOCIEDAD DEL ESPECTÁCULO

(1)

 

Alfonso Sastre

 

 

«Los Seis personajes en busca de autor de Pirandello son “menos reales quizás pero más verdaderos” que las personas realmente existentes.»

( Pirandello no tiene la culpa, cap. V)

 

«Si no digo cosas agradables, lo siento, pero al menos he dicho la verdad.»

( Las Traquinias, de Sófocles)”

 

«Todo era real pero nada verdadero.»

(Alberto Méndez, Los girasoles ciegos)

 

«Lo fingido verdadero...»

(Lope de Vega)

 

 

1 .- ¿Empezar por aquí?

 

En la literatura y el teatro, tratar de la realidad es necesario, y aun imposible no tratar de ella, y por eso yo rechazo la literatura que trata de situarse de espaldas a ella o de evadirse de ella, y así mismo, en otra línea, ideológica, o de reducir las imágenes de lo real a un mundo de ideas previas (por ejemplo, a finales del siglo XIX fue en Europa lo que fue el llamado “teatro de tesis”, o antes —siglo XVII— el “teatro alegórico”. Es necesario, digo, ponerse ante la realidad, pero no suficiente; y ello porque la realidad está necesitada, para su comprensión, de un tratamiento “ad hoc”.

 

- Para hallar en ella —o a pesar de ella— la verdad, en forma de filosofía o de ciencia o también de arte y literatura.

 

- Para convertir sus confusiones y sus arritmias en obras de conocimiento propiamente dicho —ciencia y filosofía— o arte y literatura.

 

 

2.- La realidad y los filósofos.

 

Yo soy amigo de la realidad — frente a los evasionistas y los idealistas desaforados—, pero más amigo de la verdad. Los filósofos —desde luego, Kant; y Platón a su modo, ambos en el cuadro de sus ontologías respectivas— distinguieron más o menos certeramente, a lo largo de la historia de la filosofía, entre dos niveles de la realidad: uno “fenoménico”, que es confuso y hasta astuto e incluso mentiroso —y un nivel numénico, que es revelador de la verdad, y al que se puede acceder por medio de la Filosofía (razón), la Ciencia (experimentación) y la Poesía (imaginación), habiendo los tres ingredientes (razón, experiencia e imaginación) en los tres campos de actividad.

 

El realismo es, en el campo de la Poesía, un estilo (una forma), y no garantiza (contra las opiniones contenidistas, Lukács, p. ej.) el acceso poético (literario o artístico) a la verdad. Lukács, en su libro Sobre un realismo mal entendido, entendió, él mismo, y así lo entendimos quienes lo acompañamos en un período, mal el realismo, al reservar (¡mal hecho!, como decimos) esa noción para el arte y la  literatura que se movieran en el área del materialismo histórico y dialéctico, del socialismo, al menos no negándolo como lo niegan —Lukács dixit— el Naturalismo y la Vanguardia, líneas que él asocia y asemeja en función de la coincidencia que se da en sus contenidos ideológicos, ambos negadores o al menos ignorantes de la perspectiva histórica en general y de la del socialismo en particular.

 

Yo escribí los ensayos que contiene mi libro Anatomía del realismo (primera edición, Seix y Barral, Barcelona 1965), a la sombra, entonces benéfica para mí, de Georg Lukács, de la que me liberé del modo y por los caminos que expuse en el prólogo y el epílogo que escribí para la segunda edición (ahora hay una edición en Hiru).

 

Yo apuesto, claro está, o sin embargo, por la defensa de la atención que siempre he hecho, contra las delicias del escapismo y de la evasión que se pone a cargo de una imaginación arbitraria y fugitiva, la fantasía más celeste e incondicionada, funcionante al margen de los dictados de la legislación de lo real (leyes de la gravedad, etc.). Mi gran empresa teórica (grande en función de la pequeñez de mis medios) ha consistido en tratar de establecer los niveles de la relación que se da entre la imaginación y la realidad, en función de profundidad de la exploración veritativa, profundizadora, de la realidad; teniendo en cuenta que la realidad no es la verdad pero está ahí, en ella. En el punto de vista existencialista heideggeriano, un gran hallazgo terminológico fue el de David García Bacca en relación con el Dasein de Heidegger, cuando propuso traducir este término que parte de suponer al ser humano como un ente privilegiado, en esta forma: como “realidad de verdad”.

 

 

3.- Una cuestión no meramente incidental

 

La realidad, ¿puede ser mentira? Porque en no confundir la realidad y (o con) la verdad hemos de estar de acuerdo; pero confundir la realidad y la mentira, y la verdad con un Cielo, eso es una insostenible tesis platónica (para Platón la realidad era mentira), dado que lo más que se puede decir, creo yo, es que la realidad es un velo de la verdad, o que está cubierta con un velo, o cosa parecida, y entonces la verdad sería, como dice Heidegger aletheia, revelación. O sea que, en suma, la realidad no es la verdad pero tampoco es la mentira, y sí se convierte en pura mentira cuando es manipulada, como se hace en los media de la sociedad capitalista del espectáculo, para ello, para engañar o distraer de la verdad a los involuntarios o voluntarios (sentados ante la TV, por ejemplo) espectadores. Nosotros sólo decimos que no hay que confundir lo uno y (con) lo otro (que no son términos sinónimos, pero tampoco antónimos); pero tampoco separamos mecánicamente lo uno de lo otro, porque afirmamos que sin realidad no hay verdad, lo mismo que sin verdad no hay más que una realidad fenoménica. Desde luego, es cierta, y casi obvia, esta doble verdad filosófica:

 

- Lo fenoménico es la superficie de la realidad, ¡y no es verdad!...

 

- Lo numénico es lo que queda de la realidad cuando ésta es sometida a un proceso de conocimiento, ¡y es allí donde se identifican “realidad” —lo que queda de ella, una vez procesada— y verdad!...

 

 

4.- Breves recuerdos al respecto.

 

Recuerdo que la realidad, para que añada algo al conocimiento o se ponga a tiro de la acción transformadora, tiene que ser verdadera. La realidad tal como es no dice nada más que hay que pensar en ella, y, eso sí, nos insta a hacerlo, y además no puede empezarse a pensar por otra parte porque entonces no pensaríamos en nada. Recuerdo que todavía no habían terminado los años 40 del siglo pasado cuando yo escribí un artículo para “un realismo profundizado”, bajo el lema, precisamente, de “realidad y profundización”; y ello porque ya sabía que el naturalismo era un capítulo de la historia del arte que había terminado. Recuerdo la noción italiana de verismo (Giovanni Verga), dando nombre a una escuela naturalista, pero ya entreviendo quizás que la realidad o la naturaleza había que verificarla, o sea, que se trataba de “representar las cosas tal como son” (no quedarse en darlas tal como aparecen). De una escuela así podía emerger una figura como la de Luigi Pirandello; de un mero naturalismo pueden surgir figuras como la de Don Ramón de la Cruz o la de don Carlos Arniches.

 

Recuerdo algunas definiciones que el DRAE da de la palabra ‘realidad’, por si pudieran sernos útiles: “Existencia real y efectiva de una cosa”. 2. Verdad, lo que ocurre verdaderamente. 3. Lo que es efectivo o tiene valor práctico, en contraposición a lo fantástico e ilusorio. Y, así mismo, da la siguiente forma adverbial, que nos pone un tanto en alerta:

“en realidad de verdad”, con lo que se quiere decir —según el DRAE— verdaderamente. En la acepción 2, vemos una colusión entre las dos nociones, realidad y verdad, que no nos libera de los objetivos que nos planteamos en estas notas. En cuanto a la forma adverbial citada, se da ya en su definición un asomo de nuestros análisis, y de la noción de Daseintal como la tradujo al castellano David García Bacca: “realidad de verdad”.

 

Sobre el concepto de realismo, este diccionario nos pone ante la noción —entre las varias que evoca el término realismo— que identifica este concepto, contra lo que se podía suponer, con el de idealismo, y es verdad en la historia de filosofía: el realismo, entendido por los adversarios de los nominalistas, creía en la realidad... de los conceptos universales; o sea, que los conceptos (los universales) tenían para quienes mantenían esta tesis una existencia real y objetiva, y en ese sentido era una supervivencia medieval de la teoría platónica del conocimiento.

 

- ¿Y del llamado “realismo ingenuo”, qué?

 

- Para el “realismo ingenuo” son lo mismo realidad y verdad, y  precisamente se trata, para nosotros, de superar las nociones acríticas propias del “realismo ingenuo”, así llamado.

 

- Pues, ¿y del “realismo mágico” en la literatura y el arte?

 

- Es una noción banal, que parte del desconocimiento —muy ex-tendido incluso entre los teóricos de la estética— de que toda literatura mágica o fantástica es necesariamente realista, como yo he explicado suficientemente en otras partes, donde he probado con buenas razones que el realismo sólo en literatura es una conditio sine que nonde la literatura fantástica, lo que puede sonar a paradoja en una mirada superficial o contenidista de la noción de realismo, a la que hacemos referencia y más haremos enseguida, a propósito de Georg Lukács.

 

 

5.- Una incidental (pero muy profunda) reflexión.

 

¿No hay veces —y aún muchas— en que coinciden la realidad y la verdad, y en que contar la realidad es decir la verdad? Así es, y esta coincidencia explica —si no justifica— que se identifiquen realidad y verdad por tantos observadores; desde luego, los menos avisados. Yo distinguí siempre —ya lo he dicho— entre realidad superficial y realidad profundizada, y pensé que la primera puede ocultar la segunda. La segunda, la revela, y accede a su entraña numénica.

 

 

6.- Con Lukács; para mí, un pleito zanjado.

 

Georg Lukács sometió a crítica lo que el llamó “un realismo mal entendido”. Pero, ¿él lo entendía bien? A mí me parece que él cayó en cierta confusión (quiero decir en una confusión cierta) al respecto; en la que también caímos quienes en algún momento fuimos más bien Lukácsianos, sin que yo llegara a caer en el campo de la burla que hacía el falangista converso Dionisio Ridruejo, que hacía ironías sobre quienes él llamaba los devotos del “Evangelio según San Lukács”.

 

En aquella confusión, que era más bien una etapa a una mayor claridad, escribí yo mi ‘Anatomía del realismo’, y sólo cuando apareció la segunda edición (ya citada), pude dar cuenta de mis elaborados puntos de vista, en su prólogo y su epílogo, y de mi abandono de toda la confusión entre realidad y verdad que Lukács tenía (o tuvo en determinado momento) al definir su idea de lo que era el realismo en el arte y la literatura, montado sobre una apología de la mímesis no debidamente crítica (la idea de Garaudy fue peor, y la definición de Engels era muy limitada e insuficiente: serían realistas aquellas obras que nos presentan “personajes típicos en situaciones típicas”, lo cual comporta ciertamente una cierta aproximación a la verdad, pero también un cierto alejamiento... del realismo).

 

Me permito citar a continuación un breve texto del filósofo húngaro, en sus comentarios a Lessing, tomado de sus Prolegómenos a una estética marxista (Grijalbo, México, 1965, página 141): Para Lessing —según Lukács, y creo que para él mismo es así también— “sólo la universalidad puede suministrar ese criterio de la verdad. La verdad puede errarse incluso cuando se consigue en la particularidad una coincidencia con la realidad; la recta reproducción de las particularidades no lleva a ninguna parte si se yerra la idea general del género”. Lukács propone que la relación entre universalidad,  particularidad y singularidad es necesaria para “orientarse en la realidad”, y ello no es mala lección sino muy buena, porque las navegaciones imaginarias propias del arte y la literatura no pueden hacerse de cualquier manera, y el artista no debe tener horror a la filosofía en función de la postulada autonomía de su campo, pues los escritores y los artistas somos seres humanos fundamentalmente imaginantes (en la práctica de nuestro oficio) pero también pensantes como “cada quisque” (que decían en mi barrio), aunque pongamos nuestro propio pensamiento entre paréntesis, cuando nos hallamos en el trance de hacer nuestras obras.

 

De estas tres categorías, la vida humana como hecho social (de relación), se desarrolla en la intermedia (la particularidad), y desde ella lanza sus dardos “hacia arriba” —hacia el plano de las ideas— y “hacia abajo” —hacia el plano de los existentes concretos o de los individuos, como antes se decía y con razón se sigue diciendo—. La apuesta por la universalidad tiene expresiones en el Drama, como el teatro alegórico (sobre todo quizás los Autos Sacramentales del barroco español), que es un remedo ideológico de las fábulas en las que intervienen personajes que no corresponden a sus nombres de personas reales, aunque no lo sean, y no ilustran ideas generales o conceptos. Por cierto que yo creo que Engels no anda muy lejos de esto cuando hace su propuesta, pues situaciones y personajes típicos hacen una generalidad análoga a las que se formulan en el terreno de las ideas. El mundo de las grandes generalidades es una herencia renovada y moderna en su época —de Hegel—, procedente, según mi punto de vista, de las antiguas y medievales abstracciones filosóficas; y su filosofía, con sus alas (la izquierda y la derecha hegelianas) fue doble y felizmente negada por Karl Marx y por por Sören Kierkegaard en el siglo XIX; y, ya en el XX, por Jean Paul Sartre, entre otros filósofos de menor cuantía y resonancia. Yo he supuesto, pero nadie me ha hecho el menor caso, durante las últimas décadas, que nuestra tarea filosófica moderna tendría que haber consistido en una negación actual y dialéctica de la negación existencialista del hegelianismo.

 

Algo de esto hizo Sartre en su Crítica de la razón dialéctica, aunque discretamente incluyera su propio pensamiento como una ideología en el marco del marxismo, que sería —él— la filosofía de “nuestro tiempo” (el siglo XX). Para mí, buena tarea es la de negar dialécticamente la negación existencialista de Marx, que incluiría en su seno, superado, el marxismo sometido a esa prueba. Éste es el optimismo de un filósofo dialéctico aficionado, que accedía con buena voluntad a un mundo de palabras mayores siendo él, aunque locuaz, muy pequeño para tan grandes palabras. Y que desea declarar la gran importancia, por encima de sus errores, del pensamiento estético de Lukács, cuyas obras son accesibles a un lector en castellano en las versiones excelentes de Manuel Sacristán, muy elocuentes en su monumental Estética.

 

 

7.- Lo que, en fin, yo pienso sobre el realismo.

 

Ha quedado dicho que para Lukács la literatura se ha de definir como realista por su proximidad, mayor o menor, con la verdad (socialista en su caso). Para mí, es corriente que haya, y haya habido siempre, lo que podría definirse hoy como una literatura “de derechas”, conserva-dora y apegada a pensamientos caducos y superados por la marcha de la ciencia y de la filosofía; y esa literatura es realista sencillamente porque se escribió y se escribe en “estilo realista”, el cual no es más que aquel que dedica atención y cuidado a los “detalles” exteriores de la realidad narrada —paisaje, temperatura, etc.— y a la fisiología, a lo corpo-ralmente orgánico de los personajes —sudan, les puede doler la tripa y hasta pueden hacer pipí y más cosas—, y a los mínimos movimientos de esos personajes en acción, y al mobiliario entre el que se mueven, o en el que se sientan o echan a dormir; y a la expresión corriente e incluso vulgar del lenguaje que hablan; etcétera. En suma, es una literatura que suena y huele a la realidad de que se habla, tal como la vivimos cotidia-namente, cuente lo que cuente la historia, incluyendo, claro está, los cuentos de hadas y de ogros, en los que la fantasía, para surtir efectos fantásticos, tiene que partir del reconocimiento preciso de la realidad en que se desenvuelven los personajes en su vida cotidiana, sin lo cual el “efecto fantástico” no tiene el contraste debido para ser tal efecto fantástico. Tzvetan Todorov vio, en su día, bastante claro esto en su Introduction à la littérature fantastique (Éditions du Seuil, Paris, 1970); y yo he tratado este tema en otras partes.

 

 

8.- Algunas profundizaciones parciales.

 

A.- En el Drama.

Habrá quedado claro, creo yo, que hablando de teatro se puede estimar que hay:

 

1.- Un “drama de la realidad sin más”, y que en esa parcela hay que situar el teatro costumbrista, y su especialidad el sainete.

 

2.- Un “teatro de la verdad” (de la pretendida verdad por parte de sus autores), donde encuadraríamos el llamado “teatro filosófico” en sus distintas formas, como la “alegórica”.

 

3.- Un “teatro de la realidad y que se desea a sí mismo (y así mismo) teatro de la verdad”, campo en el que situaríamos nombres como los de Ibsen, Pirandello, Piscator, Brecht, Peter Weiss, y, modestamente, el mío propio.

 

B.- Un ejemplo de confusión.

Dice de La Doroteade Lope de Vega uno de sus comentaristas, Francisco López de Aguilar (vid. ed. de Austral, página 12), que esta obra es una “imitación de la verdad”, cuando hay que reconocer que, siendo casi una gran obra, no pasa de ser, y ya es mucho, una elocuente “imitación creadora” (paradoja corriente en estética) de la realidad vivida y leída por su autor.

 

 

C.- Un ejemplo de claridad.

Es el del título del libro Historia verdadera y real de la vida y hechos notables de Juan Caballero Pérez, vecino de Estepa, villa de Andalucía, escrita a la memoria por él mismo, edición, prólogo y notas de José María de Mena (vid. Ediciones Turner, Madrid 1977). ¿Por qué hay aquí un ejemplo de claridad? Sencillamente: porque el famoso bandolero estipula la diferencia entre realidad y verdad en el título de su Autobiografía.

 

 

D.- Un ejemplo de solución.

Es el término “verdadera realidad” como respuesta a la posible dicotomía o antinomia a la que la confrontación entre los términos realidad y verdad podría conducirnos (1).

 

(1).- En un documento romano al que me refiero en el citado Anexo I, Fragmentos de una conferencia “contra la mentira” en Roma (IV Encuentro Mundial de Intelectuales y Artistas en Defensa de la Humanidad, octubre 2006); se hace referencia al “silenciamiento de la verdadera realidad”.

 

 

E.- Historiadores de hoy. 

Hay historiadores que, durante los últimos tiempos, se mueven con soltura en este campo en el que la realidad tal como se da a una mirada no debidamente crítica es sospechosa (para el dramaturgo mexicano Juan Ruiz de Alarcón también la verdad lo era, y así tituló una de sus comedias exactamente así, La verdad sospechosa); e incluso se habla de hacer un tratamiento “a contrapelo” de la realidad tal como se nos presenta, para ocultar la verdad, en el mundo del pensamiento político al servicio de los grandes poderes del Imperia-lismo, pero también tal como se da objetivamente a las miradas que la contemplan ingenuamente, para las que —es el ejemplo más trivial— el sol da vueltas alrededor de la tierra.

 

El profesor Bolívar Echeverría, en su reciente obra Vuelta de siglo (Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2006, edición venezolana en “El Perro y la Rana”, Caracas 2007), habla de “las exigencias de una historia escrita a contrapelo incluso de las pruebas” que dejan los acontecimientos; y a él le parece indispensable citar el trabajo de Carlo Ginzburg sobre El paradigma indiciario, en el que su autor postula una corriente microhistórica, para la cual “en la historia de las pequeñas cosas se esconde la verdad histórica, opacada por la narración de los grandes hechos”. Algo del Unamuno de la intrahistoria, junto a las opiniones posmodernas, es visible en el fondo de estas postulaciones; y, en fin, teniendo en cuenta otros planteamientos, creo que merece la pena tenerlas en cuenta. “Si la realidad es opaca —dice Ginzburg, y lo cita Echeverría— existen ciertos puntos privilegiados [...] que nos permiten descifrarla”. Para Ginzburg —sigo en la misma cita— “lo real histórico es constitutivamente enigmático, oculta algo, su verdad aparente es sospechosa”. (¿Cita literaria del autor mexicano del XVII citado por mí antes?). Es decir, los datos no sólo son siempre insuficientes, sino que “están ahí para engañar”. “Esa realidad humana apunta a algo que no es”. En esa línea de inquietud está vivido por mí, como habrá observado el lector, el tema de este ensayo.

 

 

9.- Una tontería que se dice, a veces, al respecto.

 

Esa tontería es la que identifica las ficciones artísticas y literarias con mentiras aceptables, como una paradoja positiva que caracterizaría lo que se cuenta sin haber sucedido, o sea, se dice, poéticamente. Los poetas y sobre todo los narrativos serían unos mentirosos honorables, autores de mentiras bellas y plausibles, dignas de la mayor consideración.

 

Del teatro por ejemplo se dijo que era un “engaño a los ojos”. Pero la verdad es que las ficciones no son mentiras sino irrealidades , o, mejor dicho, realidades irreales —esa sí que es una gran paradoja de la poesía escenificada, o sea, del Teatro—; es tan sencillo como eso si se parte, como yo estoy proponiendo, de la obviedad de que se da una estimable diferencia entre la realidad y la verdad, aunque se trate, como se trata ciertamente, de la verdad de cada uno en cada caso; y de que el “pacto poestético” firmado tácitamente por los espectadores y por los lectores parte de esa base preaceptada: la de que el lector no acepta por él que el poeta le mienta, pero sí que le cuente ficciones —sucesos no sucedidos ni sucedientes— como si hubieran sucedido (novela) o estuvieran sucediendo (drama) en la realidad: ficciones, o sea, no-realidades, como si fueran o hubieran sido realidades, ya en la actualidad, ya en el pasado.

 

La verdad es que el gran arte y la gran literatura no sólo no dicen mentiras (aunque también haya artes y literaturas que son portadoras de mentiras), sino que sus propuestas son investigaciones sui generis de la verdad en la realidad, a través fundamentalmente de la imaginación creadora.

 

(continuará)

 

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